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MOTEL REGAL, SEATTLE

22 de junio de 2011. 22.00 horas


Había oscurecido. El ruido lejano del tráfico en la calle no disminuía. Otra razón para mantenerse despierto en la habitación.

Kyle estaba recostado en la cama, sobre las almohadas, en silencio. Atónito y medianamente incrédulo por el hecho de hallarse en posesión de un material tan extraño y de haber tenido conocimiento de tanta tragedia por terceros, había estado trabajando metódicamente durante toda la tarde y parte de la noche en un corte preliminar del testimonio de Martha Lake, antes de volver a las entrevistas a Sweeney y a Aguilar para comprobar o corroborar algunos detalles. La única manera que tenía de prevenir una crisis mental total, sumergido en una vorágine de terror, era manteniendo las manos y la cabeza ocupadas.

Dan, por su parte, había estado limpiando obsesivamente los objetivos, comprobando las funciones de las cámaras y recargando las baterías mientras Kyle trabajaba en la edición. «Estos objetivos están llenos de porquería», le había respondido Dan cuando Kyle le había pedido que se tranquilizara y que se zambullera en Seattle y se relajara mientras él trabajaba en el corte preliminar y copiaba los datos sobre el inicio, la finalización y la duración de las tomas. Esa conversación era todo lo que se habían dicho desde que se habían registrado en el motel. A primera hora de la mañana siguiente tomarían el vuelo de regreso a Londres. La última entrevista había significado el final del rodaje, y deberían haber estado celebrándolo con un solomillo y un par de cervezas. Ambos lo sabían, sin embargo no tenían suficiente ánimo. Se habían recogido con una sensación silenciosa de aprensión; inquietos por qué ocurriría a continuación. Porque no tenían la sensación de haber terminado. Era como si hubieran aprendido lo estrictamente necesario para participar en un asunto con unas repercusiones terribles que ellos no alcanzaban a comprender.

Unas horas antes, la fascinación de Kyle por la secta había acabado transformada en una intensa repugnancia, y su irritación con Max había degenerado en una ira que lo sacaba de sus casillas. Tenía la impresión de que el miedo, la confusión y el pánico habían estado esperando hasta que acabara el rodaje para golpearle con fuerza. Había estado tan enfrascado en la planificación del rodaje, en los viajes, en las grabaciones, en los montajes preliminares, en la asimilación parcial de la locura y en sus delirios sobre el potencial de la película, que los efectos de su exposición a una situación tan disfuncional se habían ido acumulando sin hallar oposición. Sólo ahora se daba cuenta. Y ya era demasiado tarde para rebobinar hasta un momento de seguridad y confianza. «Típico». Había estado comprometido con su trabajo, absorto, y se había dejado llevar. A sabiendas, porque la historia era extraordinariamente buena. Tan buena que Kyle se sentía condenado a ella, para la eternidad.

Hasta los últimos detalles de las fuentes secundarias que había consultado y de su investigación —y que había absorbido por la vía rápida en su cabeza desde que había aceptado el encargo— se habían fusionado hasta alcanzar unas dimensiones tan colosales que podían derribarlo. En aviones, en habitaciones de hotel o en su apartamento, había leído y visto cualquier cosa que había tenido a su alcance relacionado con las sectas de los años sesenta y setenta para intentar adquirir una perspectiva más amplia de la hermana Katherine y su alegre pandilla. Y era poco lo que había encontrado que le gustara. En dos semanas había acabado saturado de psicópatas manipuladores, narcisistas perversos, asesinos, sádicos, violadores, criminales violentos, mesías ridículos y profetas absurdos. A lo que se sumaban los nervios, el tabaco, la falta de sueño, la comida para llevar y el alcohol. Un daño terminal. Las pesadillas. Las alucinaciones. Las imágenes en las paredes. Todo eso tenía que volver a salir en algún momento.

Kyle tenía la certeza de que durante la noche que tenía por delante habría de soportar los mismos sueños agitados e insistentes que lo asediaban desde el viaje a Normandía. ¿Y cuando regresara a su cama?

¿Qué sucedería entonces? ¿Podría volver a dormir con normalidad?, de ser así, ¿cuándo? Pastillas para dormir y terapia con un psicólogo: tal vez había llegado el momento para ello. Se preguntó si el asunto de los Últimos Días habría acabado enredándose de algún modo con toda la ambición, la ira y la frustración que albergaba él en su interior, no tenía una respuesta, pero había aprendido por las malas que ya no sabía cuando pisar el freno. ¿Acaso existía algo que no filmaría con la misma compulsión obsesiva?

A las diez cerró el ordenador portátil y paseó la mirada por las paredes absolutamente blancas, iluminadas por la visera de luz crepuscular de Max. Se había convertido en un hábito.

Dan guardó el equipo en su habitación, contigua a la de Kyle, y cuando regresó se dejó caer en el sillón enfrente del televisor. Fue vaciando lentamente una bolsa de patatas fritas y las piezas de pollo frito de la caja de cartón que sostenía sobre el regazo. Kyle no había tocado su comida. Estaba mirando fijamente el espejo que había en la pared frente a la cama. Destapó la botella de Wild Turkey. En la mesita de noche había dos latas chafadas de cerveza. Los bordes rojos de sus ojos sobre la tez pálida resaltaban las ojeras; parecía que tenía un moratón en cada ojo. Era la cara que Kyle se había acostumbrado a verse desde que conocía a Max. ¿Una coincidencia? Bastante improbable.

De un trago largo e irresponsable vació el whisky que se había servido en el vaso. Sin mirar a Dan, en una habitación con la luz de un solárium, Kyle empezó a hablar, tanto para sí como para quien quisiera escucharlo:

—¿Sabías que Sharon Tate estaba embarazada de ocho meses cuando recibió dieciséis puñaladas de una chica de veintiún años? Un miembro de la Familia de Charles Manson llamada Susan Atkins.

Dan se quedó mirando a Kyle con la misma incertidumbre con la que había contemplado a su amigo desde que se habían marchado de la casa de Martha Lake. Dan lo había visto así en otras ocasiones: cuando Unreal Pictures le había robado la idea para un documental sobre ufología, cuando sus dos últimas novias lo habían dejado porque «los gilipollas ocupan un lugar más importante que tú en la cadena alimentaria», y cuando sus últimas tres solicitudes de financiación habían sido rechazadas. Derrumbarse delante de Dan estaba convirtiéndose en otra mala costumbre.

—Tres miembros de su grupo, conocido como la Familia, también mataron a los invitados que se encontraban en casa de Tate. Dispararon, estrangularon y apuñalaron a tres personas, así como a una cuarta víctima que justo abandonaba la casa cuando se presentaron los asesinos. Sólo había ido a visitar al conserje.

»Los asesinos hicieron dibujos en las paredes con la sangre de las víctimas. Escribieron «Cerdo» en la puerta principal. Manson había enviado a sus jóvenes seguidores a una «incursión espeluznante» para que mataran a un productor discográfico; un tipo que había vivido anteriormente en aquella casa y que había rechazado la música de Manson. Pero el tipo se había mudado y había alquilado la propiedad a Sharon Tate y Román Polanski.

»La noche siguiente, los asesinos de Manson acudieron a otra casa de Los Ángeles. Si había sido elegida al azar o si era un lugar seleccionado previamente por la secta no importaba. No conocían al matrimonio que asesinaron. Escribieron «Muerte a los cerdos» y «Alzaos» en las paredes, de nuevo con la sangre de las víctimas. Pintarrajearon «Healter Skelter» en la puerta de la nevera. Se suponía que querían escribir «Helter Skelter» para desencadenar la guerra racial de Manson tal como predecían las letras del «White Album» de los Beatles, pero ni siquiera sabían cómo cojones se escribía.

—Kyle. Ya hemos acabado, ¿vale?

Kyle, sin embargo, no le prestó atención.

—La Familia de Manson también mató o intentó matar a cualquiera que se hubiera convertido en un testigo o que hubiera dado plantón a Charlie. Una vez intentaron matar a una chica con una hamburguesa rociada de LSD. Manson incluso hizo que asesinaran a su abogado durante el juicio.

—Kyle…

—El asesino más joven de la Familia tenía diecisiete años. El mayor, veintiséis. La mayoría rondaban los veinte. Y cuando Manson entró en prisión, sus seguidores llevaron a cabo atracos a mano armada, siguieron engrosando la lista de asesinatos, planearon secuestrar un 747 y matar al presidente. Se acercaron bastante al presidente Ford. La número uno de Manson, Squeaky, estuvo a medio metro del presidente durante un desfile. Iba vestida con un hábito de monja, pero la pistola no disparó. No tenía ni una bala en la recámara. Todavía vive cerca de la prisión de San Quintín para estar cerca de Charlie. Cree que es Jesucristo.

—Colega, por favor.

Kyle se sirvió otro trago de whisky y apuró el vaso.

—El reverendo Jim Jones envenenó o disparó a novecientos seguidores durante la Noche Blanca en Guyana en 1978. Un «suicidio» en masa. Las primeras víctimas fueron una mujer y su bebé de un mes. Muchos de sus seguidores se tomaron voluntariamente el zumo de uva envenenado. Hicieron cola para beberse la estricnina en vasos de cartón o para que se la inyectaran. Pero unas sesenta personas se negaron y fueron asesinadas. Los vigilantes les dispararon o les inyectaron a la fuerza la estricnina. A los niños que se resistían se la administraron por la garganta con jeringuillas; los asesinos esperaban al acto reflejo de tragar saliva para asegurarse de que ingerían el veneno. Tuvieron una muerte atroz. Se retorcían. Sangraban. Vomitaban. Y durante su agonía, Jones salmodiaba y gritaba a través de su sistema de megafonía…

Dan se levantó del sillón.

—¡Vale, vale! Me hago una idea. ¡Joder, Kyle! Ya basta. ¡Por Dios! —El semblante de Dan no sólo revelaba desaprobación sino también desagrado—. Estás metiéndote demasiado en esto, y no es el momento. Estoy aquí por ti. ¡Yo no quería venir, joder!

Kyle sintió que le hervía la sangre. Dan no había leído una línea de las notas de la investigación, y todavía no había abierto Últimos Días de Levine; y lo más probable es que ni siquiera hubiera realizado una búsqueda en Google sobre el tema de la película que estaban rodando, eso que habían investigado, en el que habían escarbado hasta, tal vez, incluso, haber despertado «algo». Porque Dan no lo necesitaba. Él simplemente se paseaba con la cámara y el equipo, engullía comida basura, tragaba cerveza, roncaba como un cerdo y encima no le dejaba dormir después de que había sido él quien había conducido siempre, se había comido la cabeza y planificado todo. ¿Cómo era posible que esto siguiera siendo un mero trabajo para Dan? ¿Cómo podía mostrarse tan indiferente?

—¿«Metiéndome demasiado»? Dan, ¿has dicho «metiéndome demasiado»?

Dan descifró la expresión de Kyle y desvió la mirada. Luego volvió a mirarlo con cautela.

—Ya sabes lo que quiero decir.

—No, no lo sé.

—Este asunto está volviéndote loco, colega. Estás empezando a asustarme, si quieres que te diga la verdad. Sabía que ocurriría. Lo sabía. Aunque pensaba que me pasaría a mí.

—¿Te sorprende?

Dan volvió a sentarse y dio un trago a la lata de cerveza, que parecía enana en su garra gigantesca. Volvió a clavar la mirada en el suelo.

—No tenía por qué suceder. Podríamos haber abandonado el proyecto. ¡Te lo dije, joder! Pero nadie puede decirte nada, ¿verdad?

Kyle dejó de escuchar a Dan para centrar su atención en sus pensamientos.

—Tú viste aquellas cosas en el desván. Lo de Francia y lo de Londres era igual. Y lo de la maldita pared de mi cocina. Esto no va contigo. Soy yo. ¡Yo! Estoy jodido. Yo solito me he jodido.

Dan lo miró con lástima, con un gesto crítico, como si Kyle estuviera dejándose en evidencia en público después de tomar varias copas.

Kyle se levantó de la cama y se llevó las manos a las sienes.

—¿Qué estoy haciendo? —se preguntó—. ¿Qué cojones estoy haciendo aquí?

—Tío, cálmate, ¿vale? Tranquilízate. No empieces ahora con esa mierda. Tú me convenciste para venir, ¿de acuerdo? Recuérdalo. Y te necesito entero hasta que volvamos a casa.

—Todo ha cambiado —aseveró Kyle, volviéndose hacia Dan—. Estamos en un nivel completamente nuevo. No puedo calmarme. ¡Hostia! —Se acercó a Dan y clavó los ojos en la cara rubicunda y ancha de su amigo—. Han jugado con nosotros. Nos han mentido. Podríamos estar metidos en algo realmente serio. Eso es lo que dijo Martha Lake.

«Esta gente —quiso añadir—, esta gente que intentamos entender nos habría matado sin remordimiento. Son personas que aprendieron a vivir sin conciencia». ¿Podía eliminarse un sadismo tan salvaje, o perduraba incluso después de haber abandonado este mundo? Eso era lo que él quería saber: si un deseo patológico de esas proporciones por el poder y el control se desvanecía como la tinta de un informe policial olvidado en un archivo cualquiera, o de las páginas de un libro sobre un crimen verídico descatalogado.

—De todas maneras tranquilízate, ¿vale?

Por su gesto, Dan parecía estar reprimiendo una sonrisa, lo que hizo que la frustración silenciosa de Kyle se disparara hasta unas cotas donde podía perder el control sobre lo que decía y hacía.

—¡Mierda! ¡Mierda!

Kyle deambuló hecho una furia por la habitación, levantó el brazo y descargó un puñetazo contra la pared, imaginándose que estaba golpeando la diminuta cabeza anaranjada de Max con su pelo de muñeca Barbie. Retrocedió sujetándose la mano, de nuevo inmerso en la incoherencia emocional que lo dominaba; una parte microscópica de su cerebro le advirtió que podía acabar destrozando algo valioso, otra vez. Recordó el teléfono móvil que había estrellado contra la pared de su apartamento y el ordenador portátil hecho añicos en el fondo del cubo de la basura.

—Mierda.

Sintió náuseas; estaba mareado, con la visión nublada. Había estado bebiendo con el estómago vacío. Estaba borracho. No había dormido en… ¿cuánto tiempo? No había dormido más de una o dos horas desde que había puesto el pie en Estados Unidos. No había dado ni una cabezadita en el avión. Apenas había pegado ojo desde que había regresado de Normandía. ¿Cuánto tiempo hacía de eso? Era una cuestión de días, pero le parecían años. Estaba viniéndose abajo rápidamente.

Se arrodilló en el suelo con el cuerpo encogido. Tenía hasta el último músculo de su cuerpo en tensión; el agotamiento pugnaba por emerger de una u otra manera, y difícilmente se le permitiría elegir.

—¡Mierda! —espetó, descargando las palmas abiertas de las manos contra la moqueta. Luego se volvió hacia Dan—. Esto me supera. —No pudo contenerse y empezó a llorar. Trató de reprimir las lágrimas—. Me supera. No puedo…

—Colega, colega… —Dan se arrodilló en el suelo a su lado, aunque manteniendo una distancia.

—Esa gente. ¿Qué tenía en la cabeza? ¿En eso se convierte el poder? ¿Eso es lo que hace con nosotros? La hermana Katherine los maltrató, los violó. Robó y asesinó a sus propios seguidores, que le habían entregado todo lo que tenían. Los degolló. Los enterró vivos, por lo que sabemos. ¿Por qué? Estuvieron condenados desde el mismo momento que la conocieron. Esas fueron las palabras que utilizó Martha Lake: estaban condenados.

Kyle se tumbó boca arriba y estiró las piernas. Se enjugó los ojos.

—¿Acaso ahora es diferente? La gente, Dan. Haría cualquier cosa… cualquier cosa por prosperar en la sociedad. Por dinero. Los psicópatas para los que hemos trabajado. Las ideas robadas. Todo el mundo apuñalándose por la espalda. ¿Para qué? ¿Para hacer una mierda que van a echar una vez por la tele? ¿Quién necesita eso? ¿Quién lo quiere? ¿Quién lo ha pedido? ¿Y por qué seguir prestando atención a esta mierda diabólica, eh? Manson, Jones, ¡la puta foca de la hermana Katherine! ¿Qué estoy haciendo en Estados Unidos hurgando en sus miserias? ¡Ah, Katherine y sus necesidades! ¡Necesidades! Había que adorarla. ¡Venerarla! Las cosas no son muy distintas ahora, colega. Gran Hermano es la misma historia. La isla de los gilipollas famosos. Mira quién es el subnormal que baila. ¡Sobre hielo!

Dan esbozó una sonrisa, luego soltó una risotada y finalmente estalló su risa anhelosa.

—¿Me dejas que te grabe? ¡Para los extras del DVD!

—¿Eh? ¿Esto es todo, colega? ¿No sabemos hacerlo mejor? Después de millones de años de evolución fundamos estúpidas sectas consagradas a la fama y alimentamos los egos de psicópatas que se quedan con nuestro dinero, nos dan por culo y luego nos degüellan. ¡Tendríamos que ser nosotros quienes los degolláramos a ellos! —Kyle sintió que su ira se desinflaba. Cerró los ojos y dejó que el acaloramiento que le corría por las venas se apoderara de él. Le daba vueltas la cabeza; sintió náuseas y abrió los ojos—. Simplemente creo que estoy harto, colega. De todo. De la vida, del trabajo, de la gente, de las aspiraciones de la gente. De sus aspiraciones. ¡Señor! —Por un momento se vio viviendo solo, produciendo sus propios alimentos, bebiendo agua de un pozo. Imaginó el silencio—. Tal vez debería dejarlo ahora. Cobrar, pagar mis deudas y largarme sin más.

—Este proyecto te afecta demasiado. Siempre te pasa lo mismo.

Kyle no respondió al comentario de Dan; lo había oído, sospechado y negado muchas veces anteriormente.

—¿Sabes? En el aeropuerto, cuando veníamos para acá, observé a la gente que había a nuestro alrededor. —Kyle meneó la cabeza desde el suelo, con la mirada clavada en las planchas de poliestireno del techo—. Muchas de aquellas personas creían que tenían un público. Estaban actuando. Porque hoy en día todo el mundo piensa que está sobre un escenario. El programa de mi ego, colega. Facebook. Twitter. ¡Tuitéame el culo! ¿Qué me dices de los teléfonos móviles, eh? No sirven para comunicarse, sino para emitir, para emitir El programa de mi ego. Somos el público de cualquier cazurro con un iPhone. No puedo encender el televisor sin que aparezca un personajillo estúpido con una dentadura de caballo.

Era una cuestión de empujones, de los constantes empujones de otras personalidades, de la desesperada necesidad de atención, de tener un reality show propio, de que se asistiera a sus propios rituales de relaciones públicas, de ser escuchado, recordado. Un ruido blanco de interés en uno mismo. La hermana Katherine sólo era una etapa final en la era de la patología.

La risa de Dan inundó la habitación. El cámara alargó un brazo y dio un golpecito cariñoso en el hombro a Kyle, quien se esforzó por mantener el gesto serio.

—Pero esto es como la destilación de todo eso. Aquí arraigó. En los sesenta. Lo puedo ver. Sinvergüenzas manipuladores y personas inocentes desesperadas por tener algo o alguien en lo que creer, por convertirse en alguien. ¿Existe alguna diferencia con lo que ocurre ahora? ¿Quién quiere ser vulgar, eh? Nadie; ésa es la respuesta. Todo el mundo tiene que cantar o bailar o llamar la atención. ¿Para qué? ¿De verdad eso es sinónimo de talento? ¿Tiene algún valor? ¿Algo de todo ello obedece a una reflexión? ¿Aún puede existir algo perdurable? ¿Posee algún componente trascendental? Pueden actualizar mi dedo corazón si quieren. Todos. Que me blogueen el culo.

—¡Ahí está! Ya la tienes —dijo Dan riendo entre dientes—. Tu conclusión final antes de los títulos de crédito. Necesitas un trago.

—No —dijo Kyle, frotándose los ojos. Se incorporó y miró a Dan—. Estoy hecho polvo. Destrozado. Necesito dormir. No he pegado ojo en… ni siquiera lo recuerdo. Si cierro los ojos veo una carretera que atraviesa el desierto, colas en el aeropuerto y visiono copiones mientras oigo que el sistema de navegación por satélite está diciéndome que gire a la derecha, toda la noche. Señor, incluso me da miedo dormir. Es como si se me hubiera metido todo; como si ahora estuviera mezclado con ellos. Esa manera de mirarme de Martha Lake… —Kyle se puso de rodillas, se levantó y cogió el paquete de tabaco de la mesita—. El techo de su casa, Dan. —Meneó la cabeza y se encendió un cigarrillo—. Ese maldito techo.

Dan se encogió de hombros.

—Yo intento no pensar en ello. Trato de mantenerme al margen. —Sus ojos arrojaban una mirada compungida y seria—. No encuentro una explicación. A no ser que alguien esté jugando con nosotros. Y con Max. Alguien que esté pintando esas imágenes en las paredes antes de que nosotros lleguemos; escondiéndose en los edificios relacionados con la secta para asustarnos mientras estamos grabando. —Dan alzó las manos—. Podría tratarse de alguien que quiere acojonarnos. A lo mejor utiliza una tinta invisible a la luz ultravioleta.

—¿Y mi apartamento? ¿Y el hotel de Caen?

—Es más verosímil que lo que sugiere Martha Lake. Porque no voy a aceptar que se trate de otra cosa. No y no, colega. Sólo así me he convencido para traer mi culo aquí y acabar el rodaje. Así y diciéndome que incluso si esos fenómenos eran reales… no sé, fantasmas, residuos, lo que sean… son inofensivos. Recuérdalo.

—¿Ni siquiera después de lo que oíste contar a los policías? ¿A Emilio? ¿No crees que… no sé, que despertaron algo en la mina? Y en Francia. ¿No crees que invocaron algo? Me siento estúpido simplemente por utilizar esa palabra, pero ¡vamos, tiene que haber algo más! Algo para lo que no tenemos una explicación racional.

Dan meneó la cabeza.

—Entiendo lo que dices, y en cierta manera lo acepto. Durante un rato. He tenido mis dudas. Pero luego, cuando estoy de regreso en el hotel o en un bar cualquiera, la razón vuelve a imponerse. Rechaza todo eso. Mi instinto me dice que salga corriendo, pero he aguantado gracias a que intentaba aplicarle un poco lógica, colega. Era la única manera que tenía de soportarlo. Y gracias a Dios que ya ha terminado.

—¿Y el zapato? Ese horrible zapatito en la mesa de la cocina. En el desierto aparecían objetos similares. Las «cartas celestiales». Así las llamaba Katherine. Debieron recibirlas en Francia durante el segundo año. Después de que Gabriel se marchara. Katherine se trajo esas cosas a Estados Unidos. Martha Lake dijo que tenía toda una colección. Debieron empezar a aparecer en Normandía.

—Alguien podría haberlas colocado allí. Y estás dando credibilidad a la afirmación de Martha Lake de que aparecieron de la nada. Esa mujer está como una regadera. Todos lo están.

—¿Y mis sueños? ¿Crees que me los invento?

—No, pero ya te lo he dicho, creo que estás obsesionado con el tema. Y yo no.

—Martha Lake tiene los mismos sueños; con esas extremidades extrañas, ocupando otro cuerpo, teniendo visiones. ¿Por qué? Se supone que estoy grabándolo, pero es como si… estuviera invadiéndome, metiéndose en mí, persiguiéndome. —Kyle se acuclilló enfrente de Dan, de nuevo con los ojos desorbitados—. ¿Cómo puede ser? Esa gente tenía visiones. En los templos. Y ahora yo estoy teniendo visiones. ¡Yo! ¿Cómo se explica? Y encima ahora están muriéndose todos. Piénsalo. Susan White, Bridgette Clover… ¿Eh? ¿Por qué Max no ha encontrado a nadie más para que lo entrevistáramos? Y ha buscado, eso te lo aseguro. Apuesto a que están todos muertos.

Dan dio un sorbo a su lata de cerveza.

—Yo quería dejarlo. Y tú tuviste tu oportunidad, así que ya no es momento para todo esto. Ya es tarde. Intenta verlo desde mi perspectiva. Acéptalo, o te volverás majara y empezarás a creer en cosas raras.

Kyle torció el gesto.

—No puedo.

Tras un silencio prolongado, Dan esbozó una sonrisa.

—Porque es genial.

Kyle sonrió.

—Lo es. Es lo mejor que hemos hecho y que haremos en nuestra puta vida. Nadie podría haber escrito un guión mejor. Pero…

Dan volvió a clavar la mirada en su amigo.

Kyle soltó una larga bocanada de humo.

—Pero ha de haber un límite que no se debe cruzar. —Kyle posó una mano en el hombro de Dan—. Es lo que intentabas decirme antes. Lo sé. Y lo siento. De verdad. Siento no haberte escuchado. Y tienes razón. Nunca te escucho.

Dan bajó la mirada y tragó saliva.

—Se trata de Gabriel. Tú no estuviste allí. No puedo dejar de pensar en él. Gritando. Su pierna atrapada. Podría no salir de ésta. Y si lo hace, ¿qué clase de vida le espera? Y Martha Lake llorando en aquella cocina lúgubre. Y la cara de Conway; cómo miraba los árboles secos de la mina; el esfuerzo que hizo para rememorar aquella noche, por nosotros. Sólo por nosotros. Y Susan White está muerta. Ha muerto mientras rodábamos la película, colega. ¡Joder!

—Un derrame. ¿Te lo puedes creer? Bridgette Clover se ha suicidado este mismo año. Hace nada. Suena demasiado real. Es como si estuviera sucediendo mientras la cámara está grabando; como si estuviéramos transmitiendo en directo alguna clase de atrocidad. Nada de un suceso histórico. Se suponía que íbamos a rodar un documental sobre algo que ocurrió en el pasado. Entrevistas, localizaciones, narraciones, especulaciones, todo a partir de un hecho. Como en las anteriores películas. Pero no es así. De modo que, ¿por qué sigo adelante con esto? ¿Para que me aclamen, para que me paguen, para que las mujeres se acuesten conmigo? ¿Como cualquier gilipollas que pulula por ahí con un proyecto? ¿Estoy explotando a estos pobres desgraciados en mi beneficio? ¿He sido tan insensato y estaba tan desesperado por hacer esta película como para no darme cuenta de que estábamos en peligro y que deberíamos haber abandonado?

Dan se encogió de hombros.

—Supongo que estamos contando la historia, tío. La que nunca se había contado, como dice Max. Y si no lo hacemos nosotros, lo hará otro.

Kyle no sabía si Dan simplemente estaba intentando hacerle sentir mejor. Ya no estaba seguro de lo que pensaba sobre nada, ni siquiera sobre sí mismo, aunque tenía la terrible sospecha de que se había convertido en aquello que odiaba.

—Pero ¿quién quedará para ser entrevistado? —preguntó Kyle con la mirada fija en la punta de su cigarrillo.

Dan enarcó sus cejas pobladas y se encogió de hombros.

—Martha me dio la tarjeta de visita que le había dejado nuestro predecesor cuando la visitó. —Le tendió la tarjeta sujeta entre dos dedos—. El viejo Malcolm Gonal. Viene su número de teléfono. Tal vez deberíamos hablar con él, a ver qué descubrió.

—Incluso él dejó colgado el proyecto.

—No había oído su nombre en años. Consiguió cierto éxito con aquella película, Espíritus. Y se encargó de una serie llamada Voces del más allá para Sketchboard en los años noventa. Desde entonces no ha hecho mucho más aparte de aquello otro sobre los hinchas de fútbol.

—Todo mierda.

—Mierda. Toneladas de mierda. Todo el asunto paranormal era un montaje. Típico de los subnormales de ITV.

—Él representa todo lo que yo rechazo.

—No ha rascado bola en años. Debía estar pelado. Esta película habría supuesto su regreso.

—Con el dinero que está repartiendo Max, Gonal habría matado para subirse al carro.

—Finger Mouse trabajó con él una vez, hace algunos años. En un vídeo sobre un gánster. Me dijo que era un gilipollas.

—¿Por qué se saldría entonces del proyecto?

—Llámalo y pregúntale.

Kyle se quedó mirando la tarjeta.

—Pienso hacerlo. Mejor aún, mañana por la tarde, cuando regresemos, me pasaré por esta dirección. Justo antes de ir a ver a Max para cantarle las cuarenta y exigirle unas cuantas respuestas sobre lo que está pasando.

Kyle sacó su cartera y guardó en ella la tarjeta.

—No hay oficinas de productoras en New Cross —apuntó Dan—, así que debe trabajar en casa.

—Claro. Max está escarbando entre las viejas glorias de la televisión de culto. Incluido yo. No tengo claro el motivo, pero no creo que esté pensando en Sundance ni en Cannes.

—Kyle, antes de hacer todas esas visitas, ¿puedes hacerme un favor enorme?

—¿Qué favor? —preguntó Kyle, mirando a su amigo.

—¿Dormirás un poco de una puñetera vez?