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Jay estaba ovillado en una voluminosa butaca de cuero negro de su biblioteca, con los ángulos de su cuerpo desnudo envueltos en una suave manta de angora. El primer arrebol del alba purpureaba el cristal de la ventana y arrojaba sobre el suelo una sombra acuosa. Pasaba las láminas en color de un manual quirúrgico que su padre había comprado en un cierto momento, por alguna razón que Jay no alcanzaba a vislumbrar siquiera.

Había robado el manual la última vez que visitó la casa ancestral de St. Charles, donde su primo, el hijo de Daniel Devore, vivía ahora con su familia. Mignon les había legado la casa a cambio de la ayuda prestada por Daniel en los negocios. Ella sabía que su hijo Jay nunca querría vivir en los barrios altos.

Miraba la sección transversal coloreada de una cirugía de próstata, un par de hemostáticos insertados mediante una incisión en el escroto para pinzar una pequeña vena, un dedo enguantado que se infiltraba en la cavidad rectal, acariciando la glándula enferma y perforándola con un escalpelo para que sus dulces jugos desembocaran a través de la pared muscular en el intestino. La próstata tenía el aspecto de una nuez oscura y arrugada. Las paredes del recto ondulaban en giros lacios y rosados alrededor del filo de acero. Jay se sorprendió pensando en Tran, el joven vietnamita que le había pasado la hoja de ácido el día anterior. La próstata joven de Tran sería tersa y menuda, no más grande que una almendra.

El lomo del pesado volumen prensaba dolorosamente la entrepierna de Jay. Cayó en la cuenta de que volvía a empalmarse, como si la noche no hubiera bastado para extenuarle. Había un hueco en la parte superior del canal del recto Justo encima de la próstata, donde cabía hermosamente cualquier clase de objetos…

Se levantó de la butaca, repuso el libro en su sitio en la atestada estantería y salió de la biblioteca. Sólo rompía el silencio de la casa la ocasional risa ebria de juerguistas que todavía pululaban por el Barrio. En una noche ordinaria, Jay hubiera estado leyendo, viendo un vídeo o haciendo sus cuentas; amaba la aritmética por su exquisita simetría. Pero no era una noche ordinaria. Tenía un huésped.

No, se recordó a sí mismo, esta vez no era un huésped. Una mascota.

La esfera luminosa del reloj de pared del pasillo marcaba las cinco menos diez. Extrañas sombras se movían como espectros atrapados detrás del diseño flechado del empapelado escarlata y jaspeado de oro. Jay entró en el salón, una fantasía barroca con colgaduras de terciopelo y borlas de raso y teca oscura labrada, con un parqué liso de color jarabe cubierto por una enorme alfombra china. Los colores dominantes de la habitación eran el púrpura, el rosa y el oro; a la luz del día tenía un aspecto de útero dorado.

Una chimenea de mármol rosado ocupaba casi una de las paredes, con incrustaciones de plumas art déco de malaquita, cornalina y azabache, una pieza magnífica de sillería. Oscurecía su belleza una capa de ceniza negra y mugrienta que no cedería ni ante un cepillo de alambre empapado en lejía industrial.

Jay se detuvo, como desorientado, y luego levantó una delicada taza de porcelana posada en una mesa con patas en forma de garras y apuró su poso. Un lento estremecimiento recorrió su columna vertebral, como notas sobre un xilofón. El té estaba sazonado con coñac y LSD. Había estado sorbiendo el potente brebaje a lo largo de toda la noche, desde que trajo a la casa a su nuevo animal de compañía.

El chico del Café du Monde le había seguido dócilmente, a unos pocos pasos de respetuosa distancia, la suficiente para que todos los turistas y los prostitutos de Jackson Square viesen que estaba con él. Normalmente Jay era cauteloso con esas cosas, pero aquella vez se sentía como si un galgo premiado en un concurso o algún otro elegante animal de lujo le siguiera voluntariamente a casa.

Galgo premiado. Tenía gracia. Si Fido fuera realmente un perro, sería un chucho callejero, con una cara atractiva pero un pelaje sucio. Afortunadamente, el pelaje se había desprendido. Lo mismo que sus botas, su camiseta mugrienta, sus tejanos sucios, sus calcetines fétidos y su indescriptible ropa interior. Por debajo de esta capa, podía asearse a Fido.

Un cepillo de alambre y lejía no habían conseguido limpiar la chimenea de mármol. Pero los chicos estaban hechos de una materia más dúctil.

Al salir del salón, Jay captó su reflejo en el enorme espejo que había en una esquina, un gran espejo de marco dorado y suculentas frutas y vegetación talladas. Vio la imagen de un trasgo plateado y blanco a flor de la luz acuosa del alba, y su piel desnuda irradiaba una palidez luminosa. Entrecruzaban su pecho y abdomen oscuros trazos de sangre, delicados como espuma de mar. Tenía el pelo erizado. Le brillaban, muy abiertos, los ojos de loco.

Entró en el cuarto de baño. Relucientes garabatos y manchas de rojo, como puñados de rubíes dispersos, aliviaban el fulgor de la luz sobre los azulejos blancos y negros. El chico estaba acurrucado dentro de la bañera, con las muñecas y los tobillos atados, y ligaduras muy fuertes alrededor de sus muslos flacos y tersos, y sus ojos brillaban de ácido y hedionda vigilia. Tenía el cuerpo restregado y raspado hasta el nervio vivo. En los puntos corporales más sobresalientes, en las mejillas, rodillas y caderas, Jay distinguió el destello blanquiazul del hueso. La lejía había provocado ásperas quemaduras químicas en la poca piel que había quedado. El chico tenía la polla tan húmeda e informe como un bocado escupido de comida. En determinado punto de su estómago había una abertura parcial, con los bordes separados y una brillante burbuja de intestino al descubierto.

Jay sonrió. El chico le devolvió la sonrisa. No tenía más remedio; la mayor parte de la carne alrededor de la boca había sido restregada o quemada, y su sonrisa era un rictus de dientes blancos de lejía encajados en encías sangrantes. Jay supuso que no había tratado bien a su mascota. La sociedad protectora de animales llamaría a su puerta de un momento a otro.

Por mucho que aullaran los juerguistas en las calles, el Barrio Francés no les pertenecía. A la mañana, la semana o el año siguiente se habrían ido y su paso habría sido tan efímero como la estela que gira detrás de un barco en el río. Jay seguiría allí. El Barrio era suyo, sus calles nocturnas iluminadas por farolas, sus callejones sórdidos y sus recodos de neón, los patios secretos envueltos en la luz de hojas y sombra, la inmensa luna púrpura que se cernía sobre todo ello como un ojo borroso. Le brindaba ofrendas que él aceptaba con gratitud y voracidad. No le importaba el ruido de las juergas. También para él, en su casa, era noche de parranda.

El sol despuntaría antes de que el chico hubiese muerto.