Un cielo por fin libre

Pequeño, brillante, con dos jóvenes pilotos y una aeromoza que hacía en él su primer vuelo y estaba tan excitada como nosotros: el jet que fuera de Somoza y que se quedó atrás en la fuga nada elegante del tirano y sus esbirros. Su interior: una banqueta lateral para cuatro personas y dos sillones frente a frente con una mesa de por medio, todo forrado con pieles y oliendo a dólares. La culminación simbólica: el retrete, donde hay que buscar con mucha atención el artefacto necesario, porque tanto él como las paredes y el piso desaparecen bajo los capitonados, algo así como la tienda de un sheik árabe en una película de Hollywood.

Volar a Managua en tan inesperado avión iba más allá de lo onírico, y saboreamos cada minuto junto con un par de sandwiches y un café fuerte. Sentado en uno de los sillones traté de imaginar los diálogos que pudieron darse allí: entre el dictador y los suyos, sus ojos de zopilotes mirando por las ventanillas los campos y los cultivos, entendidos como feudo personal, como reino incontestable de la dinastía. Podía imaginar incluso el recibimiento acostumbrado en el aeropuerto, la Guardia formada y los saludos serviles; nosotros en cambio, con la alegre improvisación de las revoluciones jóvenes, aterrizamos frente a un hangar vacío mientras los amigos y los periodistas nos esperaban exactamente en la otra punta del aeródromo. Un auto —perdón un carro— nos juntó en pocos minutos, y yo tuve mi segundo baño de Nicaragua, mí segunda y hermosa inmersión en las aguas de un pueblo inconteniblemente feliz en su liberación y su renacimiento. Radio, televisión, entrevistas relámpago, todo entre abrazos y planes y noticias y contradicciones y las primeras visiones de los milicianos en armas, chicos y chicas con metralletas y pistolas y uniformes a veces indescriptibles y siempre invariablemente siempre, la sonrisa de la libertad, quiero decir tan bien la libertad de la sonrisa.

Tomás Borge no solamente nos había enviado un avión, sino que nos recibió en su casa para alojarnos junto a él y su esposa Josefina, y por su parte Ernesto Cardenal nos esperaba en el Ministerio de Cultura para ponerme bajo las narices un considerable plan de trabajo (que discutí con la energía necesaria hasta reducirlo a proporciones humanas). Me alegro de que las cosas hayan ocurrido así, pues de la amistosa rivalidad de dos ministros —sin hablar de un tercero, Sergio Ramírez—nació una semana en la que no solamente hubo contactos culturales, sino una cercanía inmediata con las masas de trabajadores de la ciudad y del campo. Cambié un par de mesas redondas, por concentraciones populares en las provincias (no sin trabajo a veces porque el cariño, y la amistad suelen exigir de uno el don de ubicuidad), y creo que una semana me bastó para abarcar en sus grandes diámetros este enclave de la esperanza que es hoy Nicaragua en América Latina. No soy sistemático en mis recuerdos y sólo podré mostrar algo de lo que supe y lo que vi; otros lo irán haciendo con más profundidad y detalle, porque muchos historiadores, sociólogos y periodistas están trabajando allá sobre el terreno para que la revolución del pueblo nicaragüense sea por fin mejor conocida y reciba un apoyo, y, una solidaridad, que hasta ahora no ha estado a la altura que merece y necesita.