6

Hacia la misma hora en que Tran estaba mirando con desaliento una bolsa llena de LSD y billetes de cien dólares, a Lucas Ransom le despertó el berrido de un despertador de radio en una habitación de un motel sucio y barato en el otro extremo de Nueva Orleans. Aporreó el botón despertador, se rodeó la clavícula con las mantas ajadas por la noche y sintió un brote de náusea en las tripas, pero lo reprimió, lo contuvo, lo rechazó a fuerza de voluntad. No podía permitirse tener náusea esa mañana.

Volvió a sumirse brevemente en el sueño. Soñaba con Tran, como siempre en esos días. Cuando la alarma sonó de nuevo, diez minutos más tarde, despertó con lágrimas en la cara. WBYU estaba tocando «A Taste of Honey».

«Un sabor —más amargo— que el vino», cantó Luke para despertarse. La voz le sonó más quebrada que una galleta salada. Notaba los pulmones como esponjas sumergidas en formaldehído y puestas a secar al sol. Todo aquello tenía que cesar antes de la hora del programa.

Entró tambaleándose en la ducha. Una cucaracha despeñó por el desagüe su cuerpo pardo y de aspecto mugriento mientras el agua herrumbrosa tamborileaba sobre la bañera. Luke se enjabonó con apatía, deslizando las manos por las costillas y los huesos de la cadera, más afilados que un mes atrás, incluso que dos semanas antes. Aparte de un ataque de cándida, un insidioso hongo blanco que había invadido durante una quincena su boca y su garganta, Luke no había sufrido todavía ninguna infección oportunista. Pero sus nódulos linfáticos llevaban más de un año hinchados, el número de células T de su sangre era un poco inferior todos los meses en su chequeo clínico gratuito, tenía diarreas recurrentes y perdía rápidamente peso.

Incluso en la época en que tomaba heroína, hacía gimnasia un par de veces por semana en el Lee Circle de la asociación de jóvenes cristianos. No le habían inyectado anabolizantes, pero le gustaba sentir los músculos lustrosos y tensos. Por entonces vivía en el barrio Marigny, un vecindario de cochambrosas casitas criollas a un tiro de piedra del Barrio Francés, y como le gustaba solearse a la luz subtropical en el tejado de su apartamento, conservaba la piel más morena que la de Tran, y el vello de sus piernas, pecho y vientre había adquirido un color oro pálido, más claro que su cabello. Hasta su vello púbico era un poco más rubio; hasta su polla había cobrado un fulgor saludable.

Se había mantenido así el mayor tiempo posible. Pero hacía mucho que no era posible. El músculo se había reblandecido en su complexión fornida, y ahora todo eran miembros doloridos y torpes terminaciones óseas. Una de las medicinas que tomaba le había vuelto terriblemente sensible a la luz del sol, y su bronceado había sido reemplazado por un gris pálido de un tono parecido al de las gambas sin cocer. Sentía todo el cuerpo mellado, descolorido y pastoso.

Se imaginaba que Lush Rimbaud era un lunático, probablemente desde hacía algún tiempo. Pero empezaba a preguntarse si no lo sería también Luke Ransom. Creía que las malas influencias eran inevitablemente más fuertes que las buenas; del mismo modo que sabía que Tran tenía que tener algunos recuerdos gratos de él, sabía igualmente que esos recuerdos estaban seguramente agriados en la memoria de Tran por el puro espanto de lo que había venido después.

De modo que Luke siempre había dado por supuesto que la parte vesánica de su mente acabaría por prevalecer sobre la parte cuerda. Era la parte que había querido que Tran se inyectase sangre enferma, la de Luke, en sus venas. La parte que había querido que Tran muriese, no ya siquiera con él, sino en lugar de él.

¿Y qué le quedaba ahora para seguir cuerdo? ¿Una visita a la clínica una vez al mes, su inhalador de pentamidina y sus lípidos de huevo, una larga noche tecleando palabras inútiles que palidecían junto a sus recuerdos, una zahúrda en la autopista Airline, entre putos y yonquis?

Los yonquis tampoco facilitaban las cosas. Saber siempre que alguien estaba esnifando o chutándose en el patio del motel, quizá al lado de tu puerta; que siempre podía ligarse un pico si le apetecía. Y le apetecía casi todo el tiempo. Nunca cesaba de pensar en lo mucho que aliviaría la náusea, en que volvería intrascendente la fatiga demoledora de los huesos, eliminaría la huella del cuerpo de Tran sobre el suyo.

Pero sabía que también terminaría por no sentir el menor interés por nada, ni siquiera por mantenerse vivo. Y no estaba dispuesto todavía a darle al mundo la satisfacción de contemplar su muerte.

Había empezado a consumir heroína diez años antes, en San Francisco, cuando tenía la edad de Tran: esnifó un poco en una fiesta y le encantó el trallazo y la placidez subsiguiente, el periodo más largo de calma absoluta que jamás su cerebro había conocido. Volvió a probar y al final empezó a metérsela en el brazo en lugar de aspirarla por la nariz. El impacto era más puro así, la placidez más duradera y mucho más agradable. Resultó que tenía un metabolismo de heroína. El hábito tendía a minar la vitalidad de una persona normal, como si la aguja absorbiera cada vez una gotita de la fuerza vital. Un consumo regular de heroína mataba a la larga a la mayoría de la gente. Pero ciertos organismos extraían fuerza de ella.

Había tenido mono por el tiempo en que conoció a Tran, hacía tres años. El autoengaño de la metadona no era para Luke; sólo los sudores fríos, la picazón insidiosa, la náusea que hervía como gusanos rojos en las tripas. Se puede usar una sustancia para curar la adicción de otra, se decía a sí mismo mientras aferraba la botella de Jack Daniels a continuación del síndrome de abstinencia, pero la nueva sustancia tenía que ser algo totalmente distinto. Algo que te borrara de la cabeza el deseo que sigue circulando por tus venas. La metadona era una muñeca de caucho; el whisky, un amante completamente nuevo.

Así que ahora se preguntaba de qué le servía curarse la adicción. Tran permanecía en sus venas tan claro como el recuerdo de la aguja, perduraba en sus tejidos como el fantasma del mono. Nada alteraba el dolor profundo y lento que le asaltaba siempre que se recordaba en la cama con Tran, follando, hablando o sólo memorizando la cara del otro tan obsesivamente como siempre han hecho los amantes. También era difícil pensar en los ojos de Tran. Luke recordaba el brillo dorado que adquirían en la luz de la tarde, y recordaba la negrura líquida de las pupilas y el tacto de la piel delicada contra sus labios cuando besaba las comisuras internas de la curva sutil y perfecta. Oh, sí, sabía torturarse con recuerdos.

Cerró el grifo, secó su cuerpo escuálido con una toalla raída, se arrastró fuera del cuarto de baño y se hundió en la fea butaca de vinilo. El agujero de una antigua quemadura de un cigarro le pellizcó la pantorrilla. Había días en que tenía que descansar después de hacer cualquier cosa: ducharse, caminar media milla por la carretera hasta el McDonald’s o el Popeye, y hasta leer el periódico. Evidentemente se trataba de uno de esos días.

Puesto que había abordado el tema de los recuerdos, Luke decidió recrearse con reminiscencias. Lo hacía cada vez más a menudo, reviviendo vividos instantes pretéritos. Con frecuencia incluían a Tran, y como los buenos momentos eran exquisitamente dolorosos, solía evocar los malos.

Se recostó en la butaca, cerró los ojos y estaba en diciembre, dos años atrás. Unos días antes de Navidad, una fecha que de todos modos siempre le había parecido sumamente deprimente. Tran se había evadido de las festividades familiares, y estaban curvados como cucharas sobre el colchón del loft de Luke. Este yacía con la cabeza apretada contra el hueco del hombro de Tran, hocicando soñadoramente el fino cabello negro de la nuca, que olía a gel fragante y a sudor sexual. Tran tenía entonces diecinueve años y llevaba el pelo mucho más corto, casi al cepillo. El corte daba a su cara un aspecto intensamente exótico, salvaje. Además enseñaba los tres aros diminutos de plata en los lóbulos de sus orejas, dos en la izquierda y uno en la derecha, cada uno de los cuales había, por lo visto, suscitado en sus padres nuevos paroxismos de horror.

De repente Tran dijo sin previo aviso: «Lo siento».

Para entonces Luke sabía que Tran era propenso al uso de interjecciones inconexas, a menudo en respuesta retardada a una conversación que se había producido horas o días antes. Pero por alguna razón, aquel dócil «Lo siento» activó una campanilla de advertencia en la cabeza de Luke. «¿Por qué?», preguntó.

Tran no contestó, y un claxon estridente se sumó a la campanilla. Luke se recostó sobre un codo y utilizó el hueso saliente de la cadera de Tran como asidero para encaramarse sobre él de una manera no excesivamente suave. «¿Qué?», repitió, más apremiante. Tran apartó la vista. Luke le agarró la cara y le obligó a mirarle. Un sonido bajo y atormentado escapó de la garganta de Tran, no del todo una palabra, todavía no un sollozo.

—¿Qué has hecho?

Contéstame, pensó Luke, contéstame ahora mismo y ahórrame el suspense. Pero en vez de eso se instauró el habitual silencio largo que precedía a la respuesta de Tran a una pregunta ardua.

—Nada —dijo al fin—. Sólo que…

Tran, con un giro de la mano, se zafó de Luke, que espontáneamente había aumentado la presión al oír el sólo que. Luke vio cinco marcas con forma de dedos en la piel dorada de Tran. Conforme las miraba, las marcas derivaron hacia el rosa, el tono de la sangre de Tran a flor de la superficie.

—La semana pasada, cuando fuiste a Baton Rouge… estaba una noche en el Barrio Francés y… había una fiesta.

Luke cerró fuerte los ojos y quiso alejar sus manos de la suave garganta de Tran. Sabía lo que se avecinaba. ¿No tendría Tran la clemencia de decírselo sin más? No, por supuesto.

—Todo el mundo estaba pasadísimo —dijo Tran, suplicante.

Luke se mordió los labios, contó hasta cinco, abrió los ojos. Tran le estaba mirando, pero algo que vio en los ojos de Luke le indujo a apartar la vista.

—Así que todo el mundo estaba pasadísimo —dijo Luke—. Me lo imagino, en una fiesta del Barrio Francés. ¿Y QUÉ COJONES?

—Hicieron una especie de juego de besos, con un clavo, una naranja…

—Tran. Dímelo, maldita sea, dímelo, sencillamente.

No me lo digas, mendigó su corazón en contrapunto de angustia, hasta que no lo hayas dicho en voz alta no ha sucedido, o sea que callate, no lo digas

—Bueno, pues acabé enrollándome con aquel tío —dijo Tran de un tirón, y luego inhaló una honda bocanada temblorosa, como si la revelación no formulada le hubiese privado de aire.

Una extraña quemazón había comenzado a expandirse por los músculos de los hombros de Luke, como si un ácido corrosivo le estuviese devorando los tejidos. Se preguntó cuál sería la fisiología de aquel fenómeno especial; ¿por qué la noticia de la traición de su amante le corroía los músculos? Pero sólo dijo:

—Pensaba que no harías una cagada así.

—¡Yo también! ¡No quería! Fue sólo…

—Fue sólo que estabas borracho y que tenías la minga dura, ¿no?

—Pues… sí.

—Por lo menos lo admites.

—¡Pero él no quería dejarme en paz! Ya se ha follado a casi todos mis amigos…

—Fantástico. Me alegro de que seas tan selectivo con tus ligues cutres.

Tran cerró los ojos, derrotado, y la mancha oscura de sus pestañas sobre la piel lisa como mantequilla debajo de sus ojos bastaba para introducir un dardo en el corazón de Luke, incluso ahora.

—No quería, Luke. Fui seducido, en el fondo.

La visión de Luke se enturbió de rojo. Veía directamente el cogollo de su propia rabia, un núcleo que estaba al borde de la fusión. Cogió una almohada de la cama, le asestó un puñetazo y a continuación la estranguló. No sabía qué otra cosa iba a hacer hasta que vio una cascada de plumitas arremolinadas en torno a la cama y volando hacia el suelo. Había destripado la almohada con las uñas. Nada menos que una de sus almohadas caras de pluma de ganso.

¡¡¡ADELANTE!!! —se oyó gritar a sí mismo—. ¿Por qué no coges esa cosa increíble que tenemos y la tiras por ahí? ¿Por qué no la tiras a la cuneta y meas encima porque resulta QUE TE EMBORRACHASTE EN UNA FIESTA? ¡¡¡QUÉ PUTA GRAN IDEA!!!

Se forzó a respirar varias veces y volvió a hablar con una voz pausada y precisa.

—O sea… ni adrede serías menos convincente. Lo haces… corres a casa para contármelo, Dios sabe por qué… ¿y ahora me vienes con que ni siquiera eras responsable?

Tran estaba mirando con los ojos como platos las plumas en el suelo. Su mirada enfocó un momento la de Luke y luego se desvió.

—No, no te vengo con eso.

—Pues lo parece.

—Bueno… hummm…

—¡No me hagas hummm, maldito diablo! Sé cómo funciona ese perverso cerebro oriental. No puedes salvar la cara esta vez. Nada más dime… —la furia de Luke se apagó y miró fijamente a Tran. Tenía la cara terriblemente desnuda. Estaba seguro de que parecía cadavérico—… lo que ocurrió.

—Bien. Es ese tío al que suelo ver en los clubs.

—¿Qué quiere decir veo?

—Le encontré en el Barrio. Hablo con gente y el tío anda por ahí. He hablado con él un par de veces.

—¿El tío tiene… —era una palabra que Luke nunca empleaba, una palabra que no hacía distinción entre las innumerables subespecies del género masculino—… tiene esa persona un nombre?

—Zach.

—¿Quieres decir ese capullo escuchimizado que parece Eduardo Manostijeras, sólo que más satisfecho de sí mismo?

Tran casi se rió. Se mordió la parte interior del labio para contenerse, y al ver sus dientecillos blancos contra la húmeda carne, de un color rosado oscuro, Luke pensó que ojalá estuvieran besándose locamente, enculándose, cualquier cosa antes que aquella conversación mezquina.

—Sí —dijo Tran—. Ese tío.

—¿Qué hiciste?

—Él me estuvo… ejem, abrazando. Dijo que yo era el hermano gemelo que había perdido hacía mucho tiempo.

—Qué original.

—Luego empezamos a besarnos en la entrada.

—Oh, ¿debajo de ese repulsivo parásito vegetal?

—¿El qué?

—El muérdago.

—Sí.

Luke se representó a los dos apretados contra la jamba, el uno encorvándose hacia el otro, rastreando y tanteando con las manos, y con los labios ávidamente fundidos. Probablemente había en la sala otros veinte o treinta chiquillos del Barrio, algunos ocupados por sus propios manoseos sórdidos, otros mirando, advirtiendo vagamente el hecho de que el novio de Luke Ransom se la estaba pegando con uno de los mayores putos de la ciudad, y muchos seguramente encantados por algo que encontraban malévolamente divertido. Luke tenía talento para hacerse impopular entre los modernos.

Una parte de él quería arrojarse sollozando a la merced de Tran, suplicarle que dijera que no era cierto, que nunca podría ser verdad. Otra parte quería matar al estúpido mocoso, romperle sus huesos pérfidos y después insuflarle la vida con su aliento por el puro placer de volver a matarle. La imagen de los dos chicos besándose en la entrada estaba grabada de forma indeleble en la mente de Luke, era una herida fresca que se infiltraba ardiente en la sustancia inflamada de su cerebro, abriendo una cicatriz que duraría siempre.

—¿Y entonces qué pasó?

—Bueno, me arrastró hasta un… dormitorio, creo, y… Luke, ¿de verdad quieres que te cuente?

—No —dijo Luke, sinceramente—. Pero me has hecho llegar hasta aquí. Ahora tengo que oírlo hasta el final.

—¿Por qué? Sólo necesitaba ser sincero contigo. No tenemos por qué volver a hablar de esto si no quieres.

—Y se supone que yo dejo de pensar en ello, ¿eh? A lo mejor tú puedes borrar las cosas tan fácil. En realidad estoy seguro de que puedes. Pero mi cabeza no funciona así. Aunque pudiera ahora mismo borrar de dentro esta mierda, no me atrevería… porque puedo necesitarla un día. ¿Tú quieres ser escritor, Tran? Pues más te vale empezar también a almacenar las cosas.

Había divagado en esta vena un rato. Había habido más, mucho más, pero Luke decidió interrumpir las reminiscencias. No quería revivir la vacilante descripción que Tran le hizo de una mamada recibida y devuelta en el cuarto a oscuras de un desconocido mientras la fiesta proseguía estruendosa al otro lado de una puerta entornada, ni su propia reacción furiosa. Abrió los ojos y sacudió la cabeza varias veces, y de nuevo se hallaba en el presente. Por así decirlo.

Aquello había sucedido seis meses después de conocerse, casi un año antes de que el test de Luke diera positivo. La conducta sexual de Luke había sido irreprochable durante esos seis meses, algo inédito en él. No obstante, tenía que reconocer que una buena parte de su cólera procedía de un sentimiento ruin de oportunidad perdida. Había ido a Baton Rouge únicamente a firmar en la librería Hibiscus, lo que había hecho varias veces sin percance cuando no tenía pareja. Pero en esta ocasión, por algún motivo, al acto de la firma acudió cantidad de chicos esbeltos, morenos y de ojos oscuros, tan guapos que la mano de Luke temblaba un poco al dedicarles sus libros.

Uno en concreto, un tal Michel que se autodenominaba poeta, se quedó alrededor para hablar con él mientras firmaba. Más tarde tomaron una copa y luego dos copas, y cuando Michel le pidió que se quedara a dormir, Luke rabiaba de ganas de hacerlo. Pero pensó en la difícil conversación que él y Tran habían tenido la semana anterior. Habían hablado de sus diversos temores y celos, y Luke creyó que habían pactado una especie de fidelidad mutua. Hubiera querido pasarse la noche devorando al poeta autonombrado como un caramelo ofrendado en el altar de sus dos dioses gemelos, el talento y la lujuria. Para eso eran esos chicos. Pero más allá de medianoche se encontró en la I-10, cachondo y medio borracho, buscando la emisora de radio mierdosa, deslumbrado por el panorama industrial de Baton Rouge en el espejo retrovisor.

Cuando descubrió que Tran le había engañado, Luke se dijo que ojalá se hubiera lanzado a follarse a Michel. No importaba que Michel no fuese más que un cabeza de chorlito pretencioso y ni la mitad de guapo que Tran. Luke tenía la desagradable sensación de haberse perdido un fácil y dulce pedazo de culo mientras que Tran se agenciaba uno, de no haber puesto una muesca en su revólver para equipararse a la nueva de Tran. También le rondaba la idea de que Tran le había puesto celoso a propósito.

Ah, las relaciones. Con un poco de suerte, pensó Luke, nunca volvería a tener otra. Y últimamente estaba teniendo una suerte loca. El simple hecho de despertar vivo cada mañana era como tener un peso de diez toneladas de suerte encima del pecho.

Se puso vaqueros y una camiseta, se calzó un par de botas camperas puntiagudas y negras y se cubrió los hombros con su antiguo chaquetón de motorista. Aquélla había sido su indumentaria invariable para el tiempo frío durante los últimos diez años. Ahora los vaqueros le quedaban holgados y los bíceps ya no llenaban las mangas del chaquetón, pero las botas seguían encajando bien. Un buen par de botas era un amigo sempiterno, hasta que la muerte nos separe. Pensó ociosamente en si aquellas botas le sobrevivirían. Una de las suelas empezaba a pelarse y a resquebrajarse, pero también él.

Fuera, el aire temprano de la mañana le acarició la piel como una mano fría y húmeda. Iluminaba el cielo una pálida luz azul grisácea, el color del alba en Luisiana. Nadie había entrado en el coche durante la noche, y el motor arrancó a la primera. Tal vez iba a ser una buena jornada. Las evocaciones le habían sorbido parte de su compasión por su persona, y ya no se hallaba en el humor melancólico necesario para disfrutar las canciones de amor sensibleras de WBYU. Metió una cinta de Coil, la puso a todo volumen —que no era excesivo, tratándose de unos altavoces de cuatro perras— y salió a la autopista.

La versión que había puesto de «Tainted Love» era exactamente el tipo de música que le infundía una ira justiciera, y esa ira era precisamente la que le ponía a tono para el programa. «DARTE TODO LO QUE UN CHICO PUEDE DARTE», cantó, aporreando el salpicadero. La cara de Tran flotaba delante, y Luke odió su belleza natural, odió la mente cruel y manipuladora que se escondía detrás de aquellos párpados lisos. Pensó en las verdades que había vertido en sus libros, toda la verdad que conocía, y detestó a los críticos que alguna vez le habían fustigado, a cada lector que no las había comprendido.

Cuando su animosidad se quedó sin objetivos, Luke odió al mundo entero porque seguiría girando cuando él ya no estuviese. Le traspasó la cruda emoción, tan pura y helada como el mejor jaco, y le prestó la fuerza de ser un lunático.

Cuando llegó a la salida hacia los pantanos, escondió el coche en una desvencijada construcción de madera que le servía de garaje encubierto, y caminó hasta el embarcadero donde le recogería la piragua para llevarle al barco, notaba ya a Lush Rimbaud removiéndose dentro, a punto de rugido.

«El resto del mundo podría seguir el puto ejemplo de China. Un hijo por familia, multas severas por cada hijo más y esterilización obligatoria. Su objetivo es un crecimiento demográfico cero, y están muy cerca de alcanzarlo. En la República Popular se hacen un montón de abortos. Mogollón de abortos. Raspar fetos se ha convertido en China en un medio de vida. No como para sacarles del apuro, que dijéramos. Se requieren medidas extremas, ya que han sido los mayores procreadores del mundo desde la puta dinastía Han. Una de cada cinco personas en el mundo es china. ¿Pero qué porcentaje de recursos creéis que el pueblo chino está utilizando? Un porcentaje nulo, comparado con vuestro codicioso culito americano.

»Los norteamericanos representamos menos del cinco por ciento de la población mundial y sin embargo absorbemos el treinta y tres por ciento de los recursos del mundo. Y podemos procrear todas las ratas de alfombra que se nos antoje. Eh, ¡es un país libre! Ni siquiera tenemos que poder alimentarlas. Si no puedes sustentar a esos mamones, ¡el gobierno se encarga! Mis dólares de impuestos, TUS dólares de impuestos, ¡pagan a los que procrean para que se queden en casa y procreen MÁS procreadores! ¡¡¡Y LA INVESTIGACIÓN ENCAMINADA HACÍA LA CURA DE UNA EPIDEMIA NO DISPONE DE FONDOS PORQUE LA GENTE QUE SE MUERE DE ELLA CHUPA DEMASIADAS POLLAS!!!».

Llevaba en antena varias horas y estaba lanzado. Luke se retiró del micrófono y dio un sorbo de una bebida proteínica de sabor asqueroso que Soren, el fundador, financiador e ingeniero de sonido de la emisora había guardado en la nevera para él. Era tan espesa como un batido de McDonald’s y ligeramente viscosa. Sabía parcialmente a fresa y parcialmente a hígado: blanda como tiza, dulzona y algo carnosa. Era una de las cosas más repugnantes que se había metido jamás en la boca. Pero Soren juraba que le haría engordar medio kilo. Le vendría bien.

Volvió al micro. «Puede que nos odien porque chupamos pollas, pero por lo menos no nos pueden acusar de procrear más chupones. Al menos la reproducción biológica de nuestro ADN en forma de un pedazo de carne pegajosa y chillona no es la mayor satisfacción que la mayoría de nosotros conocemos en la vida. ¿No es así? Soy Lush Rimbaud hablando para vosotros, vuestra infección auricular… y la siguiente canción se la dedico a la persona que amo».

Conectó «Something you’ll Never Have», de Nine Inch Nails. La voz de Trent Reznor le horadaba el cráneo como un alambre al rojo, aguda y furtiva, transida de dolor mortal. Bien podía ser la canción temática de aquel programa, aquella emisora de radio, de todo lo que había escrito, de su amor desesperado por Tran, de toda su vida desdichada.

Y sin embargo había algo que le mantenía en la brecha a pesar de todas sus buenas razones para aprestarse a morir. Podía cascarla en cualquier momento: sería fácil ligar suficiente jaco, y una sobredosis de opiáceo era el modo ideal de acabar, por lo que a Luke respectaba. Si los biempensantes te encontraban con una aguja clavada en el brazo y te deseaban buen viaje al infierno, ¿qué importaba? Tú te ibas suave y dulcemente.

Si seguía luchando por ese día, semana, mes de vida de más, podía acabar demasiado enfermo para liberarse de un modo apacible. Entonces afrontaría una muerte dura y postergada. En los días postreros podían fallarle los pulmones y ahogarse en sus propias flemas. Podía quedarse ciego y ya no ser capaz de ver la muerte que avanzaba sigilosa hacia él. Podían aflojarse sus funciones básicas y morir en charcos de su propia mierda (quizá garabateando en la pared una última o últimas frases escatológicas).

Había que tener en cuenta un montón de horrores vividos. A menudo Luke los rumiaba como si fueran una cornucopia de frutas en descomposición, eligiendo una por su madurez agridulce, otra por el gusano encerrado en su interior.

Entonces, ¿por qué seguía tirando? Por un tiempo había tenido la convicción de que Tran y él volverían a estar juntos algún día, simplemente porque era su destino. Era inconcebible morirse antes de que aquello sucediese. Pero poco a poco llegó a darse cuenta de que, durante la mayor parte de su vida, el destino había sido cualquier cosa que desease en un momento concreto. Ya no sería así nunca más. Tran tenía sin duda sus propias ideas acerca del destino, y el suyo ya no incluía a Lucas Ransom. Más que considerar la posibilidad de haberse equivocado, Luke dejó de creer por completo en el destino. Y siguió viviendo.

Una llamita de náusea le afloró en la boca del estómago, y decidió conceder un descanso a la bebida proteínica. Dentro de un rato cogería un bocadillo de la nevera, después de anochecido, y hasta quizá consiguiera tomar una taza de café del termo. Quizá.

El tema de los Nine Inch Nails se aproximaba a su fin lento y siniestro. «Y ahora esta otra», dijo en el micrófono, «dedicada a mi amor perdido, dondequiera que esté. ¿Estás ahí, estás escuchando, todavía odias el sonido de mi voz? No lo sabré nunca, supongo. Aquí te dedico otra, gusano de mi corazón».

Lush Rimbaud rara vez ponía dos canciones seguidas sin una perorata en medio, pero vio que Soren se acercaba a través del estudio con un porro humeante en la mano, y de todas formas se estaba poniendo sentimental, así que activó un CD de Billie Holiday. Cuando los primeros compases melancólicos de «Gloomy Sunday» cruzaban el pantano, Soren le pasó el porro a Luke. Dio una chupada del cilindro de papel alquitranado, húmedo de bruma de la marisma y de saliva de Soren, y percibió de nuevo la llamita de náusea.

—Cristo, Luke —Soren señaló con un gesto los altavoces—. Pincha un par de coñazos, ¿no?

—Pensaba hacerlo —dijo Luke. Dio otra chupada y devolvió el porro. El verde sabor picante de la hierba permaneció en sus labios, en su lengua. Vio a Soren aspirando hondo, absorbiendo ávidamente el humo. El joven ingeniero era un rubio lechoso, de rostro enjuto y elegante y vestuario sacado directamente de Details. En otra vida, en su antigua vida, Luke hubiera conceptuado a Soren como un pijo marchoso. Llamaba así a un cierto tipo de guaperas bien vestido que frecuentaba todos los tugurios de movida, descendencia bastarda de Bauhaus y Duran Duran, tomando capuchinos y alardeando sobre arte.

En otra vida, en su propia vida de antes, Soren podía haber sido uno de esos pijos. Pero en su vida actual había dado seropositivo hacía un año, una semana después de cumplir dieciocho. Bienvenido al mundo de verdad, chaval. ¿Qué te parece ser un adulto? No te preocupes. No lo serás mucho tiempo. Aunque aún no había desarrollado ningún síntoma, el brillo vidrioso de un traumado por mi bombardeo asomaba en la obvia inteligencia de sus ojos, que eran grises y enormes en su cara de finos huesos. Su placidez natural había cobrado un aire aturdido. Su nombre radiofónico era Stigmata Martyr.

A pesar de su apariencia remilgada, Soren era un tecnomanitas extraordinario que podía hacer funcionar en una hora al componente técnico más terco. Durante años había emitido señales piratas a emisoras FM, pero había fundado el programa SERO hacía varios meses, tras haber oído en un programa de radio a un locutor de derechas acallar a gritos a un paciente de sida hospitalizado que había llamado para protestar por la desinformación que difundían.

Soren quería a un hombre en antena tan vocinglero como los que tenían en la otra radio. Había contactado con Luke a través de una tenue red de conocidos. Aunque Luke no había trabajado nunca en la radio, y aunque el aspecto y las maneras de Soren le habían desalentado al principio, la idea le enganchó. Aquí había ocasión de que Lush Rimbaud perorase a sus anchas sin tener que editarlo más tarde. Aquí tenía la oportunidad de decantar parte de su rabia constante. Le motivaba, sí; pero traspasado un cierto punto de consolidación, empezó a roerle el alma hasta el extremo de que apenas le dejaba pensar.

Soren tenía razón sobre «Gloomy Sunday». Billie vertía toda su soledad, todo aquello que podría-haber-sido, toda la tristeza de su corazón yonqui en aquella canción de amor a un amante muerto, y el efecto era demoledor.

—¿No conoces la historia de esta canción? —preguntó Luke. Soren negó con la cabeza. La canción estaba acabando, por lo que Luke se inclinó para hablar por el micrófono. «Un poquito de historia a este respecto. El tema fue compuesto por un compositor húngaro que se suicidó después, legando al mundo la partitura. La primera grabación inspiró tantos suicidios que la prohibieron en Hungría. Luego la tradujeron y se la dieron a Billie… buena idea, tíos. Siempre que necesitéis un poquito de ánimo, poned a Billie. La gente se tiraba desde un tejado o se volaba la tapa de los sesos, y los polis encontraban la placa puesta en el tocadiscos. Al final tuvieron que dejar de radiarla en las emisoras comerciales. Fue la única canción que llegó a ser prohibida por demasiado triste… prohibida dos veces…».

Luke aceptó el porro de Soren, aspiró ruidosa y sibilantemente frente al micrófono. «Qué rica hierba», dijo con un graznido sin resuello de pirado. «¿Es producto casero de Mississippi? Por lo menos ese puto erial produce algo bueno». Exhaló profusamente. «Eh, Martyr, adivina por qué el gobernador de Mississippi negó fondos del estado a clínicas de investigación del sida. Ésta sí que es buena. Dijo que era una enfermedad causada por la conducta y que los contribuyentes normales no tenían por qué pagar la factura. ¿Por qué gastar pasta gansa americana en gérmenes de maricas?».

Hizo una pausa para que lo asimilaran. «Así que escribí a mis legisladores diciendo que quería la devolución de todos mis dólares de impuestos destinados a investigación sobre defectos de nacimiento, fármacos de fertilidad, abortos naturales… cualquier cosa relacionada con la producción del saludable feto humano. Argumenté: puesto que el embarazo es un estado causado por la conducta, cuya moralidad, o ausencia de ella, deploro, yo no tenía por qué financiar los nauseabundos problemas de los procreadores. ¿Y sabéis qué?».

Luke apretó el botón PLAY del casetero. Un rasgueo de guitarras anunció su orquesta lesbiana favorita de Nueva Orleans, Service with a Smile. «¡¡¡Me jodieron, jodieron, JODIERON!!!», escupió la voz solista contra la pared estática de la guitarra. Aunque hablaba de cosas tan diversas como las mutilaciones fálicas y las auditorías del fisco, la canción sólo duraba un minuto y medio. Cuando se detuvo, Luke tomó el relevo.

«¡JODER que si me jodieron, te jodieron, a todo el que le jodieron… se lo follaron! ¿Has dado negativo la semana pasada? ¡Enjoderabuena! ¡No tienes que preocuparte durante como mínimo seis meses! ¿No se te quita un peso de encima? ¿No se te alegra la vida?».

«Soy Lush Rimbaud, y me niego a cerrar el pico o a morir. Pero tengo las tripas revueltas y me palpitan los nódulos linfáticos, así que voy a tomarme un respiro y a colocarme a tope con Stigmata Martyr y el Patrón. Ahí os dejo un compacto entero. Algo para levantar un poco el ánimo».

Puso The Wall de Pink Floyd, empujó hacia atrás la barata silla de jardín de aluminio y dejó los mandos. Soren y el patrón del barco, Johnnie Boudreaux, se recostaron en la baranda de cubierta pasándose el porro de mano en mano. El barco-radio era invención de Johnnie. Lo había armado con el casco de una pequeña gabarra, le había añadido un motor fuera borda, para mayor movilidad, una barandilla por si acaso a alguno le entraban mareos y una carcasa impermeable para proteger el equipo radiofónico de Soren.

Soren procedía de una antigua familia de Nueva Orleans, en la que había nueve tías que se llamaban Marie todas ellas y dinero a patadas, al menos según los parámetros de los ambientes bohemios. Ahora todas las partidas de sus ingresos que no iban a la emisora las destinaba a asistencia sanitaria preventiva. Tenía una gran fe en los curanderos. Luke se preguntaba a veces cómo las hierbas y los amuletos de Soren podrían resistir un análisis serio, pero la buena educación de los infectados exigía respeto por las ilusiones ajenas. Tomaras lo que tomaras a lo largo de la noche —megavitaminas, visualización creativa o el lento veneno de la acidotimidina—, supuestamente era inaccesible a la crítica o a la burla. No siempre era así, por supuesto, pero Luke no tenía reparos en que sus amigos se engañaran a sí mismos con tal de que a él le trataran con la misma cortesía.

El barco navegaba a la deriva sobre las aguas estancadas de la marisma, y el sol empezaba a fundirse sobre la copa de los árboles, llenando el pantano de una luz mantecosa verde dorada. Era uno de aquellos momentos en que Luke padecía la ilusión de que todo podía arreglarse.

—Hay un tío nuevo en mi grupo de asesores que quiere conocerte. Ha leído todos tus libros.

—¿Qué has hecho, decirle que soy el disc-jockey de tu emisora pirata?

—Claro que no, Lucas. —Era increíble lo sarnoso que Soren, cuando quería, podía hacer que sonase el nombre de alguien—. Nadie del grupo sabe que dirijo la emisora. No ando por ahí fardando de mis actividades ilegales. Me limité a mencionar que yo te conocía.

—Dile que vaya a la librería del Faubourg Marigny. Tienen ejemplares firmados de todas mis obras.

—Quiere conocerte, Luke. Quiere invitarte a un cóctel en el Barrio. Tiene veinte años, es sano y medio japonés, y como sé que eres una reinona del arroz…

Luke encogió la cabeza entre los hombros y regañó a Soren.

—No soy una jodida reinona del arroz. No vuelvas a llamarme así.

—Vaaale. —Soren alargó la vocal, la impregnó de cinismo—. Es sólo porque el último tío con quien has salido era vietnamita, y el anterior era de Laos, y porque dijiste al Times-Picayune que tu lugar predilecto de vacaciones era Bangkok…

—No he estado nunca en Bangkok, gilipollas. Fue una broma.

—Ilusiones, quieres decir.

—Callaos los dos y pasad el petardo —interrumpió Johnnie Boudreaux.

Era un cayún grande y de natural plácido, que conocía las marismas y las vías fluviales de la región pantanosa tan bien como Luke el Barrio Francés o el Castro. Como la mayoría de los cayunes, Johnnie era moreno y de tez clara, aunque su tono bronceado le encubría escasamente las pequeñas lesiones púrpura del sarcoma de Kaposi que le moteaban la cara, los brazos y la parte superior del pecho.

Aun cuando no se lo confesaría a nadie, Luke tenía un miedo obsesivo, por vanidad, a aquellas motas. A Johnnie no parecían importarle. Incluso después de que le saliera una marca en la frente, siguió peinándose su larga melena en una cola de caballo formal en lugar de que le colgara encima de la cara, como Luke habría hecho. La única concesión que hacía a las motas era ponerse la gorra con la visera delante, para resguardar un poco del sol la cara. Al final el cáncer se adueñaría de sus vísceras y tendría que elegir entre la quimioterapia corrosiva y una muerte lenta, y el tambor del revólver antiguo con cachas de nácar que siempre tenía cerca.

—En resumidas cuentas —dijo Soren, abandonando de momento la pulla sobre la reinona—, ¿qué le digo a Tomiko?

—Dile que espero que conserve la salud. Conocerme no es la mejor manera de hacerlo.

—Tú te lo pierdes.

Bien cierto, pensó Luke. Yo me lo pierdo. Pero Tomiko lo gana. Tran podría atestiguarlo.

Los tres permanecieron un rato en un profundo silencio acompañado, mirando la marisma con los codos apoyados en la barandilla. La voz de Roger Waters serpeaba baja alrededor de ellos, ora furiosa, ora irónica, ora teatralmente seductora. El día había terminado. El cielo se había oscurecido con un misterioso púrpura crepuscular, y el agua tenía una luminosa tonalidad negra. Insectos pálidos bosquejaban mándalas efímeros en el aire. Luke oyó el serpeo y la salpicadura de un pequeño caimán que desde la orilla entraba reptando en el agua reluciente.

A veces, como en aquel momento, tenía lapsos en que la tristeza prevalecía sobre la rabia. Pasaba la mayoría de los días cociéndose en un caldo de desesperación y cólera, siempre consciente del avance inexorable y lento, a través de una vida amarga, hacia una muerte solitaria. Pero allí en la ciénaga se observaba fácilmente la indolencia aleatoria del universo. Un virus era una cosa tan estúpida, carente de propósito o de sentido, y sin embargo tan tenaz como podía ser la vida. Qué difícil resultaba creer que un parásito que tenía el aspecto de una pelota de golf mal moldeada pudiese vivir en tu sangre y en tu linfa, canibalizando las frágiles hebras en forma de hélice de los ácidos ribonucleico y desoxirribonucleico, creando una música disonante con tus nucleótidos y convirtiendo tus células en obedientes siervos. Un parásito tan simple que por comparación la tenia solitaria era un prodigio de estructura, y absolutamente inútil, inmune a la muerte en tanto su anfitrión pudiese todavía respirar y sufrir.

Y sin embargo habitaba en Luke y en Soren y en Johnnie, y era posiblemente la única cosa que les había unido, posiblemente la única que hubiera podido hacerlo. Era probable que habitara también en Tran, no obstante su observancia del sexo seguro, que había sido rayana en fetichismo. Luke había idolatrado y martirizado aquel cuerpo ágil de todas las maneras que Tran había consentido… y otras.

Nunca había eyaculado dentro de Tran, había estado expresamente prohibido desde mucho antes de que diera positivo. Pero una vez, durante una tarde lánguida de lluvia estival y droga compartida, se habían quedado dormidos juntos y luego hicieron una torpe pero tierna tentativa de follar. Mientras Tran volvía a dormirse, extendido sobre el vientre y con la columna arqueada y el suave trasero en el aire, Luke había permanecido despierto. Había frotado con la boca aquellos globos musculares de terciopelo, lamido una húmeda fisura en el centro, toqueteado el dulce capullo del esfínter hasta que se abrió para su lengua. Fruta prohibida… bueno, casi siempre.

Apreciando la pasividad de Tran, se le había encaramado encima y se había frotado hasta el orgasmo contra la hendidura mojada de saliva del culo de Tran, y después se revolcó largo tiempo sobre el calor húmedo de su propio semen, antes de que ambos se limpiaran.

Había habido muchos instantes así. Y Luke, por supuesto, había chupado los fluidos corporales de Tran cuando y donde conseguía tenerlos: tragado esperma, devorado el tierno ojo del culo, besado la oscura cuenta de sangre de la piel de la cara interior del codo. Se podían haber infectado y reinfectado mutuamente una docena de veces. Luke lo sabía; sabía que Tran lo sabía. A la postre Luke no tenía ninguna disculpa que ofrecer por su enfermedad.

Cuando The Wall se hubo abierto paso, a fuerza de amenazas, zalamerías y sufrimiento, hasta la última canción, Luke estuvo otro rato en antena, pero empezaba a sentirse cansado. Leyó algunos recortes que había entresacado del periódico, principalmente estadísticas insulsas. Una de cada ocho personas en Uganda era seropositiva. El sida se aproximaba a los accidentes diversos como la causa de muerte principal de norteamericanos comprendidos entre las edades de veinticinco a cuarenta y cuatro años. Aquí había algo a lo que podía hincarle el diente: el dentista de Miami enfermo de sida había asesinado deliberadamente a sus pacientes inyectándoles su propia sangre contaminada, declaró su ex-amante en un programa de televisión sensacionalista. Pretendía cambiar la idea general de que el sida era una enfermedad de homosexuales.

«El doctor David Acer, lascivo demonio maricón que amenaza el hogar, la familia y a América con una jeringa goteante llena de sus propios jugos infectados. Nadie diría que hizo lo correcto, no la primera vez que se piensa en ello. Pero poneos a pensarlo, ¿eh? Imagináoslo ahí plantado, mirando el pescuezo pegajoso de una jodida procreadora, repitiendo mentalmente el palique idiota que ella le está dando y dándose cuenta de que dentro de uno o dos años él estará muerto y ese coño estará pariendo su tercera criatura, y la sociedad la adorará como a una diosa de la fertilidad, pilar de suavidad, HEMBRA MODÉLICA, mientras él se pudre en su tumba de paria. E imaginaos ahora… que la hipodérmica de novocaína y la otra que casualmente está llena de su sangre contaminada… pudieran… mezclarse.

»Llamadlo demencia sidaica, si eso os tranquiliza.

»Soy Lush Rimbaud y esto es todo esta noche. Atenderé llamadas en el programa de la próxima semana, a la misma hora, en la frecuencia en que podamos emitir, así que sintonizadnos… a no ser, claro, que alguno de nosotros, o de vosotros, se haya muerto la semana próxima. Todos nosotros podríamos habernos muerto. Y a ellos les importa un cojón.

»Gracias y buenas noches».