CAMDEN, LONDRES
24 de junio de 2011. 23.00 horas
—Tío, estoy fuera. Ya ha pasado mucho tiempo.
Kyle no tenía ganas de dejar otro mensaje a Dan y empezaba a preocuparse por no poder localizarlo. No había tenido noticias suyas desde el aluvión de llamadas durante el vuelo a Amberes. Finger Mouse no lo había visto desde que le había llevado las grabaciones originales del rodaje en Estados Unidos, después de aterrizar en Heathrow. Le había dicho que se iba a casa a dormir.
Normalmente se reunían en casa de Kyle, en West Hampstead. Porque las infrecuentes visitas de Kyle al agujero de Camden sólo servían para alimentar su aversión a la zona donde Dan compartía un apartamento subarrendado ilegalmente con un artista de performance, cuya última obsesión era un intento de número de burlesque dolorosamente penoso, un fracaso total, a pesar de que a Kyle le había tocado hacer el vídeo. Un personaje engreído llamado Raoul que afortunadamente pasaba la mayor parte del tiempo en Madrid.
El bloque de apartamentos de ladrillo rojo parecía vacío; estaba prácticamente en penumbra. Pero Kyle pensó entonces que siempre tenía ese aspecto. Entró por la puerta principal rota del edificio al miasma de orina añeja y cemento frío, ya que la escalera de hormigón se utilizaba como letrina. En cuanto el atribulado ayuntamiento arreglara la puerta, la suela de una zapatilla de deporte la rompería de nuevo y los gamberros del barrio entrarían a mear. No encontró nada raro. Pero lo que Kyle temía hasta el punto de quedarse mudo y desorientado por el terror, no utilizaba las puertas de la manera convencional.
Las puertas de varios colores de cada planta estaban hechas de acero, y todas tenían mirilla. Un montón de abuelas demasiado pobres para salir vivían detrás de ellas, aterrorizadas. A lo largo de los pasillos abiertos se atisbaban puertas cerradas y siluetas irregulares de cestas de flores abandonadas. Kyle llegó al cuarto piso sin el acoso habitual de un personaje con una nariz perpetuamente congestionada que le sobresalía del cuello de un plumón y con el pelo grasiento. Este ser parecía vivir en la escalera. Y si ya no era así, algo estaba pasando.
Pescó las llaves del bolsillo. Para facilitar el intercambio del equipo de grabación que compartían, cada uno guardaba una copia de las llaves del piso del otro. La doble cerradura no estaba echada. Lo que significaba que Dan había salido sin cerrar con llave. No era habitual, ya que a Dan le habían entrado a robar dos veces, y todos los CD de Motörhead y los estuches con las películas de Herzog que Dan le había pedido prestados una vez habían salido por la puerta en la bolsa del botín, junto con dos cámaras y cualquier otra cosa de la que saliera un cable.
—¡Tío! —gritó suavemente a la oscuridad por el espacio que había dejado entre la puerta y el marco.
Advirtió el olor penetrante del cubo de basura sin vaciar y de la moqueta vieja, y el dejo a marina mercante de la pintura municipal. No había nadie en casa.
Metió el brazo y buscó a tientas el interruptor de la luz de la entrada. Apretó. Se encendió una luz amarilla que inundó la entrada destartalada. Era una buena señal. Kyle entró. Sorteó una bicicleta y cerró la puerta. Aguzó el oído, preparado para salir corriendo en cuanto oyera el goteo de un grifo. Abrió con cuidado la puerta del dormitorio de Dan, que estaba al fondo de pasillo a la derecha.
—Mierda. ¡Oh, mierda!
Tardó varios segundos en detener las vibraciones que le produjo su visión. Su amigo era un desordenado patológico; Kyle lo sabía por experiencia ya que había compartido piso con él dos años mientras estudiaban en la universidad. Pero sobre el interminable océano de ropa sin lavar, revistas, platos sucios y los residuos propios de un macho holgazán, los fragmentos de objetos que Dan consideraba de valor hacían suponer que aquel desastre era reciente. Y no se debía a un robo; eran las consecuencias de un arrebato.
La destrucción de los objetos para coleccionistas de Star Wars de Dan habría sido llorada con más intensidad por su propietario que la quema de la biblioteca de Alejandría. Pero el Halcón Milenario había realizado su último vuelo y estaba listo para el vertedero. La edición limitada del AT-AT había recibido los golpes de un arma que la Alianza Rebelde nunca había tenido en su arsenal. Todas las miniaturas de coleccionismo, las maquetas y los dioramas carillos habían sido tirados de los estantes de Ikea, por no decir arrojados con fuerza contra las paredes amarillentas.
Los soldados clones y los jedis crujían bajo los pies de Kyle a medida que éste se adentraba sigilosamente en la habitación e inspeccionaba los desperfectos. El equipo de música destrozado. La cama eviscerada; incluso se veían los muelles del colchón. Estaba como su cama del motel de Seattle, o peor. Aquel lugar había sido pasto de una furia más intensa, y quizá más prolongada.
¿Había estado Dan presente? Kyle se sentó en los añicos de un caza Tie y empezó a temblar.
«No hay sangre», pensó.
Bueno, eso era una buena señal. El descubrimiento lo sacudió con una esperanza descabellada. Pero ¿por qué Dan no estaba localizable desde la madrugada? En el mensaje que le había dejado en el buzón de voz decía que había encontrado «algo».
Kyle se levantó y enfiló por el pasillo en cuestión de segundos. La habitación de Raoul estaba cerrada con llave, pues la dejaba así cuando estaba fuera del país. En el cuarto de baño parecía que hubiera explosionado un coche bomba, pero eso perfectamente podría deberse a Dan siendo Dan: toallas en el suelo, los tubos de cartón de los rollos de papel higiénico olvidados donde habían caído, el olor de las tuberías atascadas y un anillo del tamaño de los de Saturno, pero marrón, alrededor de la bañera.
Pero ni siquiera diez años de un uso descuidado del salón explicarían los destrozos que había allí. Los dos sillones y el sofá habían sido destripados hasta provocar una erupción de espuma blanca. Una mesa de centro había sido arrasada y vaciada de vajilla sucia, vasos, botes de Pringles y mandos a distancia. El equipo de cámara de ambos estaba esparcido alrededor de las bolsas de donde lo habían sacado, pero Kyle no se detuvo a comprobar si estaba dañado; salió con gran estrépito del salón y entró tambaleándose en la cocina. Y se quedó paralizado.
El olor reciente lo golpeó de lleno en la cara antes de ver la mancha. Aguas residuales, ceniza húmeda, carroña. Un olor añejo, extrañamente usual en su vida esos últimos días.
El intruso había entrado por el techo. Por encima de la mesita del desayuno; sobre la que había aterrizado y en la que había escarbado. La formica estaba salpicada del herético fluido amniótico. El techo, antes blanco, había adquirido un aspecto envejecido al teñirse de un color marfil amarillento por los miles de cigarrillos fumados por Dan, Raoul y sus predecesores. Sin embargo, las paredes así decoloradas parecían limpias en comparación con la mancha grasienta de algo más de un metro de diámetro. Negra en el centro, pero veteada con unas estrías húmedas hasta los bordes. Por su apariencia y su olor, una persona desinformada pensaría que el vecino de encima había tirado de la cadena y el inodoro había descargado directamente en la cocina de Dan. Pero Kyle buscó y encontró los huesos; para su vista entrenada era como si una radiografía borrosa de una mano descarnada, un omoplato y la larga hilera inferior de la dentadura de un mono estuviera superpuesta en el yeso por un destello nuclear.
Por eso Malcolm Gonal había empapelado el techo de su salón con periódicos viejos. «Gonal». Los había mantenido alejados con baterías de coche y simuladores de luz natural, pero ¿hasta cuándo aguantaría? Dan se había negado a creer que su existencia era posible. Los «viejos amigos». Lo habían cogido totalmente desprevenido; probablemente estaba durmiendo como un tronco, con Alice in Chains gritando sobre sillas furiosas por los auriculares del iPod, cuando un mártir de la Nueva Jerusalén había surgido de encima del tostador. Las luces habrían estado apagadas; lo debía de haber atacado en la oscuridad, mientras dormía.
—¡Oh, mierda! ¡Oh, Dan!
Kyle retrocedió. Se llevó las manos a la boca cuando vio las cartas celestiales en un platillo; posiblemente la última pieza de la vajilla limpia en la cocina de Dan.
El platillo había sido colocado allí, aislado. Había habido un apresurado traslado de bolsas de pan, rodeadas de margarina Olivio y salsa Marmite. Dan debía estar picoteando cuando lo encontró… «¿Dónde?». ¿Lo llevaba encima? ¿O estaba entre el equipo de ambos y lo vio mientras deshacía las mochilas en el salón? Así es como habían marcado a Gonal y sus hombros caídos. Malcolm le había dicho que había encontrado un hueso, un hueso negro en su equipo, cuando regresó de Estados Unidos. Y Dan también había encontrado un billete premiado. Kyle tenía ahora la impresión de que eran víctimas de otro augurio del que nunca se habían enterado siquiera. Todos estaban destinados a acabar en El reino de los necios, tal como se predecía en Los santos de la mugre. Nadie consigue librarse.
—Tío. Oh, tío.
Dan había encontrado dientes. Dientes largos. Con corona y raíz. Negros como el carbón y agrietados como las piezas de cerámica extraídas de una excavación arqueológica. Un puñado de dientes, arrojados como semillas por la mano del campesino.
De regreso en la calle, revelado a fragmentos por las farolas y el esporádico resplandor de los faros de un coche, como las fotografías mal iluminadas, el trastorno de su mente se manifestó de un modo tangible. La pérdida de fuerzas era real; escapaban de su cuerpo como el aire de un muñeco inflable pinchado. Dentro de su cráneo se había aflojado algo; su mente hilvanaba frases incompletas e ideas irrelevantes. Y les seguía un trinquete de angustia a la altura del estómago, que ejercía tal presión que su cerebro se convertía en un puño cerrado. Luego una mano abierta esparcía sus pensamientos como si fueran sal.
Anduvo como un muerto viviente hacia el centro de Camdem. Enfiló hacia la luz. Siguió a un grupo de personas durante un rato; dos parejas. Las siguió hasta la puerta de una hamburguesería gourmet. Deseó entrar con ellas. Deseó tiempo para volver atrás y poder participar de los pequeños placeres de la vida con ellos, como el de comer hamburguesas y beber cerveza despreocupadamente una noche cualquiera.
Recordó los últimos días de su vida. El primer encuentro con Max en la oficina de la productora; una casa vacía en Holland Parle; el ferry a Francia con Gabriel; el desierto; el rancho; la casa del detective; una cocina deprimente en Seattle… Vio simultáneamente todo eso y todo lo demás que quedaba entre esos puntos de referencia, y se lamentó de haberlo conocido. Deseó poder borrar de su vida cada una de las escenas de lo que había considerado una gran película. El lamento lo inundó con un sentimiento de profunda debilidad y desesperanza; a duras penas podía introducir el aire en los pulmones y luego expulsarlo. Se sentía tan impedido por la desesperación que se le antojaba imposible encenderse un cigarrillo.
Las personas que había seguido se sentaron para cenar. Y esas otras personas a su alrededor —la chica con el aro en la nariz que reía al teléfono, el hombre que leía un libro en la ventana del pub, el autobús lleno de rostros apáticos— se encontraban en una dimensión paralela, de la que él estúpidamente se había escabullido y a la que ahora no podía regresar, por mucho que estirara los brazos y escarbara. Toda la gente que lo rodeaba habitaba un mundo familiar, lleno de seguridad y previsibilidad. Un lugar completamente ajeno a él. Era tan posible que se reintegrara en él como que atravesando una pantalla apareciera en un programa de la televisión. Se había convertido en una advertencia viviente para los insensatos, los temerarios, los ambiciosos, los ingenuos; idéntico a Gonal parapetado tras una barricada de periódicos. Ésa era la razón por la que Bridgette Clover se había volado la tapa de los sesos; porque había entrado en un lugar peligroso con unas consecuencias inevitables, y no podía volver a salir. Kyle empezó a temblar. Se preguntó si estaría en estado de shock.
Dio media vuelta y se alejó de la pared contra la que se había dejado caer. Por su lado pasó un hombre paseando un perro, dirigiéndose a un lugar mejor que ninguno de los que él volvería a pisar jamás en esta vida, o en la siguiente.
Le temblaban los labios. Si hablara ahora su voz sonaría glotal por la congoja. Pensó en las figuras descarnadas bailando alrededor del cerdo con el cetro. ¿Estaría Dan allí ahora?, se preguntó. ¿Gritaría y retozaría entre los esqueletos de perros del siglo XVI?
Prácticamente había matado a su mejor amigo. Si no lo hubiera coaccionado para que lo acompañara a Estados Unidos todavía seguiría vivo.
—¡Oh, Dios mío!
Rodeados de toda la luz y el movimiento y la determinación del mundo de los que habían sido excluidos, sus ojos se sentían atraídos hacia los lugares oscuros: las ventanas sin luz, las vallas publicitarias de madera cubiertas de anuncios de conciertos celebrados hacía mucho tiempo, una caja de cartón aplastada en el umbral de una puerta que iba a ser la cama de alguien esa noche. A su alrededor todo estaba privado del color, era hormigón manchado y asfalto polvoriento, era rechazo alzándose con el viento frío, desapercibido, olvidado, penumbroso. Era como si unos plomos suspendidos de cordeles tirasen de su ánimo y de su mandíbula. Así era el mundo cuando uno comprendía que no había vuelta atrás.
Dan se había ido. Estaba muerto.