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MOTEL REGAL, SEATTLE

23 de junio de 2011. 3.00 horas


Y entonces sus ojos se abrieron en una habitación que no reconoció y fijaron la mirada en el techo blanco. La sensación de frío se extendió rápidamente por su piel perlada de sudor. Respiraba como si estuviera exhalando sus últimos suspiros.

La cama en la que se encontró metido era enorme. Y la habitación donde se hallaba, vasta. Sus constantes vitales estaban siendo registradas por hileras de dispositivos colocados en el interior de una especie de tienda de campaña de plástico precintada, que constituía un refugio interior dentro de la espaciosa habitación donde él estaba muriendo.

Más allá de la tienda de campaña de plástico, alguien arañaba la puerta de la habitación desde el exterior, y ésta vibraba con los golpes que le propinaban, como si un perro estuviera empujando una puerta cerrada con la cabeza.

El maltrecho cuero cabelludo le ardía sobre la almohada. Levantó la cabeza y descubrió que sus extremidades consistían en unos palos sucios que yacían relajados y sin fuerzas sobre las sábanas blancas y limpias. Una bata de seda roja le envolvía el cuerpo delgado, pero estaba abierta, de un modo informal, a la altura del cuello. Sus pies y manos, grandes y huesudos, estaban repletos de tubos intravenosos sujetos con cinta adhesiva al pergamino azulado que en otro tiempo había sido su piel. Sus magníficos genitales se habían marchitado hasta convertirse en un nudo. Y respiraba anhelosamente, como un niño asmático, con una máscara de oxígeno que transportaba el aire por encima del cráneo descarnado que albergaba su cerebro. Encima de la máscara, sus ojos lechosos miraban detenidamente y sin pestañear la figura que tenía más allá de los pies marchitos.

Se veía a sí mismo a los pies de la cama. Aquellos eran sus ojos verdes y su cabello negro y enmarañado; sus hombros, más corpulentos de lo que creía; sus tatuajes de dados llameantes y pin-ups con pistolas en sus bíceps; su cintura estilizada, porque nunca comía como era debido y fumaba demasiado; sus largas piernas, tan rectas enfundadas en unos vaqueros negros ceñidos con su cinturón con la hebilla en forma de la cruz de Malta.

Desde la cama, desde debajo del plato de espaguetis que eran los tubos intravenosos y los murmullos de la bomba del corazón, más allá de los anhelos y los jadeos que chocaban con la máscara de caucho, se vio a sí mismo. A un yo separado de él apostado a sus pies con la espalda más recta que nunca, una postura que no podía atribuirse cuando era él quien ocupaba aquel cuerpo; un cuerpo en el que había nacido y que había crecido con él. Y su querido rostro nunca había tenido una expresión de tanta maldad, de tanta crueldad, de tanta suficiencia mientras lo miraba con lascivia, a él, que yacía postrado en un estado lamentable en una cama de hospital.

Dominado por el pánico, revolvió y manoseó las finas sábanas y la bata roja. Intentó incorporarse. Vio que la figura sonreía al otro lado de sus pies antes de darse media vuelta y alejarse, dejándolo allí como un montón de ramitas enfermas e inservibles, resucitado artificialmente y ya con las horas contadas en este mundo.

Los arañazos de objetos afilados en la puerta de madera se intensificaron, revelando ansia por entrar.

Kyle se despertó en la oscuridad pidiendo auxilio a Dios. Abrió completamente los ojos, todavía incapaces de ver. Levantó la cabeza de las almohadas. La habitación olía a cigarrillos y a sudor, a whisky y a grasa de pollo absorbida por una caja de cartón.

Se examinó detenidamente el cuerpo. No veía nada, pero sabía que se había quitado de encima el edredón con los pies y que estaba tendido sobre un colchón barato, cubierto con una sábana fina y tirante. Incluso después de pestañear un par de veces siguió sintiendo debajo de la barbilla el contorno del torso envejecido del sueño. Estaba convencido de que sus pezones estaban negros y de que sus pectorales se arrugaban encima del cartílago de un esternón frágil. Notaba las prominencias de los huesos de la cadera clavadas en su tronco, desde una entrepierna demacrada, oculta como por un pañuelo que cubriera una vajilla rota. Unas piernas de títere caían de su pelvis, todavía moteada por el carcinoma y las llagas secas. Y esa indagación preñada de perplejidad por aquel cuerpo alterado continuó luego por los pies. No eran sus pies. Ni sus dedos. Eran más largos y delgados y tenían una forma extraña. Eran los pies pálidos y sin vida de otra persona.

Y volvió a pedir auxilio a Dios. Gritó que no podía ser. ¡Aquel no era él! Por lo tanto, aquel cuerpo no podía haber salido del sueño para contenerlo; no se podía haber trasladado desde otro lugar hasta su habitación y su cama.

Se incorporó apoyado sobre un codo y buscó a tientas en el cabecero de vinilo el cordón de la lámpara de lectura. La luz se negó a aparecer a pesar de que tiró del cordón tres veces. Se abalanzó sobre la mesita de noche buscando el móvil.

Durante su frenético manoseo del teclado, la pantalla del teléfono se iluminó y bañó su cuerpo con una luz débil; y entonces vio su pecho y su vientre propios, y sus tatuajes en la parte superior del brazo, y sus piernas larguiruchas, y sus pies… sus queridísimos pies, con el dedo gordo izquierdo torcido, pues se le había quedado así después de curárselo de una rotura, los meñiques sin uñas, la cicatriz blanca en el tobillo derecho.

Y mientras levantaba y encogía esas piernas, ese querido cuerpo suyo, acurrucado contra el cabecero de la cama, tuvo la sensación de que le extraían unos fantasmagóricos tubos intravenosos que se desprendían de sus muñecas, dedos y antebrazos. Y sintió que sus extremidades y su cuerpo adquirían su definición mediante esos movimientos simples y torpes.

Pero todavía había algo que no iba bien. En mitad de la conmoción y de la desorientación por un despertar tan espantoso volvió a advertir el ruido. Ahora de un golpeteo suave contra la pared, o contra una puerta. Kyle se volvió hacia el origen del ruido, que procedía de la puerta, oculta por la oscuridad de su habitación. La luz de la pantalla del móvil sugería que había alguien de pie en semipenumbra en el lugar donde recordaba que se encontraba la puerta. Y Kyle no pudo entrever más que un segundo a la pequeña figura, erguida sobre unas patas delgadas e inestables, antes de que ésta se dejara caer a cuatro patas con un golpazo.

Kyle rodó por la cama deshecha y buscó a tientas el interruptor de la lámpara de Max, que estaba en el suelo, junto a la cama. Recordaba haberse acostado con ella encendida, como también había dejado encendidas la luz del techo y la lamparita de la cama. Se había quedado dormido en una habitación perfectamente iluminada. Ahora que estaba completamente despierto lo recordó, pero comprender lo que significaba lo dejó tan horrorizado que empezó a gimotear. El simulador de luz natural de Max no respondía cuando accionaba el interruptor. Lo soltó.

Había algo resollando a los pies de su cama, con una respiración anhelosa. Sólo un instante antes de que la pantalla de su móvil se apagara para ahorrar batería y de que arrojara las piernas por el borde lateral de la cama para emprender una huida a ciegas hacia el cuarto de baño, Kyle vio el rostro enjuto y apenas distinguible del intruso observándolo directamente por encima de los volantes de la ropa de cama, con algo más parecido a unas fauces que a una boca abiertas, como si estuviera tomando aire o emitiendo un chillido de júbilo.

Las vagas siluetas de los muebles y las figuras oscuras de los accesorios de la habitación desaparecieron con la luz de la pantalla del móvil. El dormitorio quedó de nuevo sumido en tinieblas, sellado para impedir el paso de la habitual luz ambiental nocturna por unas cortinas opacas diseñadas para proteger de la claridad a los viajeros extenuados.

La carrera hasta el baño y luego el golpe en la cara contra la pared contigua a la puerta lo dejaron mareado, pero también lo despabilaron del todo. Introdujo el brazo por el hueco de la puerta y buscó a tientas en la pared interior del cuarto de baño hasta que dio con el cordón de la luz. Tiró de él. Sin embargo, no se encendió ninguna bombilla.

Kyle tuvo la sensación de que al intruso que estaba a los pies de la cama, debajo del somier, no le resultaba sencillo mantenerse erguido. Su estado era tan precario, y tan inestable su equilibrio sobre aquel par de patas sucias, que el ruido de arañazos y los golpes que oía en la oscuridad sonaban como producidos por una serie de movimientos dolorosos. En su cabeza empezaron a brotar las imágenes de aquella figura, capturadas accidentalmente por la cámara, tambaleándose en la oscuridad de la casa de Clarendon Road como un títere gigante con los hilos sueltos. Y a Kyle le cruzó por la cabeza la idea horripilante de que algo había cruzado recientemente desde otro mundo para transformarse en un ser corpóreo en éste. Los arañazos en la madera eran el ruido de una encarnación.

Cerca de él, en la oscuridad, Kyle oyó el esfuerzo que hacían unos pulmones vetustos para respirar el aire de un mundo que debía sentir nuevo. Aún renqueante, demasiado torpe en una postura erguida en la que le costaba aún más coordinar sus movimientos, Kyle oyó cómo la figura volvía a posarse sobre manos y rodillas en el suelo y agitaba los brazos. Más estable colocado de este modo, a Kyle le inquietó que la figura también fuera capaz de corretear como un animal recién liberado de una jaula. Además, con el cuerpo en paralelo a la moqueta la posición era más apropiada para rastrearlo en la oscuridad.

Estaba atrapado. La única vía de escape de la habitación era a través de la puerta que daba al aparcamiento.

Kyle se dio la vuelta y reprimió el impulso de encerrarse en el cuarto de baño y echar el pestillo. Porque las puertas de madera se le antojaban un parapeto insuficiente. Pensó en cabezas desiguales y pájaros muertos, en cuerpos incompletos y en uñas sucias clavadas en la piel de cadáveres. Contuvo un grito.

Sacudió las manos en dirección a la cama. Su única oportunidad de escapar era escabullirse pasando por encima del colchón y llegar cuanto antes a la puerta. Tal vez ahora, en un sprint, aprovechando que los ruidos procedentes de los pies de la cama hacían pensar que el intruso aún no estaba en plenas facultades para utilizar las garras, si bien Kyle temía que esa falta de flexibilidad fuera momentánea. Mientras gateaba por la oscuridad, Kyle ansió que el mundo se mostrara con total nitidez; sintió desesperación al constatar que su propia presencia clara, cálida y aterrorizada lo acompañaba. Se imaginó al intruso corriendo hacia él como un cangrejo, rodeando los pies de la cama para apresarle un tobillo, y se preguntó si una cabeza afilada le buscaría el cuello mientras su cuerpo yacía aplastado por unas manos huesudas.

Kyle llegó sigilosamente hasta el costado de la cama de la que había huido hacía unos instantes, y se detuvo para estremecerse por adelantado pensando en el ruido que harían los muelles del somier bajo su peso dentro de un momento. Escudriñó la oscuridad, pero sólo fue capaz de adivinar la ubicación de la puerta al otro lado de la habitación.

Una extremidad huesuda se estrelló contra la mesita que había debajo del televisor. El ruido hueco del hueso chocando contra el mueble de aglomerado le arrancó un grito ahogado. Todavía a los pies de la cama, aunque ahora más cerca del cuarto de baño, Kyle oyó los resuellos de una respiración acelerada. Aquella cabeza entrecana sobre un cuello nervudo estaba atenta a sus movimientos. El intruso parecía tan ciego como él, pero podía oírle.

Kyle buscó a tientas, sigilosamente, en la mesilla de noche y cogió su volumen de Últimos Días. Lanzó el libro hacia el cuarto de baño. En respuesta a su acción, la mesita debajo del televisor fue arrasada, y todas las cosas que había sobre ella —el ordenador portátil, las carpetas y los libros— salieron volando y se estrellaron contra el suelo. El intruso estaba furioso y se tambaleó como un potrillo encerrado en una placenta pringosa; sin embargo, estaba ganando fuerza.

Los pies descalzos de Kyle botaron por el colchón como si estuviera corriendo por un trampolín con unas piernas ajenas. La desorientación provocada por la oscuridad le hacía tambalearse y le daba la impresión de que el mundo que lo rodeaba se movía como si él estuviera de pie en un bote.

El intruso chilló detrás de él. Había recorrido una gran distancia; sólo un instante antes estaba junto a la mesita del televisor, pero ahora daba manotazos en el aire en algún lugar cercano al cuarto de baño próximo a donde había lanzado el libro y donde no hacía mucho se había agazapado. Oyó que las garras arañaban la pared; agarraban la lámpara y hacían añicos la bombilla.

Kyle sintió unas punzadas de dolor en los tobillos y las rodillas cuando sus pies aterrizaron en el suelo del otro lado de la cama. Se puso derecho y enfiló hacia la pared donde, en algún lugar indeterminado, estaba la puerta. Tanteó la pared sigilosamente hasta que sus manos dieron con una superficie más blanda de la madera, que despedía un hedor a carne rancia.

Sus dedos tocaron el cerrojo. El intruso bufaba en la oscuridad detrás de él. Ahora estaba en la cama, más vigoroso. Aporreó el colchón. Se originó una agitación debajo de las sábanas porque el visitante ansiaba que el cuerpo de Kyle se materializara bajo sus dedos afilados; deseaba que Kyle se ofreciera para la transacción pringosa que éste podía visualizar como si ya estuviera desarrollándose.

Se despellejó tres nudillos con el cerrojo. Abrió la puerta y se precipitó por ella; giró en el aire y cayó de espaldas fuera de la habitación, sobre el cemento frío de la galería frente al aparcamiento.

Kyle lanzó un vistazo poco sensato, pero inevitable, al interior de la habitación y vislumbró una última e imborrable imagen del intruso. Iluminado parcial y fugazmente por la luz amarilla de las farolas que entraba en la habitación, el intruso tenía un aspecto mugriento y era de una delgadez extraordinaria. Estaba cerca del colchón. Tenía la cabeza agachada y apenas se apreciaba. Su cuerpo se agitaba con los brazos extendidos, mientras escarbaba con las garras en las sábanas como si estuviera intentando destripar la ropa de cama. Y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, supo más sobre la misteriosa arma del crimen del detective Sweeney de lo que había sabido jamás todo el departamento de policía de Phoenix.

Sintió que le flojeaban las piernas y cerró la puerta de un portazo.

Tiritando espantosamente, en calzoncillos y camiseta, Kyle esperó fuera las dos horas que quedaban de noche, encajado entre la máquina de Coca-Cola y la de hielo al final del edificio alargado de hormigón del motel. Puesto que no tenía las llaves del coche, permaneció sentado con la espalda apoyada en la pared estucada, tapado con cajas de cartón extendidas que había cogido del contenedor que había detrás de la recepción del motel.

Estuvo sumido en un estado de duermevela mientras el sol rojizo se elevaba sobre la carretera helada; pensaba que se iba a morir por congelamiento, pero eso le pareció una manera mejor de abandonar este mundo que hacerlo en su habitación entre aquellas garras: las mismas que había visto tirar de las cortinas y oído arañar la puerta durante varios minutos después de su huida precipitada de la habitación; y luego el intruso la había aporreado con ira y frustración mientras dejaba escapar un bramido gutural y aullidos de rabia.

Kyle lo había escuchado temblando con tal violencia que las sacudidas de su cuerpo interferían en su respiración. Cuando el ruido había cesado de golpe, Kyle sospechó que aquel cuerpo cadavérico simplemente estaba esperando su regreso en la oscuridad.

Había sido imposible despertar a Dan. Temeroso de alarmar al recepcionista del turno nocturno o al resto de los huéspedes, Kyle había gritado el nombre de su amigo tan alto como se había atrevido mientras golpeaba la puerta de su habitación. Pero Dan tenía la costumbre de sumirse en un sueño cercano al coma con los auriculares del iPod puestos. De cualquier modo, ¿qué iba a oír Dan por encima de sus ronquidos? Gracias a Dios, el resto de las habitaciones parecían vacías.

Cuando el recepcionista del turno de noche se marchó a las seis —tras dormir a pierna suelta en su silla, según había comprobado Kyle a través de las puertas cerradas con llave de la recepción— y fue sustituido por el recepcionista del turno diurno, Kyle estaba sepultado debajo de los cartones. No tenía ni idea del tiempo que su visitante podía permanecer en un espacio ocupado a este lado de… ni siquiera entendía de qué. Y no se había atrevido a involucrar al recepcionista de la noche en aquel fenómeno imposible que había traído al motel Regal. Si hubiera despertado al chaval para pedirle otra llave, y si el recepcionista le hubiera acompañado con el intruso todavía dentro de la habitación o escondido en la ducha, le podrían haber acusado del asesinato del recepcionista. De modo que se había quedado donde estaba, protegiéndose del frío con basura. Así era como tenía que verse, por culpa de Max.

Cuando la camarera del motel llegó a las siete, la débil luz del amanecer le dio los ánimos suficientes para desmontar su improvisada tienda de campaña de cartón y papel. Se acercó a la menuda empleada mexicana y le explicó que había salido de la habitación para ir por una coca-cola y que no había podido volver a entrar.

La camarera no sonrió ni habló en ningún momento, y simplemente observó con suspicacia a Kyle mientras éste entraba con cautela en su habitación con su llave. La camarera le miró los tatuajes y luego vio las sábanas hechas jirones y los rasgones de las almohadas que mostraban sus entrañas de espuma barata, y dio la impresión de que inmediatamente asociaba ambos hechos. Desde el hueco de la puerta, su mirada pasó por encima del hombro de Kyle y se posó en los fragmentos del espejo roto que había colgado encima de la mesita, y la mujer echó a correr en dirección al despacho del gerente, acompañada por el ruido que hacían en el asfalto las zapatillas de deporte blancas que envolvían sus piececitos.

Un delito de daños. ¿Qué podía decir?

Se puso los vaqueros y las botas; encontró una camisa. Se arrodilló en el suelo y recogió apresuradamente los papeles, primero las fotografías en blanco y negro. Al gerente no le haría gracia verlas. No, señor. Metió el ordenador portátil y las carpetas en la mochila. Abandonó los artículos de higiene porque era incapaz de entrar en el cuarto de baño, cuya puerta sombría miraba de refilón y con nerviosismo mientras recogía las cosas. Dan y él debían largarse ya; poner tierra de por medio con aquel lugar atroz.

Cuando Kyle abrió el maletero del coche de alquiler, el recepcionista del turno diurno salió del motel, confundido por la historia que la camarera seguía contándole acaloradamente a su lado. Kyle y ese mismo recepcionista habían charlado brevemente sobre música el día anterior, cuando él y Dan se habían registrado en el motel.

Kyle le contó una milonga sobre un invitado, alcohol y una pelea. Y casi se le escapó la risa cuando se dio cuenta de que estrictamente hablando no estaba mintiendo. Pero, una vez dentro de la habitación, el recepcionista se quedó boquiabierto, con los pies plantados sobre los cristales rotos del espejo. Pareció retroceder asustado cuando vio las sábanas desgarradas de un modo tan salvaje y por un objeto lo suficientemente afilado como para despedazar un colchón como aquel.

Kyle dio rienda suelta a su labia. Lo engatusó. Le prometió que pagaría con la tarjeta de crédito que Max les había dado. Y entonces cerró la boca; porque también siguió la trayectoria de la mirada del recepcionista enmudecido hasta la horripilante mancha que había en la cara interior de la puerta.

—Dios mío —musitó Kyle, y dio un paso que lo alejó de la repugnante silueta de una figura pequeña y delgada que había dejado su sombra en la misma madera que había atravesado.

Kyle no la había visto antes, mientras recogía sus cosas, ya que sus ojos habían estado concentrados en el desastre provocado por el intruso en su arrebato. Pero allí estaban, como una Sábana Santa erguida: unas infames manchas intrincadas que rezumaba la madera, corrompidas y todavía frescas. De las que emanaba un hedor empalagoso a carne de cerdo podrida.