AMBERES
24 de junio de 2011. 11.30 horas
—Max me ha dicho que debo instruirle sobre Niclaes Verhulst y los Amigos de Sangre, ¿eh?
Kyle aceptó la mano que le tendía el doctor Pieter Gemeen y la estrechó.
—Me ha enviado para que vea algunas pinturas.
Pieter frunció el ceño.
—Cada cosa a su debido tiempo. Estos asuntos no pueden tomarse a la ligera. —Su rostro recuperó el gesto relajado y esbozó una sonrisa—. Vamos. ¿Quiere tomar un café? ¿O tal vez una cerveza? Me parece que será una cerveza.
—Es temprano.
Pieter se sonrió.
—Mejor una cerveza. Confíe en mí en este tema.
Se habían encontrado en la estación de tren; el historiador especializado en el Renacimiento ya estaba esperándolo en el andén del servicio que conectaba con el aeropuerto. Kyle no estaba seguro de haber hablado antes con una persona que llevara puesta una pajarita; tampoco de por qué se sorprendía de que alguien relacionado con Max fuera excéntrico, porque el doctor Pieter Gemeen en seguida confirmó el estereotipo de profesor de universidad chiflado, con el pelo blanco como la nieve precipitándose de su cabeza como una fuente para luego ser cuidadosamente esculpido hacia atrás en toda su extensión, como un tupé crecido en exceso. Su cara puntiaguda era todo nariz y una montura de gafas minimalista; y sus cejas espesas salían disparadas hacia delante de una manera muy poco armoniosa, como las de un personaje de los Teleñecos cuyo nombre no recordaba. Una observación que le habría gustado compartir con Dan, sin el cual se sentía desprotegido y vulnerable en aquella ciudad desconocida.
Dan le había llamado cinco veces durante el vuelo. El simple hecho de ver su nombre en la lista de llamadas pérdidas le habían hecho sentir un gran alivio y una oleada de cariño y familiaridad; una noche separado de su mejor amigo y ya deseaba desesperadamente reparar cualquier daño causado por su humor de perros durante el vuelo de regreso de Seattle. Dan le había dejado dos mensajes con una voz inusitadamente apagada y cargada de incertidumbre.
«Tío, tío. ¿Dónde estás? Llámame. Mierda. No te lo vas a creer. He encontrado algo. ¡Oh, tío!».
Después se oía una respiración fatigosa y lo que parecían interferencias de fondo, como si Dan estuviera cargando un gran peso en los brazos. ¿La cámara?, se preguntó Kyle. Entonces el tiempo del mensaje se agotaba. Lo había llamado a las cinco de la mañana, cuando Kyle debía de estar pasando el control de seguridad en el aeropuerto de Stansted. Se había levantado del sofá de Max a las tres y media. Había pasado tres horas de tranquilidad absoluta, hasta que Iris lo había despertado con tostadas y café justo antes de que el coche del servicio al aeropuerto se detuviera delante de la casa. El vuelo de Kyle con destino a Amberes había salido a las seis.
Dan había dejado el segundo mensaje veinte minutos después:
«Tío. Esto es muy raro. Llámame sin falta. En seguida. Contesta al maldito teléfono».
Había otras tres llamadas perdidas del número de Dan, realizadas respectivamente diez, doce y dieciséis minutos después del segundo mensaje. Desde que había llegado a Amberes, Kyle lo había llamado dos veces. No le había cogido el teléfono, así que había dejado sendos mensajes intentando explicarle en un par de minutos dónde estaba y por qué. Se preguntó si Dan habría vuelto al apartamento de Finger Mouse para trabajar toda la noche con el programa de Avid. Quizá habían encontrado algo en las grabaciones, o tal vez en las pistas de sonido. Y entonces sus pensamientos se ensombrecieron y le acució la duda de si Dan estaría en peligro; un peligro que lo acechaba por su causa. De repente se quedó helado en la estación de tren, y estuvo a punto de darse media vuelta y correr de regreso al aeropuerto.
«No». Ahora estaba allí, a un paso de la revelación que necesitaban para entender qué era realmente lo que estaba acosando a tantas personas en la oscuridad. Necesitaba saber, y tendría que dominar los nervios hasta que Dan diera señales de vida; sus llamadas podían deberse únicamente al descubrimiento de alguna imagen capturada accidentalmente por la cámara. Otra más.
—¿Es la primera vez que visita Amberes? —preguntó Gemeen, despertando a Kyle de su ensimismamiento angustiado.
Kyle siguió al profesor, que salió con pies ligeros de la estación para emerger en De Keyserlei Strasse, como un anciano bailarín con unos zapatos de piel a la moda y un caro terno confeccionado a medida. El belga sonrió, como complacido por el papel de guía que se le había asignado, y emprendió la marcha con un paso brioso y lleno de determinación entre los peatones, los ciclistas y los tranvías de la ciudad que pululaban a su alrededor; lo que registraban sus ojos añadió nuevas exigencias a la mente exhausta de Kyle, que se preguntó si sus funciones cerebrales alcanzarían en un futuro cercano su capacidad máxima y su cerebro simplemente se apagaría.
—¿No es lo que esperaba?
Gemeen esbozó una sonrisa e inclinó levemente la cabeza, lo que automáticamente hizo a Kyle sentirse un privilegiado, como si se hubiera acudido a él en busca de consejo, o como si estuvieran a punto de comunicarle una información de suma importancia. Su anfitrión poseía una gravedad profesional que atraía la concentración del oyente, y Kyle sintió unas ganas irrefrenables de grabarlo, a él y todo aquello: el espectáculo de Amberes. Realmente no era lo que esperaba; él creía que aterrizaría en una versión de una ciudad británica deprimida en los años setenta. Aunque no sabía por qué imaginaba tal cosa, pues lo desconocía todo sobre Amberes.
Gemeen guió a Kyle hasta un taxi.
—Hace un día bonito para caminar, pero debemos ser cuidadosos con el tiempo. Regresa hoy mismo, así que hablaremos un poco y luego, tal vez, veamos alguna cosa.
—Tengo el vuelo a las seis.
Gemeen asintió con la cabeza.
—Le hablaré de la ciudad —dijo cuando estuvieron dentro del taxi—. Tengo un amigo, también inglés. Y marchante de arte. Lleva dos años en la ciudad y todas las semanas me llama para contarme que ha encontrado una plaza nueva mientras paseaba. Dice que esta ciudad es mitad cuento de hadas y mitad pesadilla gótica. Ojalá yo pudiera mirarla así —concluyó a modo de estribillo apesadumbrado.
Kyle podía ver a través del cristal del taxi a qué se refería Gemeen. Bajo un cielo azul y a la luz del mediodía, Amberes era todo lo que amaba de las ciudades de la Europa continental: elegante y decadente, llena de chapiteles y ennegrecida, enigmática y seductora.
—Vamos al casco antiguo. Conozco un sitio donde sirven Tripel Karmeliet. La cerveza más deliciosa del mundo. A ustedes los ingleses les gusta la cerveza.
Kyle asintió.
—Le irá bien tomársela.
—¿Tan terrible es?
Gemeen bajó la voz para que el taxista no les oyera y se apoyó en el hombro de Kyle; olía a tabaco, ajo y enjuague bucal.
—Sólo un hombre informado puede entender esta clase de obras. Verá, hay que saber dejar de lado lo grotesco y entender el… eh… las imágenes, los símbolos, que estas obras contienen. En sí mismas. De lo contrario simplemente nos horrorizamos y no aprendemos nada.
Se sentaron a una mesa de madera en la terraza de un bar en Grote Markt, bajo la sombra de la Catedral de Nuestra Señora, que a su vez estaba rodeada por las fachadas de piedra de palacios espléndidos y de los coloridos edificios del Stadt. Calles adoquinadas partían de la amplia plaza y se transformaban en un laberinto de sombras medievales, cristales oscuros, balcones de hierro, paredes cubiertas de hiedra, torrecillas y banderas. La catedral levantaba a los cielos sus garras eclesiásticas, mientras la ciudad a sus pies prometía susurros y encantamientos entre sus callejones y cafés con toldos. Despertaba el entusiasmo de Kyle e inundaba su imaginación de planos panorámicos; era hermosa, pero sobrecogedora.
Gemeen dio un trago largo a la cerveza dorada que le sirvieron en un vaso en forma de jarrón.
—Todo el mundo ha pasado por aquí desde los frisones —dijo su anfitrión, sacudiendo la cabeza hacia la plaza—. Los francos, los romanos, los vikingos, los españoles, Napoleón, los holandeses, los germanos. Todos vinieron y se fueron. Pero todos dejaron algo. Curioso. Amberes atrae cosas por sí misma. Cosas extrañas. Las recopila. —Miró a Kyle por encima de las gafas y esbozó una sonrisa—. ¿Y usted pensaba que sólo era una ciudad industrial? ¿Se imaginaba grúas y dársenas?
Kyle le devolvió la sonrisa.
—No. Amberes es historia. Tanta que difícilmente puede desentrañarse, porque incluso mientras le digo esto, sigue cambiando. Es arte. Por eso Niclaes Verhulst también vino aquí.
—¿Está al tanto de la película que estoy rodando?
—Sí. Max me lo ha contado. Me gustaría verla algún día.
—Pero ¿está al tanto de lo que hemos visto?
—Max ha confirmado algunos detalles que estábamos esperando. Sí.
—¿Esperando? —Kyle dio un sorbo a su cerveza—. ¿Quiénes?
Gemeen sonrió.
—Los mecenas. Y mis jefes ocasionales. Una antigua familia que evita que piezas extraordinarias caigan en las manos equivocadas. Katherine intentó comprar una vez lo que estoy a punto de enseñarle. ¿Lo sabía? ¿No? No fue la primera, ni será la última.
—La curiosidad está matándome, Pieter. Me pregunto de qué modo puede estar relacionado con la historia que estoy intentando contar.
Pieter Gemeen observó a Kyle mientras éste tomaba otro trago de una cerveza que era dulce como el vino y refrescante como una lager fría.
—Despacio. Es una cerveza muy fuerte. Te va directa a las piernas.
—Perfecto.
Gemeen abrió una elegante pitillera. Sacó un cigarrillo y ofreció la cigarrera a Kyle.
—Usted ha visto muchas cosas extrañas. —Era una afirmación, no una pregunta. Encendió los cigarrillos—. Todo aquel que busca «viejos amigos» descubre cosas que preferiría no conocer. —Gemeen dejó que su reflexión se posara con ellos, como un camarero servicial arrimado a su mesa. Miró en derredor con un giro prácticamente imperceptible de la cabeza—. Como Niclaes Verhulst. Él también vio cosas. Muchas cosas que preferiría no haber visto. Y las pintó. Aquí. Después de escapar de un rinconcito de Francia que creo que conoce.
Kyle frunció el ceño.
—¿La granja?
—Más o menos. Pero en aquella época era una ciudad. Hablamos de 1566.
Kyle se limpió la cerveza de la barbilla.
—¿1566?
—Así es. La hermana Katherine y sus seguidores fueron hechos a imagen y semejanza de otra cosa.
La inmensidad de la plaza, su antigüedad, el hito que constituía parecieron plegarse sobre ella para aplastar a Kyle y hundirlo aún más en las sombras frías a los pies de la catedral ennegrecida. Kyle se estremeció.
Gemeen soltó lentamente una bocanada de humo y contempló cómo se disipaba.
—La gente viene aquí para ver las obras de Rubens, Brueghel y demás. Pero creo que Niclaes Verhulst es el más conmovedor de todos. Pintó lo que se conoció como Los santos de la mugre. Algo que los turistas no ven. Me gustaría decirle que es usted afortunado, porque voy a mostrarle una obra maestra olvidada, pero no puedo hacerlo. Porque el hecho de que vaya a verla significa que también está implicado. Lo cual no es un privilegio en absoluto.
—¿Quién era Verhulst?
Gemeen devolvió la atención a la mesa y miró fijamente a Kyle.
—Él no es el objeto de su visita. Igual que usted, Verhulst era un comentarista. Alguien que registraba la realidad. El hombre del que debemos hablar es Konrad Lorche. Un alemán. De Colonia. —Gemeen estudió la brasa de su cigarrillo, asintió con la cabeza y masculló para sí—. Lorche era un tipógrafo con grandes ideas que se convirtió en dramaturgo. Pero no tuvo éxito. Luego se convirtió en actor itinerante. Y se dice de él que era carismático. Persuasivo. Un hombre ilustrado. Incluso estudió en la universidad. Verá, sus padres tenían algo de dinero, o al menos lo tuvieron durante un tiempo. Y, como muchos otros oportunistas, tras la Reforma, Lorche se autoproclamó profeta de Dios. Afirmaba ser poseedor de un conocimiento divino. Atrajo a numerosas personas descontentas en Alemania, y luego en Holanda. Valones, protestantes ingleses exiliados, hugonotes franceses… Él y sus seguidores se movían mucho, ya me entiende. Se establecían en pueblos y ciudades pequeñas. A menudo los expulsaban. Verá, bebían de la tradición de los taboritas y de los anabaptistas. De la década de los treinta del siglo XVI. ¿Sabe algo sobre eso?
Kyle negó con la cabeza.
—Esos grupos se autogobernaban. Creían que eran los elegidos y despreciaban toda clase de autoridad, de gobierno. Todo lo basaban en la fe, luterana o católica. Eran radicales que denunciaban al Estado y la Iglesia. Militantes que sólo respondían ante Dios a través de sus profetas, sus líderes. Lorche incluso sobrevivió al asedio de Münster. Fue discípulo del profeta Matthys y de Juan de Leyden; los líderes de los anabaptistas que se apoderaron de la ciudad. La hicieron suya. Y Lorche promulgó sus ideas. Las copió. Y como sucedía con los anabaptistas, Lorche también fue perseguido. En Alemania. En Suiza. Pero tenía un poder absoluto sobre sus seguidores; cuyo número exacto desconocemos, aunque se piensa que debían de ser varios centenares.
»En un momento dado trasladó sus operaciones al sur. Estuvo en Utrecht, en Gante, incluso en Londres antes de que la reina María subiera al trono. Pero 1566 es el año de su vida en el que debemos concentrarnos. El duque de Alba entró en los Países Bajos acompañado por diez mil soldados españoles, siguiendo las órdenes de Felipe II, rey de España y soberano de los Países Bajos, para exterminar a los herejes protestantes. Se conoce como el Edicto de la Sangre. Y Lorche y sus Amigos de Sangre fueron perseguidos. Una vez más. De modo que huyeron a Francia, donde los hugonotes, los protestantes franceses, gozaban de un gran poder en aquellos tiempos. Lorche llevó a su pueblo, sus Amigos de Sangre, a un rincón llamado Saint Mayenne en 1566. Declaró que ya no se movería de allí; que él y su pueblo eran la Última Reunión de Santos y que habían llegado allí para erigir una Nueva Jerusalén.
»Saint Mayenne era una pequeña ciudad situada en una zona agrícola. Usted la conoce. Estaba rodeada por una muralla, como Münster. Eso le venía bien a Lorche; para impedir no sólo que entrara la gente, sino también que saliera. También contaba con una población de campesinos que Lorche esperaba que recibieran con entusiasmo su Nueva Jerusalén. Por su propia salvación. La ciudad ya no existe, pero en 1566 la rebautizó con el nombre de Nueva Jerusalén.
Gemeen miró por el rabillo del ojo a Kyle y respondió a su inquietud con una leve inclinación de la cabeza. Comprobó que nadie les escuchaba a escondidas, se dejó caer contra el respaldo de la silla y surcó el aire con el cigarrillo.
—Usted conoce ese lugar, ahora hay una granja. La granja data de mucho después, de la década de 1830. Pero en el pasado había sido toda una ciudad. Yo también la visité, hace muchos años, y encontré restos de las murallas originales por los alrededores.
»Pero Lorche tuvo visiones allí en 1566. Como las había tenido en todos los lugares donde había estado. Corría desnudo por las calles. Le salía espuma por la boca. Hablaba para Dios. Ángeles extraordinarios se habían presentado ante él para hablarle. Le dijeron que era el mesías. En cuanto a los campesinos, lo adoraban. Ese actor los convenció. Y entonces ocurrió lo de siempre. Los católicos fueron expulsados, y también los protestantes que no se convirtieron a la fe de Lorche. También toda la clase clerical. Todo aquel que no aceptara al profeta ni se sometiera debía marcharse.
»La iglesia fue saqueada. Lorche se hizo con el control de la ciudad. El control absoluto. Sus seguidores habían participado en numerosas luchas contra asedios en los Países Bajos, de modo que estaban preparados para ejercer la violencia.
Gemeen hizo una pausa y cerró los ojos para concentrarse. A continuación suspiró, como si se impacientara consigo mismo.
—Los Amigos de Sangre de Lorche incluso declararon ilegal la propiedad privada en la Nueva Jerusalén. Estaba prohibida la posesión de cualquier bien. Incluso de la comida. ¡No se podía comprar ni vender nada! Tampoco trabajar por dinero. No se permitían la usura ni los préstamos. Como los comunistas. Todos los bienes materiales estaban controlados por un depositario, como un banco. Supervisado por el profeta, Lorche, a través de quien hablaba Dios. Se lo quedó todo. Y luego todas las actividades pasaron a realizarse en comunidad: dormir, comer… Se arrancaron las puertas de las casas. La enseñanza espiritual, la instrucción, toda vida pública estaba controlada por Lorche y su consejo de siete miembros.
Kyle dio un respingo en su silla. Gemeen lo miró fijamente, pero sólo con el único ojo que se asomó por encima de las gafas.
—Lo ve, ¿eh? El modelo ya va cobrando forma.
Kyle apuró la cerveza que le quedaba en el vaso. Pieter Gemeen fijó la mirada en la mesa y arrugó la frente en un gesto de concentración.
—Lorche el Profeta. Dormía ininterrumpidamente varios días y despertaba anunciando nuevas proclamas de Dios que recibía a través de los susurros de sus ángeles. Y luego salía a propagar la noticia por la Nueva Jerusalén. Al principio, el celibato era la ley. La ley de Dios. La fornicación suponía una infracción capital que podía ser castigada con la muerte. En la Nueva Jerusalén sólo tenían cabida los discípulos puristas que seguían al pie de la letra la interpretación las Escrituras de Lorche. El mundo se había descarriado y estaba condenado. Y Lorche era el salvador. Eso le decían los ángeles. Cada vez que había un problema o alguien se oponía a sus deseos, hablaban los ángeles. Había quienes decían que eran demonios, pero éstos no sólo eran desterrados, sino también ejecutados. Era un lugar terrible, pero lo llamaban paraíso.
»El primer problema serio surgió porque tenían demasiadas viudas. La vida había sido dura. Los maridos habían muerto en las guerras, seguro, pero principalmente habían desaparecido desterrados o ejecutados por orden del Profeta. De modo que introdujo la poligamia. Lorche mismo tomó como esposas a tres de las más jóvenes y hermosas muchachas de la ciudad. Incluso se coronó a sí mismo como Rey de Israel, con todo el orbe como dominio. Afirmaba que era el mesías anunciado en el Antiguo Testamento. Vestía unas fabulosas túnicas púrpura. Todo el oro de la ciudad se fundía para hacer anillos y joyas dignas para el único rey de Dios. Los siete consejeros de su corte también poseían ropas magníficas. Lo acompañaban a todas partes. Inventó nuevas festividades. Se celebraban fiestas y desfiles. Todos debían inclinarse ante él. Nunca se cansó de ello. En seguida su número de esposas ascendió a quince. Todas eran reinas. Tenían las mejores casas junto a la iglesia. Llevaban una vida de lujos. La población de la ciudad entregaba toda su ropa y sus bienes, y la comida estaba racionada. La plaza del mercado se convirtió en su corte. Sus soldados lo protegían. Formaban un cordón alrededor de la plaza. Lorche se sentaba en un trono, que había robado a un obispo de la diócesis, en la plaza y anunciaba nuevas leyes recibidas de Dios. También dictaba sentencias. Afirmaba que era el Emperador del Bosque Negro, que reinaría mil años.
»Pero ¿su poder procedía de Dios? Y ¿de qué Dios?, son las preguntas que deberíamos hacernos. Y ¿quiénes eran esos ángeles emisarios del elegido? Lo desconocemos. Pero sus seguidores creían en él y eso bastaba. Lorche probaba su condición expulsando de su interior los pecados en forma de serpientes que salían de su boca, ya sabe; caminando por el aire; o encontrando oro escondido donde la gente lo había enterrado. Se dice que conocía todos los secretos de los corazones de su pueblo; que controlaba sus almas; que los convertía en perros si lo molestaban. Para demostrar su poder hizo que varias personas vieran a través de sus ojos, «a través de los ojos de Dios», afirmaba. A otros los hacía ver a través de los ojos de un perro. Los niños, defendía Lorche, estaban destinados a convertirse en auténticos ángeles para ser rescatados de los pecados de sus padres. Los arrebataba a las familias y los aislaba en un establo. Rompía familias y matrimonios. La Iglesia lo consideraba un brujo; creía que tenía trato con demonios. Quién sabe. Quién piensa siquiera en esos términos hoy en día.
»En Francia, además, era la época de las guerras de religión, y hasta la Casa de Guisa llegaron noticias de Lorche y de su vandalismo, su herejía, su iconoclasia en Saint Mayenne. Pero fue al asesinar al obispo local cuando firmó su sentencia de muerte. A partir de entonces se convirtió en una prioridad para la familia Guisa. Lorche incluso había ordenado decapitar al obispo en la plaza del mercado para demostrar al pueblo que la Iglesia no tenía ningún poder sobre ellos. También alimentó a un cerdo con los restos del obispo y luego nombró nuevo obispo al puerco. Afirmaba que había hecho que el alma del obispo se encarnara en el cerdo. Tal era su poder. La población lo llamó el Cerdo Impío. Lo vistieron con ropa y un sombrero. Incluso tenía un cetro.
»La Casa de Guisa, por supuesto, montó en cólera, y envió a Saint Mayenne un pequeño ejército de católicos fanáticos. Las tropas quedaron horrorizadas por lo que vieron. La población estaba muriéndose de hambre porque Lorche había ordenado desde su trono en la plaza del mercado, con el cerdo obispo a su lado, que nadie trabajara. Estaban esperando a Dios, y no se les permitía hacer nada más… aparte, claro está, de escucharlo a él. Incluso transformaron la iglesia en un establo.
Gemeen dejó caer la espalda contra la silla y tomó un sorbo de cerveza.
—Lo que ocurrió después era inevitable.
El belga sacó otro cigarrillo de su pitillera.
Kyle se dio cuenta de que había estado escuchando sin pestañear por el escozor que sentía en los ojos. Tenía la sensación de que la Grote Markt había desaparecido a su alrededor, y se preguntó de nuevo, esperanzado, si no estaría siendo víctima de alguna clase de broma y estaba siendo grabado con una cámara oculta.
—Veo que no se ríe —señaló Gemeen tras escrutar su rostro—. El tema ha atrapado su interés. Porque reconoce el inicio de un suceso terrible que se repetirá, como ocurre con todos los sucesos terribles. —Esbozó una sonrisa—. Bueno, creo que ya podemos ir a ver Los santos de la mugre.
—Niclaes Verhulst, el pintor, sobrevivió a la masacre. El resto de las personas que habían acompañado a Lorche desde los Países Bajos murieron descuartizadas o quemadas. El papa Pío V dio personalmente la orden desde Roma. Dio instrucciones para que los soldados borraran Saint Mayenne del mapa. Mandó reducirla a cenizas. De modo que la naturaleza recuperó el terreno que había ocupado la ciudad. Volvió a convertirse en una granja. Pero la tierra no era fértil después de que los Amigos de Sangre hubieran pasado por allí.
Gemeen se detuvo delante de una enorme puerta de madera en la calle desierta hasta la que había llevado a Kyle.
Mientras Gemeen hablaba, habían ido caminando hacia el sur desde Grote Markt hasta aquel edificio alto y estrecho con un tejado puntiagudo de tejas rojas de Sint Andries. No figuraba ningún nombre y parecía vacío. La puerta se encontraba entre una galería de arte que exhibía en el escaparate varias esculturas de alambre y una tienda que vendía objetos náuticos antiguos. Ninguna de las dos parecía abierta. El silencio y la quietud reinaban en la angosta calle, cuyos altos edificios arrojaban su sombra sobre el canal y amortiguaban el ruido del tráfico.
—Actualmente, la familia guarda aquí Los santos de la mugre. Pero la obra se traslada a menudo. —Gemeen asió con ambas manos los antiguos picaportes de hierro y esbozó una sonrisa—. No por su propio pie.
Kyle siguió a su guía al interior de un vestíbulo estrecho con las paredes blancas lisas. Era un espacio anodino; limpio, iluminado con bombillas simuladoras de luz natural. Un olor a incienso dominaba el lugar. Enfrente de la puerta, una escalera angosta con una barandilla de hierro negro iniciaba su ascensión.
Una vez dentro, Kyle se sintió raro; estaba mareado, notaba un malestar general tras abandonar el vasto cielo azul y las calles del casco antiguo. Tenía el estómago revuelto. Intentó achacarlo a la falta de sueño, aunque finalmente aceptó que las tripas le sonaban por la expectativa de ver algo que no estaba seguro de que le conviniera.
—Y ahora, me temo que debo registrarlo —anunció Gemeen, con el gesto completamente serio.
—¿Perdón?
—La familia insiste. Hoy en día se fabrican cámaras muy pequeñas. Por favor, no se ofenda.
—¿Quién es esa familia?
Gemeen se apretó el dedo índice contra los labios.
—Son sus custodios. Son propietarios de la obra, digamos, a su pesar. Por necesidad. Aunque usted volviera aquí mañana, las pinturas ya no estarían. Y no es conveniente insistir en su búsqueda. Mucha gente que lo ha hecho no ha acabado bien. Enloquece. Cuando hace muchos años la familia lo descubrió, tomó medidas. —Miró a Kyle a los ojos—. ¿Me permite?
Kyle no pudo disimular que se sentía insultado.
—Adelante.
Gemeen examinó las solapas y el cuello de la cazadora de piel de Kyle y la hebilla del cinturón. Se agachó y le palpó las botas.
—Deje aquí su bolsa.
Kyle dejó que la mochila se deslizara de su hombro y cayera al suelo.
Gemeen esbozó una sonrisa cuando quedó satisfecho del registro.
—Perfecto. Creo que ya podemos subir.
En su ascensión por la escalera, bajo la intensa luz, dejaron atrás dos plantas, en cada una de las cuales había dos puertas cerradas. Finalmente llegaron al reducido rellano de la última planta, donde no cabían más de dos personas. Gemeen introdujo un código en un panel metálico que había en la puerta de la habitación que daba a la calle. Luego miró a Kyle por encima del hombro, le hizo un gesto de conformidad con la cabeza y entraron en la sala.
Las ventanas estaban tapadas por persianas de acero. La pintura blanca difuminaba las paredes y el techo alrededor del espacio sin muebles; el suelo consistía en un basto entarimado. Cuatro percheros de aluminio colocados en las esquinas sostenían conjuntos de potentes emuladores de luz natural, cuyos cables se extendían hasta un ladrón enchufado a una toma de corriente. Las luces estaban dirigidas hacia arriba, lo que impedía que incidieran directamente en los tres caballetes de madera donde había colocados tres cuadros enormes. Cada una de las pinturas estaba cubierta con una tela negra. Detrás de los caballetes había tres cajas de madera; estaban abiertas, y permitían ver su interior aterciopelado, que protegía los cuadros en los traslados.
Gemeen sonrió.
—Venga aquí.
El entarimado crujió bajo sus pies.
—Aquí.
Gemeen detuvo a Kyle a un metro aproximadamente de los caballetes y se situó entre él y los cuadros. Miró su reloj.
—Mire la pintura de la izquierda. No mire a su derecha hasta que esté listo. Yo le avisaré.
Kyle asintió. Gemeen descubrió los cuadros, dio media vuelta y se colocó detrás de Kyle, de cara al tríptico.
—Los santos de la mugre.
Kyle no pudo evitar que sus ojos revolotearan por las tres pinturas. Cada lienzo medía al menos un metro y medio de ancho y otro tanto de alto, y eran oscuros, como tiznados. Los únicos detalles que distinguió entre las manchas de sombras eran de un rojo intenso, unas hogueras que había representadas en las primeras dos obras, como destellos aislados. El tono de la tercera pintura era mucho más claro, del color del humo.
—La primera, ¿sí? Se llama El asedio de Jerusalén. Es el principio del final de Konrad Lorche y sus Amigos de Sangre. Al menos por un tiempo.
Kyle se volvió brevemente hacia Gemeen, que sacudió la cabeza señalando el lienzo.
—Dígame qué ve.
Kyle alzó la mirada hasta la parte superior del marco de madera antiguo y fue bajándola recorriendo el lienzo. Vio una delgada franja de un cielo lejano, rojo y negro, sobre una llanura árida de tierra seca y chamuscada. En el tercio superior de la pintura, debajo del cielo furioso, destacaba un ejército con picas y lanzas; con sus cascos de acero apretados unos a otros; el grupo de soldados se abalanzaba al unísono, como una masa de hombres, sobre una muralla en su mayor parte derrumbada. Alrededor de los escombros del interior de la ciudad, había un puñado de hombres con las piernas delgadas alzando los brazos al cielo, con las espadas desenvainadas y sujetando estandartes. Parecía un momento de la batalla final.
—Veo el ejército. ¿El asedio?
—Las tropas de asedio. Setecientos soldados. Doscientos mercenarios. Españoles. Muy disciplinados; con mucha experiencia en la matanza de protestantes.
—Han destruido las murallas y se precipitan al interior de la ciudadela. Saint Mayenne, supongo.
Gemeen asintió.
—¿Qué están haciendo los habitantes de la ciudad?
Las mujeres, terriblemente delgadas y con un aspecto lamentable, ataviadas con cofias y vestidos largos, estaban rodeadas de perros famélicos. Los rostros de todos los civiles estaban representados con las cuencas oculares vacías y con las bocas abiertas y negras por dentro. Niños con la cabeza redonda observaban la escena desde las ventanas de la planta superior de un edificio. Las escasas figuras masculinas que veía estaban en la muralla derrumbada. Y sólo unos pocos de ellos lucían armadura y empuñaban armas. Las mujeres arrojaban con desesperación cubos de agua sucia a las llamas que sobresalían de las tres ventanas visibles.
—Las mujeres están sofocando el fuego.
—Sí. Y por la noche también reparan los edificios y las murallas. El ejército católico los atacaba con cañones. El asedio duró seis semanas.
—¿Seis?
—El ejército cavó una zanja alrededor de la ciudadela y decidió matar de hambre a los Amigos de Sangre. ¿Ve su aspecto? Niclaes Verhulst los pintó como esqueletos vestidos con harapos. No tienen ojos, y les cuelga la mandíbula como si fueran cadáveres. La corte real guardaba las provisiones, que se agotaron en seguida. Y el pueblo estuvo sin pan seis semanas. Estaba prohibido comerse a los perros, así que se comieron a los caballos, se comieron las ratas, y luego la hierba. El Cerdo Impío estaba protegido. Y también los elegidos por el Profeta. La corte del verdadero rey de Dios vivía sin privaciones mientras el pueblo se moría de hambre.
»Lorche envió comandos al otro lado de las murallas e incluso destruyó los cañones del ejército en una escaramuza. Aun así, los soldados católicos los rodearon. Los mataron de hambre. Lorche asesinó a la gente que intentó pasarse al otro bando cuando el ejército de la familia Guisa prometió acoger a quien abjurara de su fe. ¿Ve la plaza del mercado?
Kyle la identificó. Ocho cuerpos decapitados envueltos en mortajas blancas yacían en el suelo de tierra de la plaza, a los pies de una figura con una túnica púrpura sentada en un trono de oro. Esta miraba al cielo; su rostro era de un tono verdoso y exhibía una cadavérica sonrisa beatífica.
—Apóstatas —explicó Gemeen—. Decapitados. Lorche ofrecía su sangre a los ángeles a los que servía, con quienes tenía un pacto. ¿Lo ve? Está mirando al cielo, esperando a que los ángeles que lo guían lo salven, tal como prometió a sus seguidores. Pero la gente no tiene comida, y el agua es escasa. Las enfermedades se extienden y las casas están llenas de cuerpos. Por lo tanto, en los días finales, Lorche les dijo que bebieran la sangre de Cristo y que comieran la carne de Cristo. Lorche hizo que el cerdo obispo bendijera los cuerpos de los enfermos y moribundos y dijo «comed» a su pueblo. De modo que alargaron un poco su vida comiéndose a sus propios muertos.
Kyle se tragó el resabio amargo que le había brotado en la boca.
—Mire la mesa que hay en la plaza del mercado. ¿Ve el banquete?
Kyle lo veía, pero habría preferido no hacerlo. Las losas de piedra enfrente de la iglesia estaban llenas de esqueletos completos de caballos. Sin un gramo de carne. Delante de las puertas de la iglesia se había preparado una mesa con cuencos llenos de un líquido de color marrón rojizo; brazos y piernas sin vida, delgados como varas, yacían sobre unas enormes fuentes de acero. Junto a la mesa se levantaba una montaña dispersa de ataúdes vacíos.
—Ahora mire la siguiente pintura. El martirio de los necios.
La plaza del mercado ocupaba todo el lienzo, y estaba representada con mucho más detalle: un escenario penumbroso de piedra mojada lleno de desperdicios. O la pintura estaba sucia por el paso del tiempo, o se había representado deliberadamente un humo oscuro y grasiento que atravesaba la escena y ocultaba el fondo. Las losas de piedra estaban sembradas de cadáveres y de moribundos. Figuras sin rostro con armaduras de acero formaban un cordón alrededor de la carnicería. En los escudos alargados de los soldados, las delgadas cruces rojas parecían húmedas. Sin embargo, lo que más llamaba la atención de la pintura era una serie de postes erguidos con cosas ensartadas en la parte superior.
—En el centro, sobre el poste más largo, puede ver a Lorche, el Padre de las Mentiras. A su alrededor, los Siete. Todos con la ropa arrancada. Les molieron a palos las piernas y los brazos cuando todavía vivían. Luego los ataron a las vigas y los alzaron verticalmente. A sus pies formaron fogatas con estiércol, estopa y brea, que ardían lentamente.
Kyle se sentía indispuesto, mareado, y se tambaleó. El suelo de la habitación crujió bajos sus botas.
Nueve delgados postes negros sostenían los restos mugrientos de formas apenas reconocibles, envueltas por el humo. Alrededor de las figuras aparecían otras atadas a sillas, con llamas rojas debajo de los asientos. Otras, con los cuerpos descoyuntados, habían sido atadas a ruedas que luego se habían levantado sobre unos postes delgados. La agonía de los Amigos de Sangre se reflejaba en los rostros blancos desencajados y los cuellos demacrados, en los brazos alzados hacia el cielo para escapar del humo. Todas las figuras ansiaban alcanzar el cielo negro que bullía sobre sus cabezas.
—Nueve. Hay nueve postes.
Gemeen sonrió.
—En ellos están quemándose el rey, los siete consejeros y el obispo, el Cerdo Impío. Se ven sus pezuñas, la última figura de la derecha. Pezuñas de cerdo. La imagen está emborronada, pero si mira atentamente también verá la ropa. Lo quemaron con su hábito sagrado y su mitra de obispo.
Kyle optó por no mirar atentamente.
—¿Qué ocurrió con los demás? ¿Con los campesinos, los habitantes de la ciudad?
—Fueron masacrados en sus casas. Pocos sobrevivieron. Los soldados mintieron. Les habían dicho que se salvarían si no oponían resistencia. Pero encontraron a la mayoría de la gente demasiado entregada al anabaptismo como para ser salvada, estaban poseídos por los demonios, así que los degollaron en sus casas. Muchos fueron decapitados. Centenares. Tal vez un millar. ¿Quién puede saberlo ahora? Cubrieron los cadáveres con sal. Enviaron a los niños y a algunas mujeres a otras ciudades de la diócesis, pero casi todos los demás murieron el último día del asedio. Verhulst era un hombre instruido y sus progenitores tenían dinero. Creemos que sobrevivió porque sobornó a los mercenarios españoles. Ahora fíjese en el cielo. Dígame que está sucediendo.
El cielo bullía con una nube de humo negro como el carbón, de la que brotaban en algunos sitios unos curiosos gases de color vainilla, como si un sol debilitado estuviera intentando iluminar la tierra. Un débil fuego rojo brillaba en el horizonte.
Kyle tenía la garganta tan seca que apenas podía hablar.
—Está oscuro. Humo, tal vez del fuego. O una tormenta.
—El capitán de los soldados afirmaba que hubo una tormenta el día de la batalla final. El Último Día. Contaba que se levantó un viento terrible y empezó a desperdigar los huesos mientras ellos pasaban por el acero a los herejes y la ciudad y los cuerpos eran consumidos por las llamas. Decía que el aire estaba cargado de humo y brasas y que se vieron obligados a retirarse. Los restos de Lorche y de sus elegidos debían ser metidos en jaulas de acero que querían llevar a las ciudades vecinas para colgarlas de las agujas de las iglesias a modo de advertencia. Pero la tormenta arruinó esos planes. Porque cuando el viento barrió Saint Mayenne el último día, el día de los falsos mártires, un sacerdote que acompañaba a los soldados escribió que el cielo se llenó de ceniza y que luego llovieron huesos negros. Todos los soldados huyeron cuando sucedió eso. Ahora mire encima de las murallas, antes de que se oscurezca el aire. ¿Qué ve?
—Pájaros.
Pieter Gemeen asintió a su lado. Una veintena de figuras negras, cuervos, parecían suspendidas en el aire, sin vida, sobre las murallas derruidas.
—Habían estado acudiendo durante muchas semanas para comer de los muertos bendecidos. Pero ese día se perdieron en el viento. También se los llevó. Los alzó en el cielo con los restos de Lorche y de sus discípulos.
»Y ahora llegamos al final del tríptico de Verhulst: El reino de los necios.
Elevándose en el margen superior del cielo carbonizado de la tercera pintura, una figura solitaria atrapó inmediatamente la atención de Kyle: el Cerdo Impío. El puerco aferraba un cetro con una inquietante pezuña prensil, y un libro con los bordes dorados en la otra. Pero lo más turbador del cerdo era el aparente júbilo que le producía su ascensión por el cielo, o más bien su levitación, sentado en su trono. Allá iba, directo a la vorágine de los cielos. En esta pintura, el cielo estaba representado como una neblina de un amarillo sulfúreo.
El cerdo y su hueste se alzaban sobre lo que sugería en la parte inferior del cuadro la miniatura de una ciudad carbonizada, coronada por el humo. Ascendiendo por el cielo, la hueste de mártires torturados y afligidos se retorcía; escuálidas formas devastadas de al menos un centenar de personas desnudas.
El horrendo cielo ocupaba dos terceras partes del cuadro. Abajo, el viento parecía agitar, revolver y azotar la lejana superficie. Los pájaros que todavía se alimentaban de la carroña humana indiferente a ellos —gentes que sonreían encantadas con su espantosa ascensión— también se arremolinaban en el cielo. Perros famélicos con largos hocicos, con la lengua colgándoles de la boca y las costillas marcadas, también ascendían, como caminando sobre las patas traseras, y ladraban a la agitación que reinaba a su alrededor.
—¿Ve al Cerdo Impío?
Kyle respondió afirmativamente con un gesto.
—Sujeta un libro: El libro de los cien capítulos. Es el manifiesto de hierofante de los Amigos de Sangre de Lorche. El testamento que lo deifica y convierte en inmortal y santifica a sus seguidores. Una proclamación por escrito de su divinidad. La hermana Katherine escribió algo similar, e igual de terrible. Katherine afirmaba que era un texto que estaba siendo transcrito a través de ella. Tal vez ésa fuera una de las pocas cosas sobre las que no mintió. Ahora mire los rostros. Esos pintados con más detalle que hay alrededor del cerdo.
Varios rostros estaban vueltos hacia el cielo con un gesto que era una mezcla de asombro y de lascivia atroz.
—Piensan que se han salvado. Pero no son más que meros invitados de la condenación. Invitados de aquellos a quienes han servido a través de Lorche. Aquellos ángeles. Los Amigos de Sangre son consumidos por ese otro mundo; sus almas son devoradas; se funden con los ángeles, sus falsos dioses. Sus rostros tienen la expresión de los santos y los mártires cristianos. Pero se trata de una inversión. Ahora mire en la parte superior del cuadro. El ascenso final al infierno. Cruzando el cielo.
En el tercio superior de la pintura se representaba una larga y deprimente extensión de lo que parecía tierra pálida. La orilla de una vasta masa de agua sin vida. El lugar se encontraba encima de la vorágine del cielo por el que ascendían los mártires.
—Acerquémonos un par de pasos. Venga.
Kyle tragó saliva.
—Aquí arriba. En el infierno. Los Amigos de Sangre retozan como ángeles blasfemos encima del mundo. Juegan con el cerdo y una manada de perros enloquecidos que se sostienen erguidos sobre las patas traseras. Sus lenguas se agitan para sugerir imbecilidad. ¿Ve sus sencillas coronas?
Todas las figuras escuálidas estaban coronadas como miembros de la realeza en el espacio vacío y monótono. Las coronas estaban hechas de simple madera sin tratar.
—Aquí Verhulst representa a Lorche y a los Siete como reyes del vacío, de vapores y gases nauseabundos. Su dominio es una pestilencia de pecadores ejecutados y quemados vivos, una bandada de pájaros muertos que devoran carroña y perros que han comido carne podrida. Puede ver los pájaros alrededor de los pies de la gente. También son huesos. Ese es el paraíso que les habían prometido.
Los Amigos de Sangre parecían más descarnados y famélicos aun que durante el asedio y el martirio. Ya no parecían personas. Sin embargo, su representación era precisa; Kyle sabía dónde los había visto antes.
—En vez de cuerpos celestiales, ahora están enjaulados en retorcidas formas demoníacas, restos humanos moldeados a imagen de sus señores. Sólo pueden disfrazarse como ángeles. Sonríen como estúpidos ante la devastación perpetrada por sus formas terrenales. ¿Lo ve? Intentan agarrar las ruinas, pero valoran lo que han capturado como si fueran objetos de oro con incrustaciones de piedras preciosas. En el centro aparece Lorche, bailando con el cerdo.
Y vaya si bailaba. A Kyle le revolvió el estómago y le puso nervioso el horrible bailoteo de un hombre esquelético, con una corona de madera ceñida a la cabeza, alrededor de un cerdo con grotescas facciones humanas envuelto en un hábito de obispo.
—Ya no son humanos. Están condenados. Devorados. Sin embargo, todavía ansían la luz que los quema debajo. Esperan ahí arriba, en la tierra baldía, una llamada desde los lugares antiguos donde fueron fuertes en el pasado, o de aquellos que han acabado adorándolos.
Kyle dio la espalda a los cuadros. Las imágenes habían quedado grabadas en su memoria; sabía que volvería a contemplarlas, a menudo. Y mientras cruzaba la habitación en dirección a la puerta, sin Pieter Gemeen, que se había quedado para volver a cubrir apresuradamente los caballetes con las telas negras, lo único que veía Kyle eran los rostros demacrados y devastados de los Amigos de Sangre en el reino de los necios. Sus ojos blancos rebosaban locura.