Texto para un seminario sobre política cultural y liberación democrática en. América Latina (Universidad Internacional Menéndez Pelayo, Sitges, España, septiembre de 1982).
Si estas páginas suenan como una conferencia, será por culpa mía, y lo lamentaré mucho. Subo a esta tribuna, en torno a la cual se reúnen tantos amigos queridos y admirados, con el estado de ánimo del que entra en una casa o en un café; donde esos amigos lo esperan para charlar. Pero me conozco lo bastante como para saber que el solo hecho de estar en un estrado que me sitúa físicamente por encima de los demás —a pesar de que eso también me pasa casi siempre al nivel del suelo— basta para privarme de toda espontaneidad oral y hasta de toda coherencia; incapaz de improvisar una línea discursiva, me veo precisado a escribir lo que hubiera preferido exponer con esa soltura qué admiro en tantos otros. Por eso, si empiezo por justificar la necesidad de estos folios, quisiera que nadie lo tome como una vanidad estilística; estoy hablando con ustedes y no leyendo una conferencia.
Hace años que muchos de los aquí presentes enfrentamos el problema que motiva esta reunión, y particularmente él que me atribuye el temario: el quehacer del escritor en América Latina. No es necesario reiterar nociones que se han vuelto muy claras para todo intelectual responsable, entendiendo por responsabilidad la conciencia de la libertad y de la autodeterminación de nuestros pueblos y la decisión de participar en el proceso que los llevé a ellas o las consolide si ya están logradas. Viejas polémicas sobre el llamado compromiso del escritor se ven hoy felizmente superadas por una problemática concreta. ¿Qué hacer además de lo que hacemos, cómo incrementar nuestra participación en el terreno geopolítico desde nuestro particular sector de trabajadores intelectuales, cómo inventar y aplicar nuevas modalidades de contacto que disminuyan cada vez más el enorme hiato que separa al escritor de aquellos que todavía no pueden ser sus lectores? Por poco dotados que estemos muchos de nosotros en el terreno práctico —y creo que somos mayoría, y que no cabe avergonzarse, puesto que nuestra práctica es otra—, a nadie puede escapársele ya la importancia de esta etapa en la que los análisis teóricos parecen haber sido suficientemente agotados y abren el camino a las formas de la acción, a las intervenciones directas. Como ingenieros de la creación literaria, como proyectistas y arquitectos de la palabra, hemos tenido tiempo sobrado para imaginar y calcular el arco de los puentes, cada vez más imprescindibles entre el producto intelectual y sus destinatarios, ahora es ya el momento de construir esos puentes en la realidad y echar a andar sobre ese espacio: a fin de que se convierta en sendero, en comunicación tangible, en literatura de vivencias para nosotros y en vivencia de la literatura para nuestros pueblos.
El puente, como imagen y como realidad, es casi tan viejo como el hombre. Un poema ha sido siempre un puente, como una música, o una novela, o una pintura. Lo que es menos nuevo es la noción de un puente que partiendo de un lugar habitado por esas novelas; esas pinturas y esas músicas, se tienda hacia otra orilla donde nada de eso ha llegado o llega verdaderamente.
Los puentes, que tienden los editores, por ejemplo, unen a los escritores con los lectores pero más allá de las zonas de ese tráfico se abren los páramos de la soledad y de la incomunicación, quizá en menor escala en un país como éste, pero en proporciones pavorosas, en el conjunto de América Latina. Y por eso la noción de quehacer que nos reúne hoy aquí, parte obligadamente de algo que las ilusiones urbanas, los humanismos elitistas y las buenas conciencias intelectuales prefirieron ignorar o escamotear de la misma manera que tantos gobiernos y tantas políticas se atrincheran en el circuito de las capitales y los centros urbanos, marginándose de la inmensidad de los pueblos que los rodean en un silencio de ignorancia, de opresión, de incomunicación, de extranjería, por decirlo así.