La palabra «solidaridad» asoma a veces a los labios de los dirigentes de la Junta, acompañada casi siempre por una sonrisa entre irónica y desencantada. Es tiempo de decirlo bien claro: la solidaridad internacional no se ha lucido hasta ahora en lo que toca a Nicaragua. Todo el mundo está ya al tanto de lo que ha costado la guerra de liberación, una guerra en la que los somocistas no vacilaron en bombardear salvajemente las ciudades más importantes del país destruyendo por el solo placer fascista de destruir. Nadie ignora ya que la guerra significó el abandono de los cultivos, una pérdida considerable de ganado, una paralización de las pequeñas industrias y manufacturas, un empeoramiento aún mayor de las pésimas condiciones en que vivía el país bajo las guerras de Somoza. ¿No justifica todo esto el envío inmediato de abastecimientos de equipos, de asistencia técnica, de medicinas, de libros, por parte de tantos países que muchas veces han reaccionado frente a situaciones comparativamente menos graves? Los nicaragüenses no piden nada, tienen el silencioso orgullo de los que han ganado solos su batalla y están dispuestos a seguir librándola igualmente solos, pero los extranjeros que visitan el país y comprueban de inmediato sus inmensas necesidades están en el deber de pedir por ellos, de ser portavoces espontáneos de un pueblo que en los próximos meses se verá frente a una dramática escasez de productos alimenticios (leche para los niños, entre tantas otras cosas) que la escasez de divisas no permitirá remediar. Ayudar hoy a Nicaragua es ayudar a la causa de la libertad y la justicia en América Latina. ¿Será por eso que esa ayuda es tan escasa, oh seudodemocracias de este mundo del norte y del oeste?
Apenas liberado el país, esa diminuta isla del Caribe que se llama Grenada y que tiene una de las poblaciones más pobres del mundo, reunió cinco mil dólares para Nicaragua. Proporcionalmente, esa mínima cantidad represento una solidaridad mayor que la de los Estados Unidos, y eso los nicaragüenses no lo olvidarán nunca. Alguien me contó que un avión chileno trajo una contribución consistente en dos cajas con latas de leche, una con medicinas, y setenta colchones; a lo mejor es una calumnia, puesto que el general Pinochet es, según él, un hombre calumniado; yo me limito a repetir la información, y pienso al mismo tiempo en el equipo de doscientos médicos cubanos que trabaja en este momento en todo el país (ya aludí antes a un contingente de cien maestros alfabetizadores). Que yo sepa a Cuba no le sobran médicos, muy al contrario; pero es que la verdadera solidaridad no es una cuestión de surplus sino de hermandad y, como ocurre casi siempre, los países pobres son los mejores hermanos de otros países pobres en dificultades.
Paradójicamente, y aunque no tengo datos numéricos la solidaridad con Nicaragua fue mucho mayor en ocasión del terrible terremoto que destruyó Managua en el año 1972. Ya nadie ignora que en aquella oportunidad, Somoza y sus inteligentes colaboradores se quedaron con la mayoría de los socorros destinados a la población, razón por la cual Managua siguió y sigue siendo una ciudad casi en ruinas. Es tristemente irónico pensar que ahora se retacea o se rehúsa una solidaridad cuyo producto iría limpiamente a manos de todo un pueblo empeñado en la reconstrucción de su economía y en la salud y la educación de sus niños. Pero no seamos totalmente pesimistas al terminar estas impresiones tan llenas de luz y de esperanza; a lo mejor entre mis lectores internacionales hay algún ministro de economía, de agricultura de sanidad, o el presidente de una fundación o de un consorcio bancario, capaces de comprender esta dura realidad y de organizar planes de acción. Los nicaragüenses no les pedirán nada, pero no pueden impedirme que yo lo haga por ellos, y que lo haga por admiración y por amor frente a su coraje; ya la lección histórica que están dando a nuestra amarga, sufriente América Latina.