A veces un hombre se cansa de llevar a cuestas todo lo que el mundo carga sobre su cabeza. Los hombros se hunden, la columna se tuerce cruelmente, los músculos tiemblan de fatiga. La esperanza de alivio empieza a decaer. Y el hombre tiene que tomar la decisión de deshacerse del fardo o sobrellevarlo hasta que el cuello se casque como una ramita endeble de otoño.
Tal era mi situación hacia el final de mis treinta y tres años de vida. Aunque mereciera todo lo que el mundo me deposita encima (y tormentos de ultratumba mucho peores que los que nos amenazan en la tierra: la tortura de mi esqueleto, mi violación y el desmembramiento de mi alma inmortal), aunque mereciese todo eso y más, descubrí que ya no podía cargar con ese peso.
Comprendí que no tenía que cargarlo, oigan. Llegué a entender que había otra opción. Debió de ser difícil para Cristo soportar las angustias de la cruz —la suciedad, la sed, las espinas terribles que le perforaban la pulpa gelatinosa de las manos— sabiendo que había otra alternativa. Y yo no soy Cristo, ni siquiera a medias.
Me llamo Andrew Compton. Entre 1977 y 1988 maté a veintitrés chicos y jóvenes en Londres. Yo tenía diecisiete años cuando empecé, veintiocho cuando me atraparon. Todo el tiempo que estuve en la cárcel supe que si algún día me soltaban seguiría matando a chicos. Pero sabía también que no me soltarían nunca.
Mis chicos y jóvenes estaban de paso por la ciudad: sin amigos, hambrientos, borrachos y con mono de la excelente heroína pakistaní que ha circulado por las venas de Londres desde los alegres sesenta. Yo les di bien de comer, té fuerte, un lugar caliente en mi cama y los pocos placeres que mi cuerpo podía procurar. Lo único que les pedía a cambio era su vida. A veces parecía que la daban tan a gusto, como si nada.
Recuerdo a un cabeza rapada de ojos achinados que vino a mi casa porque dijo que yo era un tronco majo y blanco, no un asqueroso marica de los que se enrollaban en los pubs del Soho. (No sabría decirles qué hacia él en los pubs del Soho.) No pareció proclive a repensar su opinión ni siquiera mientras yo le chupaba la polla y le deslizaba dos dedos engrasados por el ano. Más tarde me fijé en que tenía una línea de puntos escarlata tatuada alrededor de la garganta, junto con las palabras CORTAR POR AQUÍ. Sólo tuve que seguir las instrucciones («Tienes pinta de marica asqueroso», le dije a su cadáver decapitado, pero el joven míster Inglaterra Blanca ya no tenía nada que decir por sí mismo).
Maté de un tajo a la mayoría de los veintitrés. Cortándoles las arterias principales con un cuchillo o una cuchilla en cuanto la bebida les dejaba insensibles. Les maté de este modo no por cobardía o por el deseo de evitar la lucha; no soy un hombre grande, pero podría haber derrotado a cualquiera de mis huerfanitos medio muertos de hambre, podridos de drogas, en un combate de igual a igual. Les mataba a cuchillo porque sus cuerpos eran objetos hermosos y me gustaban las cintas brillantes de sangre fluyendo sobre el terciopelo de su piel, el tacto de sus músculos abriéndose como mantequilla blanda. A los dos los ahogué en el baño y a uno le estrangulé con los cordones de sus botas Dr. Marten cuando yacía en un estado de estupor etílico. Pero a la mayoría les mate a cuchillo.
Lo cual no quiere decir que les despedazara por gusto. La mutilación grave o el desmembramiento no me deleitaban; no entonces; lo que me atraía era el susurro tenue y el tajo de la cuchilla. Mis chicos me gustaban como eran, grandes muñecos muertos con una o dos bocas más, carmesíes, supurantes. Los conservaba conmigo hasta una semana, hasta que el olor se volvía perceptible en mi apartamento. No me desagradaba el olor de la muerte. Era más bien como flores cortadas y dejadas mucho tiempo en agua estancada, un intenso olor dulzón y empalagoso que te impregnaba los orificios nasales y se enroscaba con cada aspiración en el fondo de la garganta.
Pero los vecinos se quejaban y yo tenía que inventar alguna excusa, que era olor residual de la basura o que el retrete atascado refluía. (Humillante y a la postre fútil, porque fue un vecino el que al final llamó a la policía). Dejaba a un chico en la butaca cuando me iba al trabajo y allí me esperaba pacientemente cuando volvía a casa. Le acostaba en la cama y acunaba su suavidad cremosa durante toda la noche. Durante un par de días o una semana no me sentía solo. Luego llegaba el momento de desprenderse de otro.
Lo cortaba en dos por la cintura con una sierra, separaba los brazos del tronco y partía las piernas por la rodilla. Arrojaba los segmentos dentro de abultadas bolsas de basura mojadas, para disimular los bultos extraños y la fetidez intensa, y los depositaba para la recogida. Bebía whisky hasta caer redondo. Vomitaba en el lavabo y me dormía sollozando, tras haber perdido de nuevo un amor. No llegué a apreciar hasta mucho más tarde la estética del desmembramiento.
Pero de momento estaba sentado en una lóbrega celda de la cárcel de Su Majestad de Painswick, en Lower Slaughter, cerca del yermo industrial de Birmingham. Estos apelativos espeluznantes parecen concebidos para aterrar y excitar el alma, y lo consiguen.[1] Miren cualquier mapa de Inglaterra y los encontrará, junto lugares que se llaman Grimsby, Kettle Crag, Fitful Head, Mousehole, Devil’s Elbow y Stool End Farm.[2] Inglaterra es un país que no renuncia a la resonancia o al color descriptivo en sus topónimos, por impresionantes que puedan ser.
Eché un vistazo a mi celda sin demasiado interés cuando me trajeron, hace cinco años. Sabía que me habían clasificado en la categoría de preso A (D era el menos peligroso; a los del tipo C y B no te atreverías a ofrecerles la espalda; A, por supuesto, era el asesino voraz). Los periódicos me habían apodado «El huésped eterno» e investido a mi cara anodina, blanca y negra, de un espanto rayano en lo talismánico. El contenido de mi apartamento había sido inventariado celosamente un centenar de veces. Mi juicio fue un circo jurídico de la especie más vil. La posibilidad de mi fuga se consideraba sumamente peligrosa para el público. Permanecería en la categoría A hasta el día de mi muerte, con los ojos fijos en una tétrica eternidad allende estas cuatro paredes enmohecidas.
No podía recibir visitas sin el permiso del gobernador de la prisión y una estrecha supervisión. Me daba igual; todas las personas a las que había amado alguna vez había muerto. No me podían denegar educación y esparcimiento, pero en aquel momento no había nada más en la vida que quisiera aprender ni diversión que me apeteciera tener. Tenía que soportar la bombilla encendida día y noche en mi celda, hasta que sus contornos se me grabaron a fuego en las córneas. Tanto mejor, pensé entonces, mirar estas manos empapadas de sangre.
Además de la luz encendida y de mis manos culpables, tenía una cama de hierro empernada contra el muro y cubierta de un colchón delgado y giboso, una mesa desvencijada y una silla, y un orinal para mear. A menudo me decía que por lo menos tenía un orinal, pero en realidad era un consuelo frío: literalmente lo era en las mañana de invierno en Painswick. Tenía todas estas cosas dentro de una caja de piedra, mi celda, que medía tres y medio por cuatro metros.
Me preguntaba cuántos presos de Su Majestad se daban cuenta de que el medio metro de más a lo largo de una pared constituía una sutil forma de tortura. (Cuando a Oscar Wilde le paseaban encadenado por el patio de la cárcel, comentó que si Su Majestad trataba así a los presos, no tenía derecho a tener ninguno). Cuando miraba aquella pared largo tiempo, que era la única manera de mirarla, la asimetría comenzaba a hacerme daño en los ojos. Durante más de un año me atormentó el cuadrado imperfecto. Visualizaba aquellas cuatro paredes triturando, recortando el terrible medio metro de más, y comenzaban a derrumbarse a mi alrededor. Luego poco a poco me fui acostumbrando, lo cual me producía los mismos escalofríos que el tormento mismo. Nunca me ha gustado habituarme a las cosas, sobre todo si no tengo elección al respecto.
En cuanto comprendieron que no causaría problemas, me dieron todos los cuadernos y lápices que quise. Rara vez me sacaban de la celda, salvo para los ejercicios solitarios y las duchas; me traían comidas tristes, mal guisadas, guardias silenciosos con caras como las del juicio al final del los tiempos. Con los lápices no podía hacer más daño que clavarme uno en el ojo, pero los gastaba tanto que la punta era demasiado roma para eso.
Rellené veinte cuadernos el primer año, treinta y uno el segundo, diecinueve el tercero. Esa época es lo más cerca que he estado del remordimiento. Era como si hubiera vivido en un sueño que había durado once años y hubiese despertado en un mundo apenas reconocible. ¿Cómo había yo cometido veintitrés asesinatos? ¿Qué me había instigado a cometerlos? Intenté sondear con palabras las profundidades de mi espíritu. Diseccioné mi infancia y mi familia (aniquiladoras pero apenas traumáticas), mi historia sexual (abortiva), mi carrera en distintas ramas del funcionariado (totalmente exenta de distinción, menos el número de veces en que me despidieron por insubordinarme con mis superiores).
Hecho lo cual, sin gran provecho, comencé a escribir sobre las cosas que me interesaban entonces. Topé con muchísimas descripciones de asesinatos y actos sexuales perpetrados sobre chicos muertos. Empecé a recordar pequeños detalles, como la huella digital que perduraba en la carne del muslo de un cadáver, como estampada sobre cera, o el hilo frío de semen que a veces fluía de un pene fláccido mientras yo lo lamía con la lengua.
El único hilo conductor que recorría mis cuadernos de la cárcel era una soledad omnipresente, si un comienzo detectable ni un fin concebible. Pero un cadáver no podía escaparse.
Llegué a comprender que aquellos recuerdos eran mi salvación. Ya no quería saber por qué había hecho tales cosas si ello significaba que no desearía volver a hacerlas. Abandoné los cuadernos para siempre. Yo era distinto, y eso era todo. Siempre había sabido que era distinto; yo no podía andar por la vida mascando tan contento lo que encontraba en mi boca, como todos aquéllos que me rodeaban. Mis chicos eran la única cosa distinta que me separaba del resto.
Alguien los había amado en algún momento, alguien que no había tenido que arrebatarles la vida para mostrar ese amor. Todos habían sido un bebé en su momento. Pero yo también, ¿y de qué me había servido? Según todas las versiones, salí del útero completamente azul, con el cordón umbilical enrollado alrededor del cuello, y mi condición de vivo o muerto permaneció en suspenso durante varios minutos, hasta que aspiré una gran bocanada de aire y empecé a respirar por mi cuenta. Los chicos que maté quizá hubieran sido niños robustos, pero en la época de su muerte eran drogadictos intravenosos que compartían las jeringuillas como si se prestaran un pañuelo de bolsillo, y que a menudo trocaban una mamada por dinero en metálico o un chute. Ninguno de los que me llevé a la cama, mientras todavía estaban vivos, me pidió que me pusiera un condón ni se preocupó de que tragara su esperma. Más tarde sospeché que a lo mejor yo había salvado sus vidas matando a algunos de ellos.
Nunca fui bueno para moralizar, y ¿cómo podría ahora discutir la ética? No hay excusa para el asesinato al azar y gratuito. Pero llegué a comprender que no necesitaba excusas. Sólo necesitaba un motivo, y el terrible placer del acto era un motivo de sobra. Quería volver a mi arte, cumplir mi destino obvio. Quería hacer durante el resto de mi vida lo que me apetecía, y no había duda de lo que sería. Mis manos anhelaban la cuchilla, el calor de la sangre fresca, la suavidad marmórea de un cadáver de tres días.
Decidí ejercer mi libertad de elección.
Antes de empezar a matar chicos, así como después, cuando no encontraba ninguno o no tenía la energía de buscarlos, había otra cosa que solía hacer. Empezó como una cruda masturbación técnica y terminó muy cerca del misticismo. En el juicio me llamaron necrofílico, sin considerar las raíces antiguas de la palabra ni su resonancia profunda. Yo era amigo, amante de los muertos. Y yo mismo era mi primer amigo y amante.
Sucedió por vez primera cuando yo tenía trece años. Me tumbaba de espaldas y relajaba los músculos despacio, miembro a miembro, fibra a fibra. Me imaginaba que mis órganos se transformaban en una sopa agria, que mis sesos se licuaban dentro del cráneo. A veces me surcaba el pecho con una cuchilla y dejaba que la sangre corriese por ambos lados de mi caja torácica y se remansara en la hondonada de mi vientre. A veces realzaba mi palidez natural con un maquillaje azul y blanco, y más adelante una marca de púrpura aquí y allá, mi propia interpretación artística de la lividez y el tinte gaseoso. Intenté escapar de lo que parecía una prisión de carne; imaginarme fuera de mi cuerpo era la única manera de poder amarlo.
Cuando llevaba un tiempo haciendo esto, comencé a notar ciertos cambios corporales. Nunca conseguí escindir completamente mi espíritu de mi carne. De haberlo logrado, probablemente no hubiera vuelto atrás. Pero logré un estado de suspensión entre la consciencia y el vacío, un estado en que parecía que mis pulmones no aspiraban aire y que el corazón cesaba de latir. Seguía percibiendo un murmullo subliminal del funcionamiento orgánico, pero no el pulso, la respiración. Notaba que mi piel se despegaba de los tejidos conjuntivos, que mis ojos se secaban tras los párpados teñidos de azul, que mi esencia derretida comenzaba a enfriarse.
Hacía esto en la cárcel de vez en cuando, sin ayuda de cuchillas, por supuesto, recordando a un chico u otro, imaginando que mi rancio cuerpo vivo era su querida carne muerta. Tardé cinco años en comprender que mi talento se podía emplear en otro uso, uno que me permitiera algún día volver a abrazar a un cadáver auténtico.
Pasaba la mayor parte de mi tiempo tumbado en mi catre. Respiraba el olor mareante y carnoso de centenares de hombres comiendo y sudando y meando y cagando y follando y viviendo juntos en un habitáculo hacinado y sucio, a menudo sin más oportunidad de ducharse que una vez por semana. Cerraba los ojos y escuchaba los ritmos de mi propio cuerpo, las miríadas de sendas de mi sangre, el sudor que perlaba mi piel, la contracción y la distensión regulares de mis pulmones, el blando y eléctrico zumbido de mi cerebro y todos sus afluentes.
Quería saber hasta qué punto podía hacer más lento aquello, qué parte podría detener totalmente. Y quería saber, si lo conseguía, si podría ponerlo todo en marcha de nuevo. Lo que tenía en mente era mucho más ambicioso que mi antiguo juego de fingirme muerto. Tendría que estar lo bastante muerto para engañar a los guardias, al oficial enfermero y, casi con toda certeza, a un médico. Pero había leído que algunos faquires indios detenían su propio corazón y consentían que les enterrasen durante semanas sin oxígeno. Sabía que era factible. Y pensé que yo podría hacerlo.
Reduje a la mitad la comida diaria, que nunca había sido abundante en la cárcel. Fuera había sido bastante glotón. Muchas veces invitaba a mis chicos a un restaurante antes de las festividades de la noche, aunque el menú que escogía solía ser demasiado exótico para ellos: cordero al vino de ajo con pan hojaldrado, bollos chinos de cerdo, anguilas en gelatina, hojas de parra rellenas, curry esmeralda vietnamita, steak tártaro etíope y cosas por el estilo. La comida de la cárcel consistía en cartílagos, féculas o col. No me costaba trabajo dejar la mitad en el plato. Sabía de todas maneras, que los sesos me serían más útiles que los músculos, como siempre había sido. Y pensaba que un aspecto escuálido ayudaría en algo a mi tarea.
(«¿Malo el rancho hoy, Compton?», era el único comentario que hacía al respecto el guardia que traía y se llevaba las bandejas. Asentí con un gesto apático, consciente de que era su manera de mostrarse amistoso. Algunos de los guardias intentaban hablar conmigo de cuando en cuando, probablemente para decir a su mujer y a los críos, al volver a casa, que el «huésped eterno» había hablando con ellos. Pero yo no quería que él se acordara de este comentario concreto).
Un día me abrí adrede una brecha en la frente contra los barrotes. Les dije al guardia que había resbalado y me había golpeado el cráneo, lo que me valió una visita a la enfermería. Estuve todo el tiempo esposado y con grilletes en las piernas, pero conseguí echar un vistazo alrededor mientras un enfermero locuaz me limpiaba la herida y la cosía.
—¿Tuvieron aquí a Hummer? —pregunté, aludiendo a un preso del ala A muerto de un ataque al corazón el mes anterior.
—¿El viejo Artie? No, no supimos la causa de su muerte, así que se lo llevaron en una ambulancia. Le hicieron la autopsia en Lower Slaughter y mandaron su cuerpo a la familia, lo que quedaba de ella. Artie estaba aquí dentro por matar a tiros a su mujer y a su hijo, como sabe, pero tenía una hija en el colegio. Supongo que a ella no le haría demasiada ilusión tener a su papi de vuelta, ¿eh?
—¿Qué hacen con los órganos después de la autopsia? —pregunté, en parte para que no recordara que yo le había hecho una sola pregunta, y en parte por franca curiosidad.
—Volver a meterlos de cualquier manera y coser el costurón. Oh, guardan el cerebro para estudiarlo. El de los asesinos sobre todo. Apuesto a que algún día alguien meterá el suyo en un frasco de alcohol, señor Compton.
—Quizá —dije. Y quizá alguien lo hiciera. Pero no un sonriente matasanos de Lower Slaughter, si yo podía evitarlo.
El enfermero me sacó del brazo ese día un tubito de sangre, aunque no supe por qué. Una semana más tarde me llevaron otra vez a la enfermería, donde me enteré de algo que me sería más útil de lo que imaginaba.
—¿Seropositivo? —pregunté al pálido y sudoroso enfermero—. ¿Qué significa eso?
—Bueno, a lo mejor nada, Señor Compton.
Agarró un folleto delgado entre las puntas del pulgar y el indice y me lo pasó cautelosamente. Advertí que llevaba guantes de goma.
—Pero puede ser que un día desarrolle el sida.
Examiné el folleto con interés y volví a mirar la cara compungida del funcionario. Tenía el blanco de los ojos orillado de rojo, y aspecto de haber olvidado afeitarse durante unos días.
—Aquí dice que el virus puede trasmitirse por contacto sexual o a través de la sangre —señalé—. Usted me dio puntos la semana pasada. ¿No fue peligroso para usted?
—Nosotros… Yo no… —Miró fijamente sus dedos enguantados y movió la cabeza, sollozando casi—. Nadie sabe.
Levanté mis muñecas sujetas por grilletes y tosí en mi mano para ocultar una levísima sonrisa malévola.
De nuevo en mi celda, leí el folleto dos veces en intenté recordar lo que había oído sobre aquella enfermedad trasmitida por los fluidos del amor. Antes de que me detuvieran me había llamado la atención algún que otro artículo al respecto, pero nunca he seguido con mucho interés los sucesos de la actualidad, y no había leído la prensa desde mi juicio. Había algunos periódicos en la biblioteca de la cárcel, pero allí dedicaba mi precioso tiempo a leer libros. Las noticias del mundo ya no podían ayudarme en nada.
Aun así, recuerdo una variedad de informes preocupantes: titulares vocingleros de PLAGA HOMO, afirmaciones serenas de que se trataba de una conspiración del partido laborista, conjeturas histéricas de que cualquiera podía atrapar la infección por casi cualquier conducto. Llegué a la certeza de que los homosexuales y los usuarios de drogas intravenosas corrían un mayor riesgo. Por más que ignorase si uno de mis chicos hubiera podido estar expuesto, nunca se me pasó por la cabeza que yo pudiera estar infectado. La mayor parte de mi contacto con ellos se había producido después de su muerte, y supuse que el virus habría muerto con ellos. Pero ahora parecía que los virus eran más resistentes que los chicos.
Bueno, Andrew, me dije, quien profana la dulce santidad del culo de un chico muerto no puede tener la esperanza de escapar indemne. Ahora olvídate de que no puedes enfermar porque ahora mismo no estás enfermo, y recuerda sólo que ese virus en tu sangre inspira miedo a la gente. Siempre que alguien tenga miedo de ti, puedes usarlo en tu propio provecho.
Llegó la bandeja de la cena. Cené una rodaja de carne de vaca hervida, una hoja pastosa de col y unas migajas de pan seco. Luego, tumbado en mi catre, contemplé el retículo azul pálido de venas por debajo de la piel de mi brazo y tramé mi evasión de Painswick.
Compton…
Apreté mis párpados cerrados y giré la cara hacia el rumor del mar. La luz del sol se vertía como oro líquido sobre mis mejillas, mi pecho, mis piernas flacas. Los dedos de mis pies descalzos escavaban en el suelo frío y rico del acantilado. Yo tenía diez años y estaba de vacaciones con mi familia en la isla de Man.
Andrew Compton…
El amarillo vivo del tojo y el púrpura oscuro del brezo formaban una pared móvil, lo bastante alta para esconder a un niño tendido de espaldas que no quería moverse ni quería responder. Nadie en el mundo sabía dónde estaba, o ni siquiera quién era. Empecé a sentir como si, deslizándome fuera de la tierra, cayese en la infinitud del cielo azul. Me ahogaría en él como en un mar, agitando mis brazos y mis piernas, afanándome por respirar, aspirando bocanadas cristalinas de nubes. Las nubes sabrían a píldoras de menta, supuse, y convertirían al instante mis vísceras en hielo.
Decidí que no me importaría caer dentro del cielo. Intenté despegarme, dejar de creer en la gravedad. Pero la tierra me sujetaba fuerte, como si quisiera retenerme.
Muy bien, pensé. Me hundiría en la tierra, vertería los jugos nutritivos de mi cuerpo en las raíces del brezo, dejaría que los gusanos y los escarabajos desmenuzasen la masa de carne tierna entre mis huesos. Pero la tierra tampoco me aceptaba. Estaba atrapado dentro de la bóveda de cielo, tierra y mar, separado de todos ellos y fundido solamente con mi propia carne miserable.
COMP… TONNN…
Las sílabas eran huecas, tan vacías de sentido como el ruido metálico insistente que las acompañaba. Había una caja de piedra y dentro de la caja había una lámina de metal cubierta con una fina almohadilla de tela, y encima de ella había una cosa inerte de hueso envuelta en carne. Me mantenía atado a aquella cosa un ronzal invisible, un frágil cordón umbilical de ectoplasma y hábito. Todos los momentos y todos los lugares parecían un río en constante movimiento, y mientras la cosa inerte yacía en la ribera de ese río yo estaba inmerso en sus aguas. Sólo el frágil cordón umbilical impedía que me arrastrase la corriente. Notaba que el cordón se estiraba, que le tejido efímero empezaba a desintegrarse.
Oí el retumbo de metal contra piedra y reconocí que la puerta de mi celda se abría. Amartillaron un arma de fuego y resonaron pasos sobre la piedra fría. «Compton, si intentas algo raro te meto una bala en la cabeza. ¿A qué cojones estás jugando?».
Otra voz: «Dispárale en el culo, Arnie, a ver si se mueve». Risa ronca, no coreada por el primer guardia. Mis músculos no se tensaron, mis párpados no se fruncieron. Me pregunté si sentiría la bala adentrándose en mi carne si el guardia me disparaba.
Pulseras de acero se cerraron en torno a mis muñecas, una sensación familiar; luego manos callosas auscultaron mi pulso. Algo frío y suave rozó mis labios. El guardia llamado Arnie habló de nuevo, en voz baja, casi espantada.
—Creo que está muerto.
—¿Compton muerto? No puede ser; es como un gato, sólo que con veintitrés vidas.
—Cállate, Blackie. No respira y no le siento el pulso. Mejor que telefoneemos a la enfermería.
Un asesino habitual tiende a convertirse también en un buen actor. Ahora había empezado a interpretar la más grande actuación de mi vida: mi muerte. Pero no tenía la impresión de actuar.
Una cegadora sucesión de recuerdos congelados, de acción detenida: una camilla que rueda por un largo corredor de ladrillo, mi cuerpo atado con correas, mis muñecas todavía esposadas, lo bastante peligroso para merecer ataduras incluso muerto. Un olor a medicinas y moho que reconocí como la enfermería de la cárcel. Un dolor muy tenue de aguja en la horcadura del brazo, en la planta del pie. Un círculo frío de metal sobre el pecho, el estómago. Un tirón en mi párpado derecho, y un rayo de luz tan afilado y delgado como alambre.
Recuerdo haber oído la voz del gobernador de la cárcel, un hombre cuya mirada pálida y fría me traspasaba siempre, como si su hijo primogénito hubiese muerto por obra de mis manos.
—¿No van a examinar el cuerpo? Tenemos que saber de qué ha muerto antes de sacarle de aquí.
—Lo siento, señor. —Era el enfermero que me había cosido la brecha en la frente; su voz parecía más asustada que nunca—. Andrew Compton dio hace poco seropositivo. Puede haber muerto de una complicación relacionada con el sida. No soy competente para examinarle.
—Bueno, maldita sea, la gente no se muere por las buenas de sida una mañana cualquiera, ¿no? Tienen lesiones y cosas, ¿no?
—No lo sé, señor. Sería el primero que muere aquí. La mayoría de los presos seropositivos han sido trasladados a Wormwood Scrubs. Compton también hubiera terminado allí.
Atada a mí, mi alma exhaló un escalofrío de placer. Si hubiera acabado en Wormwood Scrubs, habría tenido escasas posibilidades de salir vivo o muerto. Era la prisión más grande de Inglaterra, con su hospital y su morgue propios.
—Bueno, aquí no podemos correr riesgos con enfermedades transmisibles. Tendrán que hacerle la autopsia en Lower Slaughter. Telefonee al doctor Masters para que venga a firmar el certificado de defunción; no se lo llevarán sin él.
Yo había visto al doctor Masters exactamente cinco veces, una por cada chequeo obligatorio anual. Y ahora allí estaba otra vez. Tenía las manos tan suaves y secas como siempre; el aliento le seguía oliendo a bayas y algo podrido muy adentro. «Pobre muchacho», le oí murmurar, demasiado bajo para que alguien lo oyera, mientras tomaba las llaves del carcelero y me soltaba las esposas. Me buscó en vano el pulso, me quitó el uniforme carcelario, me punzó la barriga, me giró el cuerpo en insertó el frágil tallo de cristal de su termómetro dentro de mi recto cada vez más frío. Afloje mi leve asidero en el mundo y dejé que mi alma circulara por debajo de las olas negras del olvido.
«¿De qué ha muerto entonces?», fue lo último que oí, y la voz suave del doctor Masters respondiendo: «No tengo la menor idea».
Un restallido de metal y luego ruedas que giran sobre una carretera asfaltada. No había suelos pavimentados dentro del recinto de la cárcel. No podía arriesgarme a abrir los ojos y, aunque hubiera querido, sentía los párpados como cerrados por el peso de sacos de arena. Oí el estrépito de tubos y botellas, la estática intermitente de una radio escáner, el balido y el gruñido del tráfico respondido por el aullido creciente de una sirena. Estaba en una ambulancia. Había logrado salir de Painswick; ahora sólo quedaba volver a la vida. Pero todavía no.
Estaba atado en otra camilla y rodaba por otro corredor en donde, por alguna razón, era mucho más sonoro el eco de las ruedas, como si estuviera hecho de azulejos y cristal en lugar de ladrillo derruido de carbón y cenizas. Otra mesa fría de metal bajo mi espalda desnuda y de repente mi cuerpo fue envuelto en un plástico, de mi propia carne helada. A todo los efectos, la funda de piel rellena de carne llamada Andrew Compton era un cadáver inánime.
Pensé en los años de la peste en Londres, en las calles estrechas y embarradas transformadas en osarios, en los cuerpos desnudos apilados sobre carros que cruzaban la ciudad, en cadáveres pálidos y fláccidos que empezaban ya a decolorar y distenderse. Imaginé el olor de la carne calcinada, el olor de enfermedad ardiendo por doquier, el sonido de ruedas de hierro traqueteando sobre adoquines rotos, el llamamiento constante y cansino de Traed a vuestros muertos. Me imaginé arrojado rudamente sobre un carro de madera encima de mis prójimos apestados, una cara hinchada por la peste que choca contra la mía, pus negro que gotea sobre mis ojos, que penetra como un reguero en mi boca…
Temí tener una erección y delatarme. Pero era una tontería preocuparme. Sabía que los cadáveres eran perfectamente capaces de tener buenos empalmes. Sin duda los médicos lo sabían también.
Una cruda luz blanca se filtró entre mis párpados, rastreando con su rojo eléctrico el retículo de venas. Luego no hubo siquiera eso. Dejé de percibir el paso del tiempo. En mi cabeza resonaban palabras que no significaban nada; pronto cesaron también. No recordaba mi nombre ni lo que supuestamente me estaba ocurriendo. Tal vez estaba girando en un vacío sin formas ni dimensiones, un universo en blanco diseñado por mí mismo.
Aquello era, entonces, donde se implantaba la semilla de la consciencia en la marga de la existencia. A partir de aquí intuía que quizás me alejaba girando, continuaba hundiéndome. No necesitaba regresar. Apenas podía recordar por qué había deseado hacerlo.
Creo que podría haber muerto entonces. Judicial, médicamente ya lo estaba. Habían auscultado mi corazón y no lo oyeron; palpado el pulso y no lo encontraron. Habría sido tan fácil dejarse ir.
Pero en la semilla de la consciencia se ovilla el germen del ego. Nunca dudé de que el yo era la última parte del organismo que moría. Había visto la postrera furia imponente en los ojos de algunos de mis chicos cuando comprendían que de verdad se estaban yendo: ¿cómo podía ocurrirles a ellos? ¿Y qué era un fantasma sino un jirón sobrante de ego, resistiéndose a creer que su carne corruptible lo había repudiado?
De un modo parecido, mi propio fantasma, ego o alma —nunca me dijo cuál era su denominación preferida— no se separaba del todo del denso mazo de nervios que lo habían albergado durante treinta y tres años. A semejanza de una fiera cautiva en una jaula demasiado tiempo, tenía miedo de aventurarse fuera aunque le hubiesen abierto de par en par la puerta.
Así que permanecía suspendido entre la vida y la muerte y sin poder oscilar hacia uno u otro lado, dando vueltas como una araña en el fondo de una telaraña tensa. ¿Estaba encallado en el vacío de la semiinconsciencia? ¿Era aquél el destino que yo mismo me había atribuido, un necrofílico atrapado en su propio cadáver corrompiéndose?
Había destinos que aceptaría peor. Pero no ahora, no cuando había decidido que quería vivir en el mundo y gozar los frutos de mi suerte. Sabía que tenía una tremenda fuerza de voluntad. La había usado para fingir encantos que no poseía, para ahuyentar a vecinos que se quejaban del olor de mi apartamento, para que un chico que se separó bruscamente de mí y echó a correr hacia la puerta se detuviera de golpe simplemente pronunciando su nombre. (Era un recuerdo que yo atesoraba. «Benjamin», dije, con un tono tranquilo pero más firme que el que nadie había empleado con él en toda su vida; y se volvió, con terribles emociones encontradas en su rostro, deseo y temor y ansia de que terminase en seguida, lo que rápidamente satisfice).
Con toda aquella fuerza de voluntad traté de incorporarme, despertar. Al principio podía no tanto sentir mi cuerpo como percibir sus límites y el espacio que ocupaba, sin que tuviera el menor control de sus dimensiones. Luego el corazón me dio un vuelco y mi cerebro pareció convulsionarse, y mi carne se alzó alrededor de mí como los lados de un féretro. En realidad, un ataúd no habría dado una impresión más claustrofóbica.
Estaba en la vida, si es que alguna vez había estado fuera. Pero seguía sin poder moverme.
De repente descorrieron la cremallera y abrieron la funda de plástico. Noté de nuevo la mesa de metal debajo; para entonces ya éramos viejos amigos, aun si su acogida resultaba un poco gélida. La corriente de aire en torno a mi cabeza olía a formaldehído, a desinfectante y a cebollas de un aliento humano. Noté palmas enguantadas como rodajas de carne cocida adherirse a mi pecho, dedos como salchichas grasientas cerrarse sobre mis bíceps.
—Cierra esa puerta —dijo una voz desconocida—. La gente se asoma a echarle un vistazo y no quiero que me molesten.
No era el doctor Masters. Lo cual me alegraba. El hombre más bien me gustaba.
Oí un clic y quienquiera que fuese el que me inspeccionaba comenzó a hablar como dirigiéndose a una grabadora: «Cinco de noviembre… Doctor Martin Drummond asistido por el doctor Waring… El sujeto de la autopsia es Andrew Compton, varón blanco, treinta y tres años, encarcelado desde hace cinco… se observa rigidez en la piel, pero no empozamiento de sangre. El rigor mortis puede haber pasado. Ábrale la boca, Waring». Un dedo envuelto en una goma de sabor asqueroso separó mis mandíbulas. «Dientes en buen estado… El difunto dio positivo en el test HIV, pero no ha manifestado síntomas de sida. La causa de la muerte se desconoce por el momento». Si el olor y el tacto de sus manos no hubieran sido tan repulsivos, podría haberme figurado que el doctor Drummond me estaba leyendo una poesía.
Otro termómetro por el trasero. «La temperatura intestinal está subiendo», entonó Drummond, «lo que indicaría el rápido comienzo de la descomposición».
Oí la voz de Waring, joven y nerviosa:
—Era un tipo flacucho, ¿no? ¿Cómo pudo matar a veintitrés hombres?
—No mataba a hombres, eran adolescentes adictos. —(Mentira: la mayoría sobrepasaban los veinte)—. Punks y chaperos. Piensa que no le ofrecieron demasiada resistencia.
—Quizá al darse cuenta de que iban a morir —sugirió tímidamente Waring.
—Les drogaba. No lo vieron venir.
Más mentiras. Yo sólo les ofrecía una copa a mis invitados, y luego se la mantenía llena, como cualquier anfitrión. Y, por desgracia, más de uno de ellos sí lo vio venir; sólo que a ninguno parecía importarle gran cosa.
Los médicos hicieron una pausa para escribir algo. Sabía que cuando reanudaran la tarea empezaría lo serio. Había leído sobre el procedimiento de la autopsia. Pronto vendrían con un escalpelo y con la intención de efectuar una incisión en forma Y que comenzaría en mi clavícula, convergería en el esternón y bajaría directamente por el estómago hasta el hueso púbico. Apartarían las paredes del pecho y abrirían las costillas, después de lo cual extraerían, pesarían y examinarían mis vísceras. Había oído decir que los órganos de personas muertas tras una larga y devastadora enfermedad parecían como si los hubieran reventado, pero los míos, por supuesto, todavía funcionaban.
Cuando mis vísceras estuviesen metidas en bolsas y catalogadas, restaría tan sólo pelarme el cuero cabelludo encima de mi cara, aserrar la parte superior del cráneo y extraer mi cerebro. Lo meterían en un frasco de alcohol, donde tendría que sentirse perfectamente a gusto y donde habría de adobarse durante dos semanas para cobrar la firmeza necesaria para que lo seccionasen y lo analizaran. Los sesos comenzaban a transformarse en potaje en el momento de la muerte, y para cuando hubiesen terminado de hacerme todas aquellas cosas supuse que estaría muerto de verdad.
Hice un esfuerzo por conectar de nuevo con mi sistema nervioso, por recobrar el control de mis músculos y mi esqueleto. Todo aquello parecía una madeja enrevesada e imposible que había olvidado cómo manejar, si es que alguna vez había sabido. Era como si hubiese ascendido a través de lóbregos abismos de sensibilidad y ahora estuviese presionando contra una membrana delgada como una célula, pero muy fuerte, extendida sobre la superficie.
—Le abrimos —dijo Drummond. La cuchilla de acero inoxidable operó un corte profundo en el músculo pectoral izquierdo de mi pecho. El dolor rasgó la membrana, estremeció mis nervios como un choque eléctrico y me sacó desde el fondo del pozo de la muerte.
Mis ojos se abrieron de golpe y encontraron los de Drummond, de color barro, desconcertados. Mi mano izquierda se levantó, agarró a Drummond por su pelo ralo y le acercó hacia mí. Mi mano derecha aferró el escalpelo y se lo arrebató de sus manos. La hoja se deslizó fuera de la incisión en mi pecho y susurró a lo largo de la palma del médico, desgarrando el guante de goma y después la carne grasienta limpiamente hasta el hueso. Observé que por su boca abierta por el asombro o el sufrimiento asomaban dos filas de dientes amarillos, un buche carnoso, una lengua escabrosa de color rosa pálido.
Antes de que pudiese reaccionar, retiré el escalpelo y se lo clavé en uno de aquellos ojos fangosos, o, para ser preciso, le empalé la cabeza contra la cuchilla. Fluido caliente y sanguinolento cayó sobre mis nudillos. Drummond se combó hacia adelante, empujando el filo hasta muy dentro de su propio cerebro. ¡Yo había despertado! ¡Estaba vivo! Degusté exultante cada sensación, el tenue pop húmedo del globo ocular al desgajarse, la fetidez aguda de cloaca cuando el esfínter de Drummond sucumbió en la batalla perdida, el quejido de pánico que supuse que emitía la garganta del joven Waring.
La cuenca del ojo succionó sensualmente el escalpelo mientras lo extraía. Lo hubiera dejado allí —instrumentos cortantes tan oportunos merecen su propia satisfacción—, pero necesitaba un arma. Me estaba preguntado si podría incorporarme de la mesa cuando me di cuenta de que ya lo había hecho. Waring retrocedía hacia la puerta. Su huida ahora resultaba inconcebible.
Tenía las manos pegajosas de la sangre y el humor vítreo de Drummond. Apreté la izquierda contra mi corazón y la saqué aún más ensangrentada. Aventuré una mirada a la herida. La piel de alrededor estaba fruncida, presentaba rebordes; la sangre manaba sobre mi pecho desnudo y mi vientre, empapando mi vello púbico, salpicando el suelo. Extendí la mano hacia Waring, curvada y desbordante de mi propia pestilencia. Él, al esquivarla, se alejó asimismo de la puerta.
Avancé hacia él, con el escalpelo en una mano, la enfermedad en la otra, y le miré a los ojos. Eran de un cristalino azul inglés por detrás de sus gafitas de montura dorada y finos lentes cuadrados. Tenía el cabello del color de las barbas de maíz, cortado al rape como el de un muchacho, y una cara blanda como mantequilla. Podría haber salido directamente del Yorkshire de James Herriot; pero a juzgar por la hebra de baba en su barbilla bien podría haber sido el joven aprendiz, perpetuamente atónito, del veterinario del pueblo, con el estetoscopio alrededor del cuello y un toque de arrebol tiznando el rosa pálido de su piel de nata. ¡Barbián dulce y simplón!
—Por favor, señor Compton —gimió—, por favor… oiga, soy un admirador de los asesinos múltiples, y no diré nada de usted…
Le acorralé contra un carro de grapas relucientes y extensores de huesos. Volcó con un estruendo ensordecedor. Waring trastabilló hacia atrás y quedó despatarrado sobre aquel revoltijo. Me lanzó puntapiés inofensivos mientras yo me abatía sobre él y le arrancaba las gafas de la cara, limpiaba mi mano izquierda sobre sus ojos, cegándole con mi sangre. Trató de morderme la mano y sólo consiguió dar un bocado de sangre coagulada. Dirigí el escalpelo hacia su garganta y la abrí de un tajo hasta su clavícula. Su robusto cuerpo de granjero se convulsionó debajo del mío.
Retorcí la cuchilla dentro de su cuello. Sus manos se alzaron y aferraron débilmente las mías. Le agarré por sus hermosos cabellos de maíz, ahora negros de sangre, y le estrellé la cabeza contra un extensor de huesos. El cráneo cedió con un crujido satisfactorio. Waring corcoveó una vez más y se quedó inmóvil.
La emoción casi olvidada pero instantáneamente familiar del peso encorvado en mis brazos… la mirada de rapto dulcificando los ojos entornados… la suavidad con que los dedos se atiesaban, temblaban con una parálisis agonizante, se curvaban hacia las palmas… el dulce rostro abismado en un interminable sueño vacío. Siempre me han gustado los rubios. Como su tez es de natural lechosa, las venas tiernas de sus sienes presentan un tono azulado, y su pelo empapado de sangre es como seda pálida vista a través de un cristal rubí.
Me incliné sobre Waring y le besé, familiarizándome otra vez con la textura de labios y dientes, con el rico sabor metálico de una boca llena de sangre. Era tan agradable que hubiera querido acostarme a su lado sobre el suelo de azulejos fríos del depósito de cadáveres y jugar con él un rato. Pero no me atreví. No obstante todos mis estudios sobre el procedimiento de la autopsia, ignoraba cuánto tiempo se tardaba en hacer una. La puerta estaba cerrada con llave, pero tarde o temprano vendría alguien con una llave, y había que presumir que vendría más pronto que tarde.
Por primera vez en cinco años, tenía a mi disposición un bello cuerpo muerto de muchacho y no podía hacer con él nada de nada.
Aparté de Waring la mirada y eché una rápida ojeada en torno. Estábamos en un cuartito rectangular, sin duda una antesala de la morgue. Techo bajo de cemento, paredes alicatadas, ninguna ventana. Los despojos grasientos de Drummond se hacinaban al pie de una mesa de disección metálica, mientras que el joven Waring y yo yacíamos entrelazados en una esquina, entre una maraña de mangueras oscuras de goma que se perdían en la parte inferior de un fregadero. No parecía haber más salida que la puerta.
Yo estaba completamente desnudo y sangraba copiosamente. Si los empleados del hospital sabían que me habían trasladado para la autopsia, tendrían mi cara claramente impresa. Aun así, debería abrirme camino. Pensé que podría; de hecho, sabía que podría. Claro que no me quedaba ninguna otra alternativa.
Me puse un par de guantes de goma y revolví entre armarios y cajones; encontré un estuche de primeros auxilios y tapé mi herida con algodón y lo pegué con gasa. La sangre empezó casi al instante a mojar la gasa, pero no se podía hacer nada más que agradecer que fluyese de nuevo. Mientras me limpiaba en el fregadero con toallas de papel, me rondaba la incómoda certeza de que había franqueado el lindero de una muerte irrevocable.
La bata de laboratorio de Drummond estaba empapada de toda clase de líquidos sucios en el saco supurante de su cuerpo. Pero Waring había colgado la suya en una percha cerca de la puerta, y había muerto con el uniforme verde del hospital. Bendije al chico en silencio. Después le quité los zapatos y los calcetines y me probé uno de sus feos mocasines con suela de caucho. Me quedaba enorme, pero pensé que si ataba fuerte los cordones y rellenaba los zapatos con toallas de papel podría ponérmelos.
A fuerza de tirones y sacudidas, logré quitarle el uniforme verde. En el bolsillo de los pantalones encontré un pequeño monedero que contenía dos billetes de veinte libras y unas cuantas monedas, y lo guardé. El cuerpo de Waring, con sus calzoncillos limpios de algodón, era terso, rosado, imberbe salvo por una fina pelusilla dorada en las piernas y el bajo vientre. Ya no me atraía; me recordaba tan sólo a una rata recién nacida.
De vez en cuando me había ocurrido lo mismo con mis chicos. Tenía a uno recién acostado y listo para la noche y, en lugar de hundirme en su cuerpo pasivo, de pronto perdía todo interés en él. Me sucedía sobre todo con chicos que habían muerto sin oponer la menor resistencia.
El uniforme de Waring era demasiado grande, por supuesto, y estaba muy ensangrentado. Pero pensé que podría pasar inadvertido vestido con su bata limpia de laboratorio. Estaba en un hospital, al fin y al cabo. Vi en el suelo las gafas de montura dorada, manchadas de huellas dactilares sangrientas, pero intactas. Las limpié y me las puse, pensando que el cuarto se convertiría en un borrón acuoso de migraña. Pero en el acto mi visión se volvió más aguda y los contornos más nítidos. Figúrense: ¡los orbes atónitos de azul porcelana de aquel muchacho fornido tenían exactamente el mismo defecto que los míos!
No era sorprendente que no hubiese en el cuarto ningún espejo propiamente dicho. ¿Quién quiere examinar su propia cara después de haber trepanado pechos y cráneos todo el día? Pero algún vanidoso médico en prácticas (sospeché) había colgado un espejito redondo de un clavo encima del fregadero. Estudié mi reflejo y decidí que las gafas cambiaban mucho el aspecto de mi cara, pero que se podía mejorar el efecto. Aunque se supone que un preso suele tener el pelo muy corto, yo no había visto al barbero en semanas. Mi melena morena me cubría la mitad de la nuca y sus greñas me tapaban la frente.
Encontré un par de tijeras quirúrgicas entre los objetos esparcidos por el suelo y empecé la poda. Me dejé largo el pelo de atrás, pero corté varios centímetros del flequillo y los lados hasta que mi pelo crespo se erizó puntiagudo. Parecía un peinado verosímil y de moda para un patólogo avejentado. Había visto en la tele a un personaje que usaba el mismo corte de pelo la última vez que me permitieron entrar en la sala.
Extraje el escalpelo de la garganta de Waring y lo até con esparadrapo a mi pantorrilla, donde sería fácil cogerlo más adelante. Estaba tarareando, complacido de mi nuevo aspecto. Con las gafas y mi corte de pelo pensé que aparentaba cinco años menos y que no tenía mucho parecido con el asesino más célebre de Inglaterra desde que Jack acechaba a prostitutas en Whitechapel.
Los asesinos tienen la suerte de cambiar de cara. A menudo tenemos una apariencia blanda y anodina; nadie que se cruzara por la calle con el Destripador pensó jamás: Este fulano tiene pinta de haberse comido anoche el riñón de una chica. Años antes de que me detuvieran yo había visto fotos de periódico, todas ellas tomadas con unos meses de diferencia, de un asesino norteamericano de mujeres jóvenes. Sin su nombre debajo, uno no hubiera reconocido en dos fotos distintas a la misma persona. El tipo podía alterar las líneas de su cara, la forma de sus ojos, hasta su estructura ósea. Yo no tenía ese don —al menos no creía tenerlo—, pero me las he arreglado muy bien con lo mio.
Cuando descolgué de la percha la bata de Waring, dos cosas cayeron del bolsillo. Una era un ejemplar manoseado de una novela titulada El caníbal americano favorito: la historia de Ed Gein. La otra era un manojo de llaves de automóvil.
Recogí las llaves y pasé el pulgar por la etiqueta mantecosa de cuero con el nombre Jaguar. Las llaves habían sido objetos prohibidos durante tanto tiempo que ahora en mi mano las sentía peligrosas. Apenas había visto llaves de coche. Sabía conducir, pero nunca había tenido un automóvil. Conducir en Londres es estresante y, con el vasto sistema de metro, superfluo.
Lo único que había que hacer era encontrar el aparcamiento del médico y el Jaguar correcto. Fui hasta la puerta, probé el picaporte. Estaba cerrada con llave, y sucumbí a una aguda punzada de pánico. Saben que estoy aquí encerrado, y que soy el único que queda vivo. Pero luego recordé que Drummond le había pedido a Waring que cerrase por dentro.
Giré el pestillo de cierre y la pesada puerta se abrió con un chasquido, la primera puerta que yo abría por mí mismo en cinco años.
El cuartito apestaba a formaldehído, a excremento y terror, un olor de almizcle empalagoso. Me alegraba abandonar aquel cubículo húmedo donde un hombre horrible se aprestaba a extraerme las vísceras y a ponerlas en salmuera, asistido por un chico tan joven que apenas valía la pena matarlo.
La puerta casi se había cerrado cuando recordé que Drummond había estado grabando su voz en una casete. Supuestamente había grabado todo lo que había sucedido después de mi resurrección. Me precipité al cuarto, recuperé la casete, volví a salir y cerré la puerta. El corredor desierto parecía extenderse sin término. Me pregunté dónde estarían todos los demás cadáveres, los verdaderos. Pero no tenía tiempo de pensar en eso.
Se perfilaban puertas en nichos sombríos a ambos lados del pasillo. Las pocas habitaciones que no estaban cerradas eran oscuras y estaban vacías. Una resultó ser un ascensor. Apreté el botón y aguardé la cabina. Aún no había nadie en el corredor, nadie a la vista, aunque oía el débil eco de voces.
El hospital en el campo al que me habían enviado desde Painswick parecía bastante somnoliento, tal vez con la idea de evitar publicidad el mayor tiempo posible. Supuse que querían averiguar de qué había muerto antes de que los buitres de la prensa se abatieran para arrancarme la carne de los huesos. ¡Cómo se cebarían ahora aquellos buitres! ¡Pero no en la carne contaminada de Andrew Compton!
La puerta del ascensor retrocedió como una gruesa lengua de metal, y las fauces de la cabina vomitaron dos largas figuras pálidas, una vertical y otra horizontal. La sorpresa estuvo a punto de tumbarme de espaldas. Pero era sólo un camillero hosco y con la cara picada de granos que empujaba una camilla cubierta con una sábana blanca. Bajo la sábana había una forma retorcida, una forma que no parecía poseer íntegramente todas sus partes componentes, que parecía desmoronarse y desmigarse mientras yo la miraba. Pero no me entretuve en hacerlo, y si el camillero ansiaba no prestarme la menor atención, yo estaba ansioso de que no me la prestara.
Apreté el botón marcado con una G. Un olor a quemado flotaba en el aire. El ascensor subió y sentí en el estómago un ligerísimo conato de náusea. Luego la puerta se abrió sobre una escena de caos: gente que corría y gritaba, carros que pasaban disparados, sangre que manaba de una mesa rodeada de espaldas blancas y verdes; y de entre ellos emergió una mano torcida hacia lo alto, temblorosa en el extremo de un brazo como se esforzara en tocar a Dios, y luego desapareció. Y por todas partes, mucho más intenso ahora, el mismo olor a quemado. Había cogido el ascensor que llevaba a la sala de urgencias.
Vi sobre un carro algunas mascarillas blancas, tomé una y me la até encima de la nariz y la boca. Cogí también un par de guantes de goma, pensando que sin duda me servirían tarde o temprano. Luego atravesé aquel escenario dantesco hacia una serie de puertas dobles que distinguí débilmente al fondo de la sala.
Las puertas sólo conducían a otra ala del hospital, pero más allá había una enfermera ante un escritorio, digitando velozmente sobre el teclado de un ordenador. Tenía una expresión más tranquila y amable que todas las que había visto entonces.
—Disculpe —dije, a través de la mascarilla—, pero soy nuevo y estoy un poco despistado. ¿Por dónde se va al aparcamiento de los médicos?
—Al final del pasillo y a la izquierda, subiendo dos tramos de escalera. Nivel tres. ¿Pero no puede quedarse, doctor? Necesitamos ayuda, después de ese accidente espantoso que acaba de ocurrir.
—Llevo aquí veinte horas —improvisé—. Mi supervisor me ha ordenado que vaya a descansar a casa. Me ha dicho que si me quedo voy a acabar cortando el tubo que no es.
La hermana parpadeó y luego me dirigió una sonrisa comprensiva (aunque un poco glacial). Me volví y recorrí rápidamente el pasillo. Algunos médicos se precipitaban en dirección opuesta, pero ninguno se fijó lo más mínimo en mí. Oí decir a uno de ellos: «… echar un vistazo a Compton…», y a otro responderle, con cierta fatuidad: «… Drummond no te dejará entrar».
Minutos después yo estaba en un aparcamiento de muchos niveles, tan desierto como la morgue y al parecer repleto únicamente de Jaguars. Los había de todos los colores y modelos, descapotables, coupés, biplazas y sedán, algunos pulcramente conservados y otros enteramente decrépitos. Aquí y allá vi un Ferrari o un MG, como para aliviar la repetición, y en un rincón oscuro creí divisar un Mini patético. Pero por cada otro modelo de automóvil había por lo menos tres o cuatro Jaguars.
Probé la llave en treinta y siete portezuelas hasta que finalmente se abrió una. Cuando entraba en el asiento del conductor, vi una pila de libros encima. Ediciones en rústica de portadas chillonas en color rojo dolor y negro vacío. Los asesinos del baño ácido. El carnicero de Hannover. Zodiac. Muerte por encargo. El vampiro de Nueva York. Sueños enterrados.
Inserté la llave en el contacto y el motor arrancó con un rugido suave y débil. Una aguja brillante me indicó que le depósito estaba lleno de gasolina.
Londres estaba a menos de dos horas de trayecto. Con un poco de suerte, llegaría antes de que en el hospital descubrieran mi huida.
Y se diría que la suerte me acompañaba aquel día.