WEST HAMPSTEAD, LONDRES
25 de junio de 2011. 3.30 horas
—¡Tío! ¡Eh, tío! ¿Dónde le va bien que le deje?
Kyle se despertó con un respingo de un sueño poblado de niños que ladraban. «A mí no», suplicó a los niños de su sueño, que tenían los rostros tiznados y aullaban pidiendo lo que les habían arrebatado. Se incorporó, rígido, despierto mientras los rastros de otras imágenes se debilitaban en su cabeza: edificios negros bajo un cielo amarillo, chillidos procedentes de un matadero. Miró alrededor aterrorizado. Un taxi. Estaba en el asiento trasero de un taxi. Se despabiló y se limpió la baba de la barbilla.
—Aquí está bien.
Salió del taxi trabajosamente. Le ardía el estómago del hambre. El jet lag había derivado en una conmoción cerebral; estaba exhausto y lo torturaba una lista completa de síntomas. El mundo en el que despertaba era surrealista.
Cuando llegó al final del escueto camino de entrada que conducía a la puerta principal de su edificio, levantó la mirada y observó la ventana oscura del salón. No había corrido las cortinas antes de marcharse. ¿Cuándo había sido? A primera hora de la mañana del día que cogió el vuelo a Estados Unidos. Parecía que había ocurrido en otra vida; una vida precaria y aun así mejor que aquel horror por el que se arrastraba. Mantenerse erguido era difícil. Allí abajo, en la noche, el peso de lo que había perdido, de lo que potencialmente estaba a punto de perder y de lo que sabía le encorvaba la espalda como una hoz, a las puertas de un hogar en el que no albergaba ningún deseo de entrar. Una llovizna le moteó la cara.
Tenía que entrar; tenía trabajo que hacer. Había que preparar el plan de edición. Y grabar un inserto para la película: una última toma mirando a cámara para el corte preliminar, a pesar de que probablemente él ya no viviría para cuando se emitiera el documental. Pero sería exhibido, y en las grandes salas de cine de su tiempo; ese mercado sin regular de narcisistas simplones, ese salvaje Oeste de desinformación y fraude, ese mar infinito de piratería, el gran distrito electoral donde miles de millones de votantes daban su aprobación con un clic del ratón: la red. Derrocaba gobiernos y reescribía la historia; de modo que era el medio natural de película.
Aunque fuera lo último que hiciera, colgaría una versión de la película en la red. Con las últimas reservas de energía grabaría un epílogo, extendería rápidamente los cortes preliminares de la película con los insertos del videodiario y pediría a Finger Mouse que los editara, y que subiera la película y la publicara en la red con un tráiler en el momento oportuno: cuando él ya no estuviera. Para que se estrenara póstumamente en cualquier página que la alojara.
No volvería a Camdem para buscar a Dan, ni iría a la policía para suplicarles ayuda; la futilidad neutralizante de ambas ideas lo había asaltado en cuanto pisó la calle al salir del apartamento de Max.
«Max ha estado a punto de perder una oreja», pensó Kyle mientras se agachaba y se agarraba las rodillas. ¿Cómo había combatido contra su rival o escapado de él? Antes no había tenido tiempo ni el ánimo para preguntárselo. Max era un anciano. En vano se preguntó si el intruso habría aparecido de la pared del dormitorio, con los ojos desorbitados y blancos. Imaginó a Max utilizando a Iris como señuelo para salvarse. «No me extrañaría nada». Sabía que lo que Max acababa de contarle era imposible, como lo era la historia de los Últimos Días que siempre había sugerido en la película, una película que ansiaba desesperadamente terminar y que había matado a su mejor amigo. Sin embargo, ahora lo aceptaba, como aceptaba su propia existencia miserable y el hecho de que tenía las horas contadas.
Volvió a levantar la mirada hacia sus ventanas y tragó saliva. Los cables en las paredes de su apartamento eran de un hilo de cobre fino como un pelo, envuelto en plástico. Nada de cable ferroviario. ¿Con qué iba a luchar? Repasó mentalmente una lista de sus exiguas pertenencias. ¡Martillo! Tenía un martillo en la caja de herramientas. Se lo ceñiría al cinturón como si fuera una espada. La idea casi le hizo sentir mejor, hasta que sufrió un corte de plano a su habitación de Seattle y recordó una cosa destrozando su cama, escarbando con unas garras huesudas… «septicemia, devorado parcialmente por ratas, desangrado».
—Mierda, no. Por favor.
Kyle cedió a las náuseas y tuvo que sentarse apoyado contra la pared del patio principal, sobre el suelo de hormigón agrietado cubierto de bolsas de basura. Podían robarle eso que él consideraba su conciencia, su alma. Podían destruirla, o intercambiarla, en cualquier momento de la noche que tenía por delante. Absurdo. «Pero ocurrirá, tío».
¿Debería llamar a casa? A sus padres. A su hermano. Miró su reloj. A esas horas no podía hacerlo. Los dejaría preocupadísimos. Casi se le escapó una risotada. «No pienses en eso». Su familia tendría que ver su última película online, como todo el mundo. Incluida la policía y los padres de Dan. ¿Requisaría la policía la película como prueba? Esperaba que no. La gente tenía que ver su fatalidad, su obra maestra del cine documental de guerrilla, y sacar sus propias conclusiones sobre lo que ocurrió en Arizona en 1975. Su sueño se había cumplido. Le escocían los ojos, pues los tenía llenos de lágrimas, pero no eran de triunfo.
—Deja de comportarte como un imbécil, colega.
Se sonrió y se sorbió la nariz. ¿Cuántas veces le había dicho eso a Dan a lo largo de los años? Se enjugó los ojos con la manga y entró mecánicamente en el edificio.
El apartamento estaba inundado de luz: todas las bombillas y todos los simuladores de luz natural estaban encendidos. La puerta principal permanecía completamente abierta. La había dejado así por si en algún momento tenía que salir disparado por la escalera, ya fuera para aporrear la puerta de Jane en la planta baja o simplemente para salir a la calle gritando.
Sentado con las piernas cruzadas delante de la pantalla del ordenador, Kyle editó los cortes preliminares lo más rápido que pudo; desde las grabaciones de Clarendon Road y de la pobrecita Susan hasta las del desdichado Gabriel en la granja de Normandía, el agente Conway, Aguilar, el detective Sweeney y la miserable existencia de Martha Lake en una cocina deprimente. Londres, Normandía, Arizona: atisbos de los pozos de una historia que abarcaba cuatrocientos años.
Había horas y horas de grabaciones, pero todavía las tenía frescas en la memoria. Todas las tomas se habían realizado en las últimas dos semanas, y no eran la clase de material que olvidaría de un día para otro. Durante la preparación apresurada de los copiones, Kyle había visualizado simultáneamente una escena editada detrás de otra mientras recopilaba cortes preliminares con Final Cut Pro sobre la marcha. La composición constaba de varios bloques con escasos insertos, pero Finger Mouse podía darle un aspecto más interesante antes de colgarlo, en un primer montaje, añadiendo material de los copiones a las rudimentarias ediciones de Kyle. La transición de un escenario a otro tendría que ser anunciada mediante intertítulos.
Decidió rápidamente dónde incluir los insertos que había grabado con Dan, cuando hablaba a la cámara sobre Max en las habitaciones de los hoteles. Y mientras visionaba las grabaciones sin editar, Kyle se percató de que su rostro estaba cada vez más demacrado, su mirada más ida, su aspecto más atribulado. Estaba hecho un asco; no cabía duda de que no estaba fingiendo. «Un buen material». La sonrisa le pareció tan inapropiada que la borró de un plumazo. «Nunca escarmientas, muchacho».
El sonido no siempre era el ideal, y varias tomas de Francia estaban demasiado oscuras. Pero lo importante era el contenido, no la calidad. Finger Mouse ya tenía los copiones en el sistema del Avid y podía mejorar los ajustes del sonido. El producto final nunca ganaría premios, pero había secuencias tan fascinantes que Kyle a duras penas podía soportar verlas otra vez; tal vez, incluso, podrían mantener a las multitudes afectadas de déficit de atención sentadas en una habitación más de cuatro segundos.
De momento todo iba bien. Había dado un par de cabezadas, y cuando necesitaba mear caminaba hasta el cuarto de baño como un borracho con los pantalones embadurnados con sus propios desechos. Pero adornó los cortes preliminares bastante rápido, como si su legado dependiera de ello. Y Finger Mouse podía hacer el trabajo sin necesidad de tenerlo sentado a su lado, un día detrás de otro en su sótano, aunque Kyle habría dado cualquier cosa por estar allí.
Cuando terminó, empezó a subir los cortes en el sitio FTP de Finger Mouse desde el ordenador de sobremesa. Luego se tumbó en el sofá cama con el martillo a un lado y la botella de Jack Daniels en el otro, pasó al ordenador portátil las notas y las referencias de los códigos de tiempo desde el cuaderno de tapa dura. Envió el documento sin revisarlo a Finger Mouse en un correo electrónico, rezando por que su visión borrosa no hubiera traspuesto demasiados números. Además, daba instrucciones a Finger Mouse para que subiera la película editada a la red, aunque no antes de tres días, y la colgara en todas las páginas de películas gratuitas que conociera.
Quizá ese tipo de distribución se ajustaba mejor al proyecto y al rol de Kyle como perpetuo rebelde de la industria cinematográfica.
«Haced de esto la nueva Bruja de Blair, hermanos y hermanas. No es ficción. Convertidlo en una película viral que se propague como la peste». Kyle quería que tres cuartos de la población mundial vieran la película. Atajó su ataque de megalomanía y engulló cuatro cucharadas de azúcar moreno para mantenerse despierto. A las cuatro y media de la madrugada montó en el trípode la cámara que había utilizado para rodar su primera película comercial, una Canon XHA, y se sentó delante de ella para grabar su último testimonio improvisado. Pensaba cerrar así la película. «¿O quizá empezarla?». Cada vez le costaba más pensar, y no fue capaz de tomar una decisión. Sin embargo, dedicaría su última película a Dan. «A quien se quedó por el camino». Cuando acabara su monólogo subiría el segmento al servidor FTP. Los cortes preliminares en seguida estarían disponibles en el archivo en la red de Finger Mouse. «Bien, bien». Se volvió hacia la ventana. El sol saldría dentro de una hora; ya casi lo había conseguido. Tal vez ellos no vendrían. Tuvo la esperanza de que estuvieran ocupados con Max. No realizaban visitas todas las noche, ¿o sí? ¿Y qué pasaba con Finger Mouse? ¿Los archivos de las grabaciones bastaban para que fueran por él?
Y entonces lo oyó.
Una rata en las paredes más lejanas del apartamento.
Siguió un ruido remoto de arañazos. Luego un repiqueteo arrítmico. Un momento de silencio que le pareció más terrible aún que el ruido. A continuación, más arañazos. Sí, arañazos y un golpeteo sordo. En el rellano, pero en el piso de debajo. Los ruidos no sonaban dentro de su apartamento, de eso estaba seguro, sino de una planta más abajo: la entrada del edificio. Temió que Jane se despertara y abriera la puerta. «Dios mío, no, eso no». Era posible que su gato incluso estuviera en la cama de la vecina; aunque no tardaría en estar en el techo. El gato lo sabía.
Quizá el mismo gato era el responsable de los ruidos, intentando entrar en el apartamento de Jane, recurriendo al ritual de arañazos impacientes para despertarla. La luz de la entrada de su propio piso, a continuación del salón, se atenuó, pero de un modo tan imperceptible que Kyle se preguntó si no lo habría imaginado.
Con inquietud, después de desentumecerse el cuello, Kyle se inclinó desde el sofá cama y recorrió con la mirada la entrada hasta la puerta de su apartamento.
No vio nada. Pero las luces de la escalera estaban apagadas; y él estaba seguro de haberlas dejado encendidas. En ese momento se lamentó de no haber dejado la puerta de su apartamento cerrada a cal y canto y con la llave echada; su intención había sido salir corriendo por la puerta como si le persiguiera el diablo si el ruido hubiera procedido de la cocina o del cuarto de baño mientras él estaba trabajando.
—Mierda.
Se sentía débil como un gatito. Apretó el puño alrededor del mango de goma del martillo. Se preguntó si sabría siquiera pelear; ¿cuánto tiempo hacía desde la última vez que lo había hecho? Con su hermano, cuando rondaban los catorce años. ¿Serían rápidas estas criaturas, estos Amigos de Sangre?
Un golpazo. En la planta baja. Como de una herramienta pesada contra la madera. Una madera hueca.
Kyle sintió pánico. Se levantó para detener los espasmos nerviosos de la pierna izquierda. Se devanó los sesos tratando de recordar qué había abajo, al final de la angosta escalera, en el estrecho vestíbulo del edificio: la puerta del apartamento de Jane; su bicicleta; un fardo de periódicos para reciclar; la caja de fusibles en el armario de madera colgado de la pared junto a la puerta principal.
Kyle renqueó hasta la ventana de guillotina y abrió el pasador; subió la ventana por los raíles obstinados. El frío se coló en el apartamento y Kyle se despabiló una pizca. Fuera había un pequeño alféizar.
Todas las casas de ese lado de la calle los tenían. Su alféizar estaba lleno de colillas de porros y de filtros de cigarrillos. La oscuridad se extendía más allá. La fachada de su edificio quedaba entre un par farolas y dos alheñas crecidas descontroladamente que nunca había sentido la necesidad de podar.
¿Podía saltar? Imaginó sus tobillos partiéndose como dos tallos de apio; una espinilla impactando en el borde de la pared de ladrillo que cercaba el patio; la rabadilla golpeando la abrazadera de un bajante. «Ni hablar».
Ahí estaba otra vez. El golpazo. Y algo que no supo identificar ni situar. Un silbido, o un gañido intercalado con unos golpes sordos cada vez más acelerados sobre una superficie de madera. ¿Una voz? Quizá. Algo parecido al gemido de un niño, pero salido de una boca vieja. Kyle volvió a asomarse a la ventana y a mirar abajo a través de la penumbra.
«¿Y si apaga las luces?», los fusibles de todo el edificio estaban en aquella caja de la entrada de la casa. ¿Cómo sabían que tenían que ir ahí? ¿Cómo habían llegado a entender de electricidad? «Como las alimañas, resueltos a llegar hasta la comida». Kyle se sintió mareado. Tensó los músculos de los brazos. Miró el martillo que aferraba en el puño.
—Vamos. Vamos. Vamos —empezó a decir para sí en una breve salmodia. Tenía que ir a echar un vistazo. Jane podría despertarse. «Jane no». Ya había sido suficientemente terrible haber involucrado a Dan en aquel asunto imposible. «Dan».
Apretando los dientes, Kyle cogió la linterna de su escritorio. Enfiló por el salón y recorrió sigilosamente la entrada hasta la puerta de su apartamento. Escudriñó fuera, desde el rellano hasta la escalera.
Vacío.
Salió al rellano sin atreverse a respirar. Con la linterna podría explorar el tramo de escalera enmoquetada y una parte de la entrada de la planta baja. Si se agachaba, la caja de fusibles al lado de la puerta principal también sería visible desde arriba. Toda su musculatura se tensó y se volvió quebradiza como la porcelana china. Si veía algo dañino se haría añicos y polvo. Estuvo a punto de gritar cuando se detuvo en la parte superior de la escalera y miró abajo.
La luz de la entrada de su apartamento arrojaba un tenue resplandor sobre la mitad superior del tramo de escalera, y revelaba pelusa incrustada y manchas de aceite en la moqueta. Kyle se agachó con la linterna orientada hacia la planta baja y aguzó el oído, pero fue incapaz de encenderla. «Todavía no».
Oyó el crujido de una articulación producido en la oscuridad de la planta baja. Una rodilla, un tobillo, tal vez un hueso metatarsiano. Kyle no estaba solo. Sus dedos temblaban alrededor del mango de la linterna; aún se sentía incapaz de reunir el valor para encenderla. No estaba seguro de soportar lo que pudiera revelar la luz. «Ahí abajo».
Uñas arañando plástico. La caja de los fusibles. «Tal vez».
Un resoplido. Un gañido. Pasos. Un grito animal grave seguido de unas gárgaras de flema. Y entonces las luces se extinguieron en su apartamento. Un manto de oscuridad impenetrable cayó sobre él.
Kyle gimoteó. Encendió la linterna.
Era como si los tonos cálidos hubieran sido desterrados del mundo; no había rastro de rojos ni de amarillos en las paredes mal empapeladas, ni del verde botella de la vieja moqueta gastada. En el haz de luz blanca de la linterna, atravesado por motas de polvo que flotaban a la deriva, las paredes y el aire exhibían un apagado color ceniciento, con un matiz de amarillo sucio en el lugar de entrada del intruso. Lo primero que vio Kyle fueron los pies. Y gritó. A continuación advirtió el olor a casa reducida a cenizas por un fuego apagado con una manguera, a palomas muertas podridas al sol, a ratas envenenadas descomponiéndose bajo el parquet, a tubería de desagüe destapada.
El intruso oyó a Kyle y corrió hacia el pie de la escalera con unas piernas que debían haber estado confinadas en un sarcófago. Kyle se quedó helado.
Entonces se levantó rápidamente, aunque no con la celeridad suficiente para evitar ver los dedos huesudos, que se agarraban la mueca mordaz del rostro para protegerse de la visión odiosa que suponía la luz más tenue. Sin embargo, la linterna no lo detuvo, y empezó a ascender con la cara tapada. Y en la fracción de segundo que tardó en darse media vuelta, Kyle vio más de lo que quería. Mucho más.
Mechones de pelo crecían desordenadamente sobre un cráneo pringoso. Unas rodillas pardas tableteaban en las oscuras piernas correosas y arqueadas. Se atisbaba lo que recordaba un trozo de tela deshilachada y mugrienta colgándole de la pelvis.
Kyle corrió a trompicones hasta la puerta de su apartamento. Oyó a la criatura esmirriada avanzando por la escalera. Dando saltitos, desgarbadamente, el visitante caminaba lentamente arrastrándose por la pared, buscando a tientas el milagro de la estabilidad que aparecía frente a sus ojos lechosos y su visión borrosa. El gemido se transformó en un aullido que contenía una nota de excitación, y luego en un gimoteo entrecortado cuando se puso a cuatro patas y subió rápidamente los últimos escalones.
No había más que una docena de estrechos peldaños hasta la primera planta, y el visitante ya había alcanzado el rellano cuando Kyle entró como un rayo en su apartamento.
«¿Aguantar y luchar? Demasiado oscuro. ¡Ni siquiera tengo sitio para armar el brazo con el maldito martillo!».
Kyle se dio la vuelta y buscó a tientas la puerta de su apartamento, demasiado entorpecido y descoordinado en sus movimientos por el peso de la linterna en una mano y del martillo en la otra. Le dio un empujón con el codo para cerrarla. Un grito. Abajo, junto a la puerta. Se le taponaron los oídos como si tuviera la cabeza sumergida en la bañera. Arañazos en la puerta, que se negó a pegarse al marco. Kyle bajó la mirada. Giró la muñeca con la linterna. Y a punto estuvo de vomitar sobre sus botas.
«¿Cómo es posible que algo tan delgado tenga tanta fuerza?».
El intruso tenía apoyado su peso contra la puerta y empujaba con todas sus fuerzas, impidiéndole cerrar con el brazo atrapado entre la puerta y el marco. Kyle oía al otro lado unos pies afilados rasgando la moqueta en su intento por ganar adherencia. La mano terrible que asomaba por la rendija de la puerta lanzaba aguijonazos como un cangrejo gigante japonés en un oscuro abismo oceánico. Unos dedos largos, envueltos en una ennegrecida piel vieja, se curvaban alrededor del borde de la puerta, cada vez más arriba y demasiado cerca de su ingle.
Sin saber cómo, Kyle consiguió echar la cadena. Luego se dio media vuelta y salió disparado hacia el interior de la trampa que era su apartamento. Sus pensamientos iban y venían como el confeti en un túnel de viento. ¿Debería encerrase en el cuarto de baño y gritar? ¿Enfrentarse a él en el salón e intentar descargarle un martillazo en la cara cubierta de piel muerta? ¿La ventana?
Cruzó a toda velocidad la habitación oscura. La luz de la linterna le alumbraba el camino. A su alrededor resonaba su respiración de asmático. Se ciñó el martillo al cinturón y guardó la linterna en el bolsillo trasero. Empezó a trepar al alféizar de la ventana; ya tenía medio cuerpo fuera, con la cara y el pecho apretados contra la parte exterior de la ventana de guillotina, cuando oyó que la puerta explotaba hacia dentro.
Kyle arrastró los pies hacia un lado del saliente y se agarró al marco de la ventana. La luz tenue, de ambiente, de las farolas le permitió vislumbrar a través de la ventana de guillotina una figura que entraba precipitadamente en la oscuridad de la habitación; por su postura parecía un perro. Y una vez que estuvo dentro, el intruso dio rienda suelta a un frenesí que Kyle oyó más que vio. Unos largos brazos se agitaron y escarbaron a tientas buscándolo. Las superficies de los muebles fueron violentamente barridas. El ordenador portátil y la botella de whisky se estrellaron contra el suelo. Una docena de libros se estamparon contra la pared.
Kyle miró abajo, más allá de la punta de sus botas de motero, y supo que no podía hacerlo. No podía saltar.
Detrás de él, su colección de DVD se convirtió en una avalancha. Kyle se agachó y movió las piernas y las caderas por el alféizar. Se agarró a los bordes fríos de piedra con ambas manos, como si estuviera a punto de zambullirse en una piscina con los pies por delante.
La criatura lo oyó y su oscura silueta de espantapájaros interrumpió su frenesí un momento y enfiló hacia la ventana, como con el cuerpo pegado al suelo. Olfateó el aire. Estaba oscuro y Kyle no pudo verlo con claridad, y por ello dio gracias a Dios. Y entonces dejó caer su cuerpo del alféizar.
No tenía ni idea de cómo se materializaban ni de a qué límites se ceñían sus visitas. Max había dicho algo sobre su necesidad de alimentarse para permanecer, pero no había pensado mucho en ese detalle. Supuso que en ningún caso se quedaría demasiado tiempo en su apartamento. Quizá no podía regresar a ese otro lugar, donde los de su especie habían gobernado durante cuatro siglos un reino de polvo y pájaros muertos.
Kyle había aterrizado sobre los sacos de basura, y se había hecho un corte en la pantorrilla con la única bolsa con broza del jardín, que había permanecido tanto tiempo en la puerta que las ramitas que contenía se habían convertido en púas petrificadas. Luego había salido renqueando y gimoteando a la calle y había echado a correr tan rápido como había podido hacia Finchley Road. A su espalda, el sonido de la destrucción de su hogar se había ido atenuando hasta desaparecer.
Se había quedado dormido apoyado contra las puertas de cristal de un Waitrose, en la calle principal, temblando; se había encogido en posición fetal alrededor del martillo, sobre un cartón. Le había sido imposible llegar más lejos corriendo; ni siquiera podía tenerse en pie. La fuga del piso había agotado sus pilas.
Curiosamente, mientras estuvo tirado en la calle nadie lo molestó. Desde la calzada se veía el supermercado, así que un coche de policía podría haber pasado en algún momento de las dos horas que estuvo tiritando de manera irregular sobre el cartón. Quizá estaba convirtiéndose en una imagen familiar, una vez más, en el contexto de la nueva crisis económica.
Se despertó poco antes de las siete. Los transeúntes ni siquiera lo miraban. Se levantó para dejar entrar al personal del primer turno del supermercado, y durante un par de minutos estuvo maravillándose de seguir vivo.
Se había dejado la cartera en el apartamento, pero las llaves seguían enganchadas a la cadena del cinturón. Mientras estaba sacudiéndose la suciedad de las mangas de la cazadora de cuero, un indio vestido con el uniforme de Waitrose salió de la tienda con una bolsa de basura llena de bollos y bagels del día anterior. Kyle lo siguió hasta el punto de recogida de basura y se sirvió del botín. Enfiló de regreso a su piso a la bendita luz cenicienta del amanecer mientras se comía cuatro bagels simples y una napolitana de compota de manzana. Le pareció lo más delicioso que había comido en su vida.
La ventana de guillotina estaba completamente abierta, tal como la había dejado él. Estuvo mirándola largo rato, pero nada asomó por ella. De vuelta a su piso examinó la caja de fusibles. Unas manos con garras se las habían ingeniado para bajar todos los interruptores y destrozar la caja de plástico; la puerta del armario estaba en el suelo. La entrada apestaba a vertidos, olía como esas zonas de debajo de las casas adonde los bichos pequeños se arrastran para morir. En el techo vio la mancha. Se tapó la nariz con un par de dedos y pugnó por mantener los bagels dentro del estómago.
La puerta de Jane seguía cerrada. Kyle titubeó preguntándose si debería despertarla, comprobar si estaba el gato, pero una furgoneta blanca aparcó fuera y Kyle se distrajo con ella. Se volvió y vio que un mensajero saltaba de la cabina del conductor.
—¿Kyle Freeman? —preguntó el mensajero hacia la puerta abierta. Kyle asintió con la cabeza—. Tengo un paquete para ti.
Kyle firmó el albarán y enfiló por la escalera con una pesada caja debajo del brazo. Se sentó entre los escombros de su vida mientras abría el sobre pegado a un lado de la caja. La había enviado Max.
Querido Kyle:
Espero sinceramente que todavía esté vivo para recibir esto.
Dada mi fe en su capacidad de supervivencia, me he tomado la libertad de hacerle la facturación online: billete de primera clase a San Diego vía Los Ángeles, al mediodía, desde Heathrow. Se reunirá con usted una persona en el aeropuerto de destino. Por favor, acepte la cámara como otra muestra de mi agradecimiento. Servirá para grabar el último capítulo de nuestra película.
Un saludo cariñoso,
Maximilliam Solomon
Revelation Productions
EL TEMPLO DE LOS ÚLTIMOS DÍAS
¡Entre nosotros! ¡Entre nosotros!
HERMANA KATHERINE, Arizona, 1974.
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