LAS BATALLAS DESIGUALES

En una reciente declaración firmada por varios conocidos escritores latinoamericanos, entre ellos Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, se acusa a los Estados Unidos de haber desencadenado contra Nicaragua una guerra que se califica de reaccionaria, inhumana e inmoral.

La moral poco ha tenido y tiene que ver con las guerras, pero en este caso la conducta y los procedimientos que aplica el gobierno de Ronald Reagan — estrechamente paralelos a los que practica en El Salvador— merecen ser mejor conocidos por quienes sólo cuentan con la información periodística en la que la inmoralidad de esa política suele pasar inadvertida frente, al sonido y la furia de los hechos de armas. De todas las calificaciones que recibe esa guerra por parte de los firmantes de la declaración, la de inmoral es sin duda la más grave, porque en ella se resumen de alguna manera todas las otras; y esto no sólo porque la versión oficial que se da como pasto cotidiano a millones de norteamericanos es de una inmoralidad total, sino que con escasas excepciones la información periodística independiente de ese país coincide en lo profundo con la geopolítica del sistema y de hecho lo avala, a pesar de sus críticas frecuentes y de sus pretensiones de objetividad y de verdad.

En ese sentido la «autopsia» de cualquier artículo independiente de diarios tan influyentes como el Washington Post o el New York Times muestra de inmediato, a quien sepa manejar el bisturí mental, el grado de inmoralidad que subyace en los artículos aparentemente más objetivos. Tomo al azar uno de Christopher Dickey, publicado en el Post hace pocos días, (reproducido en el Herald Tribune del 7 de abril de 1983 (edición internacional) y que narra sus experiencias en la zona nicaragüense de Nueva Segovia donde este periodista pasó una semana junto a las bandas contrarrevolucionarias que invadieron Nicaragua desde Honduras. Dickey tiene esa suprema habilidad del oficio que consiste en poner todo lo que dice en una especie de balanza de la justicia, para que el lector esté seguro de que no toma partido ni por unos ni por otros. Escucha las afirmaciones o las quejas de los campesinos de esa región, y es sumamente moderado en sus juicios. Pero, para empezar, como no dice nada de las características aisladas, atrasadas y primitivas de la zona donde se mueve, cualquier lector ignorante de la geografía nicaragüense verá en los campesinos de Nueva Segovia un equivalente de la entera población rural del país, y en eso reside la primera añagaza. Personalmente ignoro el grado de eficacia que en esa zona pudo tener la campaña de alfabetización emprendida por los sandinistas al otro día de su victoria, pero supongo que fue muy relativo y que una de las primeras consecuencias nefastas del hostigamiento somocista a lo largo de la frontera hondureña es la paralización total de los trabajos de post-alfabetización (lo que se suma al enorme retraso que la guerra provoca en todos los terrenos de la educación y del trabajo y qué está haciendo más daño a Nicaragua que la propia guerra, cosa que sin duda satisface profundamente a los dirigentes norteamericanos).

Frente a este cuadro, nadie debería sorprenderse de que una parte de los campesinos de la región tiendan a simpatizar con los invasores; su grado de conciencia política es todavía muy bajo, puesto que la situación en la zona y los frecuentes asesinatos de alfabetizadores y asistentes sociales no han permitido llevar a cabo el trabajo con la eficacia alcanzada en regiones más accesibles del país. Dickey lo revela claramente cuando subraya en primer lugar los intereses económicos puramente individuales de los campesinos, que traducen una ignorancia profunda de las finalidades de la revolución popular y el apego a un estado de cosas atávico del cual el gobierno busca arrancarlos gracias a la reforma agraria, a la educación y a la participación plena e inteligente en el proceso popular. Cito un párrafo revelador de esta situación harto frecuente en América Central, en cuyas zonas más miserables el dinero es lo único que tiene sentido, y máxime en el caso de estos campesinos que no son culpables de haber sido relegados e ignorados por cuarenta años de somocismo urbano y pro-burgués. Dice Dickey: «Los campesinos se quejan de verse obligados a vender sus cosechas o sus animales a los almacenes del estado, y a precios fijados por el gobierno». O sea que no entienden aún el plan de reforma agraria, de cooperativas, de incorporación de la economía rural a un conjunto económico que elimine cada vez más las desigualdades, sobre las cuales Dickey guarda un perfecto silencio. «Se enfurecen —agrega— frente a las tropas sandinistas que les piden la entrega de una parte de sus escasas provisiones y sólo les dejan un papel en cambio.» ¿No se le ocurrió a Dickey que ese papel es el recibo que ajustará las cuentas con arreglo a las disposiciones económicas del gobierno? Pero aquí surge la realidad profunda, en la frase siguiente: «(En cambio) los “contras” pagan en efectivo. La patrulla con la cual me movía en la zona llevaba consigo el equivalente de varios miles de dólares en moneda local». Y, por supuesto, al señor Dickey no se le ocurre preguntarse de dónde salen esos miles de dólares, espejos de engaños para gente miserable, soborno irresistible para quienes viven en un mundo de hambre.

Así, la contrarrevolución busca abrirse paso en las masas campesinas con el dinero introducido, como sus tropas, desde Honduras, aunque su procedencia original se sitúa indudablemente mucho más al norte. Para quien conozca un poco la mentalidad del campesino que aún no ha despertado a la conciencia de un proceso que abarca a la totalidad del país, el dinero es un arma mucho más poderosa que la intimidación de los fusiles. Para terminar su artículo, Dickey descubre que «las gentes de Nueva Segovia son las más conservadoras de Nicaragua, y el régimen Centralista que los sandinistas han tratado de imponer desde su triunfo en 1979 no les gusta». ¿Por qué no les gusta? Porque no tienen la menor idea de que la elaboración del proceso popular se inicia en Managua, y que el gobierno tiende desde la capital las líneas de organización, educación, planificación y mejoramiento colectivo. Son todavía incapaces de hacerse una idea global de ese proceso, y por eso sus primeros efectos prácticos les parecen una intromisión en su enclave de aislamiento; en el fondo, la patria de todo campesino atrasado es su aldea, pues del resto sólo tiene una idea nebulosa y casi siempre hostil. Por eso, desde julio de 1979 el gobierno nicaragüense lucha incesantemente contra esa visión primitiva, y por eso la alfabetización fue la primera y fundamental etapa de ese combate que hoy se ve coartado y mutilado por una invasión que responde precisamente a todo lo que hay que erradicar en Nicaragua. Resulta casi ingenuo por parte de Dickey que termine su artículo con estas palabras: «En cambio (o sea a diferencia de los esfuerzos del gobierno para llevar el adelanto desde el centro hacia la periferia), los dirigentes contrarrevolucionarios prometen a los nicaragüenses, para citar las palabras de uno de sus jefes, Adolfo Calero, menos gobierno del que tuvieron hasta ahora, y menos intervención del gobierno en sus vidas».

Es aquí donde la inmoralidad profunda del articulo salta como el pus de una herida infectada. ¿Qué fue la tiranía de los Somoza en sus décadas de infamia? Precisamente eso: menos gobierno, porque el gobierno no tenía otro interés que el de explotar sin gobernar; y menos intervención del gobierno, en las vidas de los campesinos, porque las vidas de los campesinos malditos si les importaban a los Somoza mientras se estuvieran quietos en sus míseras parcelas, ajenos, a cualquier cosa que no fuera su entorno cotidiano. El programa de los contrarrevolucionarios es simplemente la vuelta a ese estado de cosas del pasado, o sea la vuelta al sistema de los latifundios y las ganancias exorbitantes para un grupo privilegiado, protegido por el poder que a su vez es protegido por los intereses de Washington. Tal es la moral de los Calero y los Robelo y de los somocistas que a sus ambiciones materiales suman la sed de la venganza por haber sido arrojados fuera del país (al precio de cincuenta mil muertos).

Naturalmente, los lectores norteamericanos sacarán del artículo de Dickey y de tantos otros la impresión tranquilizadora de que los sandinistas son impopulares en las zonas rurales. Pocos, seguramente, serán capaces de sospechar la realidad que se esconde detrás de esta batalla desigual, en la que un proceso de avance popular multitudinario se ve obstaculizado por las fuerzas combinadas del dinero y las armas procedentes del extranjero. Pero, claro, el Departamento de Estado seguirá afirmando que no se mete en los asuntos internos de Nicaragua; la moral se lo impide, no faltaba más.