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WOOD GREEN, LONDRES

23 de junio de 2011. 22.00 horas


—¡Colega! ¡Colega! Ya hemos llegado.

Kyle no recordaba nada del viaje. Se había sumido en un sueño rápido, aunque agitado, en cuanto el taxi se había separado del bordillo de New Cross. Quería quedarse durmiendo dentro del taxi una semana entera. ¿Lo habría cubierto la tarjeta de crédito de Max? Kyle esbozó una sonrisa inquietante mientras pagaba al taxista. Podría grabarse a sí mismo parloteando a la cámara, con los ojos abiertos como platos y totalmente ido; rodar un documental sobre sí mismo: El hombre del taxi. Más le valía ponerse manos a la obra antes de que se le adelantara Morgan Spurlock. Quizá sería la única manera de sobrevivir a la indeleble mancha que le emborronaba la mente: siempre en aviones, o rodeado de multitudes en el aeropuerto, o en el asiento trasero de un taxi. Eternamente. Agua embotellada, comida de las estaciones de servicio y de las cafeterías de los aeropuertos, estreñimiento, un sueñecito de vez en cuando, en continuo movimiento, siempre rodeado de luz. «¡Odian la luz!», podía oír la voz de Gonal en su cabeza, gritando.

El rato que se había dormido en el taxi se había sumido en un sueño profundo, pero no vacío. En un momento dado, unos seres huesudos habían aparecido con una espantosa luz roja sobre un vacío negro. Kyle se había despertado sobresaltado, con la barbilla cubierta de baba, antes de volver a dormirse imprudentemente un par de segundos después, demasiado cansado como para resistirse al deseo de descanso. Malcolm Gonal había aparecido entonces en su cabeza y se había incorporado al sueño; llevaba una especie de corona de madera ceñida a la cabeza; estaba en un edificio oscuro, elevado del suelo y daba patadas al aire, con la sonrisa de quien cree que está haciendo algo brillante. Martha también aparecía; estaba mirando un cielo gris que se extendía sobre la mina, y fumaba cigarrillos mientras esperaba la llegada de algo. No recordaba más y se alegró de ello. Se sentía despejado después de la cabezadita; todavía le dolían la cabeza y el cuello, pero se notaba la mente más despejada.

—Gracias.

El taxi se alejó y dejó a Kyle solo y con frío en la calle oscura.

Había luz en el apartamento de Gabriel. Kyle llamó al timbre. Una rolliza mujer africana abrió la puerta y le habló desde detrás de la cadena:

—Es tarde. ¿Qué quiere?

Kyle le explicó que era amigo del hermano Gabriel. La mujer no tenía ni idea de quién era el hermano Gabriel. ¿Se habría mudado? ¿Estaría vivo por lo menos?, se preguntó Kyle, que se quedó paralizado, mudo y estupefacto. Antes de que la mujer cerrara la puerta, Kyle oyó la voz frágil de Gabriel gritando desde el interior de la casa:

—¿Quién es?

—¿Gabriel? ¡Soy Kyle! —gritó asomándose por encima de la cabeza de la mujer—. ¡Es un asunto urgente!

—Arthur, ¿quién es Gabriel? —espetó la mujer por encima del hombro hacia el interior caliente y anaranjado del apartamento.

Hubo unos momentos de silencio.

—¡Déjale entrar! —dijo al cabo Gabriel.

El hermano Gabriel había recuperado su nombre original: Arthur Smith. La mujer era su cuidadora, y tal vez también la de su madre. Ahora ambos necesitaban de su atención. Se trataba de una cortesía de Max.

Kyle encontró lo que restaba del hermano Gabriel en el salón atiborrado de objetos; estaba reclinado en un sillón desgastado enfrente de una resplandeciente estufa de gas. Gracias a Dios, una manta de cuadros escoceses le cubría lo que le quedaba de pierna. Kyle se había sorprendido de lo delgado que estaba Gabriel durante la grabación en Francia, pero entonces había tenido un aspecto relativamente saludable en comparación con el conjunto de huesos de títere que veía ahora, como amontonados en un sillón que parecía cuatro veces más grande de lo que necesitaba su cuerpo. Con la tez cenicienta, los ojos hundidos y brillantes y una boca sin labios de la que escapaba la baba, el rostro que miraba desde el sillón a Kyle parecía imperturbable, de la manera que lo parecen los enfermos atiborrados de medicamentos cuando están a punto de morir. La habitación olía a hospital. La mesita auxiliar estaba atestada de medicinas y de botellines de agua arrancados de una cinta de celofán. Había una silla de ruedas plegada apoyada contra la pared, y dos muletas yacían juntas sobre el sofá. Preguntarle cómo estaba parecía de mal gusto.

—Ya me da igual —aseveró con una voz anhelosa antes de que Kyle tuviera tiempo de disculparse por no haber ido a visitarlo al hospital.

—¿Perdón?

—La película. Todo.

Kyle asintió, e intentó esbozar una sonrisa tranquilizadora, pero fue incapaz.

—Lo siento… lo siento, tío. Pero las cosas se nos han ido de las manos. Tenía que venir. Necesito su ayuda.

Gabriel levantó una mano que era sobre todo huesos y la dejó caer de nuevo. La desesperación que rezumaba la maniobra parecía resumir a la perfección la situación.

—Estamos metidos en un lío bien gordo. Todos los que hemos sido utilizados por Max. Y estoy intentando entender cómo y por qué hemos acabado así.

—¿Cree que yo lo sé?

—En Francia. En la granja…

—No quiero pensar en eso. —Gabriel meneó su cabeza greñuda.

—No nos contó todo. Sobre la hermana Katherine. Sobre lo que ocurrió en la granja en los setenta.

—¿De qué serviría ahora? Y ya se lo dije, yo no estuve allí durante el segundo año.

—Usted tiene que saber algo. Solamente consigo reunir fragmentos sueltos de toda clase de personas que en su mayor parte están tan confundidas como yo. Una mujer me dijo en Estados Unidos que lo que la hermana Katherine llamaba «viejos amigos» entraron en el templo, en el desierto, y que dejaban cosas. Huesos, ropa, fragmentos de objetos. Pero Katherine llegó a Estados Unidos con una colección de esos objetos. ¿Encontró cosas en Francia, en la granja? ¿Cosas antiguas, como artilugios? ¿Sabe si los encontró?

Gabriel suspiró irritado.

—Los encontramos todos en el templo. Después de que empezaran las visiones. Después de que ellos entraran para acompañarnos. Yo nunca vi… las presencias. Pero estaban allí. Las oía, encima de nosotros. Moviéndose. Debajo de las vigas. Por eso me marché.

—¿Qué vio, en las visiones?

Gabriel se quedó en silencio con la mirada fija en su regazo. Entonces levantó la cabeza.

—Era como el fin del mundo. Fuego. Un lugar en llamas. Perros ladrando. Yo no me había metido allí para eso.

—¿Tomaban drogas?

—No. Si ni siquiera teníamos comida. Pasábamos hambre. Estábamos débiles. Estuvimos a punto de morir. Le conté la verdad.

—Pero no toda. Las visiones han vuelto. Y también esos objetos abandonados. ¿Qué son? ¿Qué clase de cosas encontraban?

Gabriel se encogió de hombros.

—No sé. Huesos… ropa vieja. No me gustaba mirarlos. Pregunte a Max; él lo sabe. Yo sólo acepté por el dinero. Me refiero a participar en la película.

—¿Por qué no nos lo contó en Francia?

—No pude. Seguían allí. Podía olerlos. Los notaba. Estaban furiosos. Era como si sólo hiciera una semana que me hubiera ido. Me asusté.

Gabriel desvió la mirada hacia la estufa de gas. Movió la cabeza arriba y abajo repetidamente. Parecía a punto de echarse a llorar.

—Me dejaron en paz durante mucho tiempo. Intenté olvidarlos. Y lo conseguí. Pero entonces empezaron los sueños. Más o menos por las mismas fechas que Max se puso en contacto conmigo. Necesitaba el dinero. Pero cuando llegamos a la granja supe al instante que era un error. Volver allí era un error. No quería que regresaran. No quería que volvieran aquí.

—Creo que habrían vuelto de todos modos. Parecen estar buscando a todos sus viejos conocidos. Pero ¿cómo es posible? ¿Qué son? ¡Tiene que decírmelo, por favor!

Gabriel tragó saliva con un ruidito.

—Usted no puede hacer nada. Y a mí ya me da igual. Esta vida… —Su precaria voz se extinguió y sus ojos apagados se alzaron lentamente al techo.

Kyle se arrodilló a su lado y le agarró la muñeca. Era como sostener una flauta en la mano.

—Cuénteme lo que sabe, Gabriel. Necesito saberlo todo antes de ir a ver a Max. Está ocultándome cosas. No me dice la verdad.

Gabriel sonrió.

—Porque no le creería. Pensaría que está como una cabra. Pero tal vez ya esté preparado.

—¿Para qué?

—Para el descubrimiento de Max. Tampoco me lo quería contar a mí. En realidad nunca le gusté. Sólo le interesaba que volviera a Francia por su propio beneficio. Creo que quería que yo… —Gabriel tragó saliva—. Yo era el cebo.

Kyle se sintió como si la habitación girara a su alrededor.

—Dios mío.

—Creo que quería que usted los grabara. Pensó que Isis y yo podríamos atraerlos hasta aquellos lugares. Lo único que puedo decirle es que desde que abandoné La Reunión, después de que Katherine trajera a esos otros con nosotros, un amigo mío, Stewart, me escribió. Entonces se le conocía con el nombre de hermano Abraham. Se había quedado allí después de que yo me fuera, y me escribió varias veces. Enviaba las cartas clandestinamente cuando iba a buscar agua. Me dijo que lo iba a dejar, y me pidió que le enviara el dinero para el billete del ferry. Yo estaba pelado, pero se lo pedí prestado a mis padres y se lo envié por correo. Me pidió que me reuniera con él en la estación Victoria cuando llegara. Me citó en una fecha y a una hora. Pero nunca apareció. Y no volví a tener noticias de él. Ni de los demás. Busqué al hermano Abraham durante ese primer año de nuevo en Londres. No había ni rastro de él. Cuando Max se puso en contacto conmigo, hace unos meses, le pregunté si sabía algo del hermano Abraham o de algún otro. Me dijo que había estado investigando; que llevaban años desaparecidos.

—¿Y le pidió que mantuviera la boca cerrada? ¿Que no nos lo contara a Dan ni a mí?

Gabriel no respondió, y se limitó a mirar a Kyle con sus ojos cansados mientras respiraba fatigosamente.

—¿Alguna vez acudió a la policía?

Gabriel negó con la cabeza.

—Por lo que yo sabía, seguían allí. O se habían ido a Estados Unidos con Katherine. Katherine podía llegar a ser muy persuasiva.

—¿Y en qué posición quedarían todos ustedes veinte años después?

—Eso ya me da igual. Hable con la policía.

—¿Cree que me creerían si les fuera con esta historia?

La sonrisa de Gabriel era tan leve que podría haberse dudado de su existencia, aun así poseía el brillo del triunfo.

—Abraham se marchó porque decía… decía que ya no se sentía seguro. Había habido una pelea terrible. Algunos de los Siete habían intentado hacerse con el control de la granja. Sólo Gehenna y Bellona se mantuvieron leales a Katherine, que había intentado hacer algo feo. No sé qué exactamente, pero desencadenó una revuelta. Y Abraham me dijo que había habido una especie de tormenta justo después de la rebelión. Espantosa. Desapareció gente. Tres niños. Nunca los encontraron. Y también los apóstatas, los cinco que habían intentado usurparle el poder. Y todos los perros. Y las gallinas. Todos desaparecidos. Pero en las noticias no se dijo nada. Estuve pendiente. No se dijo ni una palabra sobre una tormenta en Normandía. Y el hermano Abraham me dijo que había visto gente en el cielo… ascendiendo, ¿entiende? Ascendiendo. Y esas personas nunca regresaron. —Gabriel tragó saliva—. Pensé que el hermano Abraham estaba loco. Me convencí de que lo estaba. Bueno, ya me dirá, en el cielo… Ahora no estoy tan seguro de que lo estuviera. Pero escribió algo sobre «el Cerdo Impío y la lluvia de huesos negros». Nunca lo he olvidado. Era algo que había ocurrido en la granja durante la tormenta, y que fue el motivo que convenció a Abraham para huir. Siempre he pensado que fue la razón de que el grupo se trasladara a Estados Unidos, porque la gente, y los niños… habían desaparecido en la granja. Pero creo que conservo aún su última carta.

—Démela. ¿Dónde está?

—Se la di a Max. La tiene él.