24

MARYLEBONE, LONDRES

23 de junio de 2011. 23.45 horas


Max no respondía al teléfono; no lo había hecho desde que habían aterrizado. Era casi medianoche, y Londres era una miríada de luces al otro lado de las ventanas sucias del taxi que avanzaba lentamente hacia Marylebone. El traqueteo del vehículo arrullaba a Kyle y lo empujaba a otra cabezadita. Se espabiló con una sacudida. Probó a llamar de nuevo a Max y, por primera vez, se dio cuenta de que estaba preocupado por su jefe. ¿Y si iban por Max? ¿Qué sería de él si Max no podía defenderse? No daba un duro por Gonal, y Gabriel parecía estar esperando el final con los brazos abiertos. «Pobre desgraciado», pensó Kyle. Las bombillas simuladoras de luz ultravioleta no tenían pinta de ser la solución. Era patético. «¿Cómo? ¿Cómo es tan siquiera posible algo así?». Guardó el móvil en el bolsillo.

Al momento empezó a sonar. Abrió la cremallera del bolsillo y sacó el teléfono. Finger Mouse.

—¡Joder, Kyle, esto es lo más retorcido que he visto nunca!

—¿Lo tienes?

—Dan me lo ha traído. El tío parece deprimido de verdad. ¿Le has hecho trabajar demasiado? ¿O es que habéis reñido?

—Ahora no te lo puedo explicar, pero si ocurre algo… —Kyle no terminó la frase. De repente había tenido una idea que le provocó un cosquilleo por todo el cuerpo—. Tío, voy a enviarte los cortes preliminares de todos los copiones. Necesito que empieces la edición sin mí. Nada efectista. Sólo pega una secuencia detrás de otra. Para que tenga sentido. ¿Vale?

—¿A qué vienen esas prisas?

—No te lo puedo explicar. Pero necesito un montaje que se pueda ver.

—¿La duración?

—No te preocupes por eso.

—Lo puedo hacer. Pero te va a salir caro. Tendré que trabajar en mi tiempo libre.

—Ningún problema. Y te lo agradezco. Pásame la factura con las horas. O no, mejor no. Envíala directamente a Revelation Productions.

El taxi se detuvo con una sacudida. Mientras se guardaba el recibo por el trayecto apareció el portero del edificio de Max y le abrió la puerta del coche.

—¿Señor Freeman?

Kyle asintió con la cabeza, atónito.

El portero esbozó una sonrisa.

—El señor Solomon está esperándolo, señor.

Iris guió a Kyle por el apartamento de Max, que le pareció decididamente más rebosante de luz de lo que recordaba.

—¿Dónde están las máquinas tragaperras? —preguntó a Iris, quien nunca le respondió.

La puerta del despacho de Max estaba abierta, pero no había nadie dentro. Iris no interrumpió sus zancadas y pasaron junto a una amplia cocina con baldosas de mármol azul y blanco y adornada con ollas de acero inoxidable. Kyle vio de refilón el cuarto de baño, iluminado como una óptica. Sólo una puerta del pasillo no estaba cerrada desde fuera con un candado; los cerrojos y los mecanismos de seguridad de las otras puertas eran nuevos. El mundo de luz de Max parecía haberse desmoronado a su alrededor. Iris condujo a Kyle hasta el dormitorio principal.

—Mi querido Kyle —le saludó Max, recostado entre almohadones en una cama de las dimensiones del estudio de Kyle—. Gracias, Iris.

La mujer se dio media vuelta y cerró la puerta del dormitorio al salir.

Kyle fulminó con la mirada al productor. El cutis anaranjado de Max se había descolorido hasta el pálido color caramelo que exhibía ahora. Tenía un rictus de amargura, como si hubiera recibido noticias funestas de continuo. El cuello descarnado, la cabeza y los brazos eran las únicas partes de su cuerpo visibles sobre la gruesa colcha. Un pijama de seda rojo y un batín estampado añadían otra capa de abrigo al consumido fundador de La Última Reunión.

Había una silla junto a la cama de Max, como si estuviera esperando una visita: él. Kyle miró la silla; todo parecía preparado. Típico de Max. Kyle estaba que echaba chispas desde que había salido de la casa de Martha Lake en Seattle, y había imaginado toda clase de venganzas contra aquel viejo adulador y manipulador. Pero ahora que se encontraba allí, aquella apariencia de indefensión lo desarmó. ¿Sería una treta?, se preguntó.

—Tendrá que perdonarme, Kyle. Me temo que ahora mismo no estoy en plenitud de condiciones.

—¿Y quién sí?

—Pues los hay.

—Eso dígaselo a Martha.

Los ojos de Max se encendieron alarmados.

—¿Se ha enterado?

—Malcolm Gonal me lo ha dicho.

—¿Qué demonios hace hablando con ese desgraciado?

Kyle se dejó caer sobre la silla con un suspiro.

—Es usted increíble, Max. No se cansa de mentir.

La confusión de Max, sin embargo, parecía sincera.

—¿Perdón?

—¿Por qué demonios recurrió a ese desgraciado para hacer la película? —inquirió Kyle, imitando el tono de voz de Max—. ¡Esta película!

Max levantó sus manos minúsculas y se estremeció como si el volumen de la voz de Kyle le perforase los tímpanos.

—Eso ya no importa.

—¡A mí me importa! Es usted un canalla. ¿A qué venían todos esos cuentos sobre su admiración por mi trabajo cuando me contrató, eh? Le importaba una mierda quién hiciera la película si su primera opción era ese capullo.

—¿Martha perdió la vida ayer y eso es lo único que le preocupa? Kyle, me sorprende usted.

—No. No. No se atreva, no empiece con eso. No dé la vuelta a la tortilla. No estoy diciendo eso.

—¿Qué está diciendo, entonces? Si le he ofendido por habérselo pedido primero a él, lo siento. Este proyecto se puso en marcha apresuradamente. Apenas tuvimos tiempo para realizar las valoraciones adecuadas. Y Gonal tiene reputación de tenaz.

—¡Tenaz! Habría sido una película de ficción. No podría haber exhibido ni un minuto del metraje.

—De eso me doy cuenta ahora. Fue una equivocación.

—¿Por qué no podía decirme a quién había contratado? ¿Eh? Le diré yo por qué, porque esto es un callejón sin salida. Nunca tuvo la intención de distribuir la película, ¿verdad? Sólo iba a verla usted. Nunca ha sido una producción de verdad. Se trata de una investigación. Tal como Gabriel comprendió cuando ya era tarde, antes de meter la pierna en una maldita trampa para osos. Somos el cebo. Nos está utilizando para atraer el fuego. Somos carne de cañón.

Un temblor se instaló en los párpados cerrados de Max. Sus finos labios se separaron ligeramente. Pero Kyle no estaba dispuesto a permitir que esos signos de debilidad lo hicieran callar. ¿O era una insinuación de los malos modales con los que estaba empleándose?

—Casi me destripan en un motel de Estados Unidos. Por Dios sabe qué. Nadie lo sabe excepto usted, Max. Ha sido deliberadamente selectivo con la información que ha compartido. Y el resultado es que Gabriel ha perdido una pierna, y Gonal y yo podemos ser descuartizados esta misma noche. ¿También mataron ellos a Susan? ¿Así murió? ¿Vinieron esos viejos amigos por ella?

—Por favor, no siga.

—Porque estuve a punto de sufrir un derrame cerebral acompañado de un ataque al corazón en Seattle, tío.

Kyle hizo una pausa. Las lágrimas brillaban alrededor de los ojos de Max, que se volvió hacia la cortina como si Kyle ya no estuviera en la habitación.

—Max —continuó Kyle en un tono más suave—, ¿qué son? ¿Qué está ocurriendo? Cuéntemelo antes de que vaya a peor. ¿Max?

Max finalmente devolvió la mirada a Kyle. Temblorosa por la emoción, pero no más alta que en un susurro, su voz brotó de sus labios:

—Por improbable que parezca, Martha y Bridgette fueron las afortunadas. También Susan. —Max tragó saliva y alzó la barbilla como con gesto desafiante—. Pero a muchos otros… se los llevaron. A otro lugar.

Max no parecía estar fingiendo su profunda pena, o lo que parecía un desmoronamiento emocional, ante los ojos de Kyle. Sin embargo, su aparente franqueza no proporcionaba ningún consuelo a Kyle. «Otro lugar». El críptico comentario tuvo el efecto de secarle toda la saliva de la boca. La tensión estaba aumentando en el dormitorio; Kyle se sentía como si estuviera aferrando un ancla que se sumergía velozmente hacia el fondo del mar. Volvieron a aparecer en su cabeza pequeños fragmentos de los sueños, a los que se sumaron imágenes nuevas de lo que Gonal y Gabriel habían insinuado y de lo que Martha le había mostrado.

—¿Qué? —fue todo lo que consiguió decir con una voz tan débil como la de Max.

Max se secó los ojos con un pañuelo que sacó de debajo de la colcha como si estuviera haciendo un truco de magia.

—Lo siento, de verdad. —Max se volvió hacia la licorera que había en la mesilla de noche—. ¿Quiere?

—No me maree más, Max. Cuéntemelo de una vez. No voy a largarme hasta que lo sepa.

Max se sorbió la nariz y se acomodó en la cama. Se serenó.

—Por supuesto. Pero existían razones de peso que justificaban la imposibilidad de contarle ciertas cosas. En primer lugar, no me habría creído, Kyle. La pobre Susan White nunca me creyó. Intenté explicárselo. —Su voz perdió fuerza—. Y ha acertado en cuanto a lo que le sucedió. Al final. —Max se estremeció ostensiblemente—. Vi el techo de su casa; encima de su cama. Dios bendito.

—Por Dios, Max.

Max se apretó el pañuelo contra los ojos, como si quisiera borrar la imagen de su cabeza.

—La visión misma del visitante la mató. Su pobre hija pensaba que era la mancha de una filtración de agua. ¿Se imagina lo que habría pensado de mí si hubiera intentado explicarle por qué su madre murió de miedo? ¿Lo que habría pensado cualquier persona? Me habría tildado de loco. No es un tema con el que se pueda acudir a ninguna clase de autoridad, ni siquiera a la Iglesia. Ya ha visto suficiente como para saber eso.

—Nos puso en peligro. Usted sabía que…

—¡Kyle! Eso jamás. Para mí ha supuesto un proceso de aprendizaje sobre la marcha igual que para usted.

—Eso son gilipolleces.

—Crea lo que quiera. —Max sonaba ahora tan cansado como se sentía Kyle. Cogió la copa de coñac y tomó un trago. Soltó un jadeo ahogado—. Tal vez haya descubierto algunas cosas antes que usted, que me guardé para mí dada su evidente inverosimilitud. Nunca pensé que llegaríamos a este punto; que ella… que ella pudiera llegar a manejar esto.

—¿Quién? ¿Manejar qué?

—Nos está eliminando porque cometimos el crimen más grave contra ella: la abandonamos. Ésta es la venganza. Su desquite.

—¿Está hablando de la hermana Katherine, Max? Está muerta. Lleva muerta desde 1975.

Max no pareció considerar que su observación mereciera una respuesta.

—Y cuando se ha cometido un crimen gravísimo y atroz —continuó el productor como hablando para sí—, ¿qué se hace con las pruebas? Se destruyen. Eso hacen los tiranos. Eso han hecho siempre.

—Me he perdido, Max.

Max miró a Kyle de la manera que los sabios y los cansados miran a los jóvenes y a los necios.

—No tendría por qué seguir preocupado por este asunto.

—¿Qué está diciendo?

—Escuche lo que voy a decirle, por favor. Hágame este último favor. Sólo espero que a Dan y usted no… les pase nada. Creía que sólo los que habíamos mantenido un contacto directo con ella a través del Templo podíamos morir de este modo tan desagradable. Pero da la impresión de que al ser reclutado para esta empresa, usted también está siendo acosado. Debería haberlo previsto.

—Ya lo creo.

Max se miró las manos, que movía con nerviosismo sobre la colcha.

—Quizá… quizá me preocupé más por sacar a relucir la verdad y por lograr mi propia salvación que por los demás. Lo admito, si así se siente mejor.

Kyle sintió ganas de descargar el taburete acolchado más cercano sobre la cabeza de Max por aquella escena de autocompasión. Respiró hondo y apuró el coñac de su copa, que a punto estuvo de devolver en la estela de un eructo.

—Ahora estamos hablando, Max. Casi está diciéndome la verdad. Por favor, ¿puede seguir así un ratito para que averigüe qué cojones va a sucederme cuando esta noche vuelva a mi apartamento de mierda y entre en coma por el agotamiento al que me ha empujado su producción? Un estado que me impedirá defenderme contra algo ¡que tiene la habilidad de atravesar una puta pared! ¡Estamos hablando de mi vida!

Max cerró sus ojos cansados. Cuando los abrió con un revoloteo de los párpados, enarcó una ceja depilada.

—Mañana le haré una transferencia por el importe de sus honorarios. Tenga la bondad de entregarle usted su parte a Dan. Tómelo como una compensación anticipada por haberse visto envuelto en todo esto. Y debo recordarle que si consigue editar el material grabado hasta este momento, sigue siendo propiedad de Revelation Productions, de modo que de ninguna manera tiene derecho a exhibirlo, ni a mostrárselo a nadie. A nadie. Hasta que yo considere oportuna su distribución.

—No está en posición andarse con exigencias.

La perspectiva de una ruina financiera había ensombrecido los últimos dos años de su vida, y parecía previsible, por no decir ya lo más coherente, que sólo al final de sus días le cayera el dinero del cielo. La ironía sólo consiguió hacerle sentir más miserable, si es que eso era posible. Y lo era.

—Yo no, pero mi abogado sí, en el caso de que fuera necesario. Tiene instrucciones sobre la vida de la película después de mi… después de que se decida mi futuro. Y se decidirá. Pronto. —Max apenas había pronunciado la última palabra cuando la escasa sangre que todavía circulaba bajo su piel tirante se retiró hacia un rincón aún más profundo de su minúsculo cuerpo—. Si Dios quiere, tendrá su película. Algún día. Y esta historia…

—¿Película? Max, puede ser que ni siquiera llegue vivo a mañana. Este asunto ya no tiene nada que ver con la maldita película. Y por cómo ha sellado muchas de las habitaciones de su casa, me atrevería a pronosticar que en un futuro no muy lejano acabará con un puñado de viejos amigos metidos en la cama con usted, tío.

Max estiró los dedos y apretó los puños.

—Por favor… no diga eso.

—Es como un político de la peor calaña. Y todavía no me ha contado qué está sucediendo. ¡Estamos desperdiciando el tiempo, Max!

—Ahora iba a llegar a eso. —Max respiró hondo—. Mañana volará a Amberes y…

—¡Basta! ¡Ya vale! ¿Eh? Pare. ¿Amberes? ¿Qué tiene que ver Holanda con esto?

—Bélgica.

—Pues la maldita Bélgica, entonces. ¡No voy a ir a ningún sitio! ¿Ha escuchado alguna palabra de lo que acabo de decirle?

—En Amberes hay una galería privada, propiedad de una familia…

—¡Max!

—¡Kyle! ¡Cierre la maldita boca!

Kyle obedeció, estupefacto.

Max se serenó.

—Gracias. Ahora volvamos a la galería. Allí hay un tríptico, unas pinturas obra de un maestro. Un maestro flamenco. Niclaes Verhulst. Dudo que haya oído hablar de él, pero era el hijo de un acaudalado comerciante. Y fue un superviviente. Un superviviente de una tragedia tan terrible que sólo quien contemple su obra puede llegar a concebirla y comprenderla en toda su dimensión. Es imposible describirlo de otra manera.

—Cuadros…

—En su extraordinaria obra se encuentra la historia que está buscando —dijo Max alzando la voz—. La obra no se ha vuelto a reproducir desde los años veinte, cuando se tomaron algunas fotografías de ella y se publicó una miniatura en un libro que lleva mucho tiempo descatalogado. No existen más indicios del tríptico. La obra ha caído en el olvido más absoluto. Incluso los que conocían su existencia todavía creen que fue destruida durante la segunda guerra mundial. Su posesión a menudo ha parecido… atraer la mala suerte. Pero puedo concertarle una visita privada.

Kyle intentó interrumpir a Max, pero éste levantó una mano y subió el volumen de su voz un poco más.

—La familia es un tanto excéntrica, como lo es su colección, pero hemos llegado a trabar cierta amistad en el transcurso de mi investigación sobre El Templo de los Últimos Días. Y he encontrado a la familia más que dispuesta a creer en lo que estamos experimentando. De hecho, es una de las principales razones por las que han mantenido oculta la obra. —Max apartó la mirada de Kyle y se sumergió en un recuerdo ingrato—. Por si acaso volvieran a cometerse los mismos errores. De otras épocas. Como ya ha ocurrido. Y más de una vez desde que se completó el tríptico.

Kyle meneó la cabeza.

—Max, no hay tiempo para que me vaya de paseo a Bélgica para mirar unos cuadros. En serio, Max. Nuestras vidas… nuestras vidas corren un serio peligro. En este momento. Esta noche.

—En ese caso, nuestra relación profesional ha concluido. Puede irse.

Kyle se apoltronó en la silla y se tapó la cara con las manos. No había servido de nada. Ir allí con la esperanza de que Max le contara la verdad había resultado inútil. Más mentiras. Más misterios. ¡Otro viaje! ¿Hasta que pasara qué? ¿Hasta que lo encontraran muerto con la boca y los ojos abiertos? O no lo encontraran nunca. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.

—¿Y si me voy ahora no me pasará nada? ¿Y Dan? ¿Estará a salvo?

Max frunció la boca, encogió los hombros y levantó las manos abiertas en un gesto de resignación, como queriendo decir: «¿Qué puedo hacer yo?».

—Eso espero… No estoy seguro.

A los labios de Kyle asomó una sonrisa, aunque amarga.

—Chantaje.

—Prefiero verlo como una negociación.

Kyle se levantó como un resorte y Max se estremeció. El cuerpo de Kyle temblaba de la ira. También quiso llorar de la frustración.

—Usted me metió en esto, y ¿todavía espera que trabaje para usted? Es igual que ella, que Katherine. Están cortados por el mismo patrón.

Max hizo una mueca de indignación.

—¡No diga eso! ¡Jamás!

—¿En qué se diferencian? Ambos utilizan a las personas. Como si sólo sirviéramos para eso… para satisfacer sus propios intereses.

Max entornó los ojos. Su sonrisa semejaba más una mueca.

—Mi querido Kyle, se le ha concedido la oportunidad de asistir a milagros. Y de realizar el documental más asombroso de cuantos se han visto. Le he dado la meta de su vida. Todas las grandes empresas conllevan riesgos, ¿no? Vio lo que todavía ronda por la casa de Clarendon Road. Podría haber abandonado este proyecto antes de poner el pie en Normandía. La mayoría de las personas lo habrían hecho, y ¿quién puede culparlos? Pero usted continuó. Incluso fue a Estados Unidos después de todo lo que vio en aquella fermette. Me ha impresionado usted, Kyle. Y apuesto a que le costó convencer al pobre Dan para que lo acompañara.

—Cabrón.

—Y tal vez los horrores de los Últimos Días sean preferibles a otro turno nocturno en el almacén, Kyle.

—¿Cómo sabe…?

—Escuché sus oraciones, Kyle. La más absoluta miseria, oí. Estaría grabando bodas el resto de su vida y haciendo cortometrajes por dos duros. Y lo único que yo he hecho es darle la oportunidad de ser alguien, Kyle. Ser más que un perdedor cualquiera que cuelga directamente sus vídeos en Youtube. Estaba al borde del precipicio, Kyle, y yo le tendí una mano.

—Me voy. —Kyle giró sobre sus talones y enfiló hacia la puerta.

—¡Kyle!

Kyle alargó la mano hacia el picaporte.

—Sé lo que está pensando, Kyle: Tengo el dinero y he grabado lo suficiente para hacer una película, así que debería salir a toda prisa y seguir corriendo hasta que todo esto quede bien lejos. Pero hay lugares, Kyle, donde el dinero no vale nada. El reino de los necios, como lo representó Verhulst. De modo que déjelo en mis manos con la esperanza de que cumpla mi deseo de derrotarla, o huya. Pero si fallo, Kyle, usted podría pasarse el resto de su vida esperando, como hemos hecho los demás, para morir una noche cualquiera en la oscuridad.

Kyle accionó el picaporte.

—¡Por favor, le necesito! —Kyle se detuvo.

—Vaya a ver el tríptico. ¡Vaya a verlo! Y entenderá. Entenderá todo. Se lo prometo.

Kyle tiró del picaporte y abrió la puerta, salió de la habitación.

—¡Kyle! ¡Espere! Por favor. Por favor. La historia. Tiene que contar esta historia. Nació para esto, muchacho. Lo lleva en la sangre.

Y entonces Kyle perdió el deseo de alejarse del dormitorio. Y se odió por ello. Como en una película pasada a cámara rápida por su cabeza aparecieron Susan White, Gabriel, Conway, Sweeney, Emilio, Martha Lake; las grabaciones realizadas en tres países; la terrible naturaleza del misterio a medida que se desentrañaba, se entrelazaba, lo involucraba. Y sabía que siempre se preguntaría qué había ocurrido en realidad en Arizona. Sufriría de sueño ligero crónico. Se estremecería cada vez que viera una mancha de humedad en el enlucido y oyera pasos encima de su techo. Su mente y su espíritu, y tal vez su cuerpo, regresarían a aquellos lugares para verlos, para maravillarse, para comprender. No soportaba saber; no soportaba no saber. ¿Cuántas veces en la vida de un director de cine se presentaba una oportunidad así? Para él era la oportunidad de ser quien verdaderamente era, y todos aquellos que alguna vez habían dudado de él o despreciado su trabajo verían de qué pasta estaba hecho. La película de su vida. Tal vez también el final de ella, pensó. Respiró hondo.

—Si voy a ver esa pintura, y recalco el «si», si es que vivo lo suficiente para verla, ¿lo entenderé todo? ¿Sabré todo lo que usted sabe?

—Tiene mi palabra. Cuando vuelva mañana, y ha de volver, Kyle, tiene que hacerlo. Sabrá lo que yo sólo he sido capaz de entender y aceptar como el verdadero legado de la hermana Katherine: los Amigos de Sangre.