El horror: totalidad y parcialidad

Casi desde el comienzo; la certidumbre de que el horror tiene un límite al que sólo se llegará después de bajar un incontable número de peldaños. El infierno de Dante Alighieri es estático, jerárquico; los grados del horror se abarcan desde la invocación inicial, la esperanza que queda atrás para siempre, pero se abarcan desde un narrador que sólo participa como testigo y que al fin, lo sabemos, volverá a ver el sol y las demás estrellas. Winston Smith, en cambio, no volverá de su inmersión en el horror, y de alguna manera lo sabe desde el principio; cuando O’Brien se lo dice en la última etapa, no le dice nada nuevo; Winston Smith deberá bajar uno a uno los peldaños, y en algunos de ellos habrá como una esperanza agazapada: Julia O’Brien, el anticuario, un destello de posible salvación que se negará a sí mismo y mostrará su traición y su engaño, hasta obligarlo a su vez a la traición y al autoengaño final. El horror es infinitamente más grande en 1984 porque su límite no está en sí mismo, en la progresión del mal, sino en la inversión de la esperanza, el descubrimiento de que es también una de las fuerzas del mal. Lo que en un famoso relato de Villiers de L’Isle Adam se condensa en una inversión final y fulminante (La tortura por la esperanza), en el de Orwell se da en una serie de desgarramientos; la esperanza no es posible pero sin embargo está ahí, y la comprobación de su imposibilidad es cada vez la ocasión del desgarramiento. El fondo del horror está en una escena final nada horrible en sí misma, el breve reencuentro de Winston y Julia, cuando los dos saben que se han traicionado mutuamente y sólo buscan separarse, olvidarse, seguir traicionándose allí donde en lo más hondo de sí mismos había latido la esperanza.

Obviamente, el horror en 1984 es una figura que sólo alcanza su sentido fuera del libro, en la realidad histórica que lo contiene parcial y no totalmente. Un sentido figurado: el mundo podría llegar a ser como el de 1984, puesto que ya lo es en algunas de sus facetas. Por eso Orwell puede saltar del realismo a la alegoría, a la figura total, no cree, ni tampoco busca que el lector crea que el mundo va a llegar a ser el de 1984, pero al proyectar ficticiamente el horror a sus últimas consecuencias, nos sitúa frente a nuestra responsabilidad, y esa responsabilidad supone la esperanza; es ésta quien hace entrar en acción a la responsabilidad que lleva a la lucha para impedir que 1984 pueda cumplirse en cualquier otro año del siglo. Y es mi esperanza la que escribe estas líneas en un momento en que muchos fragmentos y esbozos del mundo de 1984 se manifiestan inequívocamente en nuestra realidad. Ahora bien, el mundo orwelliano es el Mal que ya ha triunfado; el nuestro (ese en el que creemos y por el cual luchamos) contiene el Mal en el seno del Bien; y si ésta es también una figura, podemos ya pasar de nuestro lado y hablar de reacción dentro de la revolución; terreno crítico si lo hay, y precisamente por eso terreno de la máxima responsabilidad del escritor comprometido con la causa de los pueblos. (Y no sólo de él, por supuesto, pero aquí me sitúo en mi terreno específico, sin pretender entrar en el de los ideólogos y los politólogos.)