Recibir del pueblo sandinista de Nicaragua la Orden que su dirigencia me confiere esta noche, no es solamente una distinción ante la cual todas las palabras me parecen como espejos empañados; como inútiles tentativas para comunicar algo que está mucho antes y también mucho más allá de ellas. Para mí, la Orden Rubén Darío no es solamente esa alta distinción sino que representa algo, así como el fin de un larguísimo viaje por las tierras y los mares del tiempo, el término del periplo de una vida que entra en su ocaso sin ningún orgullo pero sin baja la cabeza. Y como sucede siempre en los periplos, en ese eterno retorno en el que principio y fin sé confunden y se concilian, yo pienso esta noche en mi lejana infancia, en mis primeras lecturas, en mi despertar a la poesía, mala y buena poesía; de los manuales escolares y las bibliotecas familiares, y así como hace pocos días en Managua citaba un poema nunca olvidado de Gaspar Núñez de Arce, así ahora surge ese instante de mi joven vida en que sobre mí cayó un relámpago que habría de dibujar para siempre su serpiente de fuego en mi memoria, el instante en que creyendo leer, uno de los tantos poemas de uno de mis tantos libros, entré en la maravilla de El coloquio de los centauros y descubrí en una misma iluminación a Rubén Darío, a la más alta poesía que me hubiera sido dada a conocer hasta ese entonces, y acaso mi propio destino literario, mi hermosa y dura condena a ser un pastor de palabras, ese que ahora trata una vez más de encauzarlas en su rebaño infinito, en su arte combinatoria que ninguna computadora podría abarcar jamás y cuyo producto es eso que llamamos cultura. De esa cultura quisiera decir algo aquí, pero antes me era necesario recordar mi primer encuentro con Rubén Darío para que se comprendiera mejor lo que para mí significa esta alta recompensa que recibo en su patria, este término del largo viaje en que vuelvo a sentirme ese niño que despertó a la belleza gracias a él en un lejano pero nunca olvidado día.
Hablar de la cultura en Nicaragua constituye un problema muy diferente del que se plantea en muchos otros países del mundo. Quien pretenda hacerlo partiendo de los parámetros habituales en la materia, sean los europeos o los de diversos países latinoamericanos, se expone a hablar en el vacío, o a lo sumo aplicar fórmulas válidas en otras circunstancias pero que aquí se diluyen frente a una realidad por completo diferente. Por mi parte, quisiera transmitir mis propias vivencias sin la menor pretensión de agotar un tema inagotable por definición puesto que la cultura, siempre difícil de definir exactamente, es un proceso que recuerda el mito del fénix, un proceso cíclico e ininterrumpido a la vez, una dialéctica que incide en la historia y a la vez la refleja, un camaleón mental sentimental y estético que varía sus colores según las sociedades en las que se manifiesta. Como toda generalización, querer hablar de cultura en abstracto no es demasiado útil; pero sí lo es abordarla dentro de un contexto dado y tratar de comprender su especificidad y sus modalidades, como quisiera hacerlo ahora y aquí. Dejemos pues a otros el tema de las muchas revoluciones en la cultura desde los tiempos más remotos, y hablemos concretamente de la cultura en la revolución, en esta revolución que hoy me une más que nunca a ella con un lazo de amor que jamás podré agradecer lo bastante.
La cosa es así: apenas se llega a Nicaragua, la del 19 de julio por supuesto, la palabra cultura empieza a repiquetear en los oídos, forma parte de una temática y de un programa extremadamente variados, y basta muy poco tiempo para advertir que esa palabra tiene aquí una connotación de la que carece en países donde sólo se la usa en un nivel que algunos llamarían privilegiado pero que yo prefiero calificar de elitista. Para dar un ejemplo, Nicaragua tiene un Ministerio de Cultura, pero ese ministerio no se parece para nada a muchos de sus homólogos en los que la noción y la práctica de la cultura siguen respondiendo a esquemas piramidales, o en el mejor de los casos a la noción de que la cultura es sólo uno de los diversos componentes de la estructura social. De inmediato se tiene aquí la clara sensación de que tanto él ministerio como cualquiera de las otras instancias del gobierno han expandido desde un primer momento el concepto de cultura, le han quitado ese barniz siempre un poco elegante que tiene por ejemplo en el occidente europeo, han empujado la palabra cultura a la calle como si fuera un carrito de helados o de frutas, se la han puesto al pueblo en la manó y en la boca con el gestó simple y cordial del que ofrece un banano; y esa incorporación de la palabra al vocabulario común y cotidiano expresa lo que verdaderamente importa, que no es la palabra en sí sino lo que ella comporta como carga, su explosiva, maravillosa, riquísima carga actual y potencial para cada uno de los habitantes del país. Y si mi ejemplo está quizá despertando ya el apetito de algunos de ustedes, lo completaré diciendo, qué en Nicaragua todo lo que es, puede ser o llegará a ser cultura no me parece visto como un componente autónomo del alimento social no me parece visto como la sal o el azúcar que se agregan para darle más sabor o más sazón a un plato de comida; aquí yo siento que el plato y la cultura son ya una misma cosa, que en última instancia la cultura ésta presente en cada uno de los avances, de las iniciativas y de las realizaciones populares, que no es ya el privilegió de los que escriben muy bien o cantan muy bien o pintan muy bien, sino que la noción parcial de la cultura ha explotado en miles de pedazos, que se recomponen en una síntesis cada vez más visible y que comporta igualmente miles de voluntades, de sentimientos, de opciones y de actos.
Alguien podrá decir que esta tentativa de descripción no parece lo suficientemente precisa: es justamente el tipo de crítica que podría hacer un hombre «culto» en el sentido académico del término, para quien cultura es ante todo una difícil adquisición individual, lo que naturalmente reduce el número de quienes la poseen y además los distingue claramente de los que no han accedido a ella. Por eso y casi fatalmente hay que dar un paso adelante y tratar de entenderse mejor sobre esa palabra tan equívoca. El interés, yo diría la pasión por la cultura en Nicaragua constituye, a partir del triunfo de la revolución popular, un índice clarísimo de cuál es el derrotero presente y futuro de este incontenible proceso de liberación, de dignidad, de justicia y de perfeccionamiento intelectual y estético. A los indiferentes no se los cultiva, a lo sumo se les inculcan rudimentos de educación; pero en Nicaragua basta observar la forma en que enormes multitudes escuchan y comprenden discursos en los que se plantean y analizan cuestiones muchas veces complejas, y la forma en que reaccionan frente a manifestaciones artísticas de toda naturaleza, para darse cuenta de que para ellas la noción de cultura no es ya una inalcanzable referencia intelectual sino un estado de ánimo y de conciencia que busca por todos los medios alcanzar su realización práctica. Por encima de los diversos grados de conocimiento que puedan existir en el pueblo sandinista, ese interés de las masas populares por la cosa pública, por los problemas comunes, por los actos y los eventos más variados muestran con claridad lo que podríamos llamar la movilización cultural, por difícil y precaria que sea todavía frente a los obstáculos que le oponen los enemigos de dentro y de fuera.
Desde luego, nada de esto es nuevo para ustedes, pero en cambio lo es para muchos de los que desde lejos siguen con interés el proceso histórico nicaragüense. Para ustedes, identificados con el ideario y el mensaje de hombres como Sandino y Carlos Fonseca, esta asimilación y esta ósmosis de la revolución y la cultura es un hecho más que evidente; pero las cosas cambian cuando no se conocen suficientemente las claves históricas, intelectuales y morales del proceso liberador, y por eso, aunque estas, palabras son dichas en Nicaragua y para Nicaragua, mi esperanza es que se proyecten también hacía quienes no siempre creen lo que para nosotros es casi obvio.
Me bastará dar un solo ejemplo: en Europa se asombran a veces de la multiplicación y la importancia que han llegado a tener los talleres de poesía en Nicaragua. Que la sed y la voluntad de cultura busquen su expresión en tantísimos centros donde jóvenes y menos jóvenes ejercitan la imaginación, gozan del placer de ese inmenso plato de frutas que es el lenguaje cuando se lo saborea, después de elegirlo, pulirlo y morderlo con fruición, he ahí algo que pasma a otras sociedades donde la poesía sigue siendo una actividad solitaria y entre cuatro paredes, reducida a un mínimo de publicaciones y de lectores. No es fácil que comprendan hasta qué punto esa actividad no tiene absolutamente nada de «cultural» en el sentido elitista, sino que es una manifestación de esta otra cultura que estoy tratando de mostrar a los escépticos o a los sorprendidos, esta cultura que es revolución porque esta revolución es cultura, sin compartimentaciones selectivas ni genéricas.
Algunos de los no convencidos apelarán a la tradicional adhesión de Nicaragua a todo lo que sea poesía, y estaré dispuesto a conceder qué nada tiene de fortuito que la poesía sea la expresión cultural más favorecida a esta altura del proceso revolucionario. Pero precisamente la movilización cultural que estamos viendo en plena marcha equivale —si se me permite semejante despropósito bajo este clima— a la bola de nieve que aumenta y aumenta a medida que rueda. Todo lo que he podido y puedo ver aquí muestra que no me equivoco: la música está ahí para probarlo, con la entusiasta adhesión del público a sus diversas manifestaciones, el teatro popular que parece cada vez más dinámico e inventivo, el baile en sus diversos estilos, y ahora también el campo de las artes plásticas, que en esté avance incontenible va a expandirse enormemente, con la creación y la influencia del Museo de Arte de las Américas, nacido de la solidaridad internacional pero respondiendo desde luego a una urgente necesidad de asimilación y disfrute de los campos estéticos más variados. En efecto, ¿quién hubiera podido soñar, hace tan poco tiempo con una colección de pintura y escultura como la que se expone provisionalmente en el teatro Rubén Darío? ¿Quién que no tuviera los medios económicos para viajar al extranjero hubiera podido asomarse a un desfile tan múltiple y complejo de todas las tendencias estéticas dominantes de nuestro tiempo? Todo eso es cultura, pero una cultura que en vez de darse como procesos aislados salta hacia adelante en la gran ola de la movilización cultural masiva, y la fuerza incontenible de esa ola nace de que la dirigencia y el pueblo comparten y se reparten esa misma sed de conocimiento y de belleza. ¿Quién hubiera imaginado aquí una editorial como Nueva Nicaragua, que apenas en sus primeros pasos ha lanzado ya una serie considerable y hermosísima de libros para satisfacer un ansia de lectura que la campaña alfabetizadora ha vuelto multitudinaria?
Por cosas así se comprenderá que alguien como yo no tenga el menor temor de que esta movilización se estanqué o se anquilose; el gran camaleón del arte y de las letras; de las artesanías y de las músicas, inventará nuevos colores cada día en la imaginación de su pueblo. Pero al mismo tiempo sé el precio que desde el 19 de julio se ha venido pagando para que la cultura se difunda y se renueve, un precio que en estos momentos se ha vuelto más alto y más duro que nunca. Que el esfuerzo que trato de esbozar se siga cumpliendo frente al ataque desembozado de contrarrevolucionarios cínicamente ayudados por los Estados Unidos y sus cómplices o títeres, no solamente es la prueba de su inflexible arraigo en él pueblo sandinista sino también la mejor garantía de su indomable vitalidad. No olvido a aquel jerarca nazi de los años treinta, no sé sí Goering o Goebbels, que dijo: «Cuando oigo hablar de la cultura, saco la pistola». La amenaza no era gratuita, por que cuando una cultura es como la que está creando y viviendo el pueblo de Nicaragua, esa cultura es revolucionaria y resulta inevitable que frente a ella se alcen una vez más las pistolas de quienes buscan esclavos, colonos o lacayos a quienes imponer la ley del amo. Si el pueblo sandinista muestra diariamente que está dispuesto a enfrentar esas pistolas, lo hace con una decisión que sólo puede nacer de un sentimiento de plenitud humana, de saberse al mismo tiempo pueblo e individuo, pueblo formado por individuos y no por una masa amorfa, e individuos que no buscan ser entidades aisladas, como lo es en el fondo el programa cultural de tantas sociedades basadas en el egoísmo, en la llamada lucha por la vida, ese tan norteamericano struggle for life que en definitiva es la ley de la selva, es tratar de ser el más rico o el más poderoso o el más culto a costa de cualquier cosa, y sobre todo a costa del prójimo.
Por eso, y a esta altura del proceso revolucionario, lo que me parece más acertado y más importante es que la política cultural nicaragüense se abra como lo está haciendo en todas las direcciones posibles y por todos los medios a su alcance. Me conmueve que aquí todas las actividades populares van siempre como de la mano con un elemento de cultura, un incentivo mental o estético, y eso es algo que se siente en los discursos de los dirigentes, en ese evidente deseo de que cada cosa que se haga, por simple o incluso penosa que sea, no caiga jamás en el mero nivel del trabajo a ciegas. A ustedes tal vez ya no les impresiona como a mí encontrar cada semana los suplementos culturales de los diarios revolucionarios, sin hablar de tantas revistas, programas radiales y televisados, y otras incitaciones que pueden mejorarse todavía mucho más pero que ya están ahí y son parte de la vivencia permanente, que tiene el pueblo en materia estética y literaria. Cada vez que abro esos suplementos pienso que en ese mismo momento están llegando a todos los rincones del país, humildemente escondidos en el cuerpo del diario, y qué millares y millares de ojos que no sabían distinguir las letras del alfabeto hace tan poco tiempo, van a leer junto conmigo, el poema de un combatiente o de un niño, un ensayo sobre pintura o una entrevista a un médico o a un músico, y que acaso en muchas de esas familias habrá quienes lean eso y quienes no lo lean, habrá las ignorancias o las indiferencias que también son parte lógica del proceso, y habrá las revelaciones inesperadas y fecundas que un artículo, un cuento, un poema o una imagen pueden provocar en un adolescente o en un adulto, y cambiar acaso completamente su vida.
En esta diseminación, en este esfuerzo, hay las nubes negras de tantos obstáculos que aún llevará tiempo y sacrificio echar abajo. ¿Cómo ignorar las dificultades de las comunicaciones, los problemas étnicos, las múltiples trabas a esos contactos mentales capaces de eliminar poco a poco los tabúes y prejuicios, de acabar con las ideas fijas y sustituir todo ese aparato negativo y siempre peligroso por una conciencia clara de las metas revolucionarias en todos sus planos? Nicaragua no es Arcadia, sus carreteras y sus vías fluviales no son las de Suiza. Pero si la alfabetización dio los resultados que conocemos gracias a que una parte del pueblo fue el maestro de la otra parte, ahora es el momento en que los contenidos culturales, tanto de orden intelectual como político, ético o estético, se ahonden en la conciencia popular gracias a ese mecanismo, de transmisión de individuo a individuo y de grupo a grupo, allí donde el que sabe algo esté dispuesto a comunicarlo y a hacer de toda cultura individual una cultura compartida. Pero cuando digo compartida no pienso de ninguna manera en una cultura repetitiva sino, muy al contrario, en un fermento mental y afectivo con todo lo que eso puede conllevar de discusión, polémica, aciertos y equivocaciones. Así como personalmente he defendido siempre el derecho del escritor a explorar a fondo su espacio de trabajo, pese al riesgo de no ser bien comprendido en el momento e incluso acusado de elitista o de egotista, así también veo esta cultura revolucionaria de Nicaragua como una palestra de ideas y de sentimientos en sus más diversas posibilidades y manifestaciones. Para mí la menor huella de uniformidad temática o formal sería un desencanto. La cultura revolucionaria se me aparece como una bandada de pájaros volando a cielo abierto; la bandada es siempre la misma, pero a cada instante su dibujo, el orden de sus componentes, el ritmo del vuelo van cambiando, la bandada asciende y desciende, traza sus curvas en el espacio, inventa de continuo un maravilloso dibujo, lo borra y empieza otro nuevo, y es siempre la misma bandada y en esa bandada están los mismos pájaros, y eso a su manera es la cultura de los pájaros, su júbilo de libertad en la creación, su fiesta continua. Estoy convencido, porque es algo que siento cada vez con más fuerza en cada una de mis visitas a Nicaragua, que ésa será la cultura de su pueblo en el futuro, firme en lo que le es propio y abierta a la vez a todos los vientos de la creación y de la libertad del hombre planetario.
Pido que se me perdone todo lo que esta tentativa de abarcar un panorama tan vasto pueda tener de precario e incluso de superficial. Hablo de lo que he visto y sentido, pero no lo hago como aquellos visitantes o periodistas extranjeros que apenas desembarcan en el país se creen capacitados para explicar y criticar cualquier cosa, y hasta para profetizar acerca de la revolución sandinista y su proceso popular. Sé que cualquiera de ustedes conoce mejor y vive más a fondo que yo ese proceso, pero que también puede ser útil que alguien del exterior ofrezca sus puntos de vista siempre que lo haga sinceramente, siempre qué sea capaz de vivir de muy cerca y apasionadamente esta realidad antes de pronunciar la primera palabra de una opinión o de un juicio. Muchas gracias.
Nicaragua, febrero de 1983