Hace tres semanas yo estaba todavía en Nicaragua, donde una vez más fui a reunirme con quienes conocen mejor qué nadie los efectos de esta hipócrita noción de cultura, de esta discriminación que una dinastía de tiranos practicó a base del viejo principio de que la ignorancia de los muchos facilita el enriquecimiento de los pocos.
Desde hace tres años, el gobierno sandinista dedica el máximo de sus posibilidades a eliminar el analfabetismo como primer peldaño para incorporar la totalidad del pueblo a una conciencia de la existencia humana que se diversifique en todos sus aspectos intelectuales, estéticos y políticos. No es por azar que en ese gobierno haya escritores de la talla de Ernesto Cardenal, de Sergio Ramírez, y catadores de la belleza plástica y de la poesía como Miguel D’Escoto y Tomás Borge; que uno de sus jóvenes comandantes guerrilleros, Omar Cabezas, publique un libro donde el testimonio de la lucha contra Somoza se alía a una eficacia poco frecuente en el género, y que una pléyade de escritores y artistas colabore estrechamente en las duras tareas cotidianas de ese pequeño país amenazado cada vez más por Estados Unidos y sus cómplices. No es azar que sean ellos los que están tendiendo los primeros puentes intelectuales entre la ciudad y el interior, entre los creadores, limitados hasta hace poco a los lectores previsibles, y esa masa que de día en día y paso a paso ha empezado a descubrir que la vida no es sólo sobrevivir, que el trabajo no tiene por qué terminar en el espeso sueño de cada noche, y que pensar es mucho más que dar vueltas en la cabeza a las ideas recibidas, los atavismos y los prejuicios.
Si aludo aquí a Nicaragua con algún detalle; es porque la noción de quehacer se vuelve más imperiosa cuando se está en contacto directo con una de las muchas realidades latinoamericanas en las que nuestro trabajo es necesario y urgente. Para empezar, los intelectuales nicaragüenses me dan cada vez más la impresión de estar articulando su obra vocacional con las múltiples actividades que cumplen públicamente como dirigentes, administradores, o simples interlocutores en los incesantes encuentros, mesas redondas, reuniones de información y manifestaciones populares. Y si esto sólo parece factible en un contexto de reestructuración revolucionaria como el de Nicaragua, sirve, sin embargo, para mostrar por contraste hasta qué punto en otros países, el escritor vive pegado a una especie de etiqueta que lo distingue de los demás, y para preguntarse en qué medida nuestro quehacer en cualquier lugar donde vivamos no consiste hoy en proyectarnos mucho más, personalmente al escenario latinoamericano, físicamente cuando es posible, o bien dando a nuestros trabajos nuevas características de difusión que, sin privarlos en absoluto de su índole natural propia los inserten más y mejor en aquellos núcleos, para quienes pueden ser útiles. Huelga decir que no estoy abogando por la facilidad, por la simplificación qué tantos reclaman todavía en nombre de esa inserción popular, sin darse cuenta de que todo paternalismo intelectual es una forma de desprecio disimulado. Las vanguardias intelectuales son incontenibles y nadie conseguirá jamás que un verdadero escritor baje él punto de mira de su creación, puesto que ese escritor sabe que el símbolo y él signo del hombre en la historia y en la cultura es una espiral ascendente; de lo que sé trata es qué los accesos inmediatos o mediatos a la Cultura sé estimulen y faciliten para qué esa espiral sea cada vez más la obra de todos, para que su ritmo ascendente se acelere en esa multiplicación en la que cada uno hacedor o receptor, pueda dar el máximo de sus posibilidades.
Pero ya dije que habíamos dejado atrás las teorías y que ha llegado la hora de la acción. Por eso quisiera apuntalar esta voluntad de quehacer en la forma más tangible que las condiciones actuales permiten y sobre todo reclaman.
Hace poco, en un discurso que todavía sigue levantando polvo en muchas palestras, el ministro de Cultura de Francia afirmó en México que una cultura indisociada de las pulsiones más profundas de los pueblos —y eso no sólo incluye las idiosincrasias étnicas, sino también las opciones históricas y políticas— no es verdaderamente la cultura. Si esta noción no es nueva, en cambio surge por primera vez con la fuerza que le da el ser proclamada por un gobierno dispuesto a llevarla a la práctica, lanzada como un desafío frente a las falsas culturas estabilizantes cuando no desestabilizantes, como de sobra las conoce y sufre América Latina. Un punto de vista que hasta ahora parecía reservado a nuestro enclave intelectual y a su formulación restringida al libro, a la conferencia o a la clase magistral irrumpe hoy como un golpe de lanza en el escenario más apropiado, el de un continente de culturas escamoteadas, de culturas sojuzgadas, de culturas aculturadas, de culturas ridículamente minoritarias y elitistas, de culturas para hombres cultos. Y por eso, cuando se me pide que hable de nuestro quehacer en este plano, digo simplemente que hay que superar la vieja noción de lo cultural como un bien inmueble e intentar lo imposible para que se convierta en un bien mueble, en un elemento de la vida colectiva que se ofrezca, se de y se tome, se trueque y se modifique, tal como lo hacemos con los bienes de consumo, con el pan y las bicicletas, y los zapatos.
¿Pero cómo?, me lo pregunto como imagino que muchos se lo están preguntando aquí. ¿Cómo podemos los intelectuales sacar la cultura de la cultura, de su cáscara, qué definen los diccionarios y defienden los que todavía viven replegados en un elitismo mental que les parece inseparable de toda poesía, de toda creación?