No soy un corresponsal ni un experto en la geopolítica de América Central; estas notas sólo buscan situarse como entrelineas de los informes concretos que el lector tiene con frecuencia a su alcance, un poco a la manera de esas voces off que completan el sentido de una imagen, o tal vez mejor, como imágenes que permiten entender mejor el discurso racional. En estos últimos tiempos se repite, en todas partes que la situación en Nicaragua es grave, como parte inevitable de una gravedad que dentro de distintos contextos convulsiona a El Salvador, a Guatemala, y, actualmente incluso a Honduras. ¿Pero de qué gravedad se habla realmente?
No en un plano inmediatamente visible, en todo caso. He vuelto a una Managua, a una campaña en la que todo mantiene el ritmo impreso por el gobierno nicaragüense al otro día del triunfo sandinista. Incluso los progresos son visibles en lo que toca a la vida diaria, la alimentación y las condiciones sanitarias. Pero lo que faltaba y sólo podía ser obtenido por medio de créditos y divisas, sigue faltando medios de transporte, piezas de repuesto, material hospitalario, medicamentos, infraestructuras para los planes de construcción. ¿Cómo podría no faltar; pese a los esfuerzos de solidaridad de no pocos países del este y del oeste, si Nicaragua les fue devuelta a sus legítimos dueños como un muñeco roto, una casa devastada por el más siniestro de los tifones, que no se llamó Flora ni Lucy sino Somoza?
La víspera de mi llegada desde México, leí en los periódicos la denuncia que hacía Sergio Ramírez de una nueva triquiñuela de los Estados Unidos para desestabilizar el régimen y favorecer el eventual retorno a las condiciones «democráticas» tal como las definen del lado del Potomac. Después de haber dado de largas al otorgamiento de créditos prometidos inmediatamente después del triunfo sandinista por el gobierno de Jimmy Cárter, el de Reagan decide generosamente la donación de cinco millones de dólares a la empresa privada de Nicaragua. Cuando se sabe que en buena parte esa empresa responde al sector conservador y/o a los intereses de los Estados Unidos, es obvio que la incidencia de esos créditos no beneficiará mucho al pueblo nicaragüense; lo que la Junta de Gobierno hubiera destinado a planes de interés general, o sea al progreso en vez de la ganancia, entra de nuevo en el turbio juego de los intereses personales, familiares o corporativos. Y es por cosas así que la situación es grave; nada parece un peligro tangible, no se ha producido la invasión planeada desde hace tanto tiempo, todo da la impresión de mantener su ritmo habitual, y sin embargo los responsables del gobierno tienen la certidumbre —y se lo dicen al pueblo con una claridad admirable, como es admirable la calma con que el pueblo recibe esas noticias— que las tenazas siguen cerrándose día a día y que la única manera de frenar lo peor es tirándose a fondo en lo mejor, en el nivel más alto de conciencia política, de trabajo y de capacidad de defensa.
Cómo le pasó a Cuba en uno de sus peores momentos, las catástrofes naturales se suman a las manufacturadas por los enemigos: las inundaciones recientes harán sentir durante más de dos años sus efectos negativos en el plano de la agricultura, la vialidad y la vivienda. Para eso, claro, no hay créditos suficientes, pero en cambio es bueno saber que las visitas que hacen en estos días diversos miembros del gobierno a países extranjeros pueden mejorar el panorama económico e incluso político del país. El comandante Daniel Ortega en Francia y España, el canciller D’Escoto y el ministro de Cultura Ernesto Cardenal en otros países, perfilarán mejor una imagen de Nicaragua que a veces se diluye en el complejo damero centroamericano. Demasiado sabemos que las agencias y los columnistas «liberales», por no decir los de la pura derecha, han empezado hace rato el mismo sucio juego que hicieron con Cuba, y que aquí tiene ecos frecuentes en los sectores que temen por sus intereses e incluso por sus dogmas. Cada día se insiste más en presentar a Nicaragua como dependiente de la URSS, olvidando minuciosamente (y hablo ahora al margen del problema de la opción ideológica) que la presencia soviética en el Caribe fue resultado directo de la torpeza de los USA al poner a Cuba en la disyuntiva de aceptar una ayuda esencial, la del petróleo de la URSS, o hundirse en quince días como un barquito de papel. Lo repito: que esa presencia hubiera sido buscada sin razones tan dramáticas, es posible y hasta probable. ¿Por qué no? Pero en aquellas circunstancias y en las que hoy enfrenta Nicaragua, poner el grito en el cielo por la «ingerencia soviética» en la región, es de una hipocresía que sólo se compara con la de quienes se dicen demócratas, sin querer reconocer que la primera mitad de esa palabra contiene, lo que más temen, el verdadero demos, ese que en América Central acabará poco a poco por entrar de veras en la historia después de tanto tiempo de haber vivido acorralado en el famoso patio trasero de la estrategia norteamericana.
La situación es grave en Nicaragua. Comprenderlo ya es algo; tratar de echar una mano seria mucho mejor.
Managua, julio de 1982