Escribo estas líneas para aquellos que sólo conocen Nicaragua a través de la prensa; simples bosquejos, deseo de agregar a esa información, algo que la acerque un poco más al aire que se respira en el país, a lo que la gente dice y hace en su vida cotidiana. Bocetos, más que fotografías: un poco como querer darle mis ojos al lector para que también eche a andar por sus calles y caminos, y asista lo más directamente posible a algo de lo que allí está ocurriendo.
Por trivial que parezca (los observadores no siempre comentan estas cosas, preocupados por los problemas de fondo) me bastó un primer paseo por Managua para descubrir algo que me parece un claro símbolo de lo mucho que se ha avanzado en el país desde mi viaje anterior hace dos años. En aquella ocasión había recorrido lo que llaman los barrios «orientales» (o sea los situados al este de la ciudad); acaso los más pobres de esa capital tan pobre, y lo había hecho a pie porque los autobuses y los taxis no podían entrar sin empantanarse en calles que no eran más que lodazales. Ahora, cuando me di cuenta, nuestro auto recorría los barrios en todas direcciones, mientras el compañero que lo manejaba me iba mostrando las nuevas terminales de autobuses, las plazas y las calles con su pavimento flamante.
—Esto se hizo muy rápido—me explicó—, y ahora todo él mundo entra y sale sin problemas.
—Pero son muchos kilómetros empedrados —le dije sorprendido.
—Sí, pero aquí la gente del barrio se movilizó, y todo el mundo le dio a las palas.
Donde antes había pantanos con cerdos hozando entre las inmundicias, ahora pasaban autobuses llenos de escolares y empleados. Me acordé de haber visto casas, y aceras tan sucias y abandonadas como el resto, mientras que ahora me costaba reconocerlas, tan grandes el esfuerzo cumplido por sus ocupantes para tenerlas limpias y pintadas, con tinajas de flores en las aceras que crean una sensación de comunidad y de alegría. «Todo eso lo hizo la gente», repitió mi acompañante, como si para él fuera lo más natural del mundo.
Dos horas después escuchamos por radio que bandas somocistas acababan de volar una represa y varios puentes; el día terminaba así con un balance más que simbólico de la dura realidad nicaragüense.
Sí, muchas cosas han pasado en los dos últimos años, y las diferencias son claramente perceptibles. Nadie ha perdido el tiempo en Nicaragua; para bien y para mal. Como antes y después de la victoria sobre la tiranía de Somoza, el pueblo que la logró al precio de tantos años y tantas vidas sigue respondiendo mayoritariamente a las directivas de su Junta de Gobierno, y de los resultados positivos, se hablará en seguida, porque son de una evidencia deslumbrante. Pero como nadie ha perdido el tiempo, también los enemigos, abiertos o potenciales de la nueva Nicaragua siguen buscando por todos los medios, devolverla a su condición anterior.
Claramente se advierten las dos maneras de intentar esto. Por un lado se enarbolan los principios abstractos de un liberalismo democrático que no es ni una cosa ni la otra, puesto que, sólo busca recuperar los privilegios de los terratenientes o de las grandes empresas comerciales e industriales; por otra parte, en la frontera de Honduras y en los Estados Unidos se agrupan los ex guardias de Somoza, ávidos de reconquistar a sangre y fuego, la tierra perdida y vengarse de quiénes los expulsaron. Todas las ocasiones son buenas para violar las fronteras, cometer actos de sabotaje y de pillaje, y asesinar campesinos y milicianos, al punto qué mientras escribo esto oigo por la radio que el gobierno nicaragüense ha decidido retirar a su embajador en Honduras, pues comprende que toda protesta por vía diplomática es inútil.
La amenaza permanente de una invasión obliga a distraer cada vez más recursos, ya de por sí precarios en un pequeño país subdesarrollado, a fin de reforzar la defensa. Basta pensar que las milicias son el pueblo armado y entrenado, lo que significa una obligada disminución de la fuerza de trabajo precisamente en momentos en que Nicaragua empezaba a mostrar su plena recuperación después del difícil período que siguió al triunfo sandinista. Créditos del exiguo presupuesto que en condiciones normales hubieran sido destinados a la agricultura, al mejoramiento de la vivienda y al del nivel de vida y de educación, se ven hoy reducidos por las necesidades de la defensa. La gente trabaja con el fusil al alcance de la mano, y si ésta es una situación que viene desde hace mucho, cuando el enemigo era el propio gobierno, el derecho a la libertad y a la paz se sigue pagando con una dura cuota de tiempo y de vigilancia en un estado de quién vive permanente.
Si usted va un día a Managua, no deje de visitar el museo de las fuerzas armadas. No es un museo militar, aunque allí todo habla de lucha, sino la crónica gráfica de la larga gesta de un pueblo que, privado de libertad por sus enemigos internos y externos, sólo llega a la victoria después de indescriptibles sufrimientos. Esto no es nuevo en la historia de las naciones, y prácticamente cada país del mundo tiene su museo histórico donde se retrasan las etapas de sus combates. Pero el de Nicaragua difiere de los otros en su espíritu y en su mensaje puesto que, como en tantas otras cosas, revela una mentalidad y una sensibilidad que hasta hoy no he encontrado en otra parte.
Desde los primeros atropellos cometidos por los norteamericanos a fines del siglo pasado, hasta el interminable recurso de la tiranía de los Somoza padre e hijo (el nieto, refugiado en Honduras, sueña con la venganza y prepara a sus mercenarios con el apoyo de los Estados Unidos), el museo muestra el lento, penoso y a veces increíble, avance de un pueblo casi desarmado frente a un enemigo tan poderoso como implacable. La figura de Augusto César Sandino domina por derecho propio la escena, pero los organizadores del museo han evitado todo sentimentalismo fácil, toda propaganda demagógica; una vez más se comprueba la dignidad, la serenidad, la confianza en un pueblo que sabe dónde está la verdad y no necesita que se la repitan a base de retumbantes consignas patrióticas. Las salas del modesto museo se suceden como los distintos momentos de una buena y clara lección de historia, documentos, mapas, fotos, pertrechos militares. Cuando se llega al período final cualquiera esperaría encontrar las pruebas de lo que el pueblo nicaragüense conoció desde el horror y la sangre: los asesinatos, las torturas, los pillajes cometidos por la Guardia de Somoza. Pues bien, no hay nada, los rostros de los patriotas muertos en combate o masacrados en las cárceles nos miran serenamente desde fotos de familia, grupos de amigos, instantáneas tomadas en los campamentos de la montaña o de la selva. Incluso el humor está presente: uno de los uniformes de Somoza cubierto con todas las condecoraciones que dejó abandonadas, y qué lo cubren desde el cuello hasta los pies. Una larga pared exhibe las armas de los combatientes revolucionarios; viejos fusiles que ya usaban los soldados de Sandino, otros fabricados de manera artesanal, armas casi inofensivas cuando se piensa en los tanques y las ametralladoras del enemigo.. Y hablando de tanques, otro rasgo de humor el que Benito Mussolini le regaló a Somoza padre, y que provoca la risa por sus exiguas dimensiones. Me imaginé teniendo que tripularlo, y pedí que me fotografiaran a su lado, para guardar uno de los recuerdos más cómicos de mi vida.
Fui esta vez a Managua para tomar parte en las deliberaciones del Comité de Intelectuales nacido del encuentro internacional, celebrado en La Habana a fines de 1981. Sabía que una de nuestras tareas más urgentes y necesarias era la de plantear en Nicaragua lo que ya se había discutido en Cuba: el establecimiento de relaciones y contactos positivos con aquellos sectores intelectuales y populares estadounidenses que cada vez abren más los ojos frente a los atropellos y las arbitrariedades imperialistas del gobierno de Ronald Reagan. En el avión había tenido tiempo de preguntarme cómo sería recibida en Nicaragua una actitud que a muchos podría parecerles a contracorriente del justificado antagonismo que los Estados Unidos provocan en América Central, especialmente en la tierra que Sandino defendió tanto tiempo contra los ataques y la prepotencia de quienes siguen considerando a esos países como su traspatio.
Pero era juzgar mal la clara distinción que incluso los nicaragüenses más simples establecen entre los gobiernos y el pueblo de los Estados Unidos, y me bastó participar en el acto inaugural de las sesiones del Comité para darme cuenta de que estábamos en el terreno más favorable para llevar adelante nuestra acción. Después del discurso de Armando Hart, ministro de Cultura de Cuba, que se refirió sin rodeos a la urgencia de llevar nuestro mensaje al seno de los intelectuales y los ciudadanos honestos de los Estados Unidos, las palabras de Sergio Ramírez en nombre de la Junta nicaragüense de gobierno confirmaron en un todo esa voluntad de abrir un diálogo no sólo posible sino necesario. Cuando más tarde traté de pulsar las reacciones en los niveles populares, no advertí ninguna oposición basada en odios atávicos, harto justificables históricamente. Con la sensibilidad que le es propia, el nicaragüense sabe que en el pueblo norteamericano hay muchos que comprenden tanto la gesta sandinista como la lucha de liberación del pueblo salvadoreño, y que cada día hacen sentir más su Oposición a la política de Reagan en el área centroamericana.
Como integrantes del Comité, esto nos alienta en nuestro próximo paso, que será la reunión en México, en septiembre, de una gran cantidad de intelectuales y artistas de los Estados Unidos con sus homólogos latinoamericanos. Pero si en París o México esto podría parecer relativamente normal, que también lo sea en un país que diariamente sufre las amenazas y las presiones de Washington tiene algo no solamente de extraordinario sino de admirable. Especialmente cuando se sabe que los nicaragüenses están preparados para luchar hasta la muerte contra cualquier tentativa de llevar a ejecución las bravuconadas de Reagan, Haig y el resto de sus asesores.
Entre dos sesiones del Comité me fui de nuevo a la calle, en busca de esa realidad cotidiana sin cuyo respaldo los mejores discursos son letra muerta. Pronto lo supe: en estos dos años Nicaragua ha mejorado considerablemente la variedad, la distribución y el costo de los artículos vitales de consumo. Los mercados callejeros están siendo sustituidos por centros donde vendedores y clientes se encuentran en un clima espacioso y limpio, en edificios bellamente concebidos. Como en tantos lugares de reunión popular, la atmósfera es alegre y comunicativa, se habla y sé bromea por cualquier cosa. En cambio, en los centros menos populares donde el comercio mantiene sus boutiques más pretenciosas o adineradas, el clima es menos cordial; se siente ahí la oposición de quienes siguen pensando con criterios individualistas, los mismos criterios que llenan las costumbres del periódico La Prensa, que diariamente se sirve de su libertad de expresión para quejarse de cualquier restricción que vulnere los intereses de los propietarios y los comerciantes empeñados en mantener sus antiguos privilegios.
Así, leyendo artículos de La Prensa, donde todo lo que no es «democrático» con arreglo a su terminología, se vuelve automáticamente «marxista», no se puede menos que admirar la decisión de los dirigentes de no impedir qué la oposición interna se manifieste públicamente. Si el estado de urgencia decretado por la amenaza de una invasión inminente gravitara obligadamente en este uso abusivo de la libertad de prensa (de La Prensa), nadie podría atribuir esto a una voluntad autoritaria de acallar la crítica. Para mí, en todo caso, lo que sigue dando el auténtico pulso de la realidad y la verdad está en la calle más que en los periódicos; allí se ve y se siente la respuesta popular al egoísmo de una minoría empecinada en salvar las sobras del antiguo festín, y su símbolo más directo es el de los alegres y bellos mercados frente a los restos de una mentalidad que todavía asoma desde tantas residencias, tantos automóviles, tantos restaurantes, tantas boutiques.
El lector habrá leído comentarios sobre la situación de los indios misquitos, esa considerable minoría que habita en la zona atlántica de Nicaragua, separada por la tradición, el idioma y la historia de la zona pacífica donde se gestó y se realizó la liberación del país. El general Alexander Haig se cubrió de ridículo hace pocos meses dando a conocer una foto en la que figuraba la cremación de una pila de cadáveres, y atribuyéndola a milicianos sandinistas en tren de hacer desaparecer los cuerpos de los misquitos que habrían asesinado. Nada menos que Le Fígaro de París publicó esa foto, rápidamente desmentida no sólo por la presentación de pruebas sino por el propio Haig. Pero a falta de mentiras truculentas, se insiste ahora en que el gobierno ha concentrado a los misquitos en barracones para controlarlos, pues se duda de su lealtad revolucionaria.
Si usted va un día a Managua, dése un salto hasta la otra costa abierta por fin a las comunicaciones gracias a una carretera que ha sido una proeza de trabajo y de rapidez. Allí comprobará que esos indios no tienen plumas, son como usted o yo, solamente que hablan su lengua, conservan sus tradiciones, y que el olvido en que los mantuvo el régimen de Somoza los ha distanciado obligadamente de la historia, a la cual empiezan a incorporarse gracias al contacto permanente que mantienen desde hace poco con los dirigentes sandinistas y el pueblo de la zona del Pacífico. Su obligada concentración se debió al hecho de que habitan en la zona fronteriza con Honduras, a merced de las bandas somocistas y de la propaganda tendenciosa que se puede imaginar. El gobierno les está dando casas y tierras en una zona segura, de manera que puedan mantener su estilo de vida y sus costumbres, incluso su religión que, paradójicamente, es el protestantismo inculcado por misioneros moravos que guardan todo su prestigio. Para la Junta de Gobierno el problema de los misquitos ha sido acaso el más delicado y el más duro que han enfrentado en una tarea que casi no comporta más que problemas.[1]
Estoy acostumbrado a los estallidos de indignación que en cualquier país provoca el menor acto agresivo contra sus intereses o su soberanía, y que en muchas ocasiones son inescrupulosamente provocados o manipulados por regímenes que tratan de explotar un patriotismo no siempre reflexivo, como está ocurriendo ahora mismo en Gran Bretaña y Argentina por el caso de las islas Malvinas.
Tal vez por eso me sigue asombrando que en Nicaragua la más firme de las determinaciones y el más probado de los corajes se vean acompañados por una calma, un buen humor y una gentileza que debe desconcertar a más de un periodista y visitante europeo. Cuando desembarqué en Managua se hablaba en todos lados de la llamada Comunidad Democrática Centroamericana, esa burda alianza de Costa Rica, Honduras y EL Salvador que excluye deliberadamente a Cuba ya Nicaragua y nace de una manipulación norteamericana destinada obviamente a ejercer presión militar y psicológica desde los países más próximos a Nicaragua. Un cerco semejante hubiera provocado probablemente una verdadera histeria en cualquier otro país, pero los nicas lo recibían con algo que parecería fatalismo pero que no lo es en absoluto; nada hay de fatalismo en su voluntad de seguir adelante a pesar de este tipo de maquinaciones (a las que se suman las amenazas directas de los Estados Unidos, y el peligro diario de una invasión Contrarrevolucionaria).
En el más alto nivel, mis diálogos con diversos dirigentes —Tomás Borge, Sergio Ramírez, Miguel D’Escoto entré otros— me dieron invariablemente la misma impresión de serena lucidez frente a un peligro que en nada disminuye la certidumbre de que el proceso histórico nicaragüense seguirá cumpliéndose contra viento y marea; pero si esto es de por sí sorprendente, ¿cómo no asombrarse aún más cuando se lo comprueba en el grueso de la población, en las conversaciones de café o de la calle? Inevitablemente recordé mi viaje anterior, cuando asistí a algunos de los procesos a criminales de guerra somocistas, y me pasmó el clima de calma, de objetividad, de deseo de justicia y no de venganza que reinaba no solamente entre los miembros de los tribunales sino entre el público presente. Nunca olvidaré el juicio a un coronel, de quien se tenían pruebas sobradas de que entre múltiples crímenes atroces, había hecho arrojar campesinos desde helicópteros para que cayeran en sus propias aldeas y sembraran así el espanto y el horror. Frente a esas acusaciones, el coronel respondía cínicamente que no sólo eran falsas, sino que su deber de cristiano (SIC) había consistido en cumplir misiones de bienestar social en la campaña. En otros países, la reacción de los asistentes hubiera sido difícil de contener, en Managua se le escuchaba en silencio, con la seguridad de que se haría justicia; y el solo hecho de que no se hubiera establecido la pena de muerte a pesar de tantos crímenes incalificables, ¿no era ya el barómetro de esta manera de ser que separa de manera tan radical el auténtico pueblo nicaragüense de aquellos que durante años y años fueron sus torturadores y sus verdugos?
Creo que en Europa se sabe bastante sobre la campaña de alfabetización de 1.980, que según informes precisos ha permitido hacer bajar una tasa de analfabetismo de más del 50 por ciento a un 11 por ciento, y de la que bien pudo decirse que la mitad del pueblo enseñó a leer a la otra mitad.
Por supuesto, como bien lo saben la Unesco y los especialistas, el verdadero problema empieza después de la primera campaña, cuando se trata de mantener el terreno ganado y crear poco a poco el hábito de la lectura en quienes por razones de aislamiento y de trabajo tienden a olvidar lo adquirido. Los nicas tampoco se han dormido en este sector, muy al contrario: los CEP (Colectivos de Educación Popular) son núcleos de maestros y estudiantes que en este mes de abril de 1982, después de un período de preparación de planes y materiales, se lanzarán a una nueva campana que abarcará a 180.000 estudiantes y cerca de 26.000 maestros.
Una vez más, las brigadas de intelectuales, profesores y alumnos universitarios y de liceos sé diseminarán en todo el territorio para mejorar el grado de instrucción de los pobladores. En un país donde como en casi toda América Latina el nivel de los programas radiales es bajo, hay sin embargo una emisión totalmente dedicada a ayudar a las tareas de alfabetización. Y en los niveles de la cultura superior, el avance es igualmente considerable; de todo lo que pude conocer en ese campo, lo más significativo me pareció la fundación de la editorial Nueva Nicaragua, que en poco tiempo ha publicado una serie de libros de bolsillo que sé difunden ampliamente, y que se dispone a lanzar una serie de casi cien títulos con las grandes obras de la literatura universal. Hace poco, en una feria del libro, la gente se arrebató un conjunto de cinco libros presentados en una divertida «casita» de cartón y a un precio que haría soñar a los lectores franceses. Paralelamente a esto, aumenta el número de semanarios dedicados a la cultura, entre los qué se destaca por su gran difusión el suplemento Ventana, del diario Barricada, donde no sólo hay abundante material literario sino estético, con reproducciones de pinturas y trabajos críticos de alta calidad.
Todo esto se refleja cada vez más vivamente en la respuesta popular a los actos culturales, a los que no se va por compromiso o para matar el tiempo sino en busca de un diálogo directo con los poetas, los narradores y los artistas plásticos y musicales. Bien pudimos apreciarlo Gabriel García Márquez, Rogelio Sinán y yo la noche en que leímos algunos de nuestros textos ante un público que llenaba un parque popular de Managua; centenares de adultos, jóvenes y niños sentados en el césped siguieron con avidez cada palabra de la lectura. Personalmente no me gusta leer mis textos en voz alta ni escuchar los ajenos, supongo que por el mal hábito de la lectura solitaria, y esa noche tuve miedo de que el acto resultara demasiado largo, y que la gente sé quedara solamente por cortesía: Pero cuando salíamos, un grupo de jóvenes se me acercó para decirme que estaban cordialmente enojados porque habíamos leído demasiado poco…
Llego al final de estos fragmentos de recuerdos, y algunas imágenes sueltas buscan fijarse como despedida. Al igual que toda nuestra América el encanto de la inocencia popular, siempre mezclada con ironía y humor, no conoce límites. Como el cartel de una humilde tienda en los barrios orientales, donde se puede leer: Barbería Demetrio, técnica unisex, anuncio que le deja a uno pensativo. En una tienda se vende un cartel para poner en la oficina: En las horas de trabajo, las visitas al carajo. Vi una miserable choza de paja y latas viejas levantada en un descampado del centro de la ciudad, donde una anciana instalada en su hamaca espera pacientemente la llegada de quienes quieren comprarle sus buñuelos. En lo alto de la choza, un cartel dice inexplicablemente: C.I.T., y en el terreno baldío lleno de malezas y charcos, otro cartel indica: Parking reservado a la clientela de C.I.T.
Por tantas cosas así, no puedo irme de Nicaragua sin que la ternura sea mi sentimiento dominante, esa ternura que me hace volver a ella cada vez que puedo. Y pienso una vez más en una frase del comandante Tomás Borge que tan bien resume lo que aquí no alcanzo a decir: «No se puede ser revolucionario sin ternura en los ojos y en las manos, sin amor a los pobres y a los niños».