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MOTEL EL OASIS, SAN DIEGO

25 de junio de 2011. 19.00 horas


—Quiero contarles una historia.

Tendido en la cama, Kyle gruñó y se frotó los ojos con las manos.

La comida para llevar incluía una botella de Johnny Walker etiqueta roja y Coca-Cola, tan fría que le abrasó la lengua. Planeaba comerse la hamburguesa, beber todo el whisky que pudiera y luego dormir mientras Max y Jed hacían guardia. Esa noche iba a ser él la «estrella», y se sentía tan ofendido, malhumorado e irascible como solía estarlo la estrella durante una grabación. El antifaz para dormir de American Airlines también iba a tener su momento; tres lámparas portátiles que Max había traído de Inglaterra habían convertido la habitación del motel en un desierto al mediodía.

La visión de tres camas en la habitación había irritado a Kyle a la llegada. Otra señal de hasta qué punto Max estaba convencido de que Kyle acabaría por aceptar todo lo que él quisiera. Y sin embargo, allí estaba: agotado, nervioso, aterrorizado, sin entender nada, pero por alguna razón todavía en el juego. Nada había cambiado. Las otras dos camas estaban ocupadas por sendas montañas de equipo del otro tipo, como si no fueran a utilizarlo para el propósito con el que se había fabricado. La habitación debía haber sido diseñada para una familia, grupos de gente joven, o una cuadrilla de agentes del FBI inmersos en una operación de vigilancia. Max y Jed le habían cedido la cama junto a la ventana, en la que inmediatamente se había dejado caer.

Kyle volvió a mirar disimuladamente de arriba abajo a Jed. Seguro de sí mismo y campechano por naturaleza, Jed, vestido con el uniforme anodino de un turista corpulento, se había encontrado con él en la terminal de llegadas del aeropuerto y se había presentado con un doloroso apretón de manos. Luego lo había llevado en coche hasta el motel sin abrir la boca, donde un inopinadamente revitalizado Max esperaba para esbozar una enorme sonrisa de satisfacción. La oreja del productor ejecutivo seguía siendo un manguito de gasas, y los puntos de la mejilla ahora estaban totalmente ocultos debajo de esparadrapo y discos de algodón. El conjunto le hacía parecer una víctima de la cirugía plástica.

Tras una ronda de saludos muy poco sinceros del productor ejecutivo, se produjo una segunda presentación adornada de Jed, quien incluso se refirió a sí mismo como «las fuerzas especiales de Max», antes de que Max y él volvieran a sentarse en sus sillas junto a una pequeña mesa que había debajo de la televisión colgada de la pared. «Volvemos al trabajo y no hace falta que te sumes a nosotros», parecían querer decir.

Max tenía muy buena opinión de Jed. Jed había encontrado a los niños de la mina. Jed había vigilado la mansión de Chet durante tres meses. Jed había encontrado el rastro de todas las personas que Kyle y Dan habían entrevistado en Estados Unidos. Jed llevaba las cosas a cabo y Jed tenía armas. Pero Jed ponía de los nervios a Kyle.

Cuando había entrado en la habitación, Kyle sólo había visto de pasada la mesa que sus dos compañeros habían estado utilizando. Estaba cubierta de fotografías aéreas de la mansión de Chet Regal, un plano dibujado por un delineante, un callejero y tres empuñaduras negras que sobresalían de sendas fundas y que Kyle no quería tener en el mismo edificio donde estuviera él, por no decir ya en sus manos al día siguiente. Kyle no quiso pensar en cualesquiera que fueran los actos criminales cuya preparación sugerían esos elementos; actos desesperados a los que tendría que asistir, en los que tendría que participar o que debería filmar al día siguiente con un completo desconocido y un desconocido virtual en el que no confiaba en absoluto. Tampoco quería que su mente se enfrentara a lo que se había llevado a Dan y casi lo había matado él la última vez que había visto el cielo oscuro. Al día siguiente ya habría tiempo para el terror, porque lo que quiera que fuera que había rozado en Londres iba a ser mucho peor dentro de la mansión de la hermana Katherine; nada lo convencería de lo contrario. Un sueño misericordioso lo abstraería necesariamente de la habitación del motel y de la luz artificial que refulgía entre sus cuatro paredes.

En el aeropuerto internacional de San Diego, una azafata lo había despertado haciendo todo lo posible para suavizar la mueca de repugnancia que contraía su rostro al verlo, sin afeitar durante varias semanas y sin lavarse en varios días, repantigado en un asiento reclinable en la zona de la primera clase. Había dormido de un tirón y sin soñar las últimas siete horas del vuelo de diez, y se había despertado de lo que le parecía un estado de coma con dolor de cabeza, ya en California; con una muda en la mochila y una cámara nueva como único equipaje. Pero en el mismo instante que su espalda entró en contacto con la cama de la habitación del motel quiso volver a dormir. Durante una semana.

Ante el temor de un monólogo de Max, Kyle dijo:

—Ahora no, Max. Sólo quiero emborracharme lo suficiente para quedarme dormido.

—Esta noche, amigos —dijo Max sonriendo—, creo que necesitamos poner las cosas en su contexto. Es bastante lógico que su razón insista en rechazar lo que mañana nos veremos obligados a afrontar y soportar. Y me preocuparían si hubieran aceptado sin más mi palabra como una verdad absoluta en lo referente a lo que Chet Regal ha estado alojando en su interior durante la mayor parte de su vida. De modo que en la víspera de la batalla, creo que el fin de Katherine requiere ciertos adornos.

—Estoy molido, Max. Lo siento. Molido. —Kyle se cubrió la cara para protegerse de la intensa luz emitida por una de las lámparas de Max, situada en una mesilla de noche entre la cama del medio y la del otro lado—. Sólo faltan un par de horas para que salga el sol. —Kyle estaba asombrado de que ninguno de los otros dos estuviera ya recuperando las fuerzas con una cabezadita.

—Siga, Max —dijo Jed, guiñando un ojo a Kyle—. Yo le escucharé. Puedo escucharle toda la noche. Spielberg ya cambiará de opinión.

—¿Spielberg?

Jed se echó a reír. Kyle lo fulminó con la mirada.

Max agachó la cabeza y levantó sus manos diminutas para pedir silencio.

—Quiero trasladarles a la Unión Soviética. El 1 de julio de 1942. Una noche en la que Molotov y la élite política de la Rusia soviética literalmente temblaban, y no por el frío invernal, mientras se dirigían a la dacha de Stalin.

»Una historia que no viene a cuento, pensarán, ¿eh? Pero tal vez no sea así. Verán, la élite soviética se encaminaba a transmitir unas noticias terribles a su líder: la invasión alemana de Rusia. Creían que la recepción de esa noticia significaba su fin. Difícilmente parecía posible para su país sobrevivir a la máquina bélica alemana ahora que se encontraba activa en suelo de la madre Rusia. Y en su papel de mensajeros, se les sumaba el problema adicional de sobrevivir a la ira de Stalin.

»Verán, Stalin había cometido un terrible error de cálculo. Había confiado en Hitler y firmado con él un pacto de no agresión en 1938. Para evitar la guerra con Alemania. Y para satisfacer su propio deseo de acrecentar su poder por medio de la alianza con los nazis.

»La sádica tiranía de Stalin ya llevaba doce años asolando su país. Llegada la noche del 1 de julio de 1941, su colectivismo ya era responsable de la muerte de nueve millones de campesinos. Otros diez millones de hombres y mujeres que habían sido enviados a los campos de trabajo por razones políticas también habían muerto. Se estima que cuando Stalin falleció en 1953, el número de muertos en su montante ascendía a veinte millones.

«Inconcebible. La cantidad escapa a nuestra imaginación. Es tan alta que causa estupor incluso intentar comprender la escala industrial de su destrucción de la humanidad. Y ninguno tuvo una muerte sencilla. Ni una sola persona de esos veinte millones. Su tormento fue monumental. De modo que cuando el Führer traicionó a Rusia, Stalin dio por sentado que su élite política acudía a su dacha en el papel de pelotón de fusilamiento.

»Ojalá hubiera sido así. Pero Stalin había subestimado el terror que exitosamente había infundido con su comportamiento patológico en todos y cada uno de sus compatriotas rusos. Malinterpretó las intenciones de Molotov. Como unos niños víctimas de abusos, Molotov y sus acompañantes habían normalizado esos abusos. Eran incapaces de oponer resistencia. Incapaces. El dominio de Stalin sobre ellos era absoluto.

»Y Jed, le diré una cosa, perdieron una de las oportunidades más importantes del siglo XX. Por el contrario, ayudaron a Stalin a poner las ideas en orden para reagrupar las defensas de su país. De hecho, ellos lo alentaron para que los liderara, por una vez, en algo que no tenía que ver con la vorágine de su repugnante paranoia, su crueldad ni su indecencia. Esa nunca se interrumpió, por supuesto, pero aprovechó esa oportunidad. La oportunidad, en última instancia, de su propia supervivencia y longevidad.

»Como demonio, era inmaculado. Inmaculadamente satánico. Y mañana nosotros también nos enfrentaremos a un satánico igual de indómito. Pero a diferencia de Molotov en 1941, debemos elegir otro camino. Hemos de tener muy presentes las consecuencias si no somos capaces de actuar.

—Pero ¿qué pasa con Hitler, Max? —preguntó Jed, mirándose las manos con el ceño fruncido—. Si los rusos no se hubieran movilizado, Hitler habría ganado la guerra.

Max esbozó una sonrisa.

—¿De verdad? O bien la situación le habría exigido un esfuerzo excesivo. Ni siquiera Alemania podría haber mantenido un frente tan extenso. Y la obsesión de Hitler, y la de su élite aduladora, estaba destruyéndolo a él y todo lo que había soñado. Podría afirmarse que sus ambiciones ya habían pasado al territorio de la fantasía. Su día del juicio final empezó cuando invadió Rusia. Incluso si Rusia hubiera caído rápido, su juicio final sólo se habría pospuesto hasta que surgiera otra dificultad inevitable que le llevara a la autodestrucción.

»Pero me alegro de que haya mencionado a este otro… ¿cómo lo diría…?, psicópata psicoanalizado. Porque Hitler era el gran par diabólico de Stalin. Y como pasó en el caso de Stalin en su dacha en 1941, las oportunidades para matar a Hitler también se desaprovecharon. La historia del siglo XX habría sido diferente si hubiéramos sido más resueltos a la hora de asesinar a nuestros tiranos. Se puede decir que, siguiendo su voluntad, y la de los hombres sin escrúpulos que eran sus preferidos, sólo dos hombres fueron responsables de la muerte de sesenta y seis millones de personas en el transcurso de un conflicto que duró siete años. No debemos olvidar los estragos irreparables en las vidas de los que sobrevivieron a los respectivos legados de estos tiranos. ¿Realmente alguien puede discutir que habría sido mejor que esos hombres hubieran sido ejecutados antes?

Jed guiñó un ojo a Kyle, quien observaba a Max entre dos dedos separados de su mano derecha. Max se percató del guiño, esbozó una sonrisa y rió para sí.

—¿Estoy siendo falso otra vez, muchachos? ¿Repitiendo tópicos sobre Stalin y Hitler?

Kyle estaba demasiado cansado, conmocionado y consternado por lo que le estaba ocurriendo con su vida como para captar el gran significado oculto detrás de otros monstruos.

—Lo que quiero decir, mis queridos muchachos, es que hay algo demoníaco en la naturaleza humana que somos incapaces de dejar de venerar. Somos incapaces de dejar de ponernos a su servicio. Ésa es nuestra mayor tragedia. Una tragedia porque es universal, y eterna, como lo son las verdaderas tragedias. No podemos aprender de nuestros errores ni de los errores de nuestros antepasados. Stalin, Hitler, Mao, Pol Pot son macrocosmos. Añadamos a Napoleón, quizá a César, y ¿por qué no a Alejandro? Estas colosales figuras históricas que admiramos por sus conquistas, su empuje, su ambición y el progreso del que nos dicen que son responsables. Pero ¿no habríamos sido una especie mejor sin ellos?

Jed se bebió de un trago un vaso de whisky.

—Habría habido otros. Nada hubiera cambiado.

Max dio una palmada entusiasmada con sus manos diminutas.

—Eso hace nuestra tragedia más extraordinaria, precisamente por su inevitabilidad. Parecemos incapaces de ser liderados por individuos que no sean unos monstruos. Narcisistas malignos. Y hay muchos dispuestos a ocupar el lugar dejado por un tirano depuesto, a imitarlo. Y los demás, los que estamos abajo, no sabemos discernir en la elección de nuestros líderes, si es que disponemos de algo parecido a una posibilidad de elección real. No podemos liderarnos a nosotros mismos de un modo racional y humanitario y justo, así que elegimos al más egoísta y con menos escrúpulos para que nos lidere; de una guerra y un holocausto a los siguientes.

»Por eso fundé La Última Reunión. Para crear un pequeño foco de cooperación y decencia. De humildad y cortesía. Y miren lo que ha ocurrido. Fuimos secuestrados por una psicópata a la que no le habría temblado el pulso si se hubiera convertido en un Hitler o un Stalin de habérsele presentado la oportunidad. Estamos aquí, amigos míos, para corregir un grave error que yo cometí en 1967.

Max se levantó y se acercó a su cama, se sentó y se recostó con la espalda apoyada sobre el colchón. Un gesto informal que parecía inapropiado para el jefe; sus piernas delgadas colgaban encima del suelo y la moqueta anodina. Llevaba puesto un calcetín de cada color: uno rojo y el otro marrón.

—Soy un viejo hippy que creía en la paz y en el amor; en compartir, en la justicia y la compasión. Fui un joven idiota y ahora soy un viejo idiota. Pero hubo un tiempo en el que creí que La Última Reunión era una esperanza. Un ejemplo de una manera de vivir mejor. De entenderme yo y entender al resto de la gente.

—Pues le salió el tiro por la culata —dijo Jed sonriendo.

Max suspiró.

—Por el contrario, adoramos a un demonio. Le pedimos que nos guiara; que nos manipulara y nos dividiera; que nos despojara de nuestros medios de vida, de la libertad, de la dignidad, e incluso de nuestras vidas mismas, que nos usara en su propio beneficio y nada más.

—Todos comentemos errores, Max. Pero ése fue de los gordos. Aunque no tanto como el de Molotov en el cuarenta y uno. —Jed rió hasta que su risa fue decayendo y acabó convertida en el chiflido de un escape de gas de su cara grande y roja. Parecía borracho.

—Podría haberla detenido en Londres —continuó divagando Max, hablando como para sí—. Éramos bastantes los que nos dábamos cuenta de lo que estaba sucediendo. Y no hicimos nada aparte de alimentar nuestra esperanza. Y precisamente es de nuestra esperanza vana de lo que se alimenta. —Max se llevó las manos a la cara.

—¡Eh, Max! —dijo Jed—. Dele un trago al señor Jack Daniels.

—Creo que no me vendría mal. —Max se incorporó y agarró con gracia la botella de whisky que le ofrecía el brazo estirado de Jed.

—Entonces, Max —dijo Jed, mirando con una sonrisa a Kyle—, nos enfrentamos a un Hitler o Stalin de pacotilla. Una de dos. Y seguro que no hace falta que siga rondando por aquí mucho más tiempo, ¿no, Spielberg?

Max se estremeció con la sensación abrasadora que siguió al trago largo de bourbon.

—Una de dos. Exacto. Y extiendo el comentario a muchos de nuestros líderes económicos. Os pido que volváis la vista hacia nuestros gloriosos líderes profesionales de la arena empresarial, en esta época tan materialista. ¿Cuántos de ellos no deberían estar al mando de nada, por no decir ya de nadie?

—Amén —aseveró Jed antes de tomarse otro trago de whisky—. Me habría gustado sacar del juego a un par de mis antiguos jefes. ¿Es que ellos nunca la cagan?

—Meras relaciones públicas.

Kyle sonrió en contra de su voluntad. Una sonrisa apareció también en los labios de Jed.

—Han estado vendiéndonos el cuento de que los necesitamos desde que salimos de la placenta, Jed. De que son las estrellas, líderes natos, y que debemos confiarnos a sus cualidades de liderazgo. Tenemos que ponernos en sus manos o si no se marcharán a otra parte. Bueno, pues largaos, digo yo.

—Yo les llevaría personalmente al aeropuerto, Max. ¡Demonios, ya lo creo!

Max rió entre dientes.

—Y ha planteado una línea de investigación muy lúcida, Jed. Creo que la avaricia vulpina del mundo empresarial está cortada por el mismo patrón que la de los tiranos. Mundos distintos, medios distintos, pero la misma intención: poder, enriquecimiento, egoísmo. A expensas de todo menos de ellos mismos. Su fuerza radica en la supresión de su conciencia. Pero ¿acaso hay otra manera de prosperar? Esa es la pregunta que deberíamos hacernos. Yo…

Justo en ese momento, Kyle se puso los tapones de los oídos de la línea aérea y se quedó dormido.

Y se despertó en la oscuridad con un gimoteo. En su sueño agitado aparecían unas figuras delgadas que apenas había podido vislumbrar entre las vigas de un techo oscuro, pero su recuerdo se esfumó en seguida. Intentó identificar el espacio donde se encontraban dentro del sueño, pero el ruido en la habitación oscura del motel atrapó su atención. Ladridos guturales y gritos aviares se mezclaban y atravesaban el único tapón para los oídos que seguía en su sitio. No era la primera vez que oía algo parecido: ruidos insistentes de alerta, o de excitación, espesados por un silbido bronquial.

Había luz. Giró la cabeza. En el otro extremo de la habitación había una puerta entornada. El cuarto de baño. De él escapaba un fino resplandor de luz plateada, tan intensa que le deslumbró. Se incorporó y llamó a Max y a Jed, pero asustado y desorientado como estaba no logró más que emitir un hilo de voz en su garganta seca.

Oía a los otros. Hablaban alzando la voz para hacerse escuchar en el bullicio que llegaba del otro lado de la puerta envuelta por una aureola de luz blanca.

Kyle buscó a tientas la lámpara simuladora de luz natural que tenía al lado de la cama. Había desaparecido. Tiró del cordón para encender la lámpara de lectura que tenía encima de la cabeza. Nada. Se levantó como un resorte y se precipitó de bruces en la oscuridad, cayó encima de la siguiente cama y volvió a levantarse desmañadamente. No tenía equilibrio. Era como si no le llegara la sangre a la cabeza, o a las piernas; se tambaleó hacia un lado y se estrelló contra la pared. Cayó de espaldas. Se sentó en su cama. Tenía miedo y se sentía estúpido, ridículo.

Pero también hervía de ira. Lanzó patadas al aire. Se palpó el cuerpo. Se levantó y enfiló arrastrando los pies hasta donde calculaba que estaba la mesa. Paseó las manos por mapas y por papel fotográfico brillante, pero no encontró las pistolas enfundadas.

Oyó la voz de Max procedente de detrás de la puerta del cuarto de baño. Estaba hablando en francés. Dijo dos veces un nombre que Kyle reconoció, pronunciando la última sílaba en un tono interrogativo. «¿Katherine? ¿Katherine?». Pero la voz de Max volvió a quedar sepultada bajo un torrente de carraspeos.

—¡Max! ¡Max! —gritó Kyle hacia la puerta del cuarto de baño que tanto pavor le daba cruzar.

No obtuvo respuesta.

Kyle empujó la puerta para abrirla del todo y una explosión de luz se propagó por la habitación del hotel, que quedó teñida de un azul plateado.

—¡Oh! Dios mío —exclamó Kyle.

Un hedor a descomposición lo golpeó en la cara. Como si el hueco de la puerta ofreciera un respiro, o incluso la salvación, quien fuera que agonizaba dentro del cuarto de baño intensificó sus carraspeos y silbidos.

Y por un momento, Kyle no entendió qué estaban haciendo Jed y Max. Ambos estaban enfrascados en una actividad que sus cuerpos ocultaban. La ancha espalda de Jed con el polo azul tenía manchas de sudor en las axilas y entre sus enormes hombros. Max estaba con medio cuerpo detrás de Jed, y con el rostro que Kyle veía de perfil contraído en una mueca de asco por lo que estaba mirando en la bañera y que intentaba interrogar.

—¡Cierra la puerta, por el amor de Dios! —bramó Jed volviéndose a Kyle.

Max miró a Kyle como si no lo reconociera, y luego frunció el ceño.

—¡Entre! ¡Vamos!

Kyle entró en el cuarto de baño y empujó la puerta, pero ésta no se cerró. Un cable negro con un ladrón al que había enchufadas tres lámparas portátiles salía del baño. Lo que significaba que Max se había llevado las lámparas allí mientras él dormía. Lo había dejado fuera. Solo y desprotegido.

Max se echó a un lado, agarró del bíceps a Kyle como si éste fuera un niño y tiró de él para sacarlo de detrás de Jed.

—¡Hemos cogido uno!

El entusiasmo del productor estaba tan fuera de lugar que Kyle se lo quedó mirando y volvió a pensar que el viejo estaba loco.

Kyle tosió para limpiarse los pulmones de los gases de alcantarilla y putrefacción. Le pareció que iba a vomitar. Se volvió hacia la bañera y rápidamente desvió la mirada. Se tapó la boca y la nariz con una mano.

—¡Oh! Dios mío. —Volvió a mirar y sintió el impulso de salir corriendo de aquella habitación y no detenerse hasta llegar al aeropuerto—. No.

Un humo o vapor marrón y acre emanaba de la demacrada figura retenida en la bañera. Emitía un resoplido lastimero por la nariz, y sus gimoteos invadían el reducido espacio en el que agonizaba lentamente. Daba la impresión de que el mundo había recibido una imposición de carácter sobrenatural a través del baño de un motel.

Jed lo había aprisionado por el cuello. El rehén tenía un aro ceñido a la garganta marchita. El otro extremo de la soga metálica estaba enganchado a una barra que Jed sujetaba en sus manos rechonchas. Sujetar la barra requería todas las fuerzas de sus brazos peludos para mantener al rehén en el lado opuesto de la bañera, donde se quemaba vivo con la luz de las tres lámparas.

Kyle se mareó. Le vibraba la visión, como si acabara de recibir una bofetada. Eructó fragmentos de hamburguesa impregnados de whisky.

Al ver a Kyle con lo que quedaba de sus ojos negros, una energía salvaje animó el rostro cadavérico hundido debajo de los grifos de la bañera, que escupió un repentino bramido que hizo retroceder a los tres. Las piernas descarnadas del prisionero lanzaron patadas hacia ellos. Parecía que había recuperado sus espantosas fuerzas. Dominarlo arrancó gotas de sudor por todo el rostro de fresa de Jed, pero éste ni se inmutó y simplemente señaló:

—No tiene lengua.

Por lo tanto tampoco podía hablar. Lo único que tenía era unas fauces sin labios y un puñado de dientes partidos apretados, formando ángulos caóticos por las encías ennegrecidas. En ese momento Kyle se percató de que estaba salmodiando:

—Mátalo. Acaba con él. Mátalo.

Las luces ultravioleta proseguían su lenta incineración. Sobre sus cabezas, la mancha negra y pringosa como el alquitrán señalaba el lugar de entrada del intruso. De un modo incongruente, sobre el tablero, justo al lado del lavabo, había un enorme salero de plata junto a una petaca también de plata.

—Mirad.

El crujido de los talones y de las manos de huesos del cuerpo escuálido se debilitó. Los gritos se atenuaron convertidos en unos maullidos que atravesaron el corazón de Kyle. El pecho y la prominente caja torácica parecían transparentes en algunas zonas. Los huesos visibles estaban cubiertos por una membrana que hacía pensar en un renacuajo o una larva gigantes. Los ojos negros y hundidos se desinflaron y se convirtieron en pergaminos arrugados dentro de las órbitas oscuras.

Max cogió la petaca. Le temblaban las manos. Con sumo cuidado volcó la petaca encima de la cara del intruso confinado en la bañera, y un hilo de líquido oscuro brotó de la petaca y se extendió por la cara del rehén. Sobre la porcelana blanca, el fluido se veía de un brillante color rojo y con textura de sirope. Sangre.

Jed sujetó con fuerzas renovadas la barra y la empujó hacia abajo. El sudor corría en regueros lechosos por su barbilla. Kyle miraba a uno y luego al otro, mareado por la incredulidad y la confusión. Hasta que la cabeza manchada de la bañera atrajo su atención. Daba unas sacudidas terribles; retorcía el cuello atrapado en la soga de alambre y frotaba la boca seca contra las manchas de sangre. Daba la impresión de que intentaba lamer sin lengua la porcelana. Y el vigor y la actividad habían regresado a los huesos marrones de la bañera; un receptáculo que había barnizado el intruso, pintarrajeado con hollín y con algo que brillaba como un rastro en una ventana que se asoma a un jardín descuidado y con la maleza crecida.

Max, de nuevo en francés, le habló atropelladamente. Pero el prisionero estaba demasiado entusiasmado con la sangre desparramada sobre él y demasiado subyugado por su sufrimiento.

—¡Al diablo, Max! —dijo Jed—. Acabemos con él.

Max suspiró decepcionado y luego asintió con la cabeza. Dejó la petaca en el suelo y cogió el salero.

—Rápido, Max —le apremió Jed—. Sólo hay que echarla. —Su voz desapareció en un gruñido de esfuerzo cuando apoyó su peso en la barra para mantener la revigorizada figura revoltosa dentro de la bañera.

Max destapó el salero y vació el contenido sobre el rostro inmovilizado. A Kyle le pareció oír crepitar algo, como cristales expuestos al agua. Con cuidado, manteniéndola alta, Max manipuló una lámpara de luz natural sobre la bañera y luego la fue bajando lentamente.

Una pestilente nube de vapor oscuro les hizo gritar asqueados, y un escozor ácido que se propagó por sus ojos les arrancó algunas lágrimas. Sus chillidos les perforaron los tímpanos antes de que se transformaran en una gárgara interminable que dio paso a un jadeo, hasta que finalmente se instaló un silencio celestial en el baño.

La figura había perdido sus líneas y la definición; parecía estar siendo absorbida rápidamente por las manchas que había dejado en la base y las paredes de la bañera. Kyle apartó la mirada de ella y se apoyó contra la puerta. Cuando volvió a mirar, lo único que vio fue un revoltijo de huesos negrísimos y un cráneo estrecho dentro de una bañera tan sucia que parecía que se hubiera encendido una hoguera allí. Salió tambaleándose del cuarto de baño, tosiendo mientras huía.

A su espalda, oyó que Jed decía:

—¡No has sido de mucha ayuda, Spielberg! No son fáciles de atrapar. Al menos podrías haberlo grabado.

—¿Desenroscaste las bombillas? —Kyle miró a su alrededor, horrorizado.

Jed continuó colocando con aire despreocupado las bombillas en las lámparas de lectura que había sobre las camas. El portalámparas del techo estaba vacío.

—¿Para atraerlos? —Kyle movió la cabeza con incredulidad.

Max parecía aburrirse de él y se sentó a la mesa para estudiar el mapa.

—Para recabar información. Es vital antes de una operación —repuso Jed. Parecía satisfecho de sí mismo—. ¿Nunca has oído el dicho de que la mejor defensa es un buen ataque?

Kyle estaba demasiado furioso para hablar. Su mirada saltó de Jed a Max y viceversa. Cuando recuperó la voz, ésta surgió como un chillido que él mismo odió oír.

—¿No se os ocurrió explicarme el plan? ¿O es que yo era el cebo? ¡Durmiendo en la puta oscuridad!

—No habría aceptado y no tenemos tiempo para extendernos en debates interminables cada vez que hay que hacer algo. —Max ni siquiera levantó la mirada de la mesa.

—Amén —apostilló Jed.

—¿Por qué estoy aquí, Max? ¿Por qué?

—Yo estoy intentando averiguar lo mismo —dijo Jed, con una sonrisa que a Kyle le habría encantado borrar a golpes de la cara rubicunda de su corpulento compañero.

—Ni usted ni Colombo parecen tan preocupados como yo. ¿O es que tienen otro plan del que tampoco estoy enterado? ¿Y que acabará conmigo muerto mañana?

Max suspiró y se frotó los ojos. Más allá de las anécdotas y la camaradería con Jed, el tipo estaba destrozado. Bajo las luces abrasivas, la piel cetrina le caía fofa alrededor de la boca y del cuello. Sus brazos delgados y flojos por el agotamiento permanecían sepultados debajo de la chaqueta del traje hecho a medida, y sus dedos temblorosos jugueteaban constantemente con un bote de analgésicos.

Ellos sabrán mejor qué hacer, se había dicho Kyle durante el viaje a California; Max tenía que saber qué era lo que debía hacerse en aquella situación imposible. Pero el miedo volvía a dominarlo. El miedo por su participación en lo que a los ojos del mundo era prácticamente un asesinato. No había querido enfrentarse a la verdad del asunto hasta el día siguiente, pero la emboscada del cuarto de baño había adelantado repentinamente la cuestión. Planeaban asesinar —ejecutar, nada menos— a un actor enfermo. Max estaba bastante trastornado; ahora lo veía claramente. Era un viejo tirano loco. Si alguien hubiera matado a Max en 1967, nada de eso estaría sucediendo ahora. «¿Qué tienes que decir a eso, Herodoto?».

¿Cómo podía ser que estuviera otra vez allí? En Estados Unidos, con una cámara en una habitación llena de armas de fuego y con dos hombres que apenas conocía, con quienes planeaba entrar sin autorización en una propiedad privada y luego asesinar al hombre enfermo cuyo cuerpo, supuestamente, estaba poseído por una mujer muerta que había sido la líder de una secta. Ridículo: su vida. Unas horas de sueño y el intento de interrogatorio de un Amigo de Sangre habían devuelto la cordura a su mente desquiciada. ¿En qué había estado pensando?

Recordó a la criatura demacrada registrando su piso a oscuras con sus garras mientras él estaba colgado del alféizar de la ventana. «La película. La película. Recuerda la película». ¿Era ésa la razón de que estuviera allí? Ahora no conseguía recordarlo con claridad. Había desempaquetado la cámara nueva en las ruinas de su piso, había grabado apresuradamente el epílogo y lo había subido a la red; la pantalla de su monitor estaba agrietada, pero el PC todavía había funcionado. Los cortes preliminares ya estaban transferidos. A esas alturas, Finger Mouse ya debía llevar diez horas dedicado a la edición. Pero Max nunca debería haber mencionado la idea de una secuencia final. La propuesta se le había quedado grabada en la cabeza. Kyle también quería salvar la vida, y al niño. Vengar a Dan. «Dan. No pienses en Dan». Pero no podía negar, ni siquiera ahora, que lo había movido la idea de que el clímax más impresionante de todas las películas documentales de la historia del cine corría el peligro de perderse para siempre.

Después de lo que acababa de presenciar en el cuarto de baño, eso ya no le procuraba consuelo. El familiar círculo vicioso de la duda, la recriminación, la culpa y el terror empezaba a girar. Todavía en Londres se había preguntado si no moriría si simplemente se quedaba en casa. ¿Cómo sabría cuándo iban a volver? Porque los Amigos de Sangre lo visitarían continuamente; o lo encontrarían allá donde fuera, hasta que estuviera demasiado cansado para dar un paso más. Como les había ocurrido a Martha Lake y Bridgette Clover; era inútil esconderse. ¿No era eso lo que se había dicho en el taxi de camino a Heathrow? ¿Y luego en el asiento de primera clase antes de quedarse dormido? Sin embargo, ahora que estaba allí, la sola idea de destruir un nexo humano con lo inconcebible hacía que sus huesos se derritieran convertidos en leche caliente.

—¡Oh, Dios mío! —Kyle se dejó caer sobre la cama, con la cara tapada con las manos—. Lo dejo. Lo dejo. No creo que pueda…

Max se volvió hacia Kyle.

—¿Va a dejarnos solos en esto? Vamos, vamos, no hay nadie más, Kyle. No queda nadie. Sólo usted, Jed y yo. Y el número hace la fuerza ¿No está de acuerdo?

—Más te vale que empieces a serenarte esa cabezota, Spielberg. Si de repente te falta el aire estando allí, yo no moveré un dedo por ti. Quiero que lo recuerdes.

La habitación dio vueltas alrededor de su cabeza y de pronto se detuvo con una sacudida.

—Max, ¿oye eso? ¿Quién es el puto payaso que…?

Pero Kyle nunca consiguió pronunciar la siguiente palabra. Tampoco logró sacar las manos con la velocidad necesaria para repeler el ataque de Jed, que lo lanzó bocabajo sobre la cama, con un dedo pulgar doblado hasta la palma de la mano de un modo tan doloroso que Kyle gañó como un perro. Una gigantesca zarpa sudada, con la piel de la palma endurecida, le hundió la cabeza en el colchón; y una rodilla, con todo el peso de un hombre encima, le comprimió el plexo solar hasta el punto de que temió que sus costillas se partieran con un crujido y le sobresalieran del pecho.

En medio del dolor, Kyle vislumbró la sonrisa de Jed. Y un par de ojos en los que no había ni rastro de complicidad bromista lo miraban con un deleite sádico detrás de los vidrios ovalados de unas gafas anodinas.

—Escucha, Spielberg. Mañana yo no voy a cargar contigo cuando estemos allí.

—Jed. Jed, por favor —intercedió Max desde la mesa, aunque no se molestó en levantarse mientras Jed lo torturaba. Porque eso era lo que estaba haciendo: torturarlo.

—Es hora de dar un paso adelante, Spielberg. ¿Me oyes? De dar la cara, cabrón llorón. No has hecho nada más que cagarte en los pantalones y poner cara de preocupado desde que llegaste. Mañana nos meteremos de cabeza en un asunto muy serio, de modo que espabila rápido. Vamos a liquidar a ese capullo mientras la luz de Nuestro Señor Todopoderoso brilla en nuestros ojos. Y vamos a enviar a esos mierdas de vuelta al infierno, ¿lo pillas? Y tú cogerás la cámara y harás todo lo que Max te diga. Punto y final. Ni siquiera tienes que apretar un gatillo. Pero si por un instante se me pasa por la cabeza la idea de que estás poniendo en peligro mi vida, la de Max o la operación, liquidaré tu culo de caramelo y eso no me quitará un segundo de sueño. ¿Me has oído?

Kyle permaneció callado.

La cara de Jed se acercó a la suya.

—¿Me has oído?

—¡Que te jodan! —consiguió decir en un resuello sin pronunciar las consonantes.

La nueva punzada de dolor procedente del punto donde su dedo pulgar se unía a su mano le hizo perder el sentido durante unos segundos. Cuando volvió en sí seguía inmovilizado en la cama e intentando reprimir las arcadas.

—¡Basta, Jed! —le suplicó Max—. Le ha oído. Basta. Por favor.

La presión se fue aflojando gradualmente en el pecho y la mano de Kyle, pero no en su cara. Los dedos de Jed apestaban a la criatura que habían incinerado en el cuarto de baño.

Max estaba de pie junto a la cama.

—Jed, se llevaron a su amigo. Ha visto más de lo que la mayoría podría soportar. Todos estamos cansados. Nerviosos. Así que tranquilicémonos. Necesitamos confiar los unos en los otros. Es imprescindible. Así que, por favor, dejen ya está discusión.

«¿Discusión?».

Jed se levantó de la cama.

—Sólo necesitaba aclarar las cosas, Max —dijo sonriendo a Kyle—. ¿Verdad, Spielberg?

Kyle le sostuvo la mirada. Se apretó el dedo pulgar contra el vientre. Las lágrimas le nublaban la visión. Se sentía un desgraciado. «De modo que así son las cosas». Y en un momento lucidez, propiciado por los ecos del dolor, tuvo el convencimiento de que no saldría de la mansión al día siguiente. Su función había sido de reconocimiento desde el principio. «Prescindible». Como Dan y Gabriel. Todos ellos eran prescindibles siempre y cuando el pequeño Max sobreviviera. ¿Habría recibido incluso Jed instrucciones de que lo «liquidara» cuando hubieran matado a Chet y eliminado el nexo entre los Amigos de Sangre y este mundo? ¿O era el cebo que sería arrojado como un trozo de carne para distraer a los leones? Pensó que iba a devolver encima del edredón blanco.

Max miraba a Kyle con la frente arrugada. Parecía leerle el pensamiento.

—Mi querido muchacho, tenemos que grabar la escena final. Las cámaras no mienten. Usted sabe eso mejor que nadie. ¿En qué íbamos a ampararnos si no? El homicidio con premeditación está castigado con la pena de muerte en California. Si nos pillaran saliendo del escenario debemos ser capaces de defender la necesidad de nuestros actos con pruebas. De modo que antes de ponernos en marcha dentro de unas horas, sugiero que se familiarice con su equipo y se asegure de que cuenta con un amplio suministro de baterías. Sin el pobre Dan, me temo que, bueno, que sólo está usted, querido muchacho.

Jed colocó un vaso de Johnny Walker etiqueta roja junto a la cara de Kyle y le guiñó un ojo.

—Estaré vigilándote, Spielberg. No te quitaré el ojo de encima.

Kyle cogió el vaso con la mano sana, se bebió el whisky de un trago y se sintió como si se hubiera tragado lo que le restaba de voluntad.

Cinco de la madrugada. Kyle estaba sentado sobre la tapa del retrete con la cara hundida entre las manos. Había cerrado la puerta del cuarto de baño con el cerrojo. A su lado, el hedor de carne muerta chamuscada emanaba desde la bañera. La mayoría de los huesos se habían desintegrado y habían dejado una capa de polvo sobre las quemaduras de la bañera. Le costaba respirar, pero no era por culpa del olor. El pánico había ascendido por su pecho y le bloqueaba el suministro de aire. Fuera, Max y Jed estaban charlando; sentados a la mesa, estudiaban detenidamente los planos y las fotografías de reconocimiento.

Kyle consideraba posibles planes para fugarse del motel. Jed no le dispararía en la calle. «Pero podría venir por mí después». El tipo era un chalado y estaba armado.

Le palpitaba el pulgar. Después de la llave de las fuerzas especiales que Jed había empleado con él, Kyle sabía que acataría la disciplina que le impusiera, y se odiaba por ello. Su opinión sobre cualquier asunto no contaba. Max aprobaría cualquier acción que fuera en beneficio de su propia longevidad. Tal vez había un subtexto en su monólogo sobre Stalin.

«¿La policía?». Pero ¿qué les contaría?

Finger Mouse colgaría la película la noche siguiente. Estaría disponible. Kyle había recibido un mensaje suyo diciéndole que para entonces tendría lista una primera versión que se dejaba ver. Kyle sonrió como un loco. Si salía de ésta y no encontraban su rastro, la película ganaría interés, pero los abogados de Max o la policía podían retirarla de las salas. Sin embargo, una vez fuera subida a la red, ya nunca saldría de ella. Todo estaba en su monólogo final a la cámara: el intento de destrucción del enfermo terminal Chet, la reencarnación de Katherine en el cuerpo de su hijo adoptado. Serían pocos los que creyeran la historia, pero situaba a Max en la escena de los delitos que estaban a punto de cometerse. Y la lista parecía larga: «Más te vale que tu relaciones públicas sea bueno, Max». ¿Debía utilizarlo ahora para chantajearlo, para renegociar su situación? Encendió otro cigarrillo y sopesó la idea.

—Espero que no estés fumando ahí dentro, Spielberg. Ya te he dicho que no se puede fumar en la habitación.

—Jed, déjelo.

Kyle levantó la mano hacia la puerta del baño con el dedo corazón tieso, pero volvió a bajarla porque le hizo sentirse igual de impotente y malhumorado que un adolescente atrincherado en su cuarto. Sonó su teléfono. Kyle lo sacó del bolsillo de la cazadora de cuero.

—Eso es su teléfono. ¡Está hablando por teléfono! —exclamó Jed en la habitación, y luego se oyó el ruido de una silla empujada hacia atrás.

—Déjelo —repuso Max.

—¿Con quién está hablando?

En ese momento, Max se acercó a la puerta del baño.

—¿Kyle? —preguntó el productor con un matiz de preocupación en la voz.

Kyle no pudo responder, porque el nombre que aparecía en la pantalla de su móvil era «DAN». Imposible. ¿Los padres de Dan entonces, buscando a su hijo desaparecido? ¿O alguno de sus colegas? Eso debía ser. Estaban llamando al mejor amigo de Dan después de que la policía hubiera registrado el piso destrozado. Pero ¿dónde habían encontrado el teléfono de Dan para conseguir su número? Kyle respondió a la llamada.

—¿Kyle? —Era una voz femenina.

Kyle tragó saliva.

—Sí.

Sabía que Jed y Max estaban escuchando desde fuera. La puerta se abriría en cuanto dijera una palabra equivocada.

—¡Ah! Bueno, me llamo Jenna. Soy enfermera en el Royal Free Hospital, en Belsize Park. Llamo por un asunto relacionado con su amigo, Daniel Harvey.

Kyle cerró los ojos y contuvo la respiración. Habían encontrado su cuerpo. No podía, simplemente no podía gestionarlo.

—Mmm…

—Dan me ha pedido que lo llame.

—¡Dan!

—Sí. Mañana por la mañana recibirá el alta. Su amigo sufrió un ataque y fue herido. Me temo que hubo que ponerle unos cuantos puntos y la vacuna antitetánica por las mordeduras.

—¿Cómo? ¿Está vivo? Es decir, ¿está bien?

—Sí, pero también tiene la mandíbula rota, así que no puede hablar con usted. Los médicos piensan que ya puede marcharse mañana a casa. ¿Podría venir a recogerlo?

Kyle echó un vistazo hacia la puerta.

—No. Estoy en Estados Unidos. Por trabajo. Para la película. Dígale que sigo trabajando en la película.

—De acuerdo, ha escrito una nota. Quiere que se la lea. Quiere que sepa que «ahora le cree». Eso es lo que dice en la nota. Y ha apuntado una pregunta. Quiere saber: «¿Volverán por mí?». No es asunto mío, pero no puedo evitar preguntarme si no se tratará de algo de lo que usted debería hablar con la policía, Kyle.

—No. No. No tiene que preocuparse. Es sobre la película. Está preguntándome sobre la película en la que estamos trabajando…

Alguien intentó girar el picaporte de la puerta del baño. Unos golpecitos insistentes sonaron a continuación. Era Max.

—¿Kyle? ¿Kyle? ¿Con quién está hablando?

Kyle tapó el micrófono del teléfono con la mano.

—¡Con Dan! ¡Y ahora déjenme en paz!

Max guardó unos segundos de silencio al otro lado de la puerta y luego empezó a hablar con Jed, si bien Kyle no pudo oír la conversación y devolvió su atención al teléfono.

—Perdón. Disculpe. Dígale a Dan que estoy en Estados Unidos para impedir que siga ocurriendo. Dígale que he venido con Max. Ahora no puedo explicárselo. ¡Ah! Y dígale que vaya a ver a Finger Mouse cuando salga. Sí, sí. Finger Mouse. Él sabe quién es. —Y, en un susurró, añadió—: Es muy importante que vaya a ver a Finger Mouse.

Kyle colgó y abrió la puerta del cuarto de baño.

Se encontró a Max y a Jed plantados enfrente de él. Max enarcó la ceja que todavía podía mover. Jed le apuntó con una pistola.