Recuerda, recuerda, el cinco de noviembre
¡pólvora, traición y complot!
En 1605, el famoso traidor Guy Fawkes y una cofradía de rufianes bajo su férula conspiraron para volar el Parlamento en Londres. Fawkes no era más que un harapiento soldado de fortuna, un incauto bien pagado por católicos ricos que guardaban rencor al rey, pero la historia ha recordado su nombre y preservado su efigie. Después de haber colocado los explosivos debajo de la Cámara de los Comunes, los conspiradores huyeron a una colina en la punta sureste de Hampstead Heath con la intención de tener una buena panorámica de los fuegos de artificio. Esta colina, dicho sea de paso, debe su magnificencia a las víctimas de la peste sepultadas en fosas comunes sobre el brezal.
Los rufianes contemplaron su sueño fallido desde un terreno formado por millones de huesos pestilentes. A Fawkes le apresaron con una antorcha encendida y una gran cantidad de pólvora. Fue torturado en la Torre de Londres, juzgado en Westminster Hall y luego arrastrado, descuartizado y ahorcado en el patio del Old Palace, fuera de las Cámaras. Los cimientos que él se había propuesto derrumbar e incendiar fueron empapados con la sangre de sus intestinos vivos, y a generaciones de niños ingleses que todavía no habían nacido se les proporcionó un pretexto para la extorsión y la piromanía.
Lástima. ¡Todas esas agujas y pináculos innecesarios, todos esos muros altísimos con sus ventanas como agujeritos podridos en un enorme queso gris, y el maldito reloj, todo asomándose majestuosamente al Támesis! Claro que las Cámaras tenían un aspecto muy distinto en 1605. Pero están grabadas en la memoria de cualquier londinense de por vida tal como son ahora, ocho acres de pelucas empolvadas, pergaminos mohosos, espigas de piedra envueltas en una niebla purpúrea. Uno no puede evitar el pensamiento de una brillante flor de fuego surgiendo de las oscuras entrañas del conjunto arquitectónico, y preguntarse si el puente de Westminster se hubiera también desmoronado.
Sin ni siquiera una inclinación de la cabeza a los instigadores reales del complot, el sentimiento inglés exigió que se instaurara un día festivo en honor de Guy Fawkes, y que todos los años se le torturara y se le quemara en una efigie. ¡Y los católicos ingleses pretenden que han erradicado el paganismo!
El día de Guy Fawkes atormenta a ciertos espíritus sensibles, hechiza sus ojos, les incita a lanzar miradas inquietas por encima del hombro y a transitar por las calles bien iluminadas. El staccato de los fuegos artificiales les pone los pelos de punta y el sabroso olor ahumado de una hoguera les parece un osario. Deploran el clamor de chusmas de escolares andrajosos; dicen que no soportan las incitaciones de «¿Un penique para Guy, señor? ¿Un penique para Guy?».
Pero observen a cualquiera de esas almas sensibles cuando las abordan y advertirán que es a Guy a quien no pueden mirar… o de quien no pueden apartar la mirada. El muñeco de paja con su viejo abrigo y pantalones y sombrero informe, extendido en su lecho de peniques de cobre en su tosca carreta… la indefensa y desvalida efigie parece asustarles. Nació ayer del montón de harapos; morirá en la hoguera esta noche. Pero no les gusta mirar a esa cara manchada de ceniza.
Creo que sienten la rabia personificada en esas criaturas, la incredulidad de un alma creada para arder quizá mil millones de veces por un delito que nunca existió. Yo anhelo aquello que temen los espíritus nerviosos: que un año los Guy se subleven y quemen esas Cámaras.
El día de Guy Fawkes fue el día en que volví a la vida. Al igual que uno de sus muñecos, había permanecido demasiado tiempo en la carreta; pero sospeché que ardería alegremente antes de que la noche terminara, y para la mañana sería sólo un recuerdo para quienes se habían mofado de mí, una brizna de ceniza arrojada al cielo.
Llegué a Londres por la M1 y dejé el Jaguar en una calle residencial tranquila, cerca de la estación de metro de Queensbury. Luego descendí a las tripas chirriantes y polvorientas del subterráneo. Era una estación vieja y no tenía expendedor de billetes: ir a la ventanilla suponía hablar con alguien que podría reconocerme. Estaba vestido con el uniforme verde y la bata de Waring, manchados de sangre, pero había tirado la mascarilla. Finalmente estiré la bata hasta la barbilla, fui a la ventanilla y compré un billete para Piccadilly. Cualquiera podía ir a Piccadilly, cualquiera absolutamente. El vendedor de billetes ni siquiera me miró.
El eco vacío del andén, las tibias exhortaciones coloreadas de los carteles y los expendedores, el arrullante movimiento del tren, el murmullo de los escasos pasajeros del mediodía, los túneles y las estaciones que desfilaban me adormecieron. Pero resistí a Morfeo, que había sido un amante tan fiel durante los cinco últimos años.
Al salir del metro estaba en Piccadilly Circus y el mundo entero pareció explotar alrededor, escrito en remolinos de neón y punteado por relucientes autobuses rojos de dos pisos. Piccadilly es el cogollo vertiginoso de Londres, una mezcla de los peligros del tráfico con un trayecto en una atracción de feria. Estrellas de rock, en cera descolorida, lanzan una mirada lasciva desde los balcones como tartas de boda de music halls victorianos; detrás de las fachadas decoradas, hay modernos centros comerciales astutamente escondidos.
El tráfico ensordecía, los olores aturdían: gasolina, tubos de escape, un conjunto especiado de restaurantes. Compré un souvlaki en un local de paso y lo comí en tres bocados. Era lo más delicioso que había probado nunca, el pan blando y fragante, la carne tierna en salsa y sazonada como si alguien se preocupase de que supiera bien, los sutiles aceites salados, los jugos que me corrían por la lengua y me manchaban las comisuras de la boca. Y los olores de la gente: ¡su piel limpia, sus perfumes, sus jabones y champús aromáticos, su sudor que no apestaba a desesperación!
Tuve el impulso de pararme delante de un quiosco de prensa para leer los anuncios del London Gay Times. Me acordé de cuando este periódico estaba escondido en la trastienda de los comercios del ramo, medio oculto detrás de revistas que exhibían lustrosas fotos en color de culos grasos y tumescentes pollas circuncisas.
Y eso era cuando las tiendas no lo vendían siquiera. Ahora estaba a la vista, con todos los demás periódicos de la ciudad.
Además de las líneas telefónicas de información sobre el sida y los centros de asesoramiento sobre el HIV que habían surgido como hongos en un césped mojado, al parecer habían abierto un gran número de pubs y salas de baile nuevos, todos ellos prometiendo mayor decadencia que el anterior. Ninguno de aquellos pubs de palique ni fulgurantes palacios de la carne eran del todo lo que yo buscaba. Demasiada gente que se fijaba en ti, que te hablaba con los sesos probablemente piradísimos de drogas o embotados de alcohol. Repuse el diario en su estante y subí por Coventry Street hacia Leicester Square, Chinatown, el fulgor de Soho. Mis viejos cotos de caza.
Conocía una tienda de ropa de segunda mano donde se podía comprar una chaqueta, un jersey y un par de pantalones usados por tres libras en 1988. Ahora aquellas mismas prendas olorosas a moho costaban casi diez. «Tienes suerte si encuentras un pantalón de tu talla», dijo el propietario cuando alcé una ceja al conocer el precio. «Casi no nos quedan existencias. Guy Fawkes, ya sabe; las compran los críos».
Troqué los feos mocasines de Waring, con suela de goma, por una especie de chancletas flamantes que me ajustaban perfectamente, y el hombre agregó un par de calcetines nuevos. (Los de Waring, lamento decirlo, estaban tan usados que hubo que tirarlos). El escalpelo seguía bien adherido al costado de mi pierna, y de momento lo dejé en su sitio.
Elegí una vestimenta básicamente negra, adecuada para ocultar manchas de sangre y para perderse entre multitudes; no lo bastante vistosa para llamar la atención en los bares de moda de Soho, pero tampoco ridícula. Con las gafitas de montura dorada y un nuevo corte de pelo pensé que tenía un aspecto bastante decente.
Nadie adivinaría que ese día había matado ya a dos hombres y que me proponía despachar a un tercero. Pero ahí estaba la gracia, ¿no?
Fuera de la tienda me abordó una pandilla de chicos, tirando del carro y con el muñeco contrahecho y despatarrado sobre un montón de monedas. «¿Un penique para Guy? ¿Un penique para Guy?». Arrojé toda mi calderilla sobre los frágiles huesos de sus manos mugrientas. No pude evitarlo. Soplaba un aire cortante y seco de noviembre, sazonado por el humo de petardos y hogueras, y había un brillo silvestre en los ojos de los chicos, y tenían mejillas rubicundas como manzanas de otoño, salpicadas de una fina pelusa dorada, tiznada de ceniza.
En Leicester Square, niños de otro tipo fumaban sentados en el parque, niños pintados que un sábado quizá se pasearan a lo largo de King’s Road mirando en los escaparates los impermeables de vinilo a rayas de cebra, las botas Dr. Marten lustradas con un brillo purpúreo, los corpiños de encaje para todos los sexos… y la cosa más vistosa y bonita de todas, su propio reflejo en el cristal.
Por debajo del cuello aquellos niños vestían prendas negras, grises y blancas de diversos materiales y tejidos, sujetas con pedazos de metal. Por encima del cuello eran como pinturas abstractas de furiosos tonos del arco iris. Un garabato tecnicolor de pelo torturado, grandes manchas de oso panda de color azur o verde claro en torno a los ojos, un tajo bermejo cruzando la boca blanda y joven, y ya estaban listos.
Yo solía envidiar la libertad de aquellos críos, aun cuando significara que vivían de papá y mamá o del subsidio de paro. Si lo deseaban, podían lucir un aspecto de extraños híbridos entre pájaros del paraíso y cadáveres ambulantes. Podían escupir en la acera, holgazanear insolentemente donde no eran bienvenidos, soltar comentarios groseros a turistas que se les quedaban con la boca abierta. Podían ser tan conspicuos como les apeteciera. No tenían que esconderse en ningún sitio, y no se tomaban la molestia de intentarlo.
Fueron aquellos niños, indirectamente, los que provocaron que yo abandonase mi último trabajo de funcionario tres meses antes de que me detuvieran. Tenía un empleo detrás de un mostrador en el servicio metropolitano de aguas. El funcionariado inglés permite a un hombre ascender hasta su máximo nivel de incompetencia; ya me habían despedido de tres o cuatro puestos, pero estaban perfectamente dispuestos a contratarme otra vez y ver el tiempo que duraba en el nuevo empleo. Sabían vagamente que yo era inteligente y escribía a máquina, y mi currículum mostraba que era capaz de desempeñar la tarea sin falla hasta el momento en que le dijese a uno u otro supervisor mezquino que se la metiera hasta donde le entrara.
Pero un día muy similar a éste, en que el otoño helaba la ciudad y el cielo era de un azul raro y nítido, miré el montón de papeles sin sentido sobre mi escritorio y el envoltorio hecho una bola del pollo grasiento que había comido una hora antes, cuando me autorizaron a comerlo, aunque yo tuviese siempre hambre mucho antes de la hora. Escuché las conversaciones que se hilaban a mí alrededor y oí un diálogo sacado directamente de una obra de Joe Orton («Cómo te atreves a implicarme en una tesitura sobre la cual no han emitido informe alguno»). Pensé en un chico que había visto en King’s Road la noche anterior, con el pelo negro cardado a lo loco y una sonrisa abierta, fácil y libre. Muy posiblemente no tenía el dinero de una comida en el bolsillo, pero nadie iba a decirle cuándo podía o no podía comerla. Muy silenciosa pero muy firmemente, algo dentro de mí se sublevó.
Me levanté. Tiré el envoltorio grasiento en el cubo de basura; no me paré a pensar en que alguien tendría que limpiarlo después de mí. Y dejé aquella oficina para siempre. Nadie me dijo nada, nadie me vio salir. Pasé el resto del día bebiendo en pubs de Chelsea. Vi a los chicos corretear mirándose unos a otros (y, la mayoría de las veces, juzgándose, por desgracia, mutuamente deficientes). No hablé con nadie. Ya había liquidado a dos, uno que empezaba a hincharse, encogido en el ropero, y el otro todavía lo bastante fresco para compartir mi cama.
No tenía perspectivas en aquel tiempo, sólo una pequeña libreta de ahorros y un apetito insaciable de matar a chicos. Resultó que era lo único que me hacía falta para ir tirando aquellos últimos meses. Pero los niños salvajes de Leicester Square no me eran útiles hoy. Necesitaba alguien menos visible, más anónimo; en una palabra, alguien que se pareciese más a mí.
Ante todo, sin embargo, necesitaba una copa.
Me sumé a la corriente de humanidad en Charing Cross Road y, sucumbiendo a un impulso irresistible, entré en una librería para husmear en la sección de los crímenes verídicos. Era el tema de tres chabacanos libros en rústica: portadas de color sangre y amor pasajero, fotos centrales muy manoseadas ilustrando mi cuarto de baño, el armario de mi dormitorio, mis cuchillos de cocina, las escaleras que conducían a mi apartamento, todo ello con leyendas tenebrosas («Veintitrés hombres subieron por estas escaleras, ¡sin sospechar ninguno que sería su último trayecto!»). Salí del comercio oscuramente complacido, giré en Lisie Street y atravesé Chinatown maravillándome del extraño estofado de olores, el hechizo exótico de las luces feéricas que guarnecían los escaparates, los vividos rostros asiáticos de los chicos. Luego crucé la ancha y caótica Shaftesbury Avenue y llegué a la parte de Soho que mejor recordaba.
El Londres gay posee un aire intensamente sanitario, una especie de resplandor higiénico. Hasta los sex shops y las tiendas de vídeos los atienden jóvenes aseados que responden a cualquier pregunta con una cortesía risueña, ya se trate del mejor café que hay por las cercanías o del modo correcto de insertar un tapón anal. Entré en un pequeño pub tétrico que no había frecuentado mucho antes. Las superficies de madera oscura y los adornos de latón pulido le conferían la famosa atmósfera del pub británico, con lo cual, por supuesto, estaba lleno de turistas americanos.
Deposité en el mostrador un billete de cinco libras, me devolvieron la mitad de lo que había pensado y me dieron una pinta de lo que había sido uno de mis amores más antiguos y auténticos: una Lager fría. Nunca he seguido la tradición inglesa de la cerveza caliente y nebulosa que sabe más bien a pienso de ganado.
Me llevé la pinta a una mesa en un rincón y ya sentado la miré un momento: la cremosa pátina de espuma, las burbujas diminutas que ascendían a través del oro claro, las gotas que se condensaban en el exterior del vaso y luego bajaban para formar un círculo mojado sobre el posavasos. La belleza de semejante estampa arruina reputaciones, destruye matrimonios, interrumpe la labor de una vida. Hay siete mil pubs en Londres.
Por fin cogí el vaso y, muy despacio, me bebí de un trago la mitad de la pinta. Mi garganta parecía un cactus bajo un chaparrón en el desierto. Mi lengua experimentó su propia clase de orgasmo. La cerveza sabía a seda líquida, un placer fermentado lentamente.
La pena capital no fue nunca disuasoria del asesinato. El peor de nosotros daría la bienvenida a la muerte. ¡Pero decirle a un hombre que nunca volverá a probar una Lager fría!
Juré morir, y permanecer muerto, antes de volver a la cautividad.
Esa noche tenía que contenerme. Habría pronto cantidad de ocasiones para beber hasta que el cuarto diese vueltas, cuando hubiera terminado de zafarme de los dedos de hierro de Su Majestad. Ahora tenía que mantener un ojo en los turistas que empezaban a llenar el pub. La siguiente parte de mi plan dependía de ellos, o al menos de uno de ellos. Pero al cabo de cinco años uno no puede por menos que achisparse un poco. Acababa de empezar mi tercera pinta y me estaba recreando en la placentera sensación acuosa de mis miembros cuando Sam entró en el club.
Claro que entonces no sabía qué se llamaba Sam. Sólo sabía que era un varón de aproximadamente mi misma estatura, complexión, edad y color, y que miraba a los hombres del local con mayor atención que a las mujeres dispersas. Nuestro parecido facial era incierto, pero serviría. Si era un londinense o un turista europeo, podría olvidarme de él sin conocer su nombre. Pero si era americano, tenía intención de que fuese mi acompañante para esa velada.
Le dejé que pidiera su primera ronda (una Guinness, lo que sólo me indicó en qué divergían nuestras aficiones), le vi pagar de una cartera marrón que sacó de la chaqueta y le observé mientras bebía solo en el mostrador. Siguió inspeccionando la sala y nuestras miradas se encontraron más de una vez, pero en cada ocasión yo aparté la mía.
Cuando sólo quedaba en su vaso un trago de infame cerveza negra, transporté mi Lager al mostrador. Él apuró su Guinness, llamó al camarero con un gesto expansivo que no haría ningún británico y dijo con un gangueo perfectamente atroz que sólo podía proceder del sur americano: «Déme otra, por favor».
Sentí un júbilo interior. Pero a él le dije solamente:
—Puedes clavar una cerilla dentro, ¿sabes?
Sus ojos oscuros se iluminaron de placer cuando comprendió que me dirigía a él. Me pregunté si se habría topado en sus vacaciones con alguien amable, o si habría encontrado a un montón de zafios que inmediatamente le habían tachado de estúpido yanqui. Claro que, en lugar de conmigo, hubiera estado mejor con alguno de aquellos bastardos imbéciles. Pero él todavía no lo sabía. No era necesario que lo supiera nunca, si yo hacía las cosas como deben hacerse.
—¿Eh? —dijo, y sonrió. Supongo que yo entendía la idea que había detrás del estereotipo del yanqui bobo. Pero había conocido a varios americanos en un trabajo que tuve en la oficina de turismo y no me habían parecido estúpidos en absoluto. Simplemente no les enseñaban a articular. O bien estaban tan intimidados por nuestros acentos (todos les parecían afectados) que no se les ocurría nada que decir, o bien se desvivían por decir la misma cosa de cinco o seis maneras diferentes. Sobreexcitados, sí. Frustrantes para hablar con ellos, sí. Pero no necesariamente estúpidos.
Me recosté contra el mostrador. Apreté el brazo izquierdo contra mi costado, cerca de la constante molestia de mi herida. Debajo de mi nuevo jersey negro sentía el corazón brincándome como un animal enloquecido dentro de una jaula caldeada. Una sensación palpitante y repulsiva.
—Puedes clavar una cerilla en tu cerveza —dije—. Por lo espesa que es.
Cogí una caja de cerillas de madera de encima del mostrador, saqué una y la puse de pie sobre la sedosa espuma blanca. No tembló, sino que se quedó recta y erecta como un pequeño centinela pelirrojo.
—Joder —dijo el americano—. ¿Cómo se sostiene?
—Supongo que son las burbujas de aire.
—Sí, pero la tensión superficial de cada burbuja tiene que ser lo bastante fuerte para producir ese efecto cohesivo… —Se rió—. Disculpa. Me he dejado el texto de física en casa, pero me parece que me he traído la mentalidad.
—¿Eres estudiante?
—Preparo un doctorado. Teoría de las partículas. He pedido una beca de investigación para estudiar los quarks.
—¿Quarks?
—Partículas elementales que perciben la fuerza intensa… la más potente de las cuatro fuerzas fundamentales. Hay de seis sabores, arriba, abajo, extraño, hechizada, superior e inferior. Y de cada sabor hay tres colores, rojo, verde o azul.
—Como una piruleta —medité.
—¿Qué? ¡Ah, un pirulí! ¡Sí, más o menos! Puedo usar el símil en una de mis clases. Veamos, ¿conoces los átomos? Bueno, los átomos se componen de protones, neutrones y electrones, y éstos se componen dé quarks.
—¿De qué están hechos los quarks, entonces?
—De ondas.
—¿Ondas? —Había terminado mi tercera pinta y empezaba a sentirme ofendido—. Pero las ondas no son tangibles. Son sólo perturbaciones.
—Vibraciones, ¡exacto! El universo entero está hecho de vibraciones. —Exultaba, sin reparar en mi desánimo—. Fantástico, ¿eh? De todos modos, no nos hemos presentado. Yo soy Sam.
Tendió una mano de palma suave y dedos largos que se parecía muchísimo a la mía. La estreché, casi esperando que mi carne pasara espectralmente a través de la suya. En definitiva, sólo somos vibraciones, Toda la piedra y el hierro de la cárcel de Painswick no eran sino vibraciones. De haberlo sabido me habría puesto a vibrar a una frecuencia diferente y habría salido por entre los barrotes.
Dije que yo me llamaba Arthur. Los fantasmas de mis ochenta y ocho diarios de prisión se alzaron ante mí, y en a ráfaga de inspiración le dije que era escritor.
—¡Ah, fantástico! ¿Qué escribes?
—Ficción trágica.
—¿Sabes? —dijo, y sus ojos oscuros cobraron un resplandor melancólico—. Siempre he querido escribir. Tengo un montón de grandes ideas. Quizá si te digo algunas pudieras usarlas.
Aguardé a que dijera: «Y podríamos repartir el dinero», pero no lo dijo. Pobre Sam; era un alma buena y generosa que no deseaba mal a nadie. Noté la lámina del escalpelo presionando contra mi pierna, como ansiosa de actuar. Terminamos nuestras cervezas respectivas y pedimos otra ronda.
Media hora después estábamos recostados contra una pared de ladrillo en un callejón angosto que salía de Dean Street, explorando con las manos por dentro de las ropas del otro, con nuestros cuerpos estrechados y nuestras lenguas enlazadas. Yo tenía la cara mojada por sus besos. El viento glacial de noviembre que sopló en el callejón, transportando el olor de hogueras y paja quemada, me caló en los huesos. Oía la explosión de fuegos artificiales a lo lejos, y débiles aplausos.
Las manos de Sam desabrochaban los botones de mi bragueta.
—Voy a hacer que te corras aquí mismo, en esta calleja —farfulló.
Lo cual no molaba.
—¿No tienes una habitación en algún sitio?
—Pues claro que tengo. —Su boca era una blanda flor húmeda contra mi oreja—. Pero está en Muswell Hill… y no quiero esperar…
—¿Todos los estudiantes de física americanos lo hacéis en callejones?
—¡No! —aseguró—. Casi ninguno. Pero tú eres el tío más cachondo que he visto en mi vida…
Me atacó de nuevo con la lengua, invitándome a ponderar los sutiles resortes del narcisismo. Sam no me atraía tanto como yo a él, pero sabía que le encontraría más atrayente después de muerto. Su habitación, sin embargo, estaba en el norte de Londres, la mala dirección con respecto al aeropuerto de Heathrow. Y aunque lo último que yo quería era un espectáculo público, a él la idea parecía excitarle. El sexo en callejuelas y en parques era retrotraerse al Londres del final de los sesenta y primeros años setenta, el furtivo y sórdido Londres subterráneo que yo apenas había conocido. Aquello me dio una idea.
Me zafé suavemente de Sam, le saqué del callejón y enfilamos calle arriba. Él me siguió, dócilmente.
—Hay un parque, unas manzanas más arriba —le dije—. La calle no es segura. Pero las cabañas sí.
—¿Cabañas?
—Los excusados.
—¿Cuartos de baño?
—Los hombres sin habitación a veces follan en urinarios públicos —le expliqué—. Y también los que sí la tienen, pero les gusta de vez en cuando un toque zafio. Nos pueden encarcelar por lo que vamos a hacer. O sea que es esencial un poco de discreción.
Yo era siempre muy consciente del ostracismo social de mis víctimas. Pero lo utilizaba en su contra solamente cuando tenía que hacerlo, como era el caso ahora.
La cabaña estaba en el lindero de una plaza arbolada al otro lado de Tottenham Court Road, escondida entre el follaje, parcialmente subterránea al fondo de unas escaleras de cemento. Bajé el primero para cerciorarme de que no había nadie usando el sitio; abrí un resquicio la puerta e hice a Sam una señal de que entrara.
Nuestros pasos resonaron en el suelo sucio de cemento y contra las paredes de azulejos. Los urinarios eran como una fila de bocas vacías con un pálido labio inferior saliente. La porcelana irradiaba un tenue brillo espectral debajo de su pátina de mugre y orina seca. Sam miró alrededor, me lanzó una sonrisa de asombro y de gratitud, como un niño la mañana de Navidad, y me arrastró hacia uno de los retretes.
Yo le empujé contra la pared fría y le cubrí su boca con la mía. Sabía amargo como la Guinness que había tomado, pero con un regusto picante de lujuria. Puse un pie encima de la tapa del retrete. Con la mano izquierda aferré su nuca, donde el cabello era fino y corto. Con la derecha descendí despacio, muy despacio, y levanté la pernera de mi pantalón.
El escalpelo estaba pegado al esparadrapo. Traté de girarlo sin mover el brazo, para desprenderlo poco a poco. Esta acción deliberada me informó de que estaba más borracho de lo que pensaba. Para un hombre que no había bebido en un lustro y necesita estar en sus cabales, cuatro pintas de cerveza son demasiadas.
Sam gimió y apretó sus caderas contra las mías. El retrete olía a desinfectante, heces humanas, un leve rastro rancio de semen y una vaharada de colonia barata. El escalpelo no se soltaba. Sam me estaba mordiendo los labios, deslizando sus manos hacia abajo de mi cuerpo. Tocó mi brazo derecho y retrocedió un poco.
—Arthur —susurró en mi boca—, ¿qué estás haciendo?
Di un gran tirón y liberé el escalpelo. Se despegó de la cinta adhesiva, cortó la tela gruesa de los pantalones de Sam y se hundió profundamente en su pierna antes de yo pudiera detenerlo.
Su cuerpo se puso rígido. Me agarró del jersey con ambas manos, con un grito inarticulado. Un dolor cálido y punzante me laceró el pecho al volver a abrirse la incisión del doctor Drummond. Di un tajo a los dedos de Sam, noté que la hoja atravesaba hueso. Sam emitió un sonido espantoso, a medio camino entre un sollozo y un grito. Me lo imaginé tratando de captar lo que estaba ocurriendo a través de su bruma alcohólica, y me maldije por haber bebido hasta el extremo de volverme torpe. Mi intención había sido liquidarlo de un modo rápido y limpio. Aquello rayaba en carnicería.
Agarré el cuello de la chaqueta de Sam, le empujé hacia mí como si fuera a besarlo de nuevo e impulsé su cabeza contra la pared lo más fuerte que pude. Sonó como un melón abierto al estrellarse contra mármol y dejó una mancha oscura en los azulejos. Su boca despidió un fino reguero de vómito de cerveza.
Mantuve mi mirada fija en la suya mientras le golpeaba la cabeza otra vez contra el muro, tratando de que mi cara no mostrara un gesto convulso ni expresara ira o crueldad. Lo más probable es que Sam ya no percibiera nada. Pero si todavía podía verme, quise que supiera que no le hacía aquello porque le odiaba. Totalmente al contrario. Antes, le había considerado un medio para un fin. Pero en aquellos momentos postreros de su vida, yo le amaba.
Se lo dije mientras le introducía el escalpelo en ese punto blando justo por debajo de la oreja izquierda. Sus ojos ardían de dolor y miedo —dos emociones que yo siempre lamentaba contemplar en circunstancias tan íntimas—, pero ya habían empezado a nublarse. Un calor empapó mis dedos, goteó sobre mi muñeca, inundó la horquilla de mi brazo.
La cabeza de Sam cayó hacia atrás. Un boquete húmedo y rojo constelaba su cuello. Por un instante sus bordes fueron una delimitación prístina de tejidos, una perfecta sección transversal de las diversas capas de su garganta. Luego vertió un sólido torrente de sangre que enrojeció el retrete, llovió sobre el inodoro, empapó la cara de Sam y la pechera de su chaqueta. Le empujé hacia un costado y a duras penas me separé del fardo.
Su cuerpo agonizante yacía encogido en una esquina del retrete, encajado entre la pared y el inodoro. Su cara era un emplasto rojo, informe, ciego. Ya no era más que partículas, si es que alguna vez había sido otra cosa. Yo simplemente había acelerado la velocidad con que vibraban. No había perturbado nada del universo.
Abrí la cremallera de su bragueta y tiré de sus pantalones hacia abajo, diciéndome que no era una insensata pérdida de tiempo; trataba únicamente de hacer que pareciera un asesinato sexual fortuito. Tales cosas ocurrían a diario. Las autoridades estarían totalmente desorientadas, pensé mientras tomaba el pene de Sam en la mano y notaba una pegajosidad fresca. Miré un vistoso reguero blanco en mi palma, como un rastro de caracol en un jardín. A Sam le había gustado el toque rudo más de lo que yo sospechaba.
Me llevé la mano a la boca y lamí la viscosidad salada. Sabía amargo, un poquito cáustico. Creí detectar un regusto cobrizo de Guinness, pero podía haber sido la sangre que había ya en mi mano. La lamí también, en parte. Al incorporarme, mis piernas temblaron y sentí en el cuello el peso excesivo de mi cabeza, pero tuve cuidado de no apoyarme contra la pared. No podía tocar nada todavía.
Había bebido demasiado. Le había infligido a Sam una mala muerte. Pero ya no había remedio. Tenía que limpiar y salir de aquel sitio. Si entraba alguien tendría que matarlo. El día había sido la primera vez en que había matado a dos hombres con una diferencia de minutos. No me apetecía repetirlo tan pronto.
Fui a los lavabos, vertí un chorro delgado de agua fría y herrumbrosa sobre mis manos y usé papel higiénico para desprenderme del resto de la sangre. Con las manos ya secas, limpié el pomo del grifo y me puse los guantes de goma que había cogido de la sala de urgencias. Volví donde Sam, encontré el escalpelo en el suelo, debajo de su pierna, lo restregué contra el dobladillo de su chaqueta y me lo guardé en el bolsillo. Tenía que deshacerme de él y de los guantes antes de llegar al aeropuerto, pero no podía dejarlos allí. Que yo supiera, los hospitales los marcaban.
Metí la mano dentro de la chaqueta de Sam y saqué la cartera marrón que había visto antes. Contenía un permiso de conducir expedido por la Commonwealth de Virginia, una tarjeta de estudiante, tres tarjetas de crédito, un condón y un fajo de billetes nuevos de cincuenta libras con algunos billetes más pequeños plegados sobre ellos. En el mismo bolsillo de su chaqueta había la funda de un pasaporte. Había sido expedido en 1989, y la cara sonriente de la foto era más delgada, el pelo más corto y el aspecto general más desaliñado que el turista americano pulcro que había conocido esa noche.
Pensé que podría hacerme pasar fácilmente por el hombre de la foto. Mi nombre era Samuel Edward Toole y era oriundo de Charlottesville. Guardé toda la cartera. Cuanta menos identificación hallasen en Sam, tanto más parecería un asesinato con móvil de robo. Lo cual era cierto. Tras reflexionar, desaté de su muñeca el Swatch de plástico negro y me lo puse en la mía. Puede que Sam considerase que el tiempo era un concepto relativo, pero yo tenía que coger el metro al aeropuerto de Heathrow antes de medianoche, y eran ya las nueve y media.
Salí del retrete, contemplé mi pálida imagen con gafas en el espejo sucio encima del lavabo, limpié una mancha de sangre en mi barbilla y eché hacia atrás un mechón sudoroso que me caía sobre la cara. ¿Qué estoy olvidando?, me pregunté. ¿Dónde he dejado mi sello en esta escena, mi firma en el cuerpo ultrajado del pobre Sam? No olvidaba nada.
Algo impregnaba uno de mis calcetines, rezumaba caliente entre los dedos del pie. Me los miré y juré. Un laguito de sangre se esparcía ya desde el retrete, brillante como laca negra a una luz macilenta. Había manchado las suelas de mis zapatos. Dejarían un rastro de sangre por todo el suelo, y en la cárcel conocían mi número de calzado. Pero no podía arriesgarme a perder el tiempo limpiando mis huellas.
El lavabo más alejado de la puerta estaba ya despegado de la pared, probablemente a causa de los hombres que se apoyaban en él con las braguetas abiertas. Cargué todo mi peso encima del lavabo, me senté en el borde y salté una y otra vez hasta sentir que se aflojaba y cedía. El metal chirrió al desgajarse de sus anclajes. La fontanería antigua emitió un chasquido de rotura metálico. El lavabo se estrelló contra el suelo y se partió en dos. La tubería cascada empezó a manar agua en grandes arcos arremolinados.
En cuestión de segundos el suelo quedó cubierto por una fina película de agua sucia y rosada, sobre la cual caminé para limpiar las suelas. Lancé una última mirada a Sam, musité una disculpa silenciosa por no poder demorarme y dejarle allí solo. Tú vida ha chocado con la mía, le expliqué, y simplemente no has podido sobrevivir al impacto.
Subí aprisa los peldaños de cemento y abandoné aquel lugar para siempre. De pronto, al parecer, poseía grandes dotes para abandonar lugares lúgubres.
Confiaba solamente en encontrar uno donde quisiera quedarme.
En Painswick había (y probablemente seguía habiendo) un ratero y violador ocasional llamado Manson. Le conocí el día de Navidad, uno de los pocos en que me permitían salir de la celda y visitar la sala de la televisión. Uno de los programas de las festividades anunciaba un cuarteto de cuerda que interpretaba una pieza de Mozart. Antes de que alguien pudiese cambiar de canal, Manson se plantó delante de la tele y subió el volumen al máximo.
Era un hombrecillo insignificante, con cara de comadreja, y una gran patulea de vociferantes homicidas no tardó en quitárselo de en medio y poner grabaciones de finales de rugby. Masón pasó el resto de la velada en mi rincón, explicándome la afinidad que le unía con Mozart. Había visto siete veces la película Amadeus. Se consideraba un virtuoso no reconocido en su juventud, malogrado en agraz.
—¿Qué te impidió llegar a la fama y la fortuna? —le pregunté una vez.
Su respuesta me dejó asombrado:
—Mi madre y mi padre no me dejaron seguir clases de piano.
Muchas veces yo pensaba que así era la historia de muchos asesinos. Había los que iban a ser y los que nunca serían, y había los que mataban accidental o irreflexivamente. Pero ¿cuánta gente había experimentado una genuina necesidad de matar, una necesidad de apreciar la muerte de alguien?
Algunos pueden pensar que matar es fácil para hombres como yo, que es algo que los asesinos hacemos de una forma tan monótona e inveterada como lavarnos los dientes. Los hedonistas nos ven como héroes de un culto grotesco que ejecutan mutilaciones por placer sexual. Los moralistas ni siquiera nos conceden un lugar entre el género humano, sólo pueden racionalizar nuestra existencia llamándonos monstruos. Pero monstruo es un término médico que describe a un ser anómalo tan brutalmente deformado que sólo puede merecer la tumba. Los asesinos, aptos para desenvolverse en cualquier parte, nutren el mundo.
Inspeccionando en el tren la cartera de Sam, tuve una aciaga ráfaga de alarma. Mi plan consistía en visitar los cajeros automáticos de bancos en el aeropuerto, sacar los mayores anticipos en metálico que permitiesen las tres tarjetas de crédito y pagar en efectivo un billete de avión en el primer vuelo que se me ocurriese. Pero al tener en la mano los rectángulos de plástico rígido, recordé la tarjeta de Barclay que tuve en mi otra vida. Un cajero te daría las sumas que quisieras… a condición de que recordaras de memoria el número de acceso de cuatro dígitos. Eso impedía que la gente como yo te asestase un golpe en la cabeza, te cogiera tu tarjeta y retirara todo tu dinero.
Difícilmente podía volver atrás y preguntar a Sam cuáles eran sus números secretos. Supuse que tendría que comprar un billete con una de las tarjetas, pero si identificaban el cuerpo de Sam y relacionaban su muerte conmigo, habría una pista perfecta sobre mi itinerario de fuga. Por supuesto que no me quedaría en el lugar donde aterrizase. Pero les daría un sitio por donde empezar a buscarme. No quería que tuviesen ni siquiera eso.
Ladeé hacia arriba y hacia abajo la tarjeta denominada Visa, de manera que el holograma de un águila aletease y alzara el vuelo. Froté con un dedo las letras realzadas del nombre de Sam, tratando de absorber su identidad, sus recuerdos. Pensé en su cerebro volviendo a morir en el retrete, en las células volviéndose una pulpa rancia, las células que contenían la información que necesitaba. Aquella misma mañana yo también había estado muerto. Ansié que hubiese una especie de intercambio de información ultraterrestre, un banco de datos espectral que enumerase las estadísticas vitales de las almas ya exánimes. Pero si existía, yo no había permanecido muerto el tiempo suficiente para consultarlas.
Decidí comprar un billete distinto con cada tarjeta, y usar parte del efectivo de Sam si era necesario. Así por lo menos tendrían que empezar a buscarme en cuatro sitios distintos en lugar de uno solo.
Justo antes de medianoche, el aeropuerto de Heathrow es una cacofonía de empujones, viajeros con prisa, voces incorpóreas, luces estroboscópicas. Hay bares de desayuno y puestos de refrigerios, bollos pegajosos, duros como piedra, que colaboran con un té de calidad inferior para asaltar las papilas gustativas y las paredes estomacales. Hay librerías y quioscos de caviar y carros de equipaje y escaleras mecánicas y tiendas libres de impuestos. Y en todas partes hay carteleras anunciando partidas inminentes, exhortándote a que vayas a un destino cualquiera entre miles, a cualquier sitio menos aquí. Heathrow es el aeropuerto con mayor tráfico del mundo. Despega un avión cada cuarenta y siete segundos. Nadie puede vigilarlos todos.
Bangkok. Zaire. Tokio. Salt Lake City. Los nombres giraban y resonaban dentro de mi cabeza, tentadores, confusos, seductores. Tánger, sabía, estaba lleno de chicos adorables sesteando en playas soporíficas, suplicando que se inmiscuyeran en su vida. Singapur era la capital gastronómica del mundo, pero tenía un sistema de policía brutal. Cualquiera podía perderse en el dédalo de callejuelas de la apestosa Calcuta. Y aquello sólo era una de las terminales.
Al final compré billetes para Amsterdam, Hong Kong, Cancún y Atlanta. Los cuatro vuelos salían en el plazo de una hora. Iría al destino de la primera puerta a la que llegase. Una vez tuve los billetes, entré en los urinarios de hombres y tiré las tarjetas de Sam en el fondo de un cubo de basura. Ya no me servían. Luego cogí la casete de la grabadora de Drummond, meé encima y di a la bomba.
Al pasar por delante de un puesto de prensa, eché una ojeada a la portada del Evening Standard y se me heló el corazón en lo más hondo.
TERRORÍFICO ASESINO GAY SUELTO
Debajo de esto, con una caja casi tan grande, mi nombre. Mejor dicho, mis nombres: el mío original y el que había merecido:
ANDREW COMPTON EL HUÉSPED ETERNO DE LONDRES
Y aquella misma fotografía borrosa, vieja ya de seis años, con el pelo caído sobre la ceja y los labios tan blancos que casi desaparecían en la palidez circundante de mi piel Nada que ver con mi aspecto de ahora, pero instaba a la gente a pensar en mí, de todos modos. A que se preguntara dónde aparecería.
Comprendí que cada policía de Inglaterra me estaría buscando, y también cualquier cabrón curioso que leyera los periódicos. En el aeropuerto de Heathrow deben abundar esos curiosos.
Tenía que saber todo lo que ellos sabían. Compré un periódico y empecé a examinar la reacción del vendedor pakistaní sin mirarle a los ojos. Estaba limpiándose las uñas con un palillo de madera y no parecía prestarme la menor atención. Hojeé el artículo.
Andrew Compton, convicto en 1989 de 23 asesinatos en Londres…
«… firmé su certificado de defunción», dijo el doctor Selwyn Masters. «No puede haber ningún error; estoy seguro». (Sentí un arranque de afecto por el viejo incompetente).
La policía se negó a decir si la morgue presentaba indicios de irrupción…
… médicos salvajemente asesinados…
«A qué propósito enfermizo puede obedecer el robo del cadáver de un famoso…».
¡AÚN CREÍAN QUE YO ESTABA MUERTO!
Tuve ganas de ejecutar una danza triunfal en medio del concurrido pasillo. Seguí, en cambio, a la multitud en marcha, leyendo una columna sobre robos célebres de tumbas pero sin enterarme de nada, admirado de mi suerte increíble, muy orgulloso de mi convincente imitación de la muerte. ¿He dicho imitación? Debería llamarla familiaridad íntima con ella, porque desde luego ninguna imitación hubiera podido engañar tan bien a nadie.
Claro que la colaboración requiere una familiaridad íntima, aunque no sea necesariamente confortable. ¿Y qué otra cosa era yo sino el negro de un escritor de la muerte?
La sala de embarque se perfilaba delante, un largo y brillante pasillo por el que se accedía a un punto caótico, sobrevolado por una celosía de escaleras mecánicas. Al atravesar el detector de metales en el control de seguridad, experimenté el horror súbito de que aquellas mujeres amables y eficientes encontraran el escalpelo ensangrentado todavía adherido a mi pierna: pero el instrumento combatía el óxido en el fondo del Támesis, y los guantes de látex, hechos una bola, estaban en un cubo de basura que apestaba a vómito en algún lugar del Soho. No llevaba metal encima, ni siquiera una llave o una plumilla.
Consulté mis cuatro billetes, miré los números de puerta. El avión a Atlanta despegaba cinco minutos más tarde a menos de tres metros de donde yo estaba. «Ultima llamada para el embarque», decía por el micrófono un auxiliar de vuelo griego con ojos de puta: «Por favor, última llamada para Atlanta, Georgia».
Me imaginé a mí mismo sesteando en el porche de una vieja mansión sureña convertida en posada campestre, con robles nudosos arqueándose sobre el sendero y un julepe de menta en la mano. El día era claro y cálido, con tan sólo un atisbo crepitante del otoño. No tenía ni la más remota idea de con qué se hacía un julepe de menta, salvo bourbon, que no me gustaba, y sospeché que hasta en Georgia podía hacer frío en noviembre. Pero nada de esto tenía importancia. Me negué a preocuparme.
Entregué el billete al chico griego. Al devolvérmelo dejó que sus dedos tocaran los míos, y por un instante ansié rajarle la garganta, dejar que se enfriara y apretar el fervor y la pestilencia de mi carne contra la encantadora calma de la suya. La sensación no remitió del todo, tan sólo decreció hasta un grado de molestia menor. Acababa de convertir en cadáveres tres cuerpos y no había dispuesto de un momento tranquilo con ellos.
Bajé hasta el avión por un túnel con forma de telescopio. Una azafata me indicó mi asiento, el precioso asiento de ventana que mi billete había prometido, el que Sam nunca tendría que pagar, guardado para mí como si yo lo mereciera. Luego las pesadas puertas se cerraron herméticamente y el avión empezó a alejarse de la terminal, a recorrer la pista y a elevarse en el aire. Londres se despegaba a mis pies, una red resplandeciente de luces a la deriva en un océano oscuro. En menos de un minuto estábamos más arriba del gris manto de nubes que se ciernen siempre sobre Londres, y dejé atrás la ciudad para siempre.
Pronto sobrevolábamos el mar de Irlanda rumbo hacia el océano Atlántico. Desde mi ventana parecía como si no hubiese nada debajo de nosotros, ni tampoco encima. El asesino con una fina película de sangre todavía aposentada en la base de las uñas, los pasajeros que sin sospechar su presencia agarraban sus maletines y sus niños y sus libros gordos como talismanes que les garantizasen el regreso sanos y salvos a la tierra, el frágil tubo de metal que nos albergaba: todo aquello podría haber estado suspendido inmóvil dentro de una morcilla viscosa. Me sentí tan vulnerable y a la vez tan protegido, tan comestible y a la vez tan impenetrable como una ostra en su concha.
Me gustó tanto la idea que decidí comerme una bandeja de ostras cuando aterrizase en América. Había oído que allí las comían crudas, sobre todo en el sur. No me imaginaba una ostra cruda en mi boca, rezumante entre mis dientes, resbalando viscosa por mi gaznate. Pero resolví intentarlo. Aprendería a disfrutar la sensación de una masa de tejidos indiferenciados en mi lengua, el sabor de engrudo salobre impregnando mis papilas gustativas. Formaría parte de mi renacimiento.
Como luego se vio, lo de las ostras era la más ínfima de las cosas que tenía que aprender.