Esta pregunta ha tenido ya un comienzo de respuesta a lo largo de los últimos años. Pocos son los escritores responsables en América Latina que, al margen de sus libros, no participan de una u otra manera en el proceso geopolítico de sus pueblos, tanto en forma directa como en el caso de los nicaragüenses ya citados, o bien cumpliendo actividades paralelas, de información periodística (García Márquez es aquí un alto ejemplo), o de colaboración con organizaciones nacionales e internacionales que luchan por los derechos humanos y la autodeterminación de los pueblos, sin hablar de muchas otras tareas literarias y extraliterarias de solidaridad, de apoyo o de denuncia, según los casos. Estas labores que cada día agrupan a un número mayor de intelectuales trabajando de consuno con juristas, dirigentes políticos, económicos y sociólogos, me parecen una primera etapa de sobra conocida, en la que acaso el Tribunal Bertrand Russell vale como símbolo dominante.
Sin embargo, esta creciente intervención intelectual en la materia misma de la historia y de los procesos populares latinoamericanos ha tenido hasta ahora un límite negativo, creado en parte, por lo específico, y especializado de esas actividades y en parte por el bloqueo que los regímenes opresores de nuestro continente y su vigilante padrino norteamericano oponen a la irradiación de sus líneas de fuerza, del estímulo y la influencia que estas actividades podrían y deberían tener en los niveles populares. Es por eso que nuestro quehacer debe inventar nuevas formas de contacto, abrir otro espectro de comunicaciones en todos los niveles, y es ahí donde los estereotipos profesionales (digamos vocacionales si se quiere, pero agregando que escribir no es sólo vocación, sino traslación, comunicación), es precisamente ahí dónde, nuestros estereotipos demandan una autocrítica profunda que no todos hemos sido capaces de hacer hasta ahora.