Aunque, no me falta un poco de imaginación, si alguien me hubiera dicho hace un mes que me tocaría entrar en Nicaragua a bordo del jet que perteneció a Somoza, yo le habría contestado como buen porteño: «Anda cántale a Gardel».
Bien mirado, sin embargo, hubiera debido tener presente que hasta ahora mis ingresos en Nicaragua han sido por lo menos insólitos. La vez anterior, tres años atrás, lo hice clandestinamente en una avioneta que salió de Costa Rica llevándonos a Ernesto Cardenal, Sergio Ramírez, Oscar Castillo, y yo hasta la frontera donde amigos, seguros nos trasvasaron a jeeps y lanchas para desembarcarnos en Solentiname; pero todo esto ya lo he contado en otra parte, aunque acaso algunos lectores hayan pensado entonces que se trataba de una ficción. Empiezo a creer que tratándose de Nicaragua la frontera entre ficción y realidad no está muy clara en lo que a mí se refiere, porque este segundo viaje, nada clandestino ahora, tuvo también ribetes casi oníricos, o sea que empezó con una pesadilla diurna cuándo en pleno centro de Panamá, donde hacíamos tiempo antes de tomar el avión de línea para Managua, mi compañera Carol y yo fuimos asaltados por alguien que dotado de considerable eficacia se perdió en la nada llevándose casi todo lo que teníamos, entre otras cosas nuestros pasaportes.
Perder el pasaporté es siempre temible en nuestros tiempos, sobre todo cuando no se está nada seguro de que las autoridades de nuestros países van a darnos otro y cuando no hay manera de abordar un avión sin papeles, tarjetas, sellos, contrasellos y matasellos. La pesadilla se volvió resueltamente kafkiana en los cuarteles de la policía, donde un trámite es un trámite y fue preciso exponer en detalle algo que había ocurrido en pocos segundos. En casos así me ocurre situarme en una especie de segundo plano desde el cual me veo a mí mismo con una indiferente objetividad (claro que la procesión sigue por dentro) y asisto con todas mis reservas de humor a lo que me está ocurriendo, en este caso que un oficial de policía alce los ojos de la máquina de escribir y me pregunte: «¿Cómo se llama su papá?» (sic) mientras yo pienso que maldito lo que tiene que hacer ahí y en esas circunstancias un señor que se ha muerto hace treinta y cinco años, pero lo mismo hay qué explicar que se llamaba Julio, aunque a los efectos del caso lo mismo daría bautizarlo Hilario o Constantino.
La pesadilla kafkiana (que consiste en que todo se estira interminablemente y siempre en una dirección inútil y a la vez vagamente peligrosa, como si de nuestro interrogatorio, en tanto que víctimas de un asalto pudiera nacer poco a poco una bifurcación que nos fuera transformando en sospechosos y finalmente en culpables de algún gravísimo delito), volvió bruscamente a una realidad hartó preferible en esos momentos, con la entrada en escena de un emisario del general Omar Torrijos, quien enterado de nuestra presencia en Panamá nos mandaba buscar y de paso ponía a todos los detectives de la ciudad en persecución del ladrón de pasaportes. Éstos no aparecieron, pero sí largos tragos helados y alcohólicos y necesarios, y una hospitalidad que no olvidaremos, cálida y discreta a la vez, una charla con un hombre cuya fuerza interior sé oculta tras una displicente bonhomía. Tímido como soy cuando no conozco bien a mi interlocutor, sentí en Torrijos la misma dificultad para el contacto, que se fue dando poco a poco y finalmente se cumplió con una llaneza, que creo nos colmó plenamente a ambos. Si tuviera que resumir la personalidad de Omar Torrijos creo que evocaría la imagen del leopardo, su suave negligencia bajo la cual se agazapa la fuerza fulminante.
Pero lo irracional velaba todavía, porque cuando la realidad se acumula y se condensa en demasía termina por cambiar de signo y todo es posible en ella como en los sueños o los cuentos fantásticos. Preocupado por nuestro destino inmediato, Torrijos nos propuso enviarnos a Managua en su avión privado, y en eso estábamos cuando uno de sus asistentes llegó con la noticia de que en Nicaragua ya se habían enterado de nuestras dificultades y que el comandante Tomás Borge, ministro del Interior de la Junta de Gobierno, acababa de ordenar el envío de un avión para llevarnos por la mañana a Managua; he aquí cómo después de vernos privados de toda posibilidad de desplazamiento, dos aviones fuera de serie se ponían al mismo tiempo a nuestra disposición. Torrijos retiró amablemente el suyo y por la mañana nos hizo llevar al aeródromo militar, pero lo que sigue merece párrafo aparte.