SAN DIEGO
26 de junio de 2011. 8.30 horas
—Max, está plagado de cámaras.
—Pero ¿quién las mira? De todos modos baje la mirada. Ya se lo he dicho, mírese los pies. ¿Es que no es capaz de seguir la instrucción más simple?
Demasiado tarde. Le habían sorprendido y había mirado directamente al menos a tres cámaras mientras Max y él caminaban por la acera en dirección a la puerta.
—¿Por la puerta principal, Max? ¡Vamos a entrar por la maldita entrada principal!
Max continuó absorto en unos pensamientos inquietantes que Kyle sólo podía adivinar, aunque suponía que no eran muy distintos de los suyos propios. Sin embargo, sus preguntas estaban irritando al productor de lo que de nuevo iba a ser el peor día de su vida. «Genial».
Se detuvieron frente a las puertas, diseñadas a imitación de un abanico art déco de plumas de pavo real; el astil de las largas plumas estaba hecho con barras de acero, y las piezas centrales tenían grabadas las iniciales «R. H.». Las columnas a ambos lados eran pilares de piedra con cúpulas parecidas a la del edificio Chrysler; unos largos mástiles de acero sobresalían de los pilares y se alzaban hacia el despejado cielo azul. De las columnas partían los extremos de un muro blanco de piedra, invadido por la hiedra, que cercaba todo el terreno de la mansión.
Desde la puerta principal, la casa quedaba totalmente fuera de la vista. Nada aparte de un camino de grava rosada, flanqueado por arriates con flores silvestres y setos rebeldes, era visible a través del abanico de plumas de pavo real de acero.
De vez en cuando, las pequeñas cámaras negras instaladas en el muro escudriñaban la hiedra e inspeccionaban la calle y la zona de la puerta principal.
En una de sus manos diminutas, el productor ejecutivo asía una bolsa para las herramientas de lona. Ambos llevaban puestos monos de trabajo azules y gorras de béisbol con «Four Horsemen Pest Control» escrito en los bolsillos y en la parte frontal de las gorras. La cámara y las baterías de Kyle estaban ocultas en una mochila. Jed no le había dado ninguna pistola. Antes de abandonar el motel se la había pedido, pero Jed se había echado a reír y le había respondido: «Sí, claro». A un kilómetro y medio de la mansión habían cambiado de vehículo en un valle polvoriento; se habían bajado de la furgoneta negra de Jed y se habían subido a una camioneta de trabajo. El color de los paneles y la rotulación del nuevo vehículo coincidían con el de sus uniformes de exterminadores.
Kyle fue enviado a sentarse en la plataforma de la camioneta y aterrizó entre bidones de plástico, tubos y pistolas pulverizadoras. Max y Jed se habían sentado en la cabina del conductor. Jed le dijo que no grabara «hasta que Max te dé luz verde, Spielberg». Cada pocos minutos, para asegurarse de que cumplía la orden, lo observaba por el espejo retrovisor. Cada vez que sus miradas se encontraban, Jed le guiñaba un ojo.
Frente a la puerta, a Max le temblaban las manos con tanta violencia que Kyle decidió que se pondría detrás de él si en algún momento sacaba la pistola. Y cuando Max volvió a hablarle, Kyle no estuvo seguro de hasta qué punto el anciano simplemente intentaba incluirle en su malsano monólogo interior:
—Éste no es nuestro campo, sino el de Jed. Y tiene que confiar en él. Escúchele. No estoy bromeando, Kyle. Nuestras vidas dependen de él.
—¿Acaso ve que me ría, Max? Y no comparto su confianza en él. Es un psicópata. Y otra sorpresita agradable que me ha colado usted. Si estoy aquí ahora es por su propia supervivencia, Max. Seamos sinceros en este asunto por una vez. Porque su simio tiene una pistola que usará conmigo si no accedo a participar en este estúpido plan. Siempre ha estado utilizándome para satisfacer sus propios intereses. Desde el principio. ¿A quién le recuerda eso, eh? Así que jódase, Max. ¿Sabe? Jódase por todo lo que ha hecho.
Max lo ignoró.
—¿Y ahora la puta sal? Ya he visto que ayuda. Me podría haber sido útil, ¿sabe? ¡Gracias!
Ya ni siquiera el lenguaje grosero funcionaba como provocación. Y Kyle no conseguía atribuir a Jed un pasado en un cuerpo militar o fuerza policial de ninguna clase. El tipo carecía del aura solemne y el aspecto acicalado con los que el servicio uniformado marcaba a un hombre para toda la vida. Por el contrario, parecía de esa clase de tarados que habían aprendido sus movimientos en las películas de acción y en la red, que vivían en el sótano de la casa de su madre y fabricaban bombas caseras, destinadas a edificios federales porque las Naciones Unidas estaban confabuladas con los extraterrestres grises. Cuando Kyle había interrogado a Max sobre el pasado de Jed mientras el asesino a sueldo estaba orinando en la bañera sucia del motel, Max le había dicho que poseía «excelentes referencias», «conseguía resultados» y era «caro». Sin embargo Kyle sospechaba que el pasado de Jed era un completo misterio para Max. Recordó que el productor había recurrido en primer lugar a Malcolm Gonal como director; simplemente prefería rodearse de personas desacreditadas y sin un duro: eran más fáciles de engañar. Incluido él.
—¿Y cómo sé yo… —Kyle ni siquiera podía decirlo. Tragó saliva para mantener la voz firme—… que Jed no va a matarme?
Max frunció el ceño e hizo un gesto de asombro e incredulidad moviendo su cabeza enlucida con gasas, lo que hizo sentirse a Kyle débil y estúpido por expresar en voz alta su miedo. Max continuaba con la mirada clavada en la parte inferior de la puerta, como deseando con todas sus fuerzas que se abriera.
—Yo hago películas, Max. Usted es mi productor de mente, cuerpo y espíritu. No somos unos malditos comandos. No sabe quién es ese tipo. Jed ni siquiera es su nombre real, ¿verdad? Y usted lleva una pistola, Max. ¡Una pistola! ¿Ha reflexionado seriamente sobre ello? Esta mañana va a disparar a un hombre moribundo.
Max giró su cabeza amoratada y vendada hacia Kyle. Su sonrisa era amarga.
—¿Es que no ha aprendido nada? No es un hombre, Kyle. Nunca ha sido un hombre. No tiene más derecho a permanecer en este mundo que la criatura que atrapamos anoche. Pero si la ejecución de estas abominaciones le supone un problema, centre entonces su atención en el chico cuya vida salvaremos. Por no mencionar ya las nuestras.
—¿Y si resulta que llegamos tarde para salvar al niño? ¿Y si Katherine ya ha hecho la transferencia, eh? ¿Va a disparar al niño?
Max nunca le respondió. «No, pero Jed podría hacerlo» era el significado implícito en su silencio.
—¡Max!
Max suspiró.
—Lo único que tiene que hacer es apuntar con la cámara lo que yo le diga. Si no se hubiera quedado dormido, ni se hubiera encerrado en el baño, anoche habría aprendido algo: nuestra estrategia.
—¿Estrategia? ¿Esto? Más bien parece que fuéramos a dar un golpe. La gente podrá vernos en acción siempre que quiera por ITV4, en Los criminales más tontos de América. Tiene que haber otra manera de hacerlo.
—No la hay. Hemos empleado semanas de trabajo en esto. Está todo pensado. Ahora, por favor, cállese. Necesito pensar.
«Semanas de trabajo» no le ayudó a aplacar su inquietud. Kyle miró su reloj, otra vez. Llevaban doce minutos merodeando cerca de la puerta. Veinte minutos antes habían dejado la camioneta aparcada fuera del alcance de las cámaras. Jed se había «retirado» del vehículo solo.
—Tres, Max. ¿Eso es todo? ¿No podía haber contratado a un puñado de delincuentes para hacer el trabajo sucio?
—En boca cerrada no entran moscas, Kyle. Y no pondré en peligro a más personas inocentes de las que ya he puesto.
—Menudo santo.
Dan estaba vivo y todavía no había pasado ningún coche de la policía. Volvió a hacer recuento de las cosas por las que debía dar gracias, pero nunca pasaba de esas dos. No podía parar quieto; sudaba y dudaba que pudiera soportar la visión de otro Amigo de Sangre.
Fragmentos de las imágenes de El reino de los necios aparecieron en su cabeza; luego cedieron su lugar a las de Holland Park, las espeluznantes paredes del establo de Saint Mayenne, su búsqueda angustiada de una figura escuálida en la cama de Seattle, la criatura a cuatro patas en su piso… Y entonces se sintió superado; notó que se le escapaban las fuerzas por los pies. Se lamentó por no haber comido nada más que una tostada seca en Dennies.
—¿Cuánto tiempo dijo Jed que tardaría?
Max lo ignoró.
Antes de salir del motel, poco después de las siete, con la bañera todavía chamuscada y con huesos negros incrustados, Max le había dicho que Jed abriría la puerta principal electrónicamente desde una caseta que estaba más cerca de la vivienda. Los códigos de seguridad para los obstáculos relevantes en el interior de la residencia habían sido comprados «por una cantidad considerable». Se los había facilitado un guardia de seguridad —descontento y todavía pendiente de cobrar el sueldo— que ya no estaba en la plantilla de Chet. Jed se había infiltrado en la empresa de seguridad meses antes y había sobornado a un hombre de dentro para que le proporcionara toda la información necesaria para entrar. La empresa de seguridad incluso iba a ir la semana siguiente para arrancar las cámaras y los sensores de movimiento. Los perros guardianes se habían ido con ellos. De hecho, la ejecución del embargo de la propiedad era inminente; iba a subastarse al cabo de seis semanas. Según la información recabada por Jed, no quedaba nadie en la mansión salvo el incapacitado Chet, a quien ningún vigilante había visto jamás, y dos «viejas vestidas como monjas de rojo» que de vez en cuando salían de la vivienda para sentarse y hablar por teléfono, pero nunca pasaban fuera demasiado tiempo.
La fuente de Jed, sin embargo, nunca había visto un niño, tampoco ninguno de sus colegas. La ex esposa súper modelo había ido alguna vez a la casa, lo que suponían que respondía al cumplimiento de alguna clase de régimen de visitas y confirmaba la presencia del niño.
Cuando Chet estuviera muerto, Max daba por sentado que el niño volvería con su acaudalada madre y se libraría de las deudas de Chet; crecería rodeado de belleza y lujo en Santa Bárbara, donde vivía su madre. Aunque una parte de él todavía se negaba a aceptar la teoría de Max, Kyle no tenía más remedio que admitir que todo parecía muy bien pensado en lo que se refería al futuro del niño. Si había que empezar de cero, había situaciones peores que una vida en Santa Bárbara con una modelo; una mujer a la que se podía atormentar hasta empujarla al suicidio para heredar los treinta millones de dólares que había sacado a Chet en el acuerdo privado para el divorcio. Tal vez Chet lo había contemplado como un préstamo.
Gracias a Dios, el tigre había sido llevado a un centro de acogida de animales de Montana, y las serpientes a Los Ángeles: la única noticia buena que había oído desde que había salido del cuarto de baño a altas horas de la madrugada, antes de soportar más amenazas de Jed mientras cargaba las tres pistolas. «Esta es una Gloch 25. Calibre militar. Prohibida para el comercio civil. Tiene quince balas en el cargador. Convénceme ahora de que no necesito reservarte una, Spielberg».
A Kyle se le habían ocurrido muchas respuestas, si bien se las había reservado y había preferido deleitarse en silencio con la noticia de que Dan había sobrevivido al ataque en su piso. La indiferencia de Max a la extraordinaria noticia no sólo le había sorprendido, también aterrorizado. Y en la habitación del motel, justo antes de «ponerse en acción», había tomado unos tragos de whisky para reforzar su valor, mezclado con Coca-Cola para procurarse una dosis de cafeína, mientras contemplaba a Jed personalizando las pistolas.
La mansión de Chet permanecía sellada para impedir la entrada de la luz solar y proteger el interior mediante una combinación de cortinas opacas y persianas de rejilla enrollables en la planta baja, y postigos de seguridad de acero en la planta superior. Para contrarrestarlo, Jed insertó una linterna de bolsillo Maglight y una mira en la ranura de la parte superior de cada pistola, y le dijo a Max que la luz de blanco infrarroja sólo era visible con las gafas de visión nocturna. Lo que tenía gracia, porque Jed sólo tenía dos pares, una para él y la otra para Max. En ese momento Kyle había sentido la necesidad de hablar.
—¿Y yo qué? A mí también me gustaría ver qué cojones sale del techo.
—Tú tienes visión nocturna en la cámara, Spielberg. Y más te vale estar cuando se te necesite. Esos demonios se mueven muy de prisa.
«Demonios». Por lo que había podido entender de las discusiones entre Jed y su pagador —de las que Kyle siempre era dejado al margen—, Max parecía haber formulado la «misión» en términos judeocristianos desde el principio de su relación; y Jed era un hombre que profesaba alguna clase de teología basada en la venganza, que sonaba vagamente bíblica y sobre la que afirmaba: «Jesucristo guía mi mano».
Cuando la puerta se desbloqueó con un chasquido seco, Kyle se secó el sudor que le resbalaba desde debajo de la gorra. Unos segundos después, al sonido de un leve zumbido electrónico, la cola de pavo real empezó a escindirse por el centro. Y Kyle sintió la necesidad urgente de visitar el baño para expulsar de su interior todo lo que no eran huesos o músculos.
Max le dio un toquecito en el brazo. Tenía el rostro pálido, tenso por los nervios, y sus ojos parpadeaban insistentemente.
—Vamos —susurró.
Encontraron a Jed esperándolos con una sonrisa de oreja a oreja junto a la caseta, con la espalda apoyada a la pared que quedaba oculta desde la casa, que se levantaba como una de esas siete maravillas extravagantes del mundo que dejaban atrás. La caseta era un añadido de nueva construcción pensado para albergar a una cuadrilla de seguridad; consistía en un pequeño búngalo con las ventanas tintadas y con el interior adornado con monitores que podrían haber mostrado imágenes alternativas de la casa y del terreno que la rodeaba de haber estado operativas.
Kyle contempló con asombro la mansión; era demasiado espléndida como para asaltarla, y una fotografía no le hacía justicia.
Jed lo miró sonriente.
—¿Sabes qué, Spielberg? He estado leyendo sobre este sitio. La mandó construir un tipo llamado Rouben Fischer. ¿Te suena?
Kyle negó con la cabeza. Los nervios lo habían dejado mudo.
—Hizo una fortuna con películas de serie B. Películas habladas y en color en los años treinta. Así que hizo que diseñaran esta casa como un teatro. Mola, ¿eh? ¿Sabes quién había venido a fiestas aquí? Jean Harlow. La Esfinge sueca en persona, la Garbo. También John Wayne. El puto Duque, tío. ¿Te lo puedes creer? Clark Gable. Johnny Weissmuller. Gary Cooper. Toda esa peña vino aquí desde Hollywood.
—Jed —dijo Max—. La casa. ¿Vamos?
—¡Ah, venga! Atravesaremos varios patios para llegar a la parte trasera. El punto de entrada es el antiguo comedor. Parece que dentro no hay luz. Todas las ventanas están tapadas. Lo he comprobado. —Esbozó una sonrisa conspirativa—. Todo parece indicar que vamos a tener compañía ahí dentro.
Kyle se metió otro chicle en la boca porque Jed no iba a dejarle fumar. «Las colillas se quedan con el ADN». Pero el chicle también le ayudaba a bloquear el largo grito de frustración y miedo que estaba formándose en su interior.
—Dijiste que había sensores de movimiento. Alarmas.
—¡Vamos, Spielberg! Despierta. ¿Es que crees que soy un aficionado?
—Eso dímelo tú.
Max se volvió con cara de pocos amigos a Kyle.
—Han cortado el suministro de luz al viejo Chet. Las cámaras y los sensores no funcionan. No podía pagar las facturas. Pero cuando empiece el espectáculo, Spielberg, ya veremos quién tiene los huevos más grandes. Pero sólo para que puedas centrarte en vez de mearte en los pantalones detrás de la cámara, incluso si las alarmas siguen activas y saltan, la señal va a la compañía de seguridad. Situación: contrato finalizado. Nadie va a venir hoy a limpiarte el culo.
—Lo que no significa que sea necesario entretenerse dentro. Dale lo suyo al tiempo pero sin perder el tiempo —advirtió Max.
Jed estalló en carcajadas.
—¿Dale qué a quién? —preguntó.
—¿Podemos continuar, por favor?
Jed esbozó una sonrisa.
—¡Arreando! ¡Un poco de rock’n’roll! —Jed salió de detrás de la caseta y se puso en marcha. Entonces se detuvo y se volvió hacia los otros dos. Una nueva sonrisa asomó a sus labios—. ¡Ah! Y tíos, relajaos un poco.
La fachada frontal del edificio se elevaba cuarenta metros desde el patio delantero con el suelo rosado. Y de ancho medía fácilmente cincuenta metros. Como porche no tenía más que un toldo que ascendía hasta el tejado y que parecía una fusión de un cine antiguo y la proa de un transatlántico construido después de la primera guerra mundial. A su alrededor, las paredes eran de piedra y tenían el aspecto de un helado de color rosa. Había ventanas a lo largo de las tres plantas, circulares y de diseño náutico, pero estaban oscurecidas por lo que fuera que las tapaba desde dentro. La construcción evocaba en Kyle muchas imágenes, entre ellas la de un túmulo de un campamento de alta montaña.
—Las ventanas de todos los pisos están selladas con contraventanas metálicas —dijo Max, como con la esperanza de estar equivocado, porque ya sabía lo que era pasar un rato en la oscuridad con los Amigos de Sangre.
Al viejo productor también le faltaba el aire, a pesar de que todavía estaban de camino al edificio de la vivienda. Kyle consideró suplicar a Jed que le diera la tercera pistola.
Jed permanecía inmutable.
—El tejado no se ve desde aquí, pero he oído que es una cubierta metálica. Pintada de blanco. Como la de los barcos. Solían montar las fiestas en ella. ¿Os imagináis las pibas que tenía que haber?
—Katherine veía la mansión como un imán para donantes ricos —señaló Max, secándose la frente—. Para conseguir acólitos acaudalados. La compró con nuestro dinero.
Kyle se quedó estupefacto. Vista desde un lado parecía un templo azteca, con el tejado ascendiendo como un zigurat hasta las verjas lejanas, decoradas con salvavidas. Entre los ojos de buey de la tercera planta aparecían bajorrelieves de aluminio reluciente, representando escenas de la antigua Grecia con mujeres esbeltas vestidas con largos vestidos y con lo que parecían gorros de natación. Los vanos de las escasas puertas de la planta baja estaban cercados por adornos metálicos de formas geométricas. Las puertas de hierro, con un pavo real y las iniciales «R. H.» repujadas, parecían construidas expresamente para personas altas y delgadas que se alimentaban de champagne rosa y de cigarrillos que fumaban con boquillas lacadas. Kyle sacó la cámara. Jed esbozó una sonrisa.
—Si no hay más remedio… —dijo Max, asintiendo con la cabeza.
El terreno de la parte trasera, si bien había conocido tiempos mejores, seguía dejando boquiabierto. Unas sinuosas filas de asientos escalonados de piedra partían en forma radiada de la parte de atrás de la casa, como ondas del mar, hasta que alcanzaban lo que debía ser una pista de baile, de patinaje sobre hielo, o el patio embaldosado más grande del mundo, protegido por unas piedras angulares en forma de v. Una glorieta con pavos reales de hierro como paredes, se levantaba en el centro de la explanada. Más allá de ésta, un terreno con la superficie suficiente para albergar un campo de golf se extendía hasta el muro de piedra blanca y hiedra.
—¿Has visto esa casa hecha de pájaros? —preguntó Jed sacudiendo la cabeza en la misma dirección en la Kyle miraba embobado—. Era el bar. Hay dos bares exteriores. El otro está en un bote salvavidas de la azotea.
—Pensaba que le llegaría para una piscina.
—Está dentro —dijo Jed.
Seis puertas comunicaban el patio con la parte trasera de la vivienda, protegida contra el sol con largas cortinas fúnebres. Las verjas de acero estaban instaladas en los vanos de las puertas, entre las colgaduras y el vidrio. El lugar parecía abandonado, cerrado tras una temporada de frivolidad que había terminado hacía mucho tiempo.
Jed sacó de su mochila un cortador de vidrio y luego un juego de ganzúas para las verjas.
—Hacedme un hueco, chicos.
Mientras Jed acometía el corte de un agujero circular en una de las puertas del patio, Max continuó sudando abundantemente y secándose el raquítico cuello anaranjado con un pañuelo blanco. Miró a Kyle y trató de dibujar una sonrisa, pero en sus labios sólo apareció un temblor. Se leía el terror en sus ojos.
—Dentro no habrá luz. A estas alturas Chet ya habrá inutilizado la instalación eléctrica. Las habitaciones que se encuentran en el centro de la casa ni siquiera tienen ventanas. Y es el momento de la ascensión, estoy seguro. Así que estén preparados. Aquí acaba su linaje.
—¿Está seguro?
—Si Chet muere, Katherine morirá con él; atrapada en sus despojos. No existe otra posibilidad. Katherine es la única conductora para los Amigos de Sangre. Ella los invoca, los mantiene. Siempre ha sido así. Hoy debe restablecerse el funcionamiento normal de las cosas. Aquí. De modo que no olvide que lo que estamos a punto de hacer es una buena acción.
Kyle a duras penas podía hablar. El miedo estaba dificultándole de nuevo la respiración.
—Si ella trajo a Lorche, o lo que cojones fuera, después de morir, Max, otra persona podría hacer lo mismo.
—¿Quién sabría cómo hacerlo? ¿Quién queda ya? Se tardan años. Años de determinación y fe concentrados en los lugares correctos, con las ofrendas correctas. El mundo ha cambiado. Es más transparente. Sería prácticamente imposible alcanzar los logros de Katherine en los años sesenta. La historia de sus intromisiones iniciada en 1969 concluye hoy. La familia de Amberes mantendrá una vigilancia exhaustiva cuando nosotros finiquitemos nuestro asunto aquí. Y, llegado el momento, grabará a la familia, tiene que grabarla, Kyle. Es nuestro único seguro.
Max alzó la mirada al cielo un instante, y luego volvió a mirar a Kyle con todo el remordimiento que pudo conjurar en su rostro azorado.
—Pero me temo que por eso mismo ni un alma puede ver la película. No se puede correr ese riesgo. Porque habrá idiotas que intentarán comunicarse de nuevo con los viejos amigos, como hizo ella. Su trabajo es de un valor incalculable. Pero nadie puede pasar por lo que nosotros hemos pasado, Kyle. Otra vez no. —Max movió la cabeza hacia la bolsa de Kyle—. De modo que necesitaré la cámara cuando acabemos. Y todas las copias de los copiones. —Max sacudió la cabeza hacia la espalda de Jed mientras éste seguía ocupado con el cristal—. Por favor, no me obligue a ir a buscar el material que está en manos de sus colegas. Sería una tontería muy grande emitir aunque fuera un simple vídeo de un par de minutos, mi querido Kyle. Las consecuencias serían graves.
—Mire mi cara de sorpresa. Nunca ha existido la película, Max. Se me obligó a formar parte de algo que nunca me dejó decidir cómo hacer, así que ya no hablemos de emitirlo. Usted ya lo sabía. —Kyle sacudió la cabeza hacia las ventanas del patio—. Pero deme ahora su palabra de que no va a dejarme dentro.
—Por supuesto. Eso es incuestionable. Me sorprende que piense así de mí.
—Claro, Max. Claro —repuso Kyle moviendo la cabeza.
Jed extrajo cuidadosamente un disco de vidrio que dejaba un agujero en la puerta por el que podrían pasar, y lo depositó en el suelo de hormigón. Metió las manos por la abertura y abrió la cerradura de la verja. La plegó como un acordeón para despejar el camino y se apartó.
—Empieza el espectáculo.
Max abrió su bolsa de viaje y sacó la pistola, el salero de plata, las gafas de visión nocturna y una linterna, y se los repartió por los bolsillos. Kyle se estremeció nada más ver el arma.
—¿Sabe utilizarla por lo menos, Max?
—Rece por que no tenga que hacerlo, pero Jed ha tenido la amabilidad de darme unas clases.
Jed enfundó su arma en un cinturón multiusos de lona, del que también prendió cargadores y varias bengalas. Descubrió que Kyle estaba observándolo.
—Magnesio. Para casos de emergencia. Te ilumina la casa como si fuera el 4 de julio. Ya has visto cómo les gusta quemarse. Les recuerda la condena de la que escaparon cuando huyeron del infierno.
Max se volvió a Kyle.
—Siempre que podamos, descorreremos las cortinas de las habitaciones por las que vayamos pasando para asegurar la zona que dejamos detrás. Debemos ir devolviendo la luz a la casa según avancemos. —Paseó la mirada por los muros—. Katherine está ahí arriba; en algún lugar.
—¿No sabe en qué habitación?
Jed rió entre dientes.
—¿Dónde está la parte divertida ahora, Spielberg?
—¿Y si… y si ella, él, lo que sea, se esconde detrás de una maldita puerta de hierro?
—Llevo un equipo de acetileno en la bolsa. Ten un poco de fe, Spielberg.
—¿Y el niño? ¿Qué hacemos con él?
Jed frunció el ceño.
—¿Niño? Nadie me ha hablado de ningún niño.
—El maldito niño que adoptó.
—Ahora, dime, Spielberg, ¿estás seguro de que es un niño? Porque yo no.
Kyle se volvió hacia la terraza y el jardín, y por un momento tuvo el convencimiento de que debía huir. Jed comprobando y amartillando oportunamente la pistola lo mantenía paralizado.
—Esperad aquí. —Jed se deslizó las gafas de visión nocturna hasta los ojos y se escabulló por el agujero en el cristal.
Aparecieron en un comedor digno del Queen Mary.
La luz dorada cayó sobre el amplio suelo ajedrezado de baldosas negras y blancas de mármol. Kyle paseó atónito la mirada en derredor, hasta que se acordó de seguir grabando. Max no consiguió descorrer las cortinas a tiempo para que la luz del sol inundara la habitación. Y había algo de humillante en la premura del productor por que volvieran atrás y se arrimaran a las paredes de ambos lados del agujero por el que habían entrado.
Detrás de la gigantesca barra de bar de madera de arce con incrustaciones de cromo, a la derecha del comedor, colgaba de la pared el motivo de la cola de pavo real hecho en acero inoxidable. Todas las mesas eran blancas y estaban fabricadas en baquelita, pero estaban vacías y sin sillas.
—¿No hay sillas? —preguntó Kyle.
—No estás aquí para hacer un reportaje de Casa y Jardín —respondió Jed, que se subió las gafas hasta la parte frontal de la gorra de béisbol. Acudió corriendo al lado Max.
—¿Qué viene después? —preguntó el productor—. No recuerdo nada. No…
Kyle se colocó detrás de ellos y grabó la conversación. Aunque la película nunca fuera a ganar ningún premio, Kyle quería que si caía en manos de las autoridades tuvieran muy claro quién llevaba la voz cantante allí. Tal vez entonces sólo tendría que pasar buena parte de su vida entre rejas, y no toda.
—Al lado tenemos la cocina. Después está la lavandería. Al otro lado hay un salón y luego la sala de billar, que da a la parte trasera. Primero dejaremos entrar la luz allí. Así sabremos que siempre podemos retirarnos en esa dirección.
Kyle se alejó y grabó imágenes de la enorme chimenea, alicatada con azulejos rosados y de color aguamarina, que estaba en el lado opuesto a la barra de bar.
—¡Spielberg!
Kyle se volvió por encima del hombro.
—Mantente alejado de las chimeneas —le advirtió con una sonrisa—. Son muy oscuras; nunca se sabe lo que podría salir de ellas.
Kyle decidió olvidar la chimenea y se volvió hacia el elegante arco que marcaba la entrada al salón. Acercó la imagen con el zoom, pero no pudo penetrar en el espacio oscuro que parecía anunciar el fin de la existencia tal como la conocemos para cualquiera que fuese tan estúpido como para entrar.
La voz de Jed llegó de nuevo hasta él:
—Delante tenemos la piscina, una biblioteca, la sala de estar, el salón de día y el vestuario. ¡Ah, sí! Y también el ascensor, que ni siquiera oleremos.
—Es cierto. Es cierto —dijo Max, tomando aire fresco a bocanadas.
Y Kyle pensó entonces, totalmente convencido, que era un buen momento para que Jed desarmara al viejo y le quitara la Gloch.
—Max, ¿me cambia la cámara por la pistola?
Kyle no recibió respuesta.
Enfilaron hacia el arco con Jed a la cabeza, Kyle en el centro y Max arrastrándose detrás, asfixiado por el terror y los nervios. Y antes incluso de que encendieran las diminutas linternas Maglite de las pistolas, les asaltó el hedor.
—Están aquí —dijo Max, tosiendo por el miasma de pájaros muertos, agua estancada y ropa vieja confinado en lo que había sido un edificio sellado. El olor parecía caer directamente del tétrico espacio monumental que se alzaba enfrente de ellos, de los pisos superiores.
Se detuvieron con cautela en el centro de un amplio vestíbulo en cuyo suelo continuaba el diseño ajedrezado. Una escalinata de mármol en el lado derecho ascendía hacia la oscuridad. Los haces de luz de las linternas y del foco de la cámara rastrearon el espacio, diseñado como el vestíbulo espléndido de un teatro, e iluminaron fugazmente los arcos penumbrosos que daban acceso a otras habitaciones. Las gigantescas ventanas ojo de buey que había junto a la puerta principal que habían visto desde fuera estaban atrancadas y selladas detrás de unas colgaduras negras, largas como las banderas de un palacio. Las cuatro paredes exhibían unos altos paneles de luz con los cristales verdes, insertados entre unas cintas largas de terciopelo arrugado rojo que llegaban hasta el techo abovedado. Había una máquina de caramelos, y otra de palomitas; incluso una taquilla junto a la puerta principal, con la reja cromada resplandeciente como el morro de un automóvil antiguo; y un guardarropa con las puertas cerradas y la llave echada para unos invitados que hacía mucho tiempo que no acudían.
Jed atravesó a la carrera el vestíbulo hasta la puerta principal, agachado y sin apartar la mirada de la escalinata de su derecha. Max salió renqueando detrás de él. Entre ambos descorrieron las colgaduras obstinadas y ante ellos aparecieron las verjas de seguridad cerradas con llave. Rayos de luz polvorienta y sombreada penetraron por los ojos de buey e iluminaron el suelo del vestíbulo. Pese al repentino bálsamo que suponía la luz del sol, no había otra forma de salir de la casa que regresando a la abertura en el vidrio de las puertas acristaladas. Kyle estaba a punto de sugerir que habilitaran otros puntos de salida cuando Jed susurró con la voz tensa:
—Vamos. Seguidme.
Y volvió a cruzar el vestíbulo a la carrera y encogido para regresar a la posición junto a las puertas del comedor.
Kyle se alegró al verlo entrar en la vasta cocina primero, con la pistola por delante, utilizando la otra mano para afirmar los dedos que empuñaban el arma.
—¡Cocina, despejada!
Y enfilaron apiñados, atravesando arcos de puertas con los cristales decorados, de habitación en habitación por la planta baja, como si estuvieran explorando el casco de un Titanic olvidado que se hubiera conservado plácidamente sumergido en aguas abisales durante casi un siglo. Durante esos breves segundos aterradores que seguían a la entrada en una nueva habitación, las esferas neblinosas de luz se movían como unos ojos desesperados desde sus linternas hasta las paredes lejanas. Jed siempre marchaba al frente.
Las lámparas art déco y los muebles extravagantes tenían la costumbre de aparecer súbitamente enfocados acompañados por la banda sonora de «Mierda, Mierda. ¿Qué es eso?», de Kyle. La respiración intensa de Max se encargaba de la percusión. Destellos de aluminio, acero inoxidable, lacado y baquelita devolvían la luz reflejada en accesorios, complementos y muebles sepultados en la oscuridad. Diseños en forma de v, en zigzag, una fuente de cromo y azulejos especulares refulgían desde la penumbra impuesta. Los motivos que representaban colas de plumas de pavos reales estaban presentes en todas las paredes.
En las estancias más amplias, en los primeros instantes, la oscuridad era tan densa que ejercía una presión tangible desde todas las direcciones, con el peso añadido del miedo; hasta que descorrían las cortinas, o a veces, incluso, tenían que arrancarlas de los rieles si se resistían obstinadamente a deslizarse.
Iluminaron la casa con el sol de California. Sacaron a la luz sus tesoros enterrados. El oro del sol se desparramó por las puertas acristaladas del bar; unas puertas que llevaban mucho anhelando ser abiertas de nuevo a las majestuosas vistas del otro lado. Líneas elegantemente sinuosas regresaron al mundo. Una pirámide de escalones ascendía hasta una chimenea rectangular. Unos biombos modernistas, con imágenes de sirenas y enmarcados en bronce, cercaban un elegante saloncito donde había dispuestos unos relucientes sillones de madera de arce tapizados de satén y pieles alrededor de unas mesitas de centro, si bien la ausencia de invitados confería al espacio un aspecto triste.
Cuando los haces errabundos de luz de las linternas rozaron la quietud congelada de la oscuridad de la sala de estar, las lámparas de araña arrojaron esquirlas de luz azulada. Los rayos purificadores del sol en seguida bañaron las librerías de madera de roble hechas a mano de la biblioteca y refulgieron sobre ellas. Las sillas de madera de fresno, de arce y de palisandro del salón de día se empaparon rápidamente del brillo del sol. La teca enchapada del vestidor recuperó su magia cuando Jed y sus compañeros abrieron de par en par las colgaduras. En la sala de billar, el mármol italiano y las paredes resplandecieron con los pavos reales esculpidos. Y todas las habitaciones, inmaculadamente conservadas desde tiempos mejores, se revelaron vacías de la vida y la animación de aquellos que se disfrazaban de vivos. Eso hizo brotar en Kyle la esperanza de que la casa estuviera vacía de lo que habían entrado a buscar; de que «esa cosa» se hubiera desvanecido, dejando como prueba de su presencia únicamente un olor y un puñado de manchas: las miserias habituales. Pero en ese caso, ¿ahora qué? ¿Sólo le quedaba acostarse a esperar que una boca asquerosa le rajara el cuello cualquier noche?
Cuando hubo engullido de una cantimplora militar negra el agua suficiente para saciar su sed, se encontraban a las puertas del espacio sin ventanas que albergaba la piscina, cuya agua permanecía quieta y negra bajo unas paredes de invernadero de acero blanco y cristal verde. Entonces Jed dijo:
—Si la cosa se pone fea arriba, nos retiraremos al vestíbulo. Es una zona segura. Pero sólo cuando yo dé la orden. Que nadie ponga pies en polvorosa hasta que yo dé la señal de larguémonos-echando-leches. —Guiñó un ojo a Kyle y exclamó—: ¡Oora![2]
Siguieron a Jed hasta la escalinata del vestíbulo. Las barandillas cromadas y con el diseño de cuadrículas de Charles Rennie Mackintosh ascendían hasta el rellano del primer piso, parcialmente visible por un arco con una cola blanca de pavo real como moldura y las iniciales que ya se habían hecho familiares de «R. H.».
—¿Estáis listos? —preguntó Jed en un susurro.
Ni Max ni Kyle respondieron.
—Las ventanas de arriba tienen contraventanas, y están cerradas con llave. No vamos a tener tiempo para abrirlas todas, así que a partir de ahora sólo contamos con la luz de las linternas y de la cámara, y con la visión nocturna y las bengalas de apoyo. Lo haremos habitación por habitación. Como abajo. Hasta que encontremos a la reina de la colmena. ¿Capiche?
Las connotaciones de la palabra «colmena» hizo que a Kyle se le licuaran las fuerzas de las piernas. Max no parecía estar pasándolo mucho mejor en el frente de «los huevos grandes». Jed, sin embargo, mantenía la confianza y la seguridad en sí mismo del intrépido profesional, o del mero psicópata; y subió el primer escalón.
Pasaron bajo el majestuoso arco y entraron en un pasillo largo que cruzaba toda la casa de norte a sur. La luz débil de las pistolas y de la cámara reveló que todas las habitaciones del largo corredor presentaban una puerta blanca cerrada, incrustada en las paredes de un lujoso color crema.
—Habitaciones para invitados —dijo entre dientes Jed—. Me pregunto quién se alojara en ellas, ¿eh, Spielberg? ¿Quieres ir a ver si te conceden una entrevista?
—¡Jed! —espetó Max en voz baja.
De vez en cuando una franja de luz polvorienta procedente del vestíbulo se colaba en el primer piso y se atenuaba alrededor de ellos, como si se hubieran abierto las lejanas escotillas de un gigantesco submarino al emerger a la superficie, aunque permitían ver con detalle poco más que sus pies sobre la moqueta roja; la luz que llegaba desde abajo apenas se adentraba más de tres metros a cada lado del grupo. Las linternas revelaron en cada uno de los lejanos extremos del pasillo una amplia ventana de barco tapada con contraventanas cerradas con llave. Añadidos modernos. Preparativos. Chet. Daba la impresión de que el tipo deseaba una ausencia eterna de la luz en su casa. Otros pasillos partían del principal antes de que éste alcanzara la pared del fondo.
Jed giró el picaporte de la habitación más cercana a ellos.
—Cerrada.
—¿Tenemos que comprobarlas todas? —inquirió Max.
Y entonces lo oyeron. En el pasillo, a tres metros de donde estaban; encima. Un chiflido que descendía por la escalera desde el piso de arriba; emitido por una boca que ninguno de ellos deseaba ver abierta. El reclamo de un ave transfigurado en un gañido nasal. Kyle conocía bien ese sonido; había huido de la casa de Clarendon Road perseguido por uno similar.
Otro gañido respondió al primero, más sibilante y canino que el reclamo anterior, emitido desde un lugar mucho más lejano, quizá también encima de ellos, desde los confines de la casa oscura.
Jed y Max escudriñaron la escalera que conducía al segundo piso, con los ojos como platos y apuntando con las pistolas. La mano de Max con el arma empuñada temblaba como si sufriera de parálisis. Y cuando las linternas abandonaron la posición que ocupaba el trío en el pasillo, una intensa negritud se precipitó sobre ellos y anegó el espacio alrededor de Kyle, que lo remedió dirigiendo la cámara hacia el tramo opuesto del corredor.
Algo atravesó a toda velocidad los márgenes de la luz proyectada por el foco de la cámara al final del largo pasillo. Un correteo, acompañado por el súbito atisbo de una figura a cuatro patas, escuálida como un galgo pero que arrastraba unos largos harapos blancos.
—¡Chicos!
La criatura se volvió fugazmente hacia Kyle; sus ojos, ausentes y opacos, sugerían la idea de ceguera. Su oscura cabeza estaba cubierta por mechones de pelo descolorido.
Jed y Max giraron sobre sus talones y apuntaron con las linternas hacia el lugar que la cámara intentaba iluminar. Y mostraron un pasillo vacío.
—¿Qué era? —tartamudeó Max.
Kyle despegó la lengua del paladar.
—Uno de ellos. Con… con… no sé. Con algo blanco puesto.
—Ya no está —dijo Jed—. Saben que estamos aquí. ¿En qué dirección se marchó?
Kyle tragó saliva.
—Hacia la izquierda. Hacia el fondo.
—Las plantas de la casa están construidas como las cubiertas de un barco. Los pasillos rodean el interior del edificio siguiendo las paredes exteriores. Si las puertas están cerradas con llave, no tienen muchas opciones de huida. El diseño de la planta es como el de una plaza grande. Así que los ahumaremos sobre la marcha. Vamos. —Jed enfiló a paso ligero por el pasillo, obligándoles a salir corriendo detrás de él—. Max en la retaguardia. Así no nos cogerán por la espalda.
Kyle pensó que Jed había descrito el lugar perfecto para una trampa, pero estaba demasiado tensó como para hablar. Hasta que Max lo rebasó.
—¡Max, vigile detrás! ¡Detrás!
Max, sin embargo, estaba resuelto a adelantarlo para ponerse en la estela de Jed y dejar a Kyle a merced de la oscuridad que se extendía detrás, y de lo que podía imaginarse vívidamente atravesándola a gatas.
—Mantenga la formación, Max —espetó Jed, aunque sin alzar la voz.
—Sí. Sí. —Max obedeció, aunque ya no parecía estar muy de acuerdo.
Cuando llegaron al final del pasillo, Jed lanzó una ojeada rápida a ambos lados. Luego giró a la izquierda, echó a correr y desapareció.
Max y Kyle se quedaron solos. Oyeron el retumbo de sus pasos que se alejaban rápidamente, y vieron cómo se debilitaba la luz de su linterna hasta que se extinguió.
—¡Jed! —chilló Max—. ¡Rápido, sígale!
Pero, al parecer, no todas las puertas de las habitaciones para invitados estaban cerradas con llave. El ruido de una abriéndose en la oscuridad detrás de Max estuvo a punto de hacer que Kyle se desmayara. Ambos se volvieron a la vez. Con la débil luz blanca de sus dispositivos rastrillaron la madriguera penumbrosa que tenían a sus espaldas.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Kyle.
Max disparó indiscriminadamente tres veces. Saltó una ráfaga de enlucido de la pared y la moqueta se arrugó. Pero la criatura que estaba irguiéndose no se inmutó en ningún momento. La boca seca que abrió era negra y sin dientes. Y durante un instante, ambos se quedaron en silencio, Max ya no disparó más, e incluso el mundo parecía haber dejado de girar mientras ellos miraban boquiabiertos lo que la criatura llevaba puesto sobre su cabeza repugnante y cubriéndole el cuerpo.
Una peluca blanca; torcida sobre la cara hundida con las facciones diminutas de un chimpancé y tan negra como el cuero viejo. Los restos escuálidos de un hombre pequeño que parecía haber estado husmeando en una caja con disfraces. Kyle y Max lo examinaron brevemente con una fascinación grotesca. Parecían horrorizados por su atavío: un camisón de satén con la parte frontal manchada de sangre seca. Hasta que gritó encolerizado, como un simio, y se abalanzó hacia ellos con unas piernas descarnadas y delgadas como el bambú.
—¡Dispare! —bramó Kyle.
Max disparó, dos veces. Pero erró los tiros y las dos balas se incrustaron en el revestimiento de madera, a más de un metro de altura de la cabeza descompuesta de la criatura. Max se llevó entonces las manos a la cara y chilló. Kyle tropezó con su propio pie y cayó con un grito.
La criatura ya se precipitaba sobre Max cuando de repente retrocedió, como si le hubieran tirado hacia atrás con una soga. Sus pies huesudos se despegaron de la moqueta, se levantó en el aire y se estrelló contra el suelo, donde continuó retorciéndose con espasmos.
—Y yo que creía que el primero que perdería la chaveta sería Spielberg. Maldita sea, Max. Cinco balas desviadas cuatro metros del blanco.
Jed rodeó a Kyle, que seguía sentado en el suelo en estado de shock, rebasó a Max y enfiló directamente hasta la criatura, que se agitaba tendida boca arriba. La luz de la linterna de Jed le hizo levantar la entrepierna como si se tratara de un horrendo gesto de provocación. Jed le plantó el pie en el cuello y le disparó en la cara a quemarropa. Las extremidades de la criatura dejaron de moverse.
—Todavía lleva puesto un maldito vestido. Y una puta peluca, como un maricón esquelético. Parece una furcia. Aunque, ¿quién sabe? Desde luego yo no voy a mirarle debajo de las bragas.
Max estaba apoyado contra la pared, con los sentidos anulados por el miedo. Se encorvó y vomitó sobre sus piernas. Jed movió la cabeza con consternación.
—¡Eh, Spielberg! ¿Puedo confiarte un poco de pólvora? A partir de ahora, Max se dedicará estrictamente a temas relacionados con el servicio de inteligencia.
—Por supuesto.
—Trae esa luz aquí, Spielberg.
Kyle se acercó al cadáver como si tuviera dos patas de palo por piernas. Jed abrió su mochila y pescó la tercera Gloch. Kyle grabó con la cámara la cara de la criatura, ahora reventada y brillante como la cáscara partida de una pieza fruta seca. Ante los ojos de Kyle y a la luz de la cámara, la figura la criatura se secó y se marchitó ostensiblemente dentro del camisón holgado.
—¿Lo tienes?
Kyle asintió con la cabeza.
—Sí.
—Este cabrón se habrá convertido en polvo dentro de veinte segundos. Max, serénese. Eche sal a este cacho de mierda y asegúrese de que está muerto, ¿podrá?
Kyle miró a Jed.
—¿Qué pasa con el otro? —preguntó.
Jed ya estaba moviendo la luz de la linterna de un lado a otro del pasillo alrededor de su posición.
—Ha escapado. No llegará lejos. Pongámonos en marcha.
—Están vistiéndose. ¿Vistiéndose? —dijo Kyle avanzando detrás de Jed. Notaba en el bolsillo del pantalón el peso tranquilizador de la Gloch, con el seguro quitado.
Max los seguía limpiándose la boca con un pañuelo.
—Imitan la vida —dijo el productor—. Eso significa que llevan aquí el tiempo suficiente para reproducir lo que fueron en el pasado. Están siendo alimentados.
—¿Alimentados con qué, Max? —preguntó Jed sin volverse—. ¿Con la oscuridad?
—No lo sé, pero la luz podría no ser suficiente. Su presencia es breve. En mis habitaciones aparecían y desaparecían en cuestión de minutos.
—No se necesita más para que uno de ellos te destroce. Siempre alerta, chicos. Siempre alerta. Este barco podría estar lleno de ratas.
A punto estuvieron de pasar por debajo del siguiente viejo amigo, pues no se habían percatado de que se había sujetado con firmeza al techo, detrás de una lámpara ornamental, en el segundo giro del primer piso, decidido a esperarlos.
Jed le disparó tres veces antes incluso de que la mano de Kyle alcanzara el muslo abultado por la pistola. La criatura soltó un chillido que Kyle tuvo la certeza de que le había perforado un tímpano, y él y Max se llevaron las manos a los oídos cuando aterrizó en la moqueta con un chacoloteo amortiguado de huesos. Kyle tuvo la sensación de que los sonidos se producían debajo del agua, como si tuviera la cabeza sumergida en una piscina.
Jed esbozó una amplia sonrisa, con los ojos desorbitados, como un borracho sobreexcitado o un lunático que no se ha tomado la medicación.
—Ha estado cerca, ¿eh, chicos?
Esta vez, la criatura llevaba puesto un vestido —una especie de camisón sin mangas o unas enaguas largas— con el cuello de encaje, que le colgaba holgado sobre las clavículas petrificadas por debajo de un cuello no más grueso que el mástil de una guitarra. Como en el caso de la criatura anterior, la parte frontal del vestido que había tomado prestado estaba manchada de sangre.
—Estos hijos de puta han estado alimentándose de alguien, Max.
—Dios mío —balbuceó el productor ejecutivo de la producción, que se estaba desmoronando por momentos. El cuello le temblaba por el pánico.
El sonido de los disparos y de la agonía de los de su especie parecía haber llegado hasta los oídos de más criaturas desecadas. Y en el siguiente giro del pasillo, el grupo de Kyle oyó, ya fuera en su piso o en el de arriba, una serie de golpazos en medio de una oleada de chillidos sibilantes. Al menos dos puertas se cerraron con un golpe en la distancia.
Kyle estaba demasiado aterrorizado para hablar. El brazo de Jed rugió en el aire y sujetó en alto una bengala que los cegó momentáneamente con su resplandor fosforescente. Con ella recorrieron todo el tramo del pasillo de la parte de atrás de la casa.
—Mierda —dijo Jed.
Algo a cuatro patas, delgado y desnudo como el cadáver embalsamado de un sacerdote egipcio que Kyle había visto una vez en el Museo Británico, se encogió a unos tres metros de donde estaban y se llevó las garras a la cara. Detrás de la criatura se intuían más siluetas delgadas, si bien era imposible deducir su número en la oscuridad que los rodeaba, seres que retrocedían como cangrejos huyendo de la bengala. Sus chillidos y gritos horribles resonaban en el pasillo.
—Vamos —dijo Jed, que siguió avanzando detrás de los destellos del magnesio.
Delante de ellos, los descarnados pies con garras se dispersaron y desaparecieron en las habitaciones de las que habían emergido, o corrieron detrás de la siguiente esquina para esperarlos.
Jed se detuvo. En la siguiente habitación del lado izquierdo, algo estaba revolviéndose por las paredes, hasta que se tomó una tregua para aporrear frenéticamente con sus manos secas la cara interior de la puerta.
—Atrás. Atrás. —Jed retrocedió dos pasos y chocó con la cámara de Kyle—. A menos que eso tenga un cañón, Spielberg, tendrás que dejar el juguete y venir aquí.
—¡Detrás de nosotros! —Max estaba de cara al tramo del pasillo por donde habían venido, la luz de su linterna saltaba de las paredes a la moqueta y al techo del lado que los otros dos tenían a su espalda, hasta que por fin alcanzó la pared del fondo, que fluctuó con sombras indefinidas—. He visto algo.
—Mierda. Son demasiados —espetó Jed—. Nos hemos metido en una puta emboscada. Podrían salir por cualquier puerta de éstas. Necesitamos más hombres. Fusiles de asalto.
Los tres retrocedieron hasta la esquina anterior del pasillo. La bengala de Jed mostró que el tramo estaba despejado.
—Mierda. Son rápidos —se lamentó Jed.
Kyle recibió con alegría el regreso fugaz de su ira.
—Es demasiado para nosotros tres, Max. ¡Maldito idiota!
El rostro sudoroso de Max se acercó un poco más a la luz que salía de la mano de Jed.
—Tenemos que acabar el trabajo. Está aquí. Es el momento. Están custodiándola.
Jed no parecía tan seguro.
—Toma otro cargador, Spielberg. —Jed desenganchó un cargador de su cinturón multiusos y rápidamente se lo lanzó para que cargara la pistola—. Aprieta fuerte hasta que oigas el clic.
—Entendido.
Kyle intentó mantener el pulso firme. Había vuelto a guardar la cámara en la mochila y se preguntó si la habría apagado.
Jed se secó el sudor de la cara.
—Vale. Cambio de planes. Buscar y eliminar está descartado. Son demasiados y es muy arriesgado. Subiremos el siguiente tramo de escalera. Yo alumbraré con la bengala. Si nos encontramos con otro grupo, nos replegaremos hasta la planta baja. Operación terminada. Max, es usted un tirador patético, y no apostaría nada a que Spielberg sea mejor. Derribaré a los que pueda. Si alguno me supera, dispárenle desde cerca. Cabeza y pecho. Cerebro y corazón.
—De acuerdo —repuso Kyle, aunque apenas oyó su propia voz.
—Max en medio. Spielberg, tú quédate detrás. Grita si ves algo. Y, chicos, techos y puertas, techos y puertas, mil ojos. Esos hijos de puta pueden trepar como los murciélagos.
—¡Oh, Dios mío!
Max se acuclilló en la oscuridad. Miraba con los ojos desorbitados por entre los dedos.
—Mierda —dijo Jed.
Kyle siguió en silencio y sacó la cámara de la mochila; la había dejado grabando. Dirigió el objetivo a las paredes y el techo del vestíbulo del segundo piso: la réplica reducida de esa clase de vestíbulos que se encuentran en los teatros antiguos, en los pisos superiores que alojan los palcos reales. Se había abierto a su alrededor según llegaban a la segunda planta, antes de que el hedor a descomposición y a aguas residuales los hiciera detenerse y los paralizara; una pestilencia persistente envolvía la prueba de un nacimiento extraordinario.
A la luz de las tres linternas, sobre el papel ennegrecido de la pared se apreciaban tres puntos de entrada: impresiones propias de las manifestaciones de los Amigos de Sangre. El yeso del techo revelaba una docena de siluetas fosilizadas de las criaturas que habían caído sobre el suelo de mármol, pringosos y gimoteando en su vuelta a la vida. Una aberración del feto. Una blasfemia del posparto.
Lo que vio a través del visor de la cámara dejó a Kyle al borde del desvanecimiento. Cuando las piezas de su cerebro se recolocaron tras la conmoción, lo asaltó un desinterés que asoció con el entumecimiento de sus partes pudendas y, aunque parecía tranquilo, era incapaz de mover la mandíbula ni los pies. Cuando recuperó la movilidad tenía la placenta pegada a las suelas de las botas.
Kyle pensó que cuando renacían al mundo, los Amigos de Sangre eran como terneros recién nacidos: pringosos, translúcidos, torpes, ciegos y estaban envueltos en líquido amniótico. Agitaban unas extremidades de las que apenas eran conscientes al llegar desde ese otro lado en donde llevaban atrapados una eternidad. Kyle había oído en mitad de la noche sus esfuerzos durante el proceso traumático de la gestación. Había oído cómo se abrían sus bocas para gimotear hambrientos al despertar rodeados por el aire del mundo, antes de que la búsqueda de alimento empezara en serio.
Otra bengala encendida por Jed iluminó aquel mural de las catacumbas, aquella cueva del Neolítico con reliquias solidificadas de los que llevaban tanto tiempo sepultados y habían vuelto a levantarse. Los graffiti satánicos parecían desvanecerse, como fotografías expuestas demasiado pronto a la luz solar. Pero la bengala también reveló atisbos de movimientos furtivos en las inmediaciones.
Dos arcos marcaban el final del vestíbulo, y bajo el manto de oscuridad que la bengala plegaba, Kyle vislumbró unas extremidades escuálidas corriendo al cobijo de las tinieblas. De debajo de sus pies llegaban gritos, gañidos y chiflidos que formaban un crescendo infernal un piso más abajo, cerca de la escalera. Se abrían y se cerraban puertas violentamente, una y otra vez, a modo de protesta, o por la excitación.
—Tenemos que encontrarla cuanto antes, Max. —Los días del Jed sonriente habían terminado. La situación actual finalmente había echado el cierre a su frivolidad—. Estamos en el ático. Chet tiene que estar en alguna de las habitaciones grandes. Hay doce. ¿Izquierda o derecha?
—¡Y yo que sé! —gritó Max.
—¡Dame una de esas bengalas! —bramó Kyle, y metió la cámara en la bolsa—. Tú encuentra la habitación. Max, en medio. Yo, la retaguardia.
Jed le tiró una bengala. Kyle la cazó y preguntó:
—¿Cómo demonios funciona esto?
—Enciende la puta mecha. Frótala como si fuera una cerilla.
—¡Están subiendo por la escalera! —alertó Max.
El productor disparó dos veces a ciegas hacia la oscuridad que acababan de dejar atrás.
—¡No dispare a lo loco, Max! —dijo Jed, y arrojó la bengala al rellano de debajo. Las sombras retrocedieron hasta que la combustión de magnesio chisporroteó en el mármol.
—¡Vamos! —bramó Jed.
Jed enfiló hacia el arco de la izquierda. Agachado, disparó dos tiros al techo del pasillo y una figura cayó y se estampó contra el suelo.
—¡Conmigo!
Jed continuó avanzado seguido por Max, casi pegado a su espalda. Cuando pasaron junto a la víctima de los disparos, Jed le aplastó el cráneo quebradizo con el talón de la bota para que dejara de retorcerse. Kyle contempló a la criatura que Jed había derribado del techo. Llevaba un vestido amplio tan sucio por el paso del tiempo y la sangre que la vetusta tela se había secado y apelmazado alrededor de una caja torácica abultada. Kyle desvió la mirada.
Moviéndose tan rápido como la prudencia les permitía, enfilaron por otro pasillo que comunicaba las cubiertas. Allí las puertas eran espléndidas: plumas de pavo real desplegadas en abanico coronaban sus marcos dorados y la silueta estilizada de una hermosa mujer en la madera lacada se contorsionaba alrededor de los picaportes.
Jed giró el pomo de la puerta de la primera suite del ático. Retrocedió y la abrió de una patada. El haz de luz de su linterna menguó y creció en la oscuridad antes de que entrara agachado y listo para disparar. Max lo siguió dentro. Kyle oyó que Jed decía:
—Dios mío.
Kyle permaneció en el pasillo, justo en el borde del vano, sujetando en alto la bengala que arrojaba chispas blancas. Con ella iluminaba el pasillo hasta el fondo, donde resonaban los chiflidos y los ladridos esporádicos procedentes de otro corredor que desembocaba en el pasillo. Si echaba la vista atrás, hacia el vestíbulo, podía ver el arco por donde habían entrado. Y una criatura correteaba alrededor del resplandor de la luz química que se dilataba y se contraía, encorvada y utilizando las manos como pies; con unas extremidades que eran delgadas como las patas de un perro. Kyle no le veía la cara, pero su cogote estaba pálido y de él colgaban cordones de pelo oscuro. Kyle apretó la mano alrededor de la empuñadura de la Gloch.
A su espalda oyó hablar a Max atropelladamente con Jed, o consigo mismo. Parecía desquiciado.
—En seguida beben sangre. Eso los mantiene aquí —dijo Max—. En Francia, los ángeles de Lorche incluso cultivaron los gustos de la ciudad durante el asedio. Se convirtieron en caníbales. Su sufrimiento era tan espantoso que marcaron el cielo, el aire, el mundo…
Kyle echó un vistazo por encima del hombro y vio bolsas de plasma colgando de una larga barra de acero con ruedas. La clase de barra que se ve entre bastidores en un desfile de moda. Bolsas de plasma de un banco de sangre, exprimidas pero tintadas, colgaban con unos tubos de goteo que alimentaban de nutrientes una especie de abrevadero, como para dar de mamar lechones. Junto a la barra había dos ancianas sentadas en sendas sillas blancas, una al lado de la otra, con los ojos vidriosos completamente abiertos.
—Hermana Gehenna y hermana Bellona. Las últimas de los Siete —farfulló Max—. Las más queridas por Katherine. Las más fanáticas… se entregaron. Incluso después de… —Max nunca acabó la frase; su voz se desvaneció en una desesperación jadeante.
A la luz estroboscópica, los dos cuerpos estaban vestidos con hábitos similares a los monjiles: los uniformes rojos de los Siete benditos de los Últimos Días. Cuando las bolsas de plasma se habían agotado, las hermanas habían sido drenadas hasta quedar en los tendones, las fibras y los huesos que ahora yacían sentados; vaciadas por una multitud de dientes partidos que les habían hecho incisiones en los brazos y las piernas escuálidos, y finalmente en las gargantas. Daba la impresión de que las hermanas habían dejado que la sangre manara libremente de sus muñecas, como unas madres diabólicas alimentando a sus crías. Pero todo parecía indicar que sólo había servido para facilitar una connivencia desesperada entre los muertos y los vivos; la fragancia herrumbrosa de su sangre añeja debía haber desatado el frenesí; cuyos resultados visibles doblaron las rodillas de Max. Jed tuvo que sujetar al productor para mantenerlo en pie y sacarlo a rastras de la habitación.
Mudos por el horror y la estupefacción, reanudaron la marcha en formación. Kyle caminaba hacia atrás mientras se preguntaba si se quedaría helado o bien explotaría con un arrebato cuando uno de ellos se precipitara hacia él por el pasillo o desde los amplios túneles penumbrosos. En esa habitación acababan de ver el final que les aguardaba si cometían un solo error en aquella oscuridad. Sus espiraciones eran ensordecedoras; los tres respiraban fatigosamente por las bocas abiertas para evitar el hedor nauseabundo.
«Ha estado recopilándolos», oyó decir Kyle a Max en la siguiente habitación amplia en la que irrumpieron. No hubo ninguna réplica en forma de disparos, de modo que debía estar despejada.
—Me cago en la hostia, Max. Necesitamos más potencia de fuego. Podría haber centenares.
En ese momento Kyle se volvió para mirar lo que en realidad no quería ver. Sin embargo, el vistazo inicial a la habitación resultó decepcionante. Cerró los ojos con fuerza y volvió a mirar. Parecía la sala de un museo; las tres paredes que podía ver estaban flanqueadas por vitrinas, y sus ojos suplicantes recibieron la visión de lo que parecían restos, fragmentos pardos, debajo de los cristales.
—Vestigios —dijo Max—. Artefactos de los inicios. De los recogidos por los ángeles de Lorche en Saint Mayenne.
Kyle asomó la cabeza por el hueco de la puerta y lanzó una ojeada a la primera vitrina. Vio un zapato horrendo; pequeño, chamuscado y puntiagudo. Junto a él había un blusón de talla infantil con manchas de un marrón rojizo. Y un poco más allá, una corona tallada burdamente en madera colocada sobre una cartulina blanca, como con veneración. Kyle se preguntó si habrían pertenecido a Lorche, el Padre de las Mentiras. La corona estaba rodeada por una serie de huesos ennegrecidos prendidos con alfileres de acero a un paño púrpura. «Las cartas celestiales. La lluvia de huesos negros».
Kyle devolvió la mirada a la zona del pasillo iluminada por la luz agonizante de la bengala. Un chillido de ira o de histeria perforó el lejano manto de oscuridad que cubría el pasillo a su derecha. Unas manos y unos pies huesudos aporreaban una de las puertas cerradas; un ruido que le revolvió el estómago mientras imaginaba toda esa ira desatada contra su cara. Apuntó hacia allí con su Gloch; el haz de luz de la linterna arponeó a una figura más escuálida que una persona famélica y desnuda como un recién nacido. Antes de que Kyle tuviera tiempo de disparar por primera vez en su vida, la criatura se golpeó el costado de una cabeza afortunadamente inclinada y se alejó a trompicones, con las piernas arqueadas cubiertas con las manchas marrones de la disentería.
—Están ahí —dijo Kyle hacia Jed cuando éste salió de la sala de exposiciones.
—Están en todas partes. Vamos. Hay diez suites más, según el plano. Quedan tres bengalas. Luego sólo nos quedarán las linternas. La cosa se pondrá fea entonces, chicos.
Un ruido que parecía emitir un niño angustiado les hizo detenerse frente a la puerta de la siguiente habitación.
—¡El niño está ahí! —chilló Max—. Tenemos que abrirla.
Jed intentó agarrar a Max con la mano que tenía libre, pero se le escapó el hombro del productor.
—¡Vaya con cuidado, Max! —Jed se hurgó un bolsillo lateral y extrajo de él una fotografía—. El niño. Asegúrese de que es el niño, Max. ¡Spielberg, aparta el culo! ¡Cubre el pasillo!
—No va a matar a un niño. ¡No! ¡No va a matar a un niño!
—¡Apártate, Spielberg!
—¡Vete a la mierda!
Max apretó los dedos alrededor del picaporte y abrió la puerta de un empujón. Jed se agachó para adoptar la posición de disparo.
«Un niño. ¡Un niño! No van a matar a un niño». Inconscientemente, impelido por una oleada de energía temeraria, y antes de darse cuenta siquiera de lo que había hecho, Kyle corrió hacia Jed y se arrojó con todo su peso contra su espalda. Aterrizó con las rodillas en el suelo y desde allí vio que Jed se tambaleaba hacia delante con un gruñido y penetraba en lo que los destellos de la linterna de Max sugerían que era una lujosa suite: una habitación de tonos púrpura y con una cama enorme. En todas las paredes había espejos gigantescos que reflejaron su entrada caótica y multiplicaron la luz de la linterna.
Los gemidos infantiles se acallaron y dieron paso a unos gruñidos caninos. Max soltó un grito ahogado de estupor, y a continuación un chillido, cuando una criatura abandonó la cama de un salto y se abalanzó sobre Jed, quien quedó atrapado bajo una boca frenética y unas garras afiladas; los gruñidos del agresor eran más terribles que las sacudidas de su cráneo mustio.
Jed gritaba. Las patas mugrientas le escarbaban la barriga, como si la criatura fuera un gato hambriento tratando de vaciar el abdomen de su presa. Un fluido oscuro brotó y se extendió por la cara de Jed, al tiempo que la criatura, con la piel curtida y con el cuerpo de un niño de diez años, parecía hacer una gárgara en su cuello.
En medio del horror y la parálisis que lo dominaban, Kyle oyó los golpazos y las sacudidas de extremidades huesudas en el pasillo, como si hubiera aparecido una multitud que se precipitaba hacia la habitación. Jed disparó un tiro que atravesó el cráneo que estaba desgarrándole el cuello. Se levantó en silencio, con la boca abierta y una mano apretada contra la garganta pringosa y negra. Sus miradas se encontraron, y Kyle no vio en el rostro de su compañero más que miedo y dolor. Max volvió a gritar cuando una horda de cuerpos escuálidos atravesó correteando la puerta y se metió en la habitación con ellos.
Kyle cayó contra la pared junto al cabecero de la cama. Recordó que tenía una pistola y levantó el arma. Iluminó a Jed en el suelo con la linterna Maglite instalada en la pistola. Dos figuras irregulares correteaban por el agitado haz de luz blanca y gruñían alrededor de su presa. El grupo no se inmutó ante el disparo de la Gloch de Jed, y entonces éste dejó de moverse a voluntad.
Max chilló y disparó a la multitud congregada en el suelo. Falló. Los Amigos de Sangre hundieron sus dedos como garras en la alfombra y tiraron del cuerpo sin fuerzas de Jed, lo sacaron de la habitación y se lo llevaron de regreso a las profundidades de las tinieblas.
La linterna de Kyle alumbró la huida apresurada de las criaturas, pero él no pudo apuntar el arma ni apretar el gatillo a tiempo hacia aquellas criaturas, no más grandes que un niño, que arrastraban el cuerpo de un hombre corpulento como si fuera un juguete por el suelo de la guardería. Kyle se llevó la mano al cinturón para coger otra bengala y se dio cuenta de que las tres últimas estaban prendidas del cinturón de Jed.
—¡Tenemos que largarnos de aquí! —exclamó el productor.
La cara de Max era un trozo de carne temblorosa alrededor de una boca abierta. La baba le colgaba del labio inferior. Huyó de la habitación y dejó a Kyle pegado a la pared, inmóvil como una lámpara de pie art déco.
—¡Max! —gimoteó Kyle cuando recuperó la voz.
Los pies de Max retumbaron en el pasillo en su carrera hacia el vestíbulo, directo hacia un coro de chillidos aviares. Los disparos resonaron en una rápida sucesión. Se oyó un ruido de tirones y golpes a continuación de la salva.
Kyle corrió a la puerta y dirigió la linterna acoplada a su pistola hacia su derecha, y vio brazos agitándose con desesperación y manos pringosas escarbando en la oscuridad sobre la presa recién capturada: Jed. Se alzó una cara sucia y mostró a la antorcha sus ojos blanquísimos y la frente forrada de carne apergaminada, y emitió un chillido sibilante antes de devolver su atención al asunto truculento que la ocupaba sobre la alfombra empapada.
Kyle se volvió a su izquierda. Siguió la magra franja de luz de la Maglite de su pistola y se le cortó la respiración. El vestíbulo de repente parecía la grabación del infierno realizada por una cámara de un circuito cerrado de televisión iluminado por un único rayo de luz: figuras penumbrosas en las paredes, el suelo y el techo, dientes repugnantes y ojos en blanco como bolas de billar retorciéndose alrededor de Max y su diminuta pistola, que seguía rugiendo y destellando con la desesperación del pánico. Kyle bajó la mano que empuñaba la pistola y el vestíbulo se sumió en tinieblas.
Su cabeza le gritaba: «¡Lárgate! ¡Lárgate! ¡Lárgate! ¡Lárgate!». Tenía que salir de allí. Se agachó en la oscuridad, todavía en el vano de la puerta, y reunió las fuerzas que le quedaban para sofocar un grito y evitar que su cuerpo saliera disparado y emprendiera una carga arrebatada contra aquel montón de huesos que revoloteaban en la oscuridad. Sacó la cámara de la mochila y activó el modo nocturno. Apagó el foco. «¿Hacia dónde?», se volvió con la cámara y miró a través del visor los restos de Jed.
El mundo en el visor era de una oscuridad submarina: verde y negro, con zonas de luminiscencia blancas. Vio cómo se aproximaba otro Amigo de Sangre por el suelo, a cuatro patas, desde el fondo del pasillo, vestido con un variopinto atuendo irreconocible, compuesto por una mortaja sucia y lo que debía haber sido la ropa de Chet; se las había ingeniado para meterse en un traje masculino. La figura saltó como un leopardo abalanzándose sobre las ancas de una gacela, alcanzó a su presa y cayó sobre ella, y empezó a patear y a desgarrar la figura pringosa de Jed. Kyle no se sentía las piernas; sus ojos desorbitados grababan llenos de lágrimas.
Sin embargo, el trío de Amigos de Sangre estaba demasiado ocupado con los despojos de Jed para percatarse de su nerviosismo, a pesar de que estuviera tan cerca en la oscuridad. Ésa era la única razón por la que seguía vivo. Kyle se dio la vuelta intentando mantener en su sitio el contenido de su estómago, y enfiló tambaleándose hacia el vestíbulo, utilizando la cámara como ojos para comprobar si la escalera estaba despejada.
Pero se detuvo con una sacudida antes de haber avanzado cuatro pasos. Max no había llegado demasiado lejos ni despejado ninguna ruta para la huida.
Y en un primer momento, Kyle no tuvo muy claro si los gruñidos y los chillidos eran producidos por Max o por la mole pálida pero poco definida que debía haber llegado poco antes o había estado escondida allí para agarrar a Max de los pies cuando éste corriera hacia la escalera. Una criatura del tamaño de un oso erguido sujetaba en alto el cuerpo diminuto del productor ejecutivo, ansiosa por unirse al festín. Otros gruñidos, cacareos y gritos de júbilo salvaje brotaban de la melé de escuetas siluetas famélicas y resonaban en el vestíbulo del segundo piso, y acompañaban los sonidos de suavizador para navajas húmedo y de cartílagos reventados que producía el cuerpo minúsculo de Max debido a lo que fuera que estaban haciéndole.
La definición de la visión nocturna no alcanzaba más allá del inicio de la escalera, donde se desvanecía; pero sobre la figura osuna la visión nocturna encontró un hocico húmedo a la altura de la cabeza; y debajo de él, la barriga ennegrecida de una cerda, con las tetillas húmedas de salmuera.
Al chorro terrible que brotó debajo de su mole siguieron unos resoplidos inhumanos y la dentellada desgarradora de una boca que se hundió en el fragmento pringoso que se desprendía de su presa. Kyle también vio, a la luz vibrante y débil del visor, la imagen de dos pequeños ojos negros, hundidos en una cabeza llena de pelo oscuro. De lo que parecían unas fauces húmedas salió un gruñido. Los colmillos estaban embadurnados de fluidos; algunas partes de la mole estaban envueltas en vestigios de harapos; la criatura estaba erguida y engalanada con lo que podían haber sido los jirones del traje de un obispo depuesto cuatro siglos antes. Y cuando el Cerdo Impío se tambaleó sobre sus patas traseras, alrededor de los blasfemos hierofantes de Saint Mayenne, la congregación de espantapájaros empezó a chillar y a aullar, y alzó sus manos descarnadas en el aire con un vigor renovado, para cazar los fragmentos que caían del festín que estaba desarrollándose sobre sus cabezas.
Los finos pies de Max se sacudían, o aun lanzaban patadas, hasta que los gruñidos porcinos fueron silenciados por el alarido final de un hombre vivo abierto en canal. La segunda manifestación de agonía y terror de Max sólo sirvió para alimentar el frenesí grotesco de las figuras que seguían arremolinándose en el vestíbulo como arañas, procedentes del piso de abajo y de la oscuridad del otro arco. Maximillian Solomon se había ido, ya no existía; había encontrado su final intentando poner fin a lo que había empezado inconscientemente en 1967.
Más preocupante era que el vestíbulo y la escalera estaban bloqueados. Nada alcanzaría vivo aquella escalera. Lo poco que todavía quedaba de raciocinio en una cabeza que le daba vueltas por culpa de las náuseas y el pavor le dijo que tendría que correr en el otro sentido, atravesar los restos de Jed y pasar entre las criaturas ocupadas en su camarada caído. La idea hizo que todo su ser se estremeciera y que su rostro se contrajera por unas lágrimas que no había tenido tiempo de derramar. El pánico lo sacudió. Sabía que tenía que huir ya, a algún lado, adentrarse en la casa, pero sólo alcanzaba a luchar contra el impulso desesperado de sentarse y seguir temblando hasta que fueran por él.
Fin. El final. Aquí llega su final. Katherine gana. Se mete en el niño. El niño. Otro niño. Kyle gimoteó. Y entonces se serenó con una sacudida en el instante mismo que una idea clara emergió de la vorágine de su mente.
Sujetó la cámara con una mano, levantó la Gloch y apuntó al alboroto de chillidos del vestíbulo; apuntó a la mole poco definida y habló en voz alta, aunque no estuvo muy seguro de lo que dijo ni a quién se dirigió. Actuó siguiendo un instinto con el que a duras penas podía contar ya, pero Kyle afirmó las piernas separadas y disparó cinco veces en dirección a lo que se alimentaba con tanto ahínco y tanta avidez en la oscuridad, al final del pasillo.
Sonó un estruendo vibrante cuando la enorme figura se desplomó en la penumbra. Un grito perforó los tímpanos de Kyle y luego le taponó los oídos como si se los hubiera tapado con unas manos enguantadas. En el visor trepidante de la cámara, los flancos cubiertos de pelo negro del cerdo se estremecieron sobre el fondo de luz pálida, entre las paredes de un blanco verdoso, que retemblaron como si hubieran recibido un golpe. Pero la mole pringosa, que había estado tan ocupada en los despojos de Max, giró pesadamente en el suelo y se levantó tambaleante sobre lo que podrían haber sido cuatro patas, todavía con los restos del viejo Max apretados contra la barriga.
Al instante, la mole herida estuvo envuelta por un enjambre extremidades escuálidas y garras que hasta entonces sólo habían sido capaces de arañar y agarrar a la presa que sostenía encima de ellos. Kyle apartó la mirada y la cámara cuando los viles feligreses arrancaron los primeros fragmentos de su Cerdo Impío.
Retrocedió hasta la habitación donde Jed había caído. Todavía estaba atrapado. En el vestíbulo estaba representándose una orgía de dolor y descuartizamiento; y a su espalda, los viejos amigos seguían afanados en llegar hasta los huesos pringosos de Jed. Sin embargo, sus esperanzas se cumplieron, y los agresores de Jed empezaron a levantarse, distraídos de su cada vez más escaso botín por el alboroto del nuevo frenesí que llegaba del vestíbulo. En el visor de la cámara, Kyle vio tres cabezas oscuras emergiendo, tal como hacen hienas, de la caja torácica de una presa, aullando, en la sabana africana. Sus rostros estaban manchados, pero Kyle leyó en sus ojos blancos el deseo de saciar su apetito irracional en otro lugar, de alimentarse de nuevo utilizando sus dedos repugnantes y los escasos dientes negros que conservaban en la boca. Al ver que las criaturas se distraían y enfilaban correteando con impaciencia por el pasillo, y que las tenía justo al lado de las puntas de las botas, Kyle pensó en meterse el cañón de la pistola en la boca. Sin embargo, pasaron de largo y corrieron dando tumbos hasta el vestíbulo, donde el cerdo derribado gruñía y pataleaba y se balanceaba en medio de la melé de huesos ancestrales.
Kyle pasó de la aflicción y la desesperación más absoluta a un estado de esperanza desquiciada, y antes de que fuera consciente de que estaba moviéndose, ya estaba alejándose renqueando del lugar donde una multitud de figuras precarias mamaban acuclilladas en el suelo.
Se detuvo a un metro de la silueta hueca de Jed tendida sobre la moqueta del corredor. La contempló a través del visor, e intentó no ver, y luego olvidar, lo que quedaba de Jed, con un único ojo que seguía con la mirada fija en el techo. Buscó las bengalas: una estaba partida, las otras dos, mojadas, pero enteras, y todavía enganchadas al cinturón desprendido del cuerpo de Jed. Kyle las cogió y las secó en sus pantalones, apretando los dientes para sofocar el deseo de llorar.
Soltó la cámara y dejó que le colgara libremente de la correa por debajo del hombro. Aferró la Gloch y encendió todo lo rápido que pudo una bengala sujeta entre las rodillas. La levantó por encima de la cabeza a tiempo para ver tres figuras en el techo, procedentes del vestíbulo y con las bocas negras de sangre, que lo acechaban.
Kyle enfiló dando tumbos hacia el extremo del pasillo, lanzando miradas por encima del hombro hacia las criaturas que se habían detenido y que se tapaban los rostros por el estupor y el dolor que les causaba la bengala. Kyle giró a la derecha. Recordó lo que Jed había dicho sobre que había doce habitaciones. ¿Cuántas habían examinado? «Una, dos, tres».
—¡Mierda!
Tendría que entrar en otras nueve antes de agotar las dos bengalas. En el cargador montado en la Gloch todavía quedaban nueve balas… creía. ¿Debería volver quizá al cuerpo de Jed y coger su arma y los cargadores de repuesto? Pero acababa de estar allí y no había visto armas ni munición. La pistola de Jed podía estar en cualquier lugar a lo largo del pasillo, o incluso en la última habitación que habían registrado, donde Jed había caído. Y sin las gafas de visión nocturna, cuando se quedara sin bengalas tendría que sujetar otra vez la cámara con una mano y mirar a través del visor al tiempo que disparaba a las criaturas escuálidas y ágiles; estaría muerto en cuestión de segundos. Él no tenía puntería con la pistola; escapar luchando no era una opción. Siguió adelante.
En el largo corredor que atravesaba la parte trasera de la vivienda vio tres puertas; debía haber otras tres a continuación; tres más en la parte delantera, en el lado opuesto del vestíbulo del que habían explorado. Pensó en lo que había esperándolo allí y se sintió desfallecer. ¿Dónde podía estar Chet? «¿Dónde, dónde, dónde?». Max había afirmado que acabaría con él. Los alaridos y los chillidos resonaban procedentes de los restos del cerdo, todavía capaz de gruñir, en el otro lado de la mansión, y penetraban en la oscuridad del pasillo que se extendía frente a él. Kyle vaciló. Miró a su alrededor.
—¡Mierda!
«Una puerta. Prueba una puerta. Cualquiera». La primera estaba cerrada con llave. La bengala ardía con una luz parpadeante. Corrió hasta la siguiente y tiró del picaporte: cerrada.
—¡Joder!
La tercera se abrió y la empujó con una patada. Kyle se volvió hacia el pasillo y echó un vistazo a izquierda y a derecha. Paredes, techo y suelo serían muy pronto una autopista con un tráfico horrendo; oyó que los aullidos provenían ahora de ambos lados, apoyados por un correteo resuelto a través de las tinieblas. El banquete del vestíbulo debía estar agotándose. Plantar cara y luchar era inviable. No tenía otro lugar adonde ir. Sintió el impulso llamar a gritos a su madre.
En vez de eso, Kyle introdujo en la habitación la bengala, que empezaba a dar muestras de agotamiento, y vio que era amplia. Estaba llena de sillas colocadas de espaldas a la puerta. ¿Habría alguien sentado en ellas? Gimoteó. La luz de la bengala se extinguió. Consiguió encender la segunda al tercer intento. La luz brotó con intensidad, chisporroteando y despidiendo humo, con una blancura hermosa. Y entonces Kyle oyó que la ola envolvente de huesos mugrientos que se acercaba por el pasillo se detenía, y a continuación emprendía una retirada aceptada a regañadientes y provisional.
Kyle entró en la habitación con el brazo que sostenía la pistola extendido y sujetando con el otro la bengala en alto y separada del cuerpo, y cerró la puerta de un portazo con el pie. Se adentró en la estancia, pasando entre las sillas. Y se quedó mudo al descubrir lo que había sentado con la espalda recta y sonriendo dentro de la habitación en la que él mismo se había encerrado.
No supo por qué gritar primero, pues había muchas cosas por las que gritar, y se encontró reducido a un trozo de carne sin fuerzas que permanecía inmóvil, mudo y boquiabierto.
Tardó varios segundos en darse cuenta de que ninguna de las figuras sentadas se movía. El público que se mantenía derecho en las sillas blancas, o que tenía anudados pañuelos de seda que le fijaban la postura, llevaba mucho tiempo muerto. Los individuos eran en su mayor parte huesos. Unos pocos tenían dientes, largos dientes equinos, todavía amarillos, que sobresalían de unas bocas cartilaginosas. Allí donde todavía existía la carne, era como cecina seca preservada en un lugar polvoriento y sin ventilación. Las cuencas oculares estaban vacías, y las narices habían desaparecido en un pasado remoto. Y sin embargo, los habían llevado allí. ¿Para qué? Para sentarlos como el público de un espectáculo en las sillas del comedor; un hecho que explicaba las mesas vacías que habían encontrado abajo.
Los silenciosos y fragantes cadáveres permanecían sentados de cara a las dos camas que había al fondo del ático. Kyle se había olvidado de respirar, hasta que un jadeo brotó de su interior mientras se adentraba en la habitación. Las paredes estaban totalmente revestidas de tela púrpura, satinada por la luz de la bengala. Quizá todavía estaba hiperventilando por la atrocidad que había dejado fuera, al otro lado de la puerta y a su espalda; el continuo espectáculo de horror que había marcado su progreso desde el primer día de grabación en Londres hasta el ático de una mansión en San Diego. Siguió la línea invisible que partía de las órbitas oculares que lo rodeaban y enfiló hacia las camas.
—No, Dios mío —dijo para sí y para el mundo, que jamás debería contemplar, en ninguno de sus confines, por muy remoto, olvidado o dejado de la mano de Dios que fuera, cosas así.
Y recordó vívidamente sus propias noches angustiosas, cuando también él se había elevado de su cama durante una pesadilla aterradora, como poseído por un intruso nocturno que modificaba sus dimensiones con extremidades, manos y pies de otro. «Este otro». En la gran cama, dentro de una especie de tienda de campaña de plástico transparente que lo protegía y protegía los paneles blancos del instrumental del aire de la habitación y de los que se hallaban dentro de ella, sentados tiesos como cuerpos embalsamados en las sillas blancas, Kyle sólo pudo distinguir la figura imprecisa del cuerpo devastado.
No tendría que haber podido ver las plantas de sus pies de marfil, ni sus nalgas marchitas como higos secos, ni las largas extremidades con las manchas del carcinoma, ni esos brazos que caían debajo del resto del cuerpo y las piernas que sobresalían rectas. Tampoco tendría que haber visto la cabeza sin pelo, amarilla por la ictericia, y la tez adherida a los huesos. No debería haber visto nada de eso, pero el cuerpo se elevó en el aire y quedó suspendido un metro por encima de la colcha, colgado de unos hilos invisibles, como un títere en posición horizontal, y Kyle pudo ver los restos devastados de un ser humano en toda su atrocidad.
Unas manos y unos pies duros aporrearon la puerta a su espalda. Kyle se volvió. La puerta se abrió de golpe y la multitud alborotada congregada en el pasillo merodeó por las inmediaciones del vano de la puerta. Las cabezas truculentas se volvían hacia el interior de la habitación y rápidamente apartaban la mirada de la odiosa luz de la bengala, cada vez más débil, que los mantenía alejados. Pero muy pronto, cuando la bengala se apagara, las criaturas entrarían y él sucumbiría. Encontraría su final entre las sillas ocupadas por los que ya estaban muertos. Su muerte no sería filmada. Ni documentada. Jamás se contaría.
Y entonces lo entendió; aquellos montones de harapos y huesos instalados en las sillas tal vez habían sido sus seguidores en el pasado, el rebaño de Katherine. Los frutos secos de sus antiguos fieles. Los que habían cometido la temeridad, la audacia imperdonable de abandonarla. De rechazarla. Quizá los cadáveres mudos eran las víctimas desenterradas de la granja y de la mina de cobre, los que habían huido, los desaparecidos que habían sido perseguidos y ejecutados y llevados a otro lugar, o los desenterrados de una tumba cualquiera sin señalizar donde ella los hubiera sepultado. Otra exposición, pero en este caso tan exclusiva que estaba ubicada en los aposentos reales de una reina. Secos, cadavéricos, sin ojos, incluso en la muerte, aquellas cáscaras de los descarriados debían haber sido traídas contra su voluntad para sentarlos en las sillas. Testigos. Venganza. Con la que se regodeaba aquella cosa de la cama gigante. Incluso en la muerte, y tras sufrir un final espantoso, volvían a ser congregados ante su reina para que presenciaran sus milagros impíos, su monstruosa vanidad; porque todos estaban a su servicio, por toda la eternidad.
En el pasado había sido una dama corpulenta, una embaucadora segura de sí misma, una psicópata formada en la Cienciología, incluso una mujer, aunque una que se había coronado a sí misma como reina eterna del polvo y la condenación y la destrucción de la inocencia. Un espíritu terrible que se había introducido en un niño y se había convertido en aquel hombre devastado por la enfermedad, aquella carcasa que había acabado reducida a un esqueleto afeminado por los excesos de un parásito.
Después de todo lo que había visto, Kyle lo quiso muerto. Antes de que por un camino oculto y espantoso pudiera llegar a él, al cuerpecito envuelto por sábanas de seda blancas que yacía en la cama vecina, en la que se distinguía la pequeña cabeza oscura de un niño apoyada sobre gruesas almohadas.
El niño se movía debajo de las sábanas, pero no estaba despierto. Sus movimientos eran irregulares, sacudía los pies debajo de las mantas, farfullaba. Parecía inmerso en alguna clase de lucha. Quizá en una batalla contra un visitante de una naturaleza extraña y que quería volver a alzarse.
Kyle intentó entrar en la tienda de campaña de plástico. Estaba sellada. Retrocedió y se situó al lado del cubículo, en una posición que le permitía ver los costados de su ocupante suspendido en el aire, y apuntó. Y disparó, disparó, disparó y disparó a los restos devastados de Chet Regal que levitaban sobre la cama. Y siguió disparando hasta que vio que la figura demacrada se sacudía, se sacudía y se sacudía; y luego cayó, más con un repiqueteo que con un ruido sordo, sobre la cama, donde empezó a verter sangre negra.
Kyle desgarró el plástico con los pies y las manos aprovechando los orificios de las balas hasta que estuvo dentro del cubículo, a los pies de la cama, donde el cuerpo acribillado se estremecía y resollaba. Un monitor emitía una estridencia monótona de alarma en la cabeza de la cama. Kyle se volvió hacia el chico, que también se había incorporado, empapado de sudor y mascullando. ¿Habría conseguido pasar a su cuerpo?
El chico miró detenidamente a la figura que agonizaba en la gigantesca cama. Los ojos del moribundo se abrieron, y Kyle vio en el azul ultramarino de sus iris un levísimo rastro del guapo actor, Chet Regal, el hijo adoptado. El receptáculo para la hermana Katherine en 1975, durante la primera Noche de la Ascensión desde el asedio de Saint Mayenne en 1566. Kyle escrutó los ojos de la que el desdichado Irvine Levine había llamado la «madre de la abominación».
Chet Regal abrió la boca e intentó hablar. Una garra más que una mano se sacudió hacia él. La cabeza asomó de las sábanas cada vez más oscuras. Escupió sangre sobre la barbilla. Sofocó un ruido tan doloroso y atroz que Kyle quiso apartar la mirada. Gargareó. En sus ojos pareció entonces manifestarse una comprensión tan espantosa que de su garganta brotó un débil grito gutural, colérico, pero que al instante se convirtió en un alarido de desolación.
—Emperador… reino… mil —gimoteó.
Para asegurarse de que eso nunca ocurriría, Kyle le vació la Gloch en el rostro a menos de diez centímetros de distancia. Hasta que en su lugar ya no quedó ni rastro de una cara.
La luz de la bengala ya se extinguía y Kyle se volvió para ver qué entraba en la habitación para acabar también con él.
Tres filas de restos humanos sentados en las sillas continuaban mirando a Kyle con sus órbitas oculares vacías. Kyle imaginó por sus bocas abiertas que estaban ovacionándolo. La luz de la linterna reveló que detrás de ellos, el ajetreo frenético de los Amigos de Sangre había desaparecido del hueco de la puerta. En la mansión reinaba el silencio. Estaba vacía.
El chico de la cama parecía tener fiebre, estar delirando con los ojos cerrados. Kyle empezó a llorar. No sabía por qué, pero pidió perdón al niño. Tal vez porque cuando despertara vería muerto a su padre, o su madre sustituta, o lo que fuera que había a su lado con un aspecto tan salvajemente devastado. Quizá lo mejor sería llamar una ambulancia. Ya debía de haber una de camino. Tal vez también la policía; se habían producido muchos disparos. Kyle recorrió la habitación con la mirada. «¿Qué hago?».
Se sentó con las piernas cruzadas y jugó a pasear el haz de luz de la linterna acoplada a una pistola vacía por los rostros de su público de cadáveres. Se preguntó si lo creerían siquiera; si creerían lo que había visto y hecho y lo que sabía. Sus ojos deambularon por el final de Max. La escena final de la película. ¿Le creería alguien? Que había disparado a Chet Regal repetidas veces mientras estaba encarnándose en su hijo adoptado. Que Regal en realidad no era una estrella del cine, sino una mujer que se hacía llamar hermana Katherine, líder de El Templo de los Últimos Días, cuya línea de sangre se remontaba a los Amigos de Sangre del siglo XVI en Francia.
—Dios mío.
El catálogo de su perdición se reproducía con una claridad inesperada en su cabeza. Sintió tanto frío que empezó a temblar. Porque las autoridades encontrarían a los últimos de los Siete en una habitación: las hermanas Gehenna y Bellonna, dos ancianas a las que unas bocas, ahora invisibles y a las que no se les podía imputar ninguna responsabilidad, les habían vaciado de sangre los cuerpos. Unas bocas cuya existencia era imposible de acuerdo con la ley natural. Max ya no estaba para apoyarle. Ni Jed. Sus restos también estaban fuera. Los huesos de Max, si es que aún quedaba algo de él, incluso podrían ser encontrados mezclados con los restos de un cerdo envuelto con un vetusto hábito eclesiástico.
—Por el amor de Dios —dijo hacia las figuras sin ojos y boquiabiertas sentadas en las sillas art déco blancas.
Esa noche tenía un buen público. Muy paciente. Kyle se echó a reír. No estaban Susan, ni Gabriel, ni Marta para defender sus actos.
Devolvió la mirada a la puerta. Se encendió un cigarrillo y se secó los ojos. Se escribirían best sellers de la literatura de investigación criminal sobre sonidos de perros y cerdos en la mansión de un famoso, días antes de un tiroteo, tras el cual se habían encontrado varios cuerpos. Sólo él y el niño serían encontrados vivos dentro de la vivienda vacía. El niño había estado inconsciente y había sufrido unas pesadillas horrendas mientras se desarrollaba la matanza. «Enternecedor». La policía y el FBI mirarían los copiones de las grabaciones y hablarían con Dan y le interrogarían. Luego hablarían y le interrogarían una y otra vez a él, durante años, en la cárcel. «Décadas». Lo estudiarían como habían estudiado al asesino de la mina de cobre el Roble Azul, el hermano Belial. La historia se había repetido de una manera idéntica, y terrible. Todas las pistas conducían a él. El obsesivo director de cine, arruinado y lleno de rencor, que investigaba El Templo de los Últimos Días. Su monólogo final a cámara, explicando la locura conspirativa de la conexión entre Chet y la hermana Katherine, no dejaría lugar a dudas. Los respetables ciudadanos Conway y Sweeney, policías condecorados, confirmarían su ferviente interés en el tema.
Él había sido manipulado por Max, y Max y los supervivientes habían sido perseguidos y eliminados por Chet, quien había sido utilizado por Katherine. La rueda kármica no sólo había girado sino que lo había hecho al revés.
Con la resignación de un condenado cuando ha conocido la sentencia, Kyle meditó sobre los cuadros de Amberes y la historia que el pintor quiso contar. ¿Podían ayudarlo a salir de allí? Los santos de la mugre. La obra se creía perdida, ahora imposible de localizar, en posesión de una familia de custodios belga a la que ni siquiera podía poner un nombre.
Estaba jodido. Soberanamente jodido. Iba a acabar en San Quintín con Charles Manson, que todavía estaba vivo. Podrían pasear por la sala común con los monos de color naranja y los tobillos esposados mientras charlaban del «White Album». Pero antes, ¿le obligarían a relatar su historia en el juicio? ¿Se emitirían sus grabaciones en todos los rincones del mundo? La policía buscaría pistas en los copiones de Clarendon Road, Normandía y Arizona, y escucharía las extrañas entrevistas, contemplarían las oscuras imágenes en que se entreveía a las criaturas, pero las considerarían fruto de los efectos especiales, antes de que las grabaciones fueran almacenadas en un depósito de pruebas.
El espectáculo de terror de un hombre demente. Algún día alguien rodaría un documental sobre la grabación del documental, sobre cómo su obsesión y sus ideas delirantes habían desembocado en un asesinato en masa; en un baño de sangre que incluía a un famoso y al personal a su servicio. Todo cruzó su cabeza como una película a cámara rápida.
Sumido en ese estado de ánimo, Kyle miró la pistola y volvió a preguntarse si debería meterse el cañón en la boca y apretar el puto gatillo. Pero la pistola estaba vacía.
—Mierda.
Apagó el cigarrillo y se lo guardó en el bolsillo.
Al cabo se levantó, encendió otro cigarrillo e hizo lo que mejor sabía hacer: levantó la cámara y empezó a grabar la habitación en modo nocturno. Cuando estuvo junto al cuerpo sin vida de Chet, ese faraón sin sarcófago, dijo unas palabras para una película que nunca incluiría su escena final:
—Tal vez Max tenía razón. Veneramos a los narcisistas. Porque quizá las mayores estrellas son aquellas que derraman océanos de sangre por su propia inmortalidad. Los monstruos que se consideran inmortales. Los que se creen dioses. Serán tiranos, seguro. Pero nunca dioses.
Los Amigos de Sangre habían desaparecido del ático, pero permanecían sus marcas, lo mismo que su hedor. De los que habían muerto durante la batalla sólo quedaban sus huesos miserables. Pero Kyle grabó todo; aunque no sabía con certeza por qué. Quizá porque no era capaz de sacarse de la cabeza la idea de que era la última escena de su película definitiva. Su obra maestra. Su legado. La edición del director, que sería requisada para pasarla en los tribunales y los depósitos de pruebas.
Cuando encontró al pobre de Jed, limpió la empuñadura de la Gloch y la dejó junto a la mano que le quedaba al asesino contratado por Max. Y al llegar a los restos que supuso que eran del productor, no encontró cerdo alguno, no había ni rastro de un Cerdo Impío. Pasó por encima del revoltijo de huesos, polvo y harapos sin decir una palabra y enfiló por la escalera.
Una vez que estuvo en la planta baja, apagó el modo de visión nocturna de la cámara y deambuló tranquilamente de habitación en habitación. Con un poco de suerte podría grabarlo todo antes de oír las sirenas acercándose.
Cuando se le agotó la batería, salió por el agujero en el cristal y se sentó al sol en el patio. Se encendió un cigarrillo y se bebió la última botella de agua. La cabeza le palpitaba con fuerza y le escocían los ojos. Tenía el pelo endurecido por el sudor seco. Estuvo a punto de vomitar.
No se oían sirenas.
Nada.
Nadie venía.
Regresó por el camino de entrada de la mansión y trepó la puerta con la cola de pavo real. Esperó en la calle. Sin embargo, seguía sin suceder nada ni nadie se acercaba a él con unas esposas. Oyó cigarras y grillos, pero no sirenas; ni siquiera el motor de un coche. Las estelas de humo de tres aviones estriaron el cielo azul. Decidió que debía llamar para que fueran a sacar al niño del ático; no tardaría en necesitar ayuda, quizá para el resto de su vida. Sacó el móvil de la mochila.
Y entonces a Kyle se le ocurrió otra idea. De una manera tan repentina que dio un grito ahogado.
Sonrió, como si lo hiciera por primera vez en su vida. Si nadie había oído los disparos y los gritos que salían de la enorme mansión sellada a cal y canto, tal vez nadie estaba de camino para arrestarlo. Kyle se volvió hacia la puerta. No había alarmas activadas. No había habido un circuito cerrado de televisión vigilando. Las ambulancias vendrían cuando él las llamara para el niño, pero si realizaba la llamada desde una distancia segura, de manera anónima, los médicos se pondrían en contacto por radio con la policía en cuanto llegaran allí, pero Kyle no tenía por qué quedarse para explicar el desastre imposible que se encontrarían pegado a los zapatos.
Dio una larga calada al cigarrillo, y mientras el humo salía de su boca y pasaba frente a sus ojos, siguió recorriendo el sendero marcado por sus pensamientos. Era posible incluso que nadie lo relacionara con la carnicería. No quedaba demasiado de Max y, de todos modos, en Estados Unidos no tendrían archivado su ADN ni su historial dental. Además, Max habría borrado u ocultado astutamente cualquier cosa que pudiera relacionarlo con el asesinato de Chet. ¿Y quién podía relacionar a Kyle con Jed? Conway y Sweeney no sabían que Chet era el niño limpio. ¿Y quién más quedaba vivo que estuviera al tanto del desarrollo de la producción del documental? Dan, Finger Mouse… De modo que sólo sus colegas en Inglaterra. Por lo tanto…
—¡Dios mío!
Kyle llamó desesperadamente al número más reciente de la lista de llamadas.
—¡Finger Mouse! —dijo cuando le respondió una voz somnolienta—. ¡Joder, gracias a Dios! Dime que no has subido la película a la red. ¡Por lo que más quieras! ¡Dime que no la has subido!
Fin