3

Los primeros indicios del alba teñían de espliego el cielo sobre la autopista de Chef Menteur. Tran sobrepasó en su coche la arquitectura deteriorada de paseos con locales de striptease medio vacíos y moteles de mala muerte, el impresionante planeta de neón que era la almenara del Orbit Bowling Alley, el sórdido arco iris de salones de cóctel y librerías porno todavía torpemente a la caza de los últimos posos humanos de la noche. El pequeño Escort de Tran no tardó en rodar entre campo verde, exuberantes extensiones de agua, juncos y hierba salpicadas de casitas ocasionalmente. El este de Nueva Orleans era una mescolanza extraña de tranquilidad, basura y completo exotismo.

Tran tenía veintiún años y había nacido en Hanoi de padres que huyeron del país tres años más tarde, durante el éxodo masivo de 1975. En alguno de sus antepasados había una gota de sangre francesa que prestaba a su cabello negro y largo hasta los hombros una onda crespa, realzaba su cutis terso como almendra tiznada de melocotón, y confería un tinte dorado a sus ojos oscuros. Sus únicos recuerdos de Vietnam eran de voces susurrantes a horas tardías de la noche, de alguien que le apresuraba por una calle iluminada con luces diminutas de colores que brillaban y se empañaban en el aire húmedo, y del crudo olor de savia del verdor cortado a machete. A veces creía recordar otras cosas —proyectiles explotando en la distancia, el casco plateado de un reactor—, pero no estaba seguro de si eran fragmentos recordados o soñados.

Gracias a un hombre que su padre había conocido en el ejército americano, la familia pudo afincarse en Nueva Orleans sin haber pasado por el horror de barro y cemento de los campamentos de refugiados. Su nombre de nacimiento era Tran Vinh. Cuando sus padres le inscribieron en una guardería, invirtieron el orden de sus nombres para que el apellido figurase el último como el de un niño americano. Y alargaron el nombre de pila a Vincent, que él odiaba y al cual nunca respondía, ni siquiera a los cinco años. Su familia seguía llamándole Vinh. Para todos los demás era Tran. En inglés, el brusco monosílabo sugería movimiento (transmisión, transponer) y el cruce de fronteras (transcontinental, tranquilizar, travestido), cosas ambas que le gustaban.

Esa noche Tran había ingerido ácido y éxtasis hasta que las luces y el video y la barrera de sonidos se fusionaron en una mancha vistosa de color caramelo. En la juerga había un bar bonito en donde chicas de lamé verde batían polvos extraños para confeccionar brebajes que supuestamente aumentaban el coeficiente intelectual y que sabían mejor que el Tang. Había habido chicos con vestimenta completa de pelea y cascos floridos, otros armados tan sólo con bolsas de agua y chupetes de bebé, y otros que parecían personajes del doctor Seuss en trance de hongos. Lo que no era nada sorprendente: todos se habían criado con el doctor Seuss y muchos de ellos tomaban hongos.

Tran llevaba un vestido holgado hasta la rodilla cubierto de lazos vertiginosos de color rojo y púrpura. Debajo llevaba los pantalones cortos, de tal manera que cuando llegase a casa podría remangarse el vestido hasta la cintura para que pareciese una especie de camiseta. Tenía los ojos pringados de untuoso lápiz negro, mal aplicado, que le conferían un aire aún más joven y ligeramente lunático. Había ido a la fiesta solo y se lo había pasado en grande. En aquellos tiempos era algo de lo que enorgullecerse. En los últimos meses no había salido mucho. Cuando sabías que podías encontrarte con alguien a quien no querías ver, era fácil quedarse en tu habitación leyendo, escribiendo el diario, oyendo música y reflexionando sobre cartas de amor antiguas.

Recordó un recorte interesante que había sacado de algún sitio: una antigua estrella de cine llamada Jayne Mansfield se había matado aquí, en Chef Menteur. Su coche había chocado contra uno de aquellos camiones mosquito que recorrían la periferia de la ciudad fumigando veneno suficiente para matar a decenas de miles de insectos. Tran imaginó la célebre cabeza decapitada emergiendo por encima de la nube de insecticida y las humaredas de gasolina, y la cola de una cometa de sangre describiendo un grácil arco.

La imagen de la muerte de la actriz le había obsesionado desde que oyó hablar de ella. La había descrito en uno de sus cuadernos, en la prosa más florida y jubilosa que pudo improvisar. Pero si intentaba contárselo a cualquiera de sus amigos —vietnamita o anglo—, sabía exactamente lo que le dirían: Estás enfermo, Tran, ¿sabes? Estás realmente majara.

Casi había llegado a casa. Delante, en un lado de la autopista, se perfilaba una maraña de chimeneas y torres de fábrica. Un racimo de edificios tenuemente iluminados en el lado opuesto formaba el corazón de la comunidad en la que Tran había vivido la mayor parte de su vida. El pantanoso terreno verde que la rodeaba, el recortado sudario de niebla gris azulada, el aspecto ligeramente desvencijado y los caracteres vietnamitas en los letreros sugerían un villorrio extranjero, pero la localidad estaba a tan sólo unos veinte minutos del centro de Nueva Orleans. Conocido como Versalles o Pequeño Vietnam, el vecindario se componía de refugiados norvietnamitas, y lo perpetuaban la familia que habían traído y los hijos que criaban.

Salió de Chez Menteur y recorrió calles de casitas de ladrillo con gallineros, muelles de pesca, huertas y arrozales detrás. Finalmente aparcó delante de una casa que no tenía ninguno de estos rasgos interesantes. De niño, Tran había envidiado a los amigos cuyas familias pescaban y cultivaban. Solía mendigar que le dejasen ayudar a alimentar a los patos o ir a pescar gambas con redes. Sólo más adelante se dio cuenta de que su patio adecentado parecía tan aburrido porque su familia era un poco más rica que la mayoría de las demás del vecindario. No era adinerada en absoluto, pero no tenían que cultivar su propio sustento. Mucha gente allí lo hacía.

Le hubiera gustado saber qué pensarían de aquello los holgazanes, los tecnófilos y los pacifistas que había en la fiesta. Probablemente pensarían que era un buen rollo, que aquellas personas estaban en contacto con la tierra, a la que todos querían salvar con tal de que no tuvieran que dejar de bailar. Pero Tran apostaría a que ninguno de ellos había retorcido nunca el pescuezo de un pato ni lo había zambullido en agua hirviendo para quitarle las plumas. Y que tampoco se habían quitado sanguijuelas del tobillo después de caminar por un pozo de agua estancada de canal en busca de cangrejos.

Al igual que casi todos los chicos americanos de origen asiático que había conocido, Tran vivía en dos mundos. Como sus hermanos gemelos eran todavía demasiado pequeños, a menudo ayudaba en el café de sus padres. El modo de atender las mesas distaba de ser el adecuado, pero manejaba como nadie la caja registradora y sabía guisar quizá un tercio de los ochenta y siete platos tradicionales del menú.

Ése era uno de los mundos, la existencia que comprendía el restaurante, su casa y su familia. El otro era el Barrio Francés, su pulcro trapicheo de ácidos, los clubs y las juergas, la gente como Jay Byrne. Hombres encantadores, peligrosos… como el que había introducido en aquel otro universo. Pero eso había terminado y era algo en lo que prefería no pensar una noche tan bonita.

Se apeó del coche, cruzó el césped húmedo y entró en la casa. El cuarto de estar era un amasijo de sombras azules y grises superpuestas, bañadas por el alba. Avanzó por el pasillo, sobrepasó la puerta cerrada del dormitorio de los gemelos y entró en su habitación.

Su padre estaba sentado en la cama.

Eso, por sí solo, fue una conmoción. Tran no estaba seguro de que su padre hubiese entrado nunca en su habitación. Él y su padre rara vez estaban en casa y se levantaban a la misma hora. Pero el verdadero choque fue ver la cara de su padre. Truong Van Tran tenía un par de expresiones que parecían bastarle para casi todas las situaciones: una sonrisa de conformidad, aunque ligeramente impaciente, una mirada con los labios apretados y otra mirada fija que resultaba casi neutral si no se advertía el arqueo levemente desdeñoso de una ceja. Truong Van no aprobaba las pérdidas de tiempo y no toleraba de buena gana a los idiotas. No los soportaba en absoluto si tenía elección.

De modo que la expresión de su cara era nueva para su hijo primogénito. Tenía componentes de tristeza, de ira, de fatiga y, lo más inquietante, de desconcierto. Desconcierto en un hombre que siempre había parecido seguro de todo, que regentaba su pequeño café como un cuartel. La mirada de su padre produjo en Tran la sensación de ser un extraño, como un intruso en su propia casa, en su propio cuarto. Una mancha oscura ensuciaba su frente, como si hubiera estado trajinando con algo mugriento y se hubiera pasado la mano por la frente. Tran recordaba haber visto a su padre siempre inmaculado.

Ideas horribles asaltaron su mente: algo que le había ocurrido a su madre o a los gemelos. Pero en tal caso ¿por qué Truong Van le estaba esperando allí, solo? Las familias vietnamitas se congregaban en los tiempos de catástrofe. Si algo malo hubiese sucedido a un miembro de la familia, el cuarto de estar y la cocina estarían llenos de parientes apiñados, y la casa olería a café fuerte endulzado con leche condensada.

Entonces era algo relacionado con él, con él solo. Tran comenzó a barajar posibilidades mentalmente. Todas ellas eran pésimas.

—¿Papá? —dijo con voz insegura—. ¿Qué ocurre?

Su padre se levantó y buscó en el bolsillo de sus pantalones. En aquel momento Tran se percató de que todavía llevaba puesto el vestido de la fiesta, llamativo y empapado de sudor; ni siquiera se había tomado la molestia de remeterlo dentro de sus shorts. Parecía la más trivial de sus preocupaciones. Su padre iba a sacar de su bolsillo una de dos cosas: las pastillas de ácido o las cartas. Las cartas serían infinitamente peor.

La mano del padre emergió agarrando una resma de papel medio arrugado, unos cuantos sobres desgarrados.

Tran sintió que se le encogía el estómago. De repente el ácido y el éxtasis que había tomado decuplicaron su efecto. Ni siquiera estaba furioso por la violación de su intimidad: semejante furia no tenía sentido. Su padre no lo entendería. Era el dueño de la casa; por lo tanto, todas sus habitaciones y todo su contenido estaban sujetos a su inspección, si lo juzgaba conveniente. Tran creyó que iba a vomitar cuando su padre dirigió la mirada a la primera hoja de papel y empezó a leer.

«Quiero tenerte ahora mismo debajo, chico querido, mi corazón, mi laberinto intestinal. Quiero encajarte dos dedos en la horquilla de tu brazo, donde la piel es tan tersa como el terciopelo de la cabeza aplastada de tu polla. Tengo una aguja nueva sólo para ti, para la erección arterial que late ahí. Te meto acero inoxidable en la carne y la gota de sangre que brota cuando saco la aguja es tan tierna como tu…».

Truong Van dejó de leer. Tran conocía las tres palabras siguientes, podía incluso visualizarlas garabateadas en púrpura sicótico sobre la hoja de la libreta que su padre sujetaba arrugada en la mano. Eran: «culo de azúcar».

Aventuró una sonrisa. Afloró casi muerta, convertida en una especie de lloriqueo insano.

—Sí, hum, Luke tiene un estilo bastante loco. Quiere ser un nuevo William S. Burroughs. Él… esto… me manda todos su cuentos.

—Vinh, por favor, no me insultes. —Su padre le estaba hablando en vietnamita, una mala señal en una ocasión semejante, significaba una complejidad o una hondura emotiva para cuya expresión no se fiaba del inglés. Las cualidades tonales de la lengua contenían por sí solas miles de matices y sutilezas—. Esto no es un cuento. Estas cartas están dirigidas a ti y hablan de algo que has hecho. ¿Son la verdad estas cosas?

No ¿Son verdad esas cosas?, sino ¿Son LA VERDAD esas cosas?, la única verdad, como si no pudiese haber otra.

Tran se encogió de hombros. La mirada de su padre le traspasó como un largo clavo.

—Sí, en un momento u otro hice esas cosas. No es que me inyectara drogas todos los días.

—¿Quién es ese hombre? ¿Este Luke?

—Es un escritor. En serio, papá. Ha publicado cuatro libros y es un escritor brillante. Pero es… —enfermizo, perverso, tan loco de dolor como un perro atropellado que agoniza— un poco inestable. Ya no le veo hace meses.

—¿Vive en Nueva Orleans?

No había remite en las cartas —Luke no era tonto—, pero todos los sobres llevaban estampillas locales.

—Ya no —mintió Tran. Bueno, a lo mejor era cierto. No sabía si Luke seguía aterrorizando las ondas de la radio, hacía meses que no había intentado sintonizar el programa. Sólo jirones y coletillas de chismorreo le informaban de que Luke seguía vivo.

La mejor defensa era un buen ataque.

—Oye, papá, no sé lo que quieres de mí. Has entrado en mi cuarto, has revuelto mis cosas… para empezar, no parece que confíes en mí. ¿Estás sorprendido de verdad?

—No, Vinh… no. —Su padre se alzaba ante él cono los hombros encorvados. No recordaba haberle visto nunca los hombros caídos. La postura habitual de Truong Van era derecha, casi tiesa—. Ojalá estuviera sorprendido, pero no lo estoy. Precisamente por eso he buscado en tus cosas. Y lo siento.

—¿Sientes qué?

Tran oyó que la voz se le quebraba, y la maldijo. Pero intuyó que el fin de la conversación se aproximaba, y sabía que nada bueno cabía esperar al final.

—La parte que a mí me incumbe es esto. Tu madre y yo hemos debido cometer un terrible error. ¿Y si los gemelos se vuelven como tú? —Una nueva sombra surcó el rostro de su padre, una oscuridad profunda hasta ahora indetectada—. Tú nunca… ¿nunca les habrás hecho algo a ellos?

Si la posibilidad de violencia hubiera estado en su fuero interno, Tran habría golpeado a su padre. Era más alto que él y más ancho de hombros. Le habría agarrado por su camisa cara y vulgar de poliéster y le hubiera cruzado con fuera dos veces la cara.

Pero los niños vietnamitas no pegaban a sus padres. La tradición del culto a los ancestros había muerto tan sólo dos generaciones antes, y yacía inquieta en su tumba. Los padres de Versalles se quejaban de las tremendas groserías que los niños aprendían en la escuela, y de la falta de respeto en la que parecían complacerse. Pero la idea de hacer daño a un padre era tan ajena a aquellos niños como la de quemar incienso ante la foto de un bisabuelo difunto.

Y Tran no albergaba violencia; únicamente se sentía atraído por la de otros. Era una de las primera razones por las que había amado a Luke.

Pero la idea de que hubiera podido hacer daño a sus hermanos… de que una faceta integrante de su carácter fuese consecuencia de algún error deplorable cometido por sus padres… todo aquello era demasiado insoportable. La conversación había terminado, comprendió Tran, y fue él quien le puso fin.

—Vinh…

—Quiero mi coche. Está a mi nombre. No cogeré nada más del resto de la casa, sólo lo que hay aquí.

—¿Dónde iras? —preguntó su padre. No sonó como si realmente aguardara una respuesta.

—¿Dónde puedo ir? Al Barrio Francés.

Lo mismo podría haber dicho Angola o los pozos más profundos del infierno. Truong Van movió la cabeza, con desesperanza.

—Pasar tanto tiempo allí ya está bastante mal. ¿Cómo puedes vivir en ese barrio? No volveremos a saber de ti.

—¿Qué quieres decir?

—Es peligroso.

—El este de Nueva Orleans es peligroso. Allí continuamente muere gente a balazos. El Barrio es un sitio seguro.

Lo cual era cierto, relativamente. El Barrio tenía su porcentaje de robos y muertes ocasionales, pero la mayoría de las victimas eran turistas a los que no se les ocurría nada mejor que pasearse sin rumbo por lugares desiertos a altas horas de la noche: Rampart, la parte alta de Barracks, la zona fantasmal próxima a Canal donde la fachada calcinada del viejo edificio de D. H. Holmes se recortaba sobre la calle estrecha. Normalmente no corrías peligro si sabías dónde estabas y quién andaba por allí.

—Pensamos que podríamos llevarte a ver a un médico.

Tran cerro los ojos. Una lenta quemazón se estaba extendiendo por debajo de sus párpados.

—No voy a ir a ningún maldito médico —dijo—. No me pasa nada malo.

—No te das cuenta de lo enfermo que estás. De la cabeza. Tan inteligente y con todas tus dotes, y no estás haciendo nada a derechas.

Tran dio la espalda a su padre y empezó a recoger libros de los estantes y a apilarlos en el suelo.

—Sólo queremos ayudarte.

Eso es lo que me dijo Luke una vez, pensó Tran, y lo que quería es que muriese con él Pero guardó silencio.

—¿Te han hecho la prueba del sida?

Pregunta lo que quieras. Pregúntame lo que sentí vomitando las tripas la primera vez que él me metió un chute. Pregúntame por aquella vez en que por accidente se corrió en mi boca y a lo único que sabía era a muerte derramada sobre mi lengua y por toda la garganta, impregnando mis tejidos. Pregúntame por las llamadas de teléfono que duraban hasta el amanecer, con el auricular pringoso de sudor y lágrimas, pegado a mi oreja como una lapa. Pregúntame por todas esas cosas. Por favor, papá pregúntame todo menos eso.

—Si —dijo Tran, con la mayor calma que pudo—. Me hicieron un test. Dio negativo.

Era verdad; el resultado del test había sido negativo. Pero fue sólo tres semanas antes de la última vez que durmió con Luke. Y le habían dicho que volviera al cabo de seis meses, y seis meses después, y otros seis meses después…

Tran vio su vida desfilar ante él, medida en tramos de medio año, bolsas de tiempo discretas. Cada bolsa se convertía en un tubito de cristal tapado con un círculo de plástico rojo. En cada tapón había una etiqueta diminuta, y las iniciales de Tran claramente escritas en ella. Sangre oscura ocupaba las tres cuartas partes de cada tubito. Podía hacerlos añicos uno por uno, verterlos en una ciega búsqueda del tubo emponzoñado. Pero cuando lo encontrara, no contendría otra cosa que su muerte.

¿Entonces qué hago con el resto de mi tiempo?, pensó. Vivir sin pagar renta con mis padres, escribir en mis libretas, salir a bailar, pillar un cuelgue, echar un polvo. No parece tan malo. Pero ¿y si me quedaran, pongamos, sólo cinco años más de vida?

La vida que había vivido hasta entonces no sería suficiente. Aquella infortunada escena con su padre simplemente aceleraba la decisión que Tran sabía que debía tomar. Era el paso siguiente en su aventura, el paso que le mantendría vivo. ¿Cómo podía morir en mitad de aquella gran aventura?

Se preguntó si Luke habría pensado alguna vez lo mismo. Luego recordó que le tenía sin cuidado, le importaba un bledo lo que Luke pensara.

—Di negativo —repitió—. No tengo sida y no me he estado follando a los gemelos. Ahora sal de aquí.

—Vinh, si tú…

—Papá —Tran se encaminó hacia su padre y le quitó las cartas de la mano—. Tú no me conoces. Esto es lo que soy. Lo que hay aquí. En estas cartas. —Agitó el montón de papeles rasgados frente a la cara de Truong Van—. Ahora déjame tranquilo.

Su padre le miró durante unos instantes. En sus ojos oscuros había un destello lastimero pero un poco impasible, como si estuviera contemplando el cadáver de su hijo ya en el ataúd. Tran podía casi ver una miniatura reflejada en ella, una imagen pálida y ajada dentro de una caja de caoba, depositada sobre un caballete en la iglesia católica, rodeada de flores blancas y parientes en duelo. Así habría de ser si se moría dentro de cinco años, si se moría mañana.

Durante varios segundos, Tran sintió que le absorbía la mirada de su padre, aquel futuro entrevisto. Luego el padre se volvió y salió del cuarto, y Tran quedó libre.

Tenía todavía en la mano las cartas arrugadas de Luke. Las contempló un momento y luego las puso en la mesilla, encima de una pila de libros. Durante largo tiempo la mera visión de la letra de Luke le daba escalofríos de asco. Aquellos garabatos púrpura tenían un aspecto idéntico al modo en que la voz de Luke sonaba, espesa de whisky y de compasión por sí mismo, en el teléfono a las tres de la mañana. Polvo de estrellas después de que la orquesta se disolvía, frotándose la cara con añicos de cristal acanalado, jurando que podía ver las estrellas. Provocando a la muerte, cortejándola y seduciéndola a cada giro, pero sin ir nunca hasta el final mientras tuviera otra posibilidad.

Tran paseó la mirada por el cuarto, indeciso sobre lo que coger primero, y sintió que una nueva oleada de desesperación le embargaba. Había por todas partes ropa limpia y ropa sucia; había libretas, bocetos, libros, y papeles dispersos.

Prioriza, se dijo. Empieza por lo importante. Fue a la librería y cogió un grueso volumen satinado sobre la muerte y la agonía. Sabía que sus padres habían visto de cerca en Vietnam cantidad de cadáveres mutilados, de vecinos, maestros, familiares. Nunca cogerían aquel libro de la estantería. Hojeó las fotos en color, a página entera, de cuerpos humanos en diversas fases de mutilación, putrefacción y ruina hasta que encontró la bolsita que había escondido allí y que contenía cincuenta cristales de LSD y cinco retratos, verdes y crujientes, de Ben Franklin.

Se sentó en el borde de la cama con sus posesiones ya dispuestas, maldiciendo en silencio el nombre de Lucas Ransom y cada palabra que había por escrito. Cuando acabó de maldecirle, se maldijo a sí mismo un rato, hasta hartarse. Luego se levantó y empezó a empacar.