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Jay Byrne abandonó el frío confort de piedra del hospital Charity a última hora de la tarde y se internó en Tulane Avenue, congestionada por el tráfico, en dirección al Barrio Francés. En Carondelet giró a la izquierda, atravesó la ruidosa calzada de Canal, descendió Bourbon Street y pronto estuvo en el corazón del barrio.

Incluso en noviembre había días en que Nueva Orleans era fragante, casi tropical. Era uno de esos días. Sobre la camiseta gris Jay llevaba una chaqueta de una tela negra mate que parecía absorber y consumir toda la luz. Era una prenda cara, pero él la llevaba de un modo desgarbado, con sus flacas muñecas asomando por las mangas como huesos de pollo. La ropa le había sentado mal durante la mayor parte de sus veintisiete años; sus miembros nunca parecían adaptarse del todo, y ninguna tela ni corte le resultaba cómodo. Prefería andar desnudo siempre que podía.

Su cabello rubio, liso y algo largo, ondeaba en la brisa que venía del río. Mientras caminaba pasaba la mano por las puntas decoradas de una verja de hierro forjado, y luego a lo largo del viejo ladrillo corroído por el tiempo. La luz de la tarde había cobrado un tono dorado para cuando llegó a Jackson Square.

Una figura menuda le estaba esperando en los escalones de la catedral de San Luis, con una camisa roja descolorida que lucía una flor de aire hipioso, pantalones cortos negros y holgados y lustroso pelo negro. Un chico vietnamita de quizá diecisiete o dieciocho años; Jay creía que se llamaba Tran. Le había visto merodear mucho por el Barrio. La cara del chico le recordaba a Jay una delicada máscara de museo esculpida en marfil, de estructura ósea exótica y, más que andrógina, asexuada.

Pero esta máscara estaba coronada por un corte de pelo a la moda, con una gavilla reluciente, larga hasta los hombros, cayéndole sobre los ojos. Se embolsó sin una pizca de sorpresa los dos billetes crujientes de cien dólares que Jay le ofreció y le tendió a su vez un sobre de papel manila cerrado y sin marcas.

—Es purísimo —dijo el chico, alegremente—. Algo que se llama bomba, y viene de Santa Cruz. Sólo te hará falta una.

Tenía un acento parecido al de un extraño mejunje, en parte de Vietnam, en parte de Nueva Orleans y en parte del chistoso americano genérico que muchos extranjeros jóvenes copiaban… de la televisión, conjeturó Jay, aunque no la veía suficiente para estar seguro.

—O sea que estoy abastecido —Jay se guardó el sobre en el forro de seda de la chaqueta. Respiró hondo y se lanzó—. Soy fotógrafo. Hago desnudos, ya sabes, varones, estudios artísticos. ¿Te gustaría posar para mí esta noche?

El chico pareció sorprendido y luego otra cosa distinta: ¿alarmado? ¿Divertido? Tenía ojos demasiado oscuros para que Jay pudiera leerlos.

—No puedo esta noche —dijo—. Hay una gran juerga en Warehouse District, y tengo un traje fantástico. Pero ¿quizás en otro momento?

—Uh… claro. Estupendo.

Jay sabía que tenía que proponer una fecha, pero había gastado toda su osadía en la primera propuesta. Sin alguna clase de bebida o de droga no se atrevía a hacer otra.

—Muy bien, nos vemos.

Tran obsequió a Jay con una sonrisita luminosa, se volvió y se alejó por una de las callejuelas empedradas que salían de la plaza. Las agujas de la catedral se perfilaban opresivas en lo alto.

Aquella sonrisa… era tan dulce como el sexo, tan suculenta como la carne. Pero el rechazo del chico había sido demasiado rápido, y Jay creyó haber visto un destello de algo desagradable —¿compasión, asco?— en las cuencas elegantemente sesgadas de sus ojos.

Era humillante que le desairase un crío del Barrio casi diez años más joven que él. Pero en su vergüenza sobrevivía una chispa de deseo. Hubiera querido llevar al vietnamita a su casa de Royal Street, situada detrás de una verja de hierro cerrada con llave, engastada como una joya oscura en un patio orillado de hojas y de sombras. Allí podría haber soportado aquellos labios despreocupados, aquellos ojos astutamente condescendientes. Podría haber fotografiado y catalogado, examinado y descubierto exactamente cómo sucumbían, cómo se dilataban.

Los muchachitos del Barrio Francés desconfiaban de Jay, aunque le admitían en su círculo de vez en cuando, porque les compraba sin pestañear ingentes cantidades de bebidas y drogas. A veces también posaban para sus polaroids, pero con los chicos locales la cosa no iba más lejos. Nunca les tocaba en ninguno de sus cortejos más arcanos. Si no podía encontrar a un turista, siempre había vagabundos procedentes de las viviendas sociales. Ofrecía a un chaval dinero por posar, se aseguraba de que no llevase una pistola y luego se lo follaba…

Jay se preguntaba a menudo por qué le toleraban los chicos locales. Claro que había cantidad de hombres con pasta por el Barrio, dispuestos a pagar una copa o una comida por un chico de piel suave y largas extremidades. Probablemente también había mujeres, inseguras de su propio porte, que quería el halago que por el ego representaba un amante más joven. Los chicos no necesitaban a Jay; de hecho, sabía que les daba dentera. Se lo oía decir cuando creían que no estaba presente. Tenía un don para pasar inadvertido, pero oír cosas no dirigidas a él, para infiltrarse y observar.

Suponía que para los chicos él era alguien curioso. Seguramente no le harían ningún caso si no conocieran su apellido. Ni su propia notoriedad le pertenecía; él estaba al descubierto y tiritando en las pocas migajas de nombradía que le arrojaba su familia suntuosamente vestida.

Lysander Devore Byrne, había firmado con una letra pequeña y apretada en la recepción del hospital antes de subir a ver a su madre, con su cara ajada y decrépita y su cerebro en putrefacción. No respondía nunca al nombre de Lysander, que era el de su padre. Su familia le había llamado Junior hasta que él lo consintió, y luego simplemente Jay.

El esqueleto aturdido de dolor en el lecho del hospital había sido antaño Mignon Devore, hija de una antigua familia de la parte alta, en tiempos reina de Como, una beldad indiscutible. Se había casado con un joven rico de Texas y se lo había llevado a su casa para que se enriqueciese más. Instalada en una mansión gótica de St. Charles, había tolerado los amantes de Lysander siempre que no les abriera a su nombre cuentas bancarias. Había consumido cantidad de Pernod, un sucedáneo del ajenjo, que era igualmente aborrecible pero legal. Había prestado escasa atención a su hijo único. Había enterrado a su marido con gran pompa, y ella misma ocuparía un nicho igualmente suntuario en la cripta familiar.

Cuando descubrieron el cáncer que veteaba los lóbulos perecederos de su madre, como la grasa en una chuleta de vaca especialmente tierna, Jay la había ingresado en el hospital Charity en lugar de la clínica lujosa donde su padre había muerto de aquel mismo cáncer cinco años antes. Mignon no quería ir; puesto que le aterraba el sitio y le escandalizaba pensar que moriría allí, Jay se imaginó que allí tardaría menos en morir. Fue un acto de compasión, un mal pequeño para un bien mayor.

Estaba a medio camino de Jackson Square, enfilando hacia el Café du Monde para tomar una taza de café con leche, cuando oyó a su espalda pasos que corrían en zapatillas de deporte. Jay se volvió tan aprisa que él mismo se sorprendió. Tran se detuvo, con una incómoda sorpresa chispeando en las finas llanuras y hondonadas de su cara.

—Estaba pensando… —dijo, y se detuvo. Sonrió. Jugueteó con el dobladillo de sus pantalones cortos, revelando la piel tersa de una rodilla—. Estaba pensando si te gustaría ir a esa juerga conmigo. O sea, a hacer fotos o eso —añadió, mientras la sorpresa se pintaba en la cara de Jay.

—¿A hacer…? —Jay notó que se le aceleraban los latidos, como si quisieran escapársele del pecho. Se imaginó que el corazón se le salía a través del hueso y golpeaba con un impacto mojado de la cara de Tran, dejándole un pavoroso rastro castaño sobre aquellos labios perfectos, rosas y almendrados—. Uh… ¿qué se hace exactamente en una juerga?

Tran esbozó una sonrisita y puso los ojos en blanco.

—Pregunta más bien lo que no se hace. Se trata, estrictamente, de llevar tus propias drogas, pero puedes tomarte buenas copas, batidos energéticos, toda clase de golosinas legales para el coco. Casi todo el mundo tiene un cuelgue de hongos o de X, así que la cosa se desmadra bastante.

—Bueno…

Jay odiaba el sonido mismo de la palabra juerga, la imagen que se representaba mentalmente de un festival carnal que se deslizaba fuera de control hacia el delirio. Veía a una manada de jovencitos adorables, con la lengua balbuciente y quizás echando espuma por la boca.

—En realidad no me parece un rollo de mi estilo. No me gusta alucinar en público.

—Sí, conozco gente así.

El chico asintió sesudamente, como si hubiera espigado innumerables opiniones sobre el consumo público de drogas psicodélicas; quizá lo hubiera hecho. Muchas de las familias vietnamitas de Nueva Orleans eran católicas, y tras pasarse la infancia memorizando tabúes, los adolescentes católicos eran muchas veces los más frenéticos de todos.

—Pero sí me gustaría hacerte una foto —dijo Jay—. Ven algún día. Aquí…

Sacó una pluma y una pequeña libreta, y anotó la dirección.

«Gracias». Tran se guardó el papel en el bolsillo, le obsequió con una última sonrisa y desapareció entre los remolinos de turistas, lectores de tarot, músicos callejeros y ratas de todo pelaje que pululaban por el Barrio. Dios, era guapo. Pero también era un chico de allí, se recordó Jay. A los del Barrio podía hacerles fotos, quizá, nada más.

Decidió caminar a lo largo del río antes de tomar el café y encaminarse a casa. El aire era más tibio allí en el dique, bañado de una luz clara precursora del crepúsculo. Jay iba mirando al río encrespado y reluciente mientras caminaba. Era tan poderoso y tan contaminado; sin duda había transportado y vertido más venenos que ninguna fábrica. Pero nadie llamaba asesino al Mississippi.

Hacía cuarenta años que Metales y Química Byrne había abierto en Terrebonne Parish, flamante y maravillosa como plástico, lista para contribuir al ingreso del sur de Luisiana en la era atómica. Al principio la fábrica de su padre había supuesto un empuje económico para la región empobrecida y había creado puestos de trabajo para gente demasiado vieja o débil como para ganarse la vida con la pródiga fauna de la ciénaga. No parecía importar que la fábrica vertiese agua residual en las mismas aguas que nutrían la ciénaga. Ésta era inmensa, ilimitada; ciertamente podía absorber todo lo que se arrojara en ella. Tenía el desagüe de sus brazos pantanosos, y más allá todo el Golfo de México.

Pero a medida que pasaban los años, más hombres y mujeres aptos empezaron a solicitar empleos en la fábrica. Al parecer ya no había tantos peces ni animales de pieles ni caimanes como antaño. Los cangrejos eran tan abundantes como siempre, si no más, pero se alimentaban de toda clase de cieno. Muchos de los otros animales estaban enfermos o eran pequeños. Para un ojo no avezado, en la ciénaga bullía todavía una vida rica. Pero la gente que vivía allí la veía agonizante.

Después empezaron a morir ellos mismos. Un grupo de ciudadanos afirmó que los habitantes de un radio de ciento cincuenta millas de la fábrica Byrne contraían cáncer en una proporción cincuenta veces superior a la habitual. Hubo una hornada de bebés nacidos con cráneos hendidos, caras deformes, cerebros atrofiados o incluso sin cerebro. Hubo un incidente desagradable relativo a un cayún que había sido despedido de su trabajo en el departamento de disolventes después de dieciocho años de servicio. Un mes después, al serle diagnosticado cáncer de intestino, el hombre había embestido contra la puerta de la fábrica con su camioneta, luego la había aparcado en el patio y la había emprendido a tiros con una antigua escopeta de dos cañones. A un guardia de seguridad un disparo le arrancó la mayor parte de la pierna antes de que pudiera alojar una posta en el cerebelo del agresor.

El hermano mayor de Mignon, Daniel Devore, había brindado su ayuda. Tenía labia con los políticos y los periodistas, y talento para tergiversar los hechos. Tenía asimismo una cierta proclividad por los jóvenes chaperos que merodeaban por Burgundy Street pasada la medianoche, en la zona baja del Barrio. Finalmente instaló a su favorito en un apartamento de las dependencias de esclavos y pasaba allí tres o cuatro noches por semana. Cuando Jay se mudó al Barrio, años después, el exchapero seguía por allí, tras haber sido generosamente recordado en el testamento de Daniel. Un rubio de un tono pastel descolorido, curtido en las usanzas del Barrio pero ya incapaz de cumplir los requisitos, solía levantarse a un chico ocasional para llevárselo a su apartamento enseñando un fajo de billetes. Jay le observaba a distancia, fascinado por su conocimiento de que aquel fajo estaba impregnado de la sangre de la ciénaga que su padre había envenenado.

Un organillo, muy cerca, desgranaba dixie a un volumen de locos. Se percató de que había recorrido todo el trayecto hasta el muelle de madera que llevaba al embarcadero del barco de vapor. Los barcos de brillantes colores sobresalían del muelle, con sus volutas de madera y su latón fulgurante, el Natchez, el Cajun Queen, el Robert E. Lee, grandes y cursis pastelones de boda. Se imaginó a uno de ellos volcando y arrojando su cargamento humano a la sopa tóxica del río.

Metió la mano dentro del bolsillo y tocó el sobre de papel manila. Su tacto contra el pecho le tranquilizaba. Bomba, le había dicho Tran. Cien dosis de LSD, calidad suprema. Tomaría cuatro o cinco y guardaría el resto en el congelador. Guardaba dentro todo tipo de majares.

Regresó al Café du Monde para la taza de café con leche que pensaba tomar. La pasta frita y el azúcar en polvo aromaban el aire debajo de los viejos toldos verdes, un miasma dulce y permanente en el local. Las fragancias del café se mezclaban con los tubos de escape de Decatur Street y el olor herbáceo de las boñigas de los carruajes tirados por mulas que estacionaban delante de la plaza para recoger a huestes de turistas.

La tarde adquiría sombras de atardecer. Miles de pájaros trazaban círculos sobre Jackson Square en la clara luz crepuscular, aprestándose a posarse. Sus trinos erráticos, el saxofonista de la acera, la cháchara de la concurrencia, el fragor y el estrépito del tráfico en Decatur Street: todo formaba parte del anochecer festivo en el Barrio Francés. Jay eligió una mesa junto a la verja de hierro, desde donde podía contemplar el circo. El café de achicoria tenía un gusto sabroso y fuerte, y la leche era dulce y cremosa.

Percibió una presencia cerca de su codo. Había un chico al otro lado de la verja, con una mirada de cachorro que se derretía sobre Jay como mantequilla caliente. Llevaba el atuendo de los jóvenes nómadas en todas partes: un pañuelo anudado alrededor de la cabeza, el pelo muy corto, las orejas y la nariz tachonadas de metal, una guerrera del ejército que constituía una obra de arte confeccionada con imperdibles y rotulador negro, Doc Martens que habían conocido serias inclemencias callejeras. Su cara de huesos fuertes era involuntariamente angelical. Su edad, quizá unos dieciocho. Quizá.

—¿Me llevas a tu casa? —le preguntó a Jay—. Quiero ser tu mascota. No como mucho y soy muy cariñoso.

Jay dio un sorbo de café y arqueó una ceja.

—¿Y qué pasa si orinas o defecas en el suelo? Tendría que ponerte a dormir.

—Estoy adiestrado —le aseguró el chico, serio.

Había hambre en su cara, vulgar y afilada; pero era un hambre poco habitual, la de un crío que pasa sus primeras semanas en la calle, añorando la cocina bien abastecida de sus padres. Era la clase de hambre que a Jay le gustaba; lo bastante intensa para que depusieran sus cautelas, pero no lo bastante para haber debilitado sus músculos. Pidió para el chico un café con leche y un plato de buñuelos.

—Ahora en serio —dijo Jay, observando cómo el chico vertía un reguero interminable de azúcar en su café—. ¿Qué hay de ese asunto de la mascota? ¿Vas a dejarme que te ponga un collar y una correa? ¿Tengo que encadenarte?

—Claro. —El chico esbozó una sonrisa a través de un bocado de buñuelo. El azúcar en polvo punteaba sus labios, su barbilla, la pechera de su camiseta negra—. Lo que tú quieras. Déjame sólo enroscarme a los pies de tu cama.

Jay se preguntó por qué un cachorro tan exótico mendigaba migajas en su puerta trasera. Tenía aspecto de rico, presumió Jay, pero no de tan rico. En absoluto tanto como lo era él. En Nueva Orleans, donde los robos y los asesinatos eran tan comunes como las tormentas vespertinas, sólo los turistas hacían ostentación de riqueza como una pegatina en la frente.

—Hasta podrías tener tu propia almohada —dijo—. ¿Mucho tiempo viajando?

—Sólo un par de meses.

—¿De dónde eres?

—Maryland.

—¿Cómo es aquello?

El chico se encogió de hombros, con timidez; lo mismo podría haberle preguntado cómo era la luna.

Un coñazo. Ya sabes… aburrido. —El último buñuelo desapareció por aquel hambriento gaznate rosado—. Bueno, entonces, ¿quieres llevarme a tu casa?

Jay se inclinó y acercó la cara a la del chico.

—Aclaremos unas cuantas cosas. Si quieres ser mi mascota, pues mi mascota. Te quedas sentado hasta que yo te diga que nos vamos. Me pisas los talones cuando ando. Te tumbas cuando te lo mando. Y cuando te mimo, me lames la mano.

Extendió una y acarició el pelo del chico, deslizó los dedos por el costado de la cara juvenil y sobre el vello suave en la loma de la mandíbula. Cuando estaba a punto de retirar la mano, el chico giró la cabeza y apresó con la boca el índice y el anular de Jay y los lamió suavemente, rodeándolos con la lengua. El interior de su boca tenía una tersura de terciopelo y el calor de la sangre fresca.

Por el rabillo del ojo, Jay vio a una pareja de turistas de edad en la mesa contigua, mirando como hipnotizados. A él no le fue posible preocuparse, porque apenas podía moverse ni respirar mientras aquel calor húmedo le acariciaba la mano.

—Llámame Fido —dijo el chico.