Se diría que la gran mayoría de los países que son o se dicen democráticos asisten al drama que se está desarrollando en Nicaragua con la actitud del que mira un programa de televisión desde su sofá, la copa de licor y los cigarrillos al alcance de la mano, la atención vagamente puesta en un programa que no le interesa demasiado.
Si algunos de ellos utilizan las vías diplomáticas con el propósito de buscar un mejoramiento de la grave situación actual, sus gestiones de carácter regional o internacional se llevan a cabo con una lentitud insoportable frente al ritmo de los enfrentamientos armados en el territorio nicaragüense. Nadie, en el fondo, parecería querer abandonar el sofá desde el cual contempla el espectáculo. Nadie, ni los gobiernos ni los pueblos; no sé en estas semanas de manifestaciones callejeras, de protestas públicas, de expresiones concretas de solidaridad hacia los sandinistas que defienden metro a metro su tierra y su libertad ganadas hace apenas cuatro años al terror y a la opresión del somocismo.
Por una de ésas paradojas que terminan por dar náuseas, a la hora en que las informaciones se multiplican sobre las intenciones y las acciones de los Estados Unidos contra Nicaragua, de la doble invasión por el norte y el sur, de la intervención de elementos militares hondureños junto a los contrarrevolucionarios somocistas, a esta hora en la que cualquier lector o telespectador recibe el máximo de información sobre lo que sucede en ese lejano país; la indiferencia y la pasividad se hacen sentir más que nunca, como si la gente no tuviera idea de lo que sucede.
¿El mundo llamado libre va a abandonar a Nicaragua a su suerte? ¿Va a permitir que día a día el peso de la intervención estadounidense, en forma de dólares, equipos y asesores, infiltraciones de la CÍA, presiones sobre los países limítrofes, multiplique sus puntas de lanza en un país que defiende su derecho a ser soberano y a buscar su propia vía histórica en el presente y el futuro?
Se diría que sí, que no son muchos los que tratan de ayudar a Nicaragua desde el exterior. Pero entonces, ¿se ha perdido la noción de la justicia al punto de tirar la ética más elemental a la basura? Esa indiferencia —entre otras, desde luego—, ¿no revela algo así como una entropía universal, un abandono de valores que no sólo abarca el destino de otros pueblos, sino el de cada pueblo en sí mismo?, Si tolero que una banda de matones golpee a un ciego en plena calle, ¿podré volver a mi casa y mirar en los ojos a mi propia familia?
Se diría que es así, y que en su enorme mayoría a los europeos no les importa lo que está pasando en Nicaragua porque en el fondo tampoco les importa demasiado lo que pasa en sus propias tierras, salvo (¡ah, eso sí!) en materias de interés personal, de escalamiento de posiciones, de bienestar egoísta (cf. la actual oposición en Francia). Se diría que un cinismo helado gana terreno día a día en los pueblos y en los gobiernos. Nunca hubiera tenido el coraje de decir esto si no viera diariamente cómo, frente a la posibilidad de analizar o juzgar los hechos sobre los cuales existe un máximo de información, el hombre medio pliega el diario y decide olvidarse de lo que acaba de leer. ¿Para qué sirven al fin de cuentas la orgullosa prensa mundial, la televisión y la radio? Nicaragua está sola, más sola que nunca; rodeada de hienas y de lobos, defendiéndose en una soledad; que ninguna palabrería diplomática puede ya disimular.
Y, sin embargo, lo que sabemos hoy debería bastar para promover y suscitar reacciones oficiales y populares capaces de influir incluso, decisivamente en la coyuntura de está hora tan grave. Acabo de leer como todo el mundo, un resumen de las últimas maniobras políticas norteamericanas, de las que surge sin el menor disimulo ni desmentido que: