LONDRES
23 de junio de 2011. 16.00 horas
Malcolm Gonal no respondía al teléfono. Kyle le dejó mensajes desde el control de inmigración, desde la terminal de recogida de equipajes y durante la espera del tren en Gatwick. Se le hizo eterno el tiempo que pasaron dentro del aeropuerto. Las luces brillantes, los anuncios interminables por megafonía y los grandes rostros de multitudes ruidosas e impacientes lo habían conducido a un estado de irritación que hacía que de un momento a otro pudiera empezar a gritar.
De todos modos, Kyle tampoco estaba seguro de que lo que le había dejado en el contestador sonara muy coherente. Las menciones atropelladas a Max, a El Templo de los Últimos Días y a su papel como director habían salido de su boca tan precipitadamente que lo más probable era que no se entendiera nada. Su voz sonaba rara: cavernosa por el agotamiento, crispada por la cólera, disociada de su cerebro y de lo que quería decir en realidad… como si necesitara despotricar con cualquiera dispuesto a escucharle. Una mente acelerada, una lengua bajo los efectos de la novocaína y una mandíbula entumecida nunca eran una buena mezcla. La gente agotada debería limitarse a dormir.
Gonal no le devolvió las llamadas.
—¿Ha habido suerte? —preguntó Dan.
Kyle negó con la cabeza. Era la primera vez que su amigo intentaba iniciar una conversación desde la discusión en Seattle. Dan se había pasado roncando la mayor parte del vuelo de regreso a Londres, mientras Kyle se revolvía en el asiento de al lado, agobiado, atontado y atormentado, mascando chicles de nicotina.
Se había sentido más seguro dentro del avión, pues se negaba a creer que los viejos amigos de Katherine pudieran aparecer en el interior de una aeronave. Pero sabía que la precaria sensación de seguridad desaparecería en el momento en que tocaran tierra, y eso no le daba un respiro en las interminables reproducciones de la visita de la noche anterior que aparecían en la pantalla de su imaginación, o los fragmentos de la pesadilla hecha realidad en la que se había convertido la producción del documental, que estuvieron repitiéndose en su cabeza durante todo el tiempo que duró el vuelo: imágenes deterioradas de Normandía, de rostros demacrados sonriendo en las paredes, de la desolación quemada por el sol de Arizona, de la cara con las mejillas caídas del detective mientras hablaba de salpicaduras de sangre, de la desesperanza monocroma de la casa de Martha en Seattle, y del rostro devastado por el tabaco de ésta, de las manos descarnadas intentado aferrar el mundo en su desván. Y todo ello encuadrado en el morboso convencimiento de Kyle de la inminencia de su propia destrucción.
Y aun así, sus reflexiones habían cambiado de sentido, repentinamente, y el interminable debate interior contra la imposibilidad de todo aquello le había hecho retorcerse en su asiento. Otros pasajeros se habían vuelto hacia él cuando lo habían oído murmurar como un hombre que delira. Y era así. Había querido recorrer el pasillo del avión y agarrarse la cabeza exhausta con las manos pálidas. Estaba dispuesto a cualquier cosa para aliviar la indigestión de terror, incredulidad, ira y pánico.
—Vuelve a intentarlo. Sólo… —Dan no acabó la frase; no necesitaba hacerlo. Kyle sabía lo que iba a sugerirle: que debía ir a casa y descansar, dormir ininterrumpidamente durante varios días y olvidarse por un tiempo de la película, por no decir para siempre. Sólo así dejaría de comportarse como un enajenado mental. Sin embargo, no podía asumir el riesgo de dormir.
—Me presentaré allí.
—¿En New Cross? ¿Ahora?
Kyle asintió. «Tú ya has terminado, tío —quiso decir—. Tú dormiste anoche. Y luego ocho horas más en el avión. ¡Porque un ser sobrenatural no atravesó la puerta de tu habitación ni destrozó tu cama todavía caliente!».
Kyle volvió a intentar ponerse en contacto con Max. Le saltó el buzón de voz.
—¡Joder!
Dan meneó la cabeza.
—¿Le importará a Max si llevo mañana los archivos a Finger Mouse?
—Sí. Llévaselos ahora. Intenta convencerlo para que se quede trabajando toda la noche con ellos. Le pagaremos. Necesito ver todas las grabaciones otra vez. ¡A la mierda Max! Las necesito cuanto antes. Y Gabriel ya debe estar aquí. También necesito hablar con él. ¡Sabe cosas que nosotros desconocemos! ¡Ya estoy cansado de esta mierda!
La gente se detenía para observar a Kyle y luego reemprendía la marcha. Kyle se desplazó por la agenda de contactos del móvil y llamó al número de la casa de Gabriel. La voz de un contestador genérico de la compañía telefónica le pidió que dejara un mensaje.
—Necesito verle. Es urgente. Llámeme…
Dan estaba inquieto. Porque no le había creído en Seattle. Había reaccionado con incredulidad, incluso con lástima, cuando Kyle le había contado que había pasado varias horas encogido debajo de unos cartones, encajonado entre las máquinas de refrescos y de hielo. Su amigo lo había mirado atónito, como si tuviera delante a un extraño, mientras Kyle, descalzo, parloteaba como un drogadicto esquizofrénico junto a las puertas de las habitaciones.
Los ojos de Dan revelaban connivencia con las sospechas del personal del motel, quienes creían que Kyle había arrasado su habitación y que era responsable de la figura de la puerta. De hecho, Kyle interpretó el silencio de desaprobación de Dan, mientras él repetía una y otra vez su historia, como una prueba de sus sospechas de que había preparado todo lo que había ocurrido durante el rodaje: el brazo en la cocina de su apartamento, las figuras del establo de Normandía mientras Dan intentaba liberar la pierna de Gabriel del cepo oxidado, la figura en el ático de Clarendon Road… todo. ¿Creía Dan que estaba tan desesperado por conseguir dinero y reconocimiento como para crear pruebas falsas de fenómenos paranormales? Como había hecho Gonal una vez con tanto ahínco. ¿O simplemente estaba tan cansado y paranoico que estaba dispuesto a pensar cualquier cosa de su mejor amigo? Probablemente. Porque Dan se encontraba en la cómoda posición de no ser acosado. El escepticismo era un lujo que sólo podían permitirse los que no se veían afectados.
En lo que le parecía otra vida, separada por un océano y un largo vuelo acompañado únicamente por sus atribulados pensamientos, Dan había convencido al recepcionista del hotel para que no llamara a la policía. Había proporcionado rápidamente los datos de la tarjeta de crédito de Max para pagar la reparación de la puerta, la destrucción de la ropa de cama y del colchón y el cortacircuitos, que el recepcionista aseguraba que se había mojado y afectaba a todo el bloque.
Pero una vez estuvieron dentro del coche de alquiler, Dan había agarrado a Kyle por los hombros y le había mirado directamente a los ojos con sus rostros separados escasos centímetros. «¡Tío, ahora déjate de gilipolleces! Pero ¿qué cojones ha pasado? Sé que esta mierda es una locura capaz de alterar a cualquiera, pero pon un poco de tu parte. Estoy intentando entenderlo. ¿Estás tomando drogas o algo por el estilo?».
Enfadados y sintiendo ambos que el otro les había decepcionado, aunque intentaban que no se notara, habían regresado a Londres sin dirigirse la palabra.
Kyle se encaminó a la estación Victoria con las señas que aparecían en la tarjeta de visita de Malcolm Gonal grabadas a fuego en su cabeza. Se sentía como si estuviera caminando sobre el mar; le ardía la piel de una manera extraordinaria, estaba sin aliento y era incapaz de coordinar los movimientos de sus extremidades. Dejando al margen los sucesos irracionales que empezaba a comprender, por no decir aceptar, ahora sí tenía el convencimiento de que estaba totalmente desquiciado por el agotamiento y la falta de sueño. No podría retrasar mucho más tiempo el momento de dormir, pero en un lugar seguro. «¿Dónde?».
Tuvo que leer el mapa del metro mil veces hasta darse cuenta de que cambiar de la línea District a la línea Jubilee y luego otra vez al tren ligero de Docklands sería, ¡oh, sorpresa!, problemático, ya que el servicio de dos líneas no funcionaba con normalidad. Se bajó en London Bridge y salió de la estación de metro arrastrándose con la pesada mochila. Tiritando bajo la lluvia, empezó a hacer señas a los taxis Hackney que pasaban por la calle.
No parecía que Malcolm Gonal estuviera en casa. Tal vez había huido del país y se había escondido. ¿Quién podía culparlo? Frustrado, Kyle apretó con la palma de la mano todos los timbres de plástico del portero automático.
La casa de Gonal se encontraba en el tercer piso de una vieja casa victoriana, con la entrada y el jardín frontal atiborrados de bolsas de basura y de hierbajos echando retoños. Su apartamento era el único con un cartoncito con el nombre insertado en el mugriento panel de plástico del portero automático; lo que daba a entender que era el único inquilino en el deprimente edificio, olvidado en aquel mísero agujero del sur de Londres.
Las ventanas de la planta baja estaban cubiertas con mantas sujetas con clavos a la parte interior de los marcos de las ventanas de guillotina. Popular director de programas de televisión sensacionalistas en los años noventa y célebre farsante de fenómenos sobrenaturales cae en desgracia. «¡Qué pena!». Pero ¿por qué Max contrataría a un charlatán incompetente como ése? Porque el estreno de la película en los cines nunca había sido un objetivo; Malcolm Gonal era tenaz, no tenía escrúpulos, ni ética; era avaricioso y estaba sin un duro. Y haría cualquier cosa para presentar misterios místicos sensacionalistas de una secta de infausto recuerdo en una producción para la edición directa en DVD. Asesinatos, asaltos, violaciones, sodomía, abuso de niños, desfalco, secuestros; Gonal habría sufrido un ataque con los mismos síntomas que una sobredosis de Viagra ante el panorama que se le presentaba. Había llevado a la quiebra Allegra Films por culpa de una querella por difamación que había interpuesto contra ellos la Iglesia Anglicana, después de que Gonal afirmara que las misas negras eran habituales en sus iglesias. Eso había acabado con su carrera en la televisión generalista.
«Supera los años ochenta, Max». Kyle se sentía insultado. Sabía que había sido la segunda opción como director, ¡pero la segunda opción después de Gonal! Y si la distribución en cines o la emisión por televisión no eran un objetivo, Kyle no tenía ni idea de qué se proponía conseguir Max con el documental desde la seguridad de su mundo de luz de Marylebone.
Kyle retrocedió un par de pasos y levantó la mirada hacia la fachada de ladrillo desvaído. De repente vio que se agitaba una cortina en la ventana más grande de la última planta. El atisbo de una cara rolliza y pálida desapareció de una rendija entre las cortinas y, por un momento, el espacio vacío reveló una habitación tan profusamente iluminada que por la rendija salía despedido un rayo de luz hacia el cielo. Gonal estaba dentro.
Kyle bajó corriendo los escalones de piedra del porche hasta el camino de entrada a la casa, se dio media la vuelta y sostuvo en alto su teléfono.
—¡Sólo quiero hablar!
La cortina continuó corrida. Kyle esperó y esperó hasta que perdió la esperanza. Entonces se encorvó, cerró los ojos y exhaló las últimas reservas de sus fuerzas.
—¡Lárgate! —espetó entrecortadamente una voz metálica por el altavoz del portero automático.
Kyle regresó a la puerta principal y dejó que su mochila se deslizara hasta el cemento verdeado del suelo del porche.
—¡Gonal! Necesito desesperadamente hablar contigo. Me llamo Kyle Freeman. Llevo todo el día llamándote. Sé que suena a locura, pero podría tratarse de un asunto de vida o muerte.
—No es mi problema. ¡Ahora, lárgate!
El viaje de regreso desde New Cross hasta West Hampstead era largo. Kyle veía borroso; le escocían los ojos. «Basta es basta». Apretó el botón del interfono.
—¡Podría serlo! —«Gordo impostor», quiso añadir—. ¡Escúchame!
—¡Como me hagas bajar, gilipollas mediocre sin talento, vas a tener que utilizar los asientos reservados para discapacitados en el autobús de vuelta a casa!
—¿Oyes cómo me meo en tu felpudo, Malcolm?
—¡Soy una persona conocida! ¿Me oyes? —El pequeño panel del interfono estuvo a punto de salir disparado de la pared con la voz de Gonal—. ¡Tengo amigos! ¡Headcase Stratham! ¿Has oído hablar de él? Pues te hará una visita muy pronto. Sé dónde vives, marica de mierda. West Hampstead, ¿verdad? ¿Goldhurst Terrace? ¡Harás algo más que mearte cuando tire tu puerta abajo!
Kyle, por desgracia, había oído hablar de Headcase Stratham; un tipo de pésima reputación del East End, implicado en asesinatos del mundo del hampa y en varios casos de personas lisiadas, su firma consistía en una mordedura en la nariz de sus víctimas. Incluso lo habían detenido en una competición de boxeo ilegal todavía con un trozo de la nariz de su rival metida en la boca; con las ansias de ver el siguiente combate no se había lavado la boca. En definitiva, un hombre que por alguna extraña razón no estaba siempre en la cárcel. ¿Cómo era posible? Kyle había visto el ladrillo que tenía por cabeza, con el rostro desencajado y lleno de cicatrices, en las cubiertas de un rojo estridente de al menos dos libros basados en crímenes reales en las librerías del aeropuerto, entre volúmenes sobre tradiciones de los hinchas del fútbol. Estaba pisando terreno resbaladizo. Gonal podría estar soltándose un farol, pero Headcase Stratham era la clase de psicópata despiadado con el que se juntaría el director. Tenía antecedentes; Gonal lo había elevado a los altares como héroe local en un horrible DVD que Kyle recordaba que habían regalado con un tabloide dominical.
Las náuseas se introdujeron en la olla a presión puesta al fuego del agotamiento. Tenía que pensar rápido, y con una mente que discurría con la lentitud de la corriente de un arroyo de aguas salobres.
—¡No te oigo! —chilló Gonal a través del altavoz—. ¡Eh, gilipollas!
Gonal siguió y siguió. Adoraba oír su propia voz belicosa, con su acento de la clase obrera, lanzando amenazas con la fuerza de quien tiene las claves para una violencia tan irracional y salvaje que sólo un imprudente no haría caso de ellas.
Pero si Kyle hubiera podido ver su reflejo en el panel del portero automático de Gonal, habría visto la amplitud de la sonrisa más malévola que su rostro había generado jamás.
—¡Me importaría una mierda si los Krays fueran trillizos y tú el único que quedara vivo, colega! A estas alturas hay cosas mucho más importantes de las que preocuparse que perder una nariz. Y creo que sabes de qué estoy hablando. La hermana Katherine tiene más viejos amigos de los que tú puedas reunir, Malcolm. Y no parecen muy contentos con los que hemos estado husmeando. Así que no es un buen momento para amenazar a un hombre, tío. Debes estar harto de pintar las paredes.
La voz metálica al otro lado del interfono guardó silencio. Kyle sonrió. Unos segundos después se desbloqueó el mecanismo de la cerradura de la puerta. Y Kyle entró en una casa oscura.
Malcolm Gonal estaba borracho. Malcolm Gonal estaba aterrado. Malcolm Gonal estaba loco. Cualquiera lo veía.
Malcolm Gonal también vivía confinado en casa. Bolsas de basura negras y las finas bolsas verdosas de las tiendas de comestibles vecinas, llenas de basura comprimida y apiladas contra las paredes de la entrada, impedían que la puerta principal se abriera completamente. Kyle se las quedó mirando.
—¿Estarán en huelga en el ayuntamiento?
Gonal parecía un topo rapado, agrandado hasta alcanzar las proporciones humanas mediante esteroides por un aprendiz del doctor Moreau en algún rincón de Europa del Este. Su cabeza sin pelo estaba tan pálida como la masilla recién puesta, salvo por las estrías de lo que parecía jabón olvidado en la barbilla. Tenía la piel de su cara rechoncha escamada por un eczema, y unos ojos diminutos y vidriosos, de un color indeterminado, miraban a través de los cristales cuadrados de unas gafas que en otro tiempo debieron ser muy apropiadas para el mundillo de la tele. Pero sus días como tertuliano de voz áspera y vestido de Armani hablando de la violencia en el fútbol en la televisión por cable habían acabado. Malcolm Gonal llevaba puesta una falda escocesa, lo que parecía una camisa con volantes para llevar debajo de un esmoquin y un albornoz robado de un hotel. En los pies lucía un par de calcetines con personajes de dibujos animados bordados sobre los tobillos.
La cara redonda se movió con tanta prontitud hacia Kyle que éste retrocedió.
—No te rías. Ni se te ocurra reírte. Son los únicos trapos que me quedan limpios.
Ni siquiera lo estaban; el albornoz estaba tan mugriento que sólo el mendigo más desesperado se habría paseado por el parque del barrio ataviado con él. Kyle tenía frente a él a un hombre que había llegado al fondo de su armario. El resto de la ropa formaba una montaña en el suelo de linóleo de una cocina asquerosa. Pasaron por delante de ella de camino a una puerta que había al final del pasillo y que no era capaz de contener el resplandor fosforescente que se adivinaba entre aquellas cuatro paredes; la luz se filtraba alrededor de la puerta barata de cartón-madera sin pintar, que parecía una solución provisional después de una fiesta en un piso ocupado.
—¿La zorra adicta al crack de abajo no respondió al interfono? —preguntó la criatura con aspecto de topo por encima del hombro, mientras conducía a Kyle por el apartamento penumbroso arrastrando apresuradamente los pies.
—No.
La figura le lanzó una mirada fugaz con unos ojos angustiados.
—Entonces, incluso ella está jodida.
Kyle no estaba seguro de entender lo que quería decir Gonal, que no se detuvo para explicarse. Ansioso por abandonar el pasillo sin luz, la figura encorvada abrió la puerta del salón de un empujón y saltó dentro.
Kyle se protegió los ojos del estallido cegador de luz blanca y siguió a su renuente anfitrión al interior del atiborrado salón, caminando por una alfombra de latas de cerveza, bandejitas de aluminio de comida para llevar, cajas de cartón de Chicken Village manchadas de grasa y cajas de pizza vacías.
—¿Es que esperas a alguien? ¡Cierra esa maldita puerta!
Kyle obedeció y luego se detuvo sobre la moqueta pringosa para contemplar boquiabierto las paredes, completamente empapeladas con periódicos. Incluso había números antiguos de Auto Trader pegados al techo. Una capa de cinta adhesiva encima de otra mantenía todo en su sitio. La intensa iluminación procedía de una docena de tubos simuladores de luz natural de Max, conectados a baterías de vehículo nuevas.
—Destrozaron todos los cables hace un par de semanas. Los royeron. —Los diminutos ojos de Gonal rotaron detrás de los vidrios salpicados de caspa de sus gafas—. Anoche se metieron en el dormitorio. ¡Cabrones!
Kyle se estremeció. La mesa de centro estaba atiborrada de paquetes abiertos de pastillas de cafeína y de ampollas de medicamentos comprados en la farmacia: Diazepam, Xanax, Valium. El cenicero rebosaba colillas de Benson and Hedges y porros liados con papel Rizla.
Ahora que estaba dentro del apartamento, Kyle se quedó por un momento con la mente en blanco y no tuvo muy claro qué había ido a hacer allí. Tal vez el estado del salón había respondido todas sus preguntas. Alguien estaba librando la batalla final. Y el hedor a sudor, a periódicos mojados, a humo de cigarrillos y a alitas de pollo en estado de descomposición era tan intenso que casi deseó que Headcase Stratham saliera de detrás de la tele y le arrancara la nariz de un mordisco. La siguiente imagen que penetró en el espacio traumatizado que tenía entre las orejas fue la recreación de aquel baluarte desesperado y sórdido en su propio apartamento.
—Deberías presentarte al premio Turner, Malcolm. Te lo llevarías de calle.
—¡Si has venido para cachondearte ya te puedes largar!
—Acabo de ver algo en Seattle que me juego lo que quieras a que está debajo de ese The Sunday Mirror de ahí. —Kyle sacudió la cabeza hacia la pared que había detrás del enorme sofá de piel.
—¡Martha! ¿Has ido a ver a Martha?
Kyle asintió.
—Ayer. He vuelto esta mañana.
Una sonrisa desagradable asomó a los labios de Gonal.
—Por eso has venido. Pobre zorra.
Gonal parecía realmente abatido. A Kyle le pareció una reacción tan insólita que se preguntó si no habría menospreciado a ese hombre, de aspecto muchísimo más repugnante en carne y hueso que por la televisión; siempre había esperado que sólo fuera un personaje actuando frente a la cámara.
Kyle alzó la tarjeta de visita cogida entre dos dedos.
—Me dio tu tarjeta. Yo ni siquiera sabía que Max te había contratado para el mismo trabajo. Me enteré por ella.
—Sí. Empezó con lo de la calidad y luego fue soltando el rollo. Ese hombre es el diablo. ¡El diablo, te lo aseguro! El cabrón lo empezó todo. ¿Lo sabías? En los sesenta. ¡Max!
Kyle discrepaba de la interpretación de Gonal de la importancia de Max, pero no tenía fuerzas para discutir.
—¿Cuándo empezaron las… visitas?
—El día antes de dejarlo. De lo que hace alrededor de un mes. No hay nada que hacer. Nada excepto utilizar las lámparas de Max. Y la luz del sol. No les gusta. —Gonal levantó la mirada al techo y bramó—: ¡Cabrones!
—Eso ya lo sé, Malcolm.
Gonal lo agarró por las solapas de la chaqueta con sus dedos regordetes.
—Ahora también me siguen por la noche. A la calle. No hay forma de escapar de ellos.
«¿A la calle? ¿Por la noche?». A Kyle no le había pasado, y al momento quiso creer que sólo eran las imaginaciones de un hombre paranoico y aterrado. «Pero entonces…».
—¿Viste a Martha? ¿La grabaste cuando se marchó?
—¿Perdón?
Gonal pareció confundido por un instante, pero entonces esbozó una sonrisa.
—No lo sabes, ¿verdad? ¿Eh? Porque estabas en el avión.
—¿Qué?
—Que se ha marchado. Muerta. Lo vi en la red esta mañana.
Kyle se desplomó más que se sentó entre la basura del sofá, y fijó la mirada en la programación televisiva de la semana anterior pegada con cinta adhesiva a la pared del salón.
—¡Cuidado! ¡Te has sentado sobre mis copiones!
Kyle miró debajo de su trasero.
—Lo siento —masculló.
—Mira.
Gonal salió disparado por la habitación para coger su ordenador portátil, que refulgía sobre la mesa que había debajo de la ventana. En la pantalla estaba abierta la página de Wikipedia con la entrada dedicada a Kyle. Gonal había estado indagando sobre él, sin duda, desde que le había dejado los mensajes en el teléfono.
Pero Gonal cerró rápidamente la página y apareció el fondo de escritorio: una fotografía de Gonal con el brazo alrededor de los hombros de Trevor Brooking en el césped de Upton Park.
—Funciona con wifi. Coge la señal de los vecinos. Sólo puedo encenderlo un par de minutos porque la batería se agota. He estado recargándola en la biblioteca. Y también el móvil. —Clavó la mirada en Kyle—. Aquí ya no funciona nada. El cabrón del casero no quiere arreglar los cables. Dice que se los han cargado los okupas de la planta baja. No tiene ni idea.
Devolvió la atención al portátil. Desplegó el menú de favoritos e hizo clic en el último elemento.
Atónito, Kyle continuó contemplando boquiabierto la pared encima de la estufa de gas, los titulares de la semana anterior y la publicidad de camas de matrimonio. Martha estaba muerta. «¿Se habrá suicidado? ¿Habrá seguido los pasos de Bridgette Clover?». Intentó tragar saliva, pero tenía la boca tan seca y los nudos que el pánico le había formado en la garganta eran tan descomunales que no fue capaz. Durante todo el tiempo que estuvo con ella, Martha sabía que su final estaba cerca. «La cogí justo a tiempo —dijo en su cabeza una vocecita muy parecida a la de Gonal, hasta que Kyle la desterró—. Quizá la entrevista la empujó al borde del abismo».
—Ven. Mira. Mira.
Kyle avanzó con las piernas temblorosas hasta Gonal, que le esperaba encorvado sobre el ordenador. La visión de Kyle se emborronó mientras recorría la pantalla intentando leer todo y quedándose con nada. Hasta que sus ojos se detuvieron en una fotografía de prensa en blanco y negro de Martha Lake caminando con brío por el aeropuerto de Phoenix en 1975. Encima aparecía el titular: «ÚLTIMO DIA DE UNA VÍCTIMA DE LA SECTA DEL DESIERTO». Era la página inicial del periódico Seattle Bugle.
—Atacada salvajemente por un intruso, dice. Casi irreconocible. Hubo disparos. ¡Disparos! ¿Eh? Contra ellos, antes de que la cogieran. Nada de cuchillos, eso lo sabemos. Supe que estaba jodida cuando fui a verla, pero, joder. Debería haberse suicidado. Pegarse un tiro en la cabeza, como… como la otra. Bridgette. Para que no la cogieran. Piénsalo. Piénsalo.
Kyle se tapó la boca con una mano. Dan y él podrían haber sido las últimas personas que la vieron viva. Pero la entrevista, las grabaciones; ¿las requeriría la policía? Al punto se censuró su egoísmo. Se volvió hacia Gonal.
—Max nos ha utilizado.
—No me digas.
—¿Fuiste a Clarendon Road? ¿Y la granja?
—No. Sólo vi por fuera la casa de Holland Park. Max no tenía los permisos. Y no me pasé por Francia. Iba a ser la siguiente parada. Estuve con Martha en Seattle, en la mina con una médium…
—¡Con una médium! ¿Qué hicisteis, Malcolm? ¿Una maldita sesión de espiritismo?
—Lo intentamos. Max quería que fuera allí con la bofia. Un vejestorio que había sido policía. Pero después de hablar con Martha preferí algo con más miga. Es lo que piden, médiums. De lo contrario, hoy en día no te sacan en la tele.
—¿Y conseguiste algo de «miga»?
Se diría que era imposible que Gonal se pusiera más pálido de lo que ya estaba, pero lo hizo. Corrió hasta el sofá y rebuscó entre los papeles y DVD.
—Yo no puedo volver a verlo. Tendré que salir de la habitación. Se nos fue de las manos. No sé qué pasó con Magenta, la médium. Sólo sé que salió corriendo, hacia el desierto. Había algo allí con nosotros. Se ve en unos cuantos fotogramas. —Miró a Kyle con los labios trémulos, y también lo era la voz con la que añadió—: Estaba en el cielo. Encima de nosotros.
Kyle tenía la boca seca.
—¿Notaste algún tipo de contacto?
—¿Cómo? —Gonal se alejó de Kyle mirándolo como si tuviera algo contagioso, como si su pregunta fuera la prueba del contacto—. No. Qué va. ¿Y tú?
Kyle asintió con la cabeza.
—¿Te… tocaron? —preguntó en un hilo de voz apenas audible.
—Creo que sí. En Normandía. En el templo. No estoy seguro. Creía que era su manera de… perseguirte.
Gonal miró a su alrededor, absorto en una nueva idea.
—¿Encontraste algo en tu equipo?
—¿Qué?
—Cuando volví de Seattle encontré algo en la bolsa de la cámara. Un hueso.
—¿Un hueso?
Gonal asintió.
—Pequeño. Como de un dedo. Negro. Carbonizado. Como una articulación diminuta.
—¿Dónde lo tienes?
—Tiré esa cosa asquerosa a la basura. Era repugnante. Pero sospecho que así es como me siguieron hasta aquí. ¿Cómo iban a encontrarme si no? ¿Crees que es así como te encuentran?
—Cartas celestiales.
—¿Qué?
—Así los llamaba la hermana Katherine. A los objetos. La policía hizo que les realizaran pruebas en una universidad. Databan de hace quinientos años. Belial decía que procedían de los «viejos amigos». ¿Cómo puede ser?
Gonal empezó a temblar. Kyle pensó que iba a ponerse a llorar.
—Malcolm. Sueños. Los sueños. ¿Has estado viendo cosas? ¿Has tenido visiones?
Malcolm reaccionó a la insinuación de Kyle frunciendo el ceño y con el gesto desafiante, pero de repente su rostro se relajó y la saliva se deslizó entre sus labios diminutos mientras abría la boca. Se quitó las gafas y se secó los ojos humedecidos con la manga mugrienta del albornoz. Se sorbió la nariz.
—Ya no duermo nunca. No puedo. —Miró con sus pequeños ojos rojos y llorosos a Kyle, parpadeando—. Así entran. Así entran en tu cabeza.
Kyle apartó la mirada de Gonal y se tambaleó al pisar unos zapatos sin cordones que había olvidados junto a la mesa de centro. Se quedó de pie junto a la ventana, anhelando respirar un poco de aire fresco mientras las venas le palpitaban en la cabeza; sintió un calor anormal, le parecía estar flotando, se sentía ingrávido.
Gonal se colocó detrás de él con pasitos raudos de sus piececitos con calcetines de dibujos animados.
—He viajado. Me han llevado a otros lugares. Lugares horribles. Todos los pájaros están muertos. Es como si todo estuviera en llamas. Los perros lloran. La gente grita mientras la queman. Es el infierno, tío. Están intentando llevarme al infierno con ellos. Ahora que estoy siempre despierto lo veo a todas horas. ¡Lo tengo grabado en la puta cabeza! —Su voz se desplomó hasta convertirse en un murmullo—. He estado allí arriba. —Gonal miró horrorizado el techo—. Me sacan de mi cuerpo.
Incapaz de respirar con normalidad, Kyle se dejó caer de nuevo sobre el sofá y se quedó mirando los pies sin verlos realmente. «La prueba». Ésta era la prueba que necesitaba. La prueba que corroboraba que nadie podía llamarle loco. Aunque pronto lo estaría, porque Malcolm Gonal era el futuro. Su futuro. El suelo brillaba en los márgenes de su visión. Y ya había sobrepasado su capacidad de agotamiento, había traspasado los límites y ahora se hallaba en un resplandeciente espacio hiperreal de su cabeza, en el vacío que había más allá de la conciencia absoluta.
—Dormir —fue todo lo que pudo decir Kyle.
Gonal meneó vigorosamente la cabeza.
—No, no, no, no. No quieres dormir, tío. Entonces es cuando vienen. Piénsalo. Piensa. Piensa. Los vieron por primera vez en Normandía, en estado de trance. Luego colocados de ácido en la mina. Hay lugares en nuestras cabezas que pueden verlos. Así que tienes que permanecer despierto. Consciente. Con las luces encendidas. Ni siquiera puedes soñar despierto; si no, se te meterán. —Gonal agitó sus manos minúsculas en el aire y empezó a gritar, con la saliva acumulándosele en las comisuras de los labios—: ¡Quieren entrar, pero odian la luz! ¡Odian la luz!
Kyle se puso en pie con el disco con los copiones en la mano. Sus pensamientos se desplomaban uno encima del otro y se evaporaban. Si no salía de aquel apartamento pestilente y se alejaba de la figura ridícula y desquiciada de Gonal, la histeria se apoderaría de él. Pero Gonal lo agarró del brazo con unos dedos obstinados.
—Lo sabes —dijo moviendo arriba y abajo la cabeza—. Lo sabes. Tenemos que permanecer juntos. Podemos mantenerlos fuera, aquí. Piensa. Piénsalo. Uno haría guardia mientras el otro duerme. Pediríamos comida a domicilio hasta que acabara.
Kyle se soltó el brazo.
—¿Y si no acaba?
Los ojos de Gonal se pusieron como dos platos detrás de las gafas.
—En ese caso hay otra posibilidad. Otra manera.
Kyle fue incapaz de hacer nada más que mirar fijamente a la pequeña figura insistente.
—Quieren a Max. Piénsalo. Él lo empezó. ¿Para qué nos iban a querer a nosotros dos? Yo ni siquiera estoy rodando ya la película. Y tú tampoco. No puedes seguir. Debes dejarlo ahora. Y si les ayudamos, como… —Su voz se transformó en un susurro conspirativo. Su cara redonda se acercó aún más a la de Kyle, quien retrocedió huyendo del aliento que le golpeó la boca y la nariz; olía a materia fecal—. Les entregaremos a Max, ¿eh? ¿Eh? Piénsalo. El nos metió en esto. Nos engañó. Así que les entregaremos a Max. Es a él a quien quieren. Tiene que ser eso.
Kyle chocó con la puerta.
—No.
—¡Tenemos que hacerlo! Martha, Bridgette… todos los supervivientes. Max es otro de ellos. Ella quiere recuperarlos. No nos quiere a nosotros. Ni a mí ni a ti.
—Pero nosotros lo sabemos. ¿No te das cuenta? Lo sabemos.
«Eso es suficiente». Conocer los secretos de la hermana Katherine era transgresión suficiente para recibir un castigo atroz. Kyle no tenía ni idea de por qué lo sabía; era instintivo; no existía ninguna razón, aunque ahora tenía que considerar el mundo sin la tranquilidad de la confianza en la ley natural.
Gonal se fijó de pronto en el DVD que sujetaba Kyle. Su rostro regordete se contorsionó con un gruñido.
—¡Sé a qué juegas, hijo de puta! Has venido para robarme la película. ¿Eh? Max te ha enviado aquí, ¿eh?
Kyle negó con la cabeza.
—No…
—Dame eso. ¿Sabes quién soy? ¿Eh? ¿Sabes quién soy? ¿Qué cojones has hecho tú? Tú no eres nadie. ¡Nadie! Yo he sido número uno en los índices de audiencia. ¡En los índices de audiencia, capullo!
Kyle arrojó el DVD como si fuera un frisbee directamente a la cara de Gonal.
—No quiero tu porquería. Quédatela. —Cruzó a trancos la habitación y agarró a Gonal por las solapas del albornoz, que notó húmedo y viscoso entre sus dedos—. He venido para ver si podíamos ayudarnos mutuamente. Pero no tienes ni idea. Estás acojonado. Has perdido el norte, Malcolm. Te escondes en este cuchitril con la sección de deportes del periódico pegada con celo a las putas paredes. Esperando el final. ¿Eso es todo lo que sabes hacer? No, gracias. —Soltó las solapas mojadas—. Y no confiaría en ti ni un segundo. Nadie lo haría. Estás podrido. No me extraña que quieran llevarte con ellos.
Kyle le dio la espalda y enfiló hacia la puerta. Gonal salió detrás de él.
—No te vayas —gimoteó—. No te vayas. —Y luego, gritando, le espetó—: ¡Lo pagarás caro! ¡Lo pagarás caro, cabrón!
—Ya lo estoy pagando —respondió Kyle, y tiró de la puerta para abrirla con tanta fuerza que una bolsa grande se reventó alrededor de sus pies.