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SEATTLE

22 de junio de 2011. 10.00 horas


Kyle y Dan apenas si podían reconocer a la Martha Lake del setenta y cinco o a la del ochenta y uno en la mujer que les abrió la puerta.

Encuadrada por el marco de madera de la puerta, que parecía sufrir dermatitis seborreica, apareció la figura famélica de Martha Lake con una rebeca informe y unos pantalones de chándal. Su cuello nervudo sostenía un rostro desmoronado por el peso de tanto arrepentimiento, decepción, pena y desesperanza, como si hubiera estado cumpliendo una sentencia de sufrimiento de otra década, más dura que la que cualquier mujer de cincuenta y ocho años podría cumplir. La ancha estructura ósea de su cara todavía era visible bajo la tez profundamente arrugada que colgaba de ella. Su boca, demacrada y con las comisuras de los labios caídas, no había reído demasiado desde 1977, cuando volaba de una fiesta a otra en la zona alta de la ciudad. Sus gruesos labios ardientes habían desaparecido entre las arrugas que le rodeaban la boca y le surcaban la barbilla. La sonrisa enigmática y orgullosa que exhibía en las imágenes de los medios de comunicación se había convertido en un bozal. Recogido en una coleta tirante, su cabello estaba blanco y veteado de un gris metálico.

Sus ojos, sin embargo, conservaban los rasgos clásicos de Martha Lake: hermosos, inteligentes, vivos. Eternos. Kyle los había contemplado largamente durante su investigación por la red, pero ahora que lo miraban directamente a los ojos, encontró que revelaban una personalidad insegura y nerviosa, como si estuviera dominada por una autoridad que hasta entonces él había subestimado, o como si de repente se encontrara cara a cara con una chica a la que había estado acosando sin darse cuenta.

Martha Lake se percató de su reacción, o al menos eso pareció, y sonrió sin mover los labios. De la penumbra del interior de la casa llegaba el olor de cigarrillos baratos y de espacios habitados descuidados.

—Me alegra ver que todavía atraigo miradas. —Su risa sonó como una expectoración catarral. Tenía buena parte de los dientes marrones—. Vamos, chicos, pasen.

Echó un rápido vistazo a la calle por encima de ambos, a uno y otro lado, y luego se apartó desplazándose sobre sus pies mugrientos enfundados en zapatillas.

El mundo en el interior de la casa victoriana alquilada de Martha Lake —con sus gabletes puntiagudos, su madera deteriorada y sus detalles de pan de gengibre sobre el porche desgastado hundido en un patio cubierto de maleza— carecía de varios colores esenciales. El plateado había desaparecido de los lugares por donde se filtraba la escasa luz; los tonos rojizos más cálidos se habían desvanecido del suelo de madera y de los pasamanos. Cualquier objeto que hubiera sido blanco ahora sólo exhibía un tono grisáceo o ligeramente marrón. Los marcos de las puertas y los rodapiés estaban astillados y llenos de raspaduras. El viejo papel de las paredes, de un verde glacial, anulaba la visibilidad hasta la altura de los ojos, mientras que el enlucido pintado con el color de los miembros ortopédicos dominaba el resto y ascendía nauseabundamente hasta el techo penumbroso y sus agrietadas molduras de yeso.

El espacio que se extendía alrededor de Kyle era amplio y daba la impresión no tanto de vacío como de abandono en otro tiempo. El silencio y la quietud disminuyeron la velocidad de sus pensamientos pero en ningún momento se sintió relajado; de hecho, la atmósfera de la casa le dejó inmediatamente con el ánimo por los suelos.

La luz del sol era incapaz de penetrar más allá del cristal por donde entraba, y dibujaba unas franjas azules apenas perceptibles en el techo del pasillo, por donde Martha los condujo hasta la cocina.

—Aquí paso mi tiempo.

En la cocina, las pálidas persianas estaban bajadas hasta la mitad; detrás de unos visillos mugrientos envueltos por una tenue luz parda. El suelo de linóleo, barrido pero lleno de arañazos, tenía margaritas estampadas, si bien los motivos florales bidimensionales no conseguían alegrar el espacio. Los armarios de madera de las paredes, pintados de amarillo, exhibían ahora un desvaído tono vainilla, y los tiradores de plástico traslucido de las puertas semejaban piedras preciosas. La abuela de Kyle tenía unos parecidos; lo mismo podía decirse del enorme fregadero esmaltado, de la mesa de madera con cuatro sillas sencillas y del mantel azul y blanco. Los vasos, las tazas y los platos de Martha estaban apilados ordenadamente junto a un fogón de hierro que parecía muy antiguo, aunque el orden jamás habría bastado para dar a la cocina una atmósfera hogareña. Era una de esas habitaciones que hay en ciertas casas que le hacían sentirse un intruso, y también un testigo, de la precariedad y de la miseria en la que vivía la gente mayor.

Había llegado a la espantosa cocina desfallecido, pero aquel lugar le hizo sentirse tan afligido que su movilidad quedó reducida a unos pies que se arrastraban por el suelo. Sin embargo, era un escenario cojonudo para la entrevista; un director artístico de Hollywood no habría podido diseñar otro mejor. Alcanzaba unas cotas superiores a la hora de representar la decadencia de Martha Lake; el destino de los supervivientes. Era otro de esos lugares donde prevalecían los recuerdos sangrientos del vertiginoso ascenso de la secta hasta el caos total.

En la cocina penumbrosa, el rostro de Martha despedía el brillo apagado de la mantequilla sin sal. La mesa que había delante de la silla ocupada por Marta estaba invadida por un surtido variado de ampollas de medicamentos alrededor de una botella de Four Roses.

—¿Quiere? —preguntó la mujer cuando vio que Kyle miraba de refilón la botella.

Kyle estuvo a punto de responder que era muy pronto para él; sin embargo, meneó la cabeza y contestó:

—No, gracias.

—Hay café en la cafetera. Recién hecho.

—¿Dan?

—¡No, gracias!

Dan empezó a preparar la iluminación y a sacar de las bolsas el equipo de sonido; contento de ser el miembro callado del grupo, no tanto un sujeto mediocre como sí felizmente irrelevante para el «maestro».

Kyle sirvió una taza de café para él y otra para Martha. Estuvo a punto también de preguntar a su anfitriona dónde guardaba el azúcar, pero prefirió tomarlo solo y amargo.

Kyle sabía también por las notas de Max que Martha tenía tres hijos de diferentes padres, aunque el único cuya identidad seguía siendo un misterio era el del hijo mayor, concebido en la mina de cobre en 1973. El resto de los padres y de los hijos parecían haberla abandonado hacía mucho tiempo, y Kyle se preguntó si alguna de las habitaciones oscuras de la casa contendría sus fotografías enmarcadas.

—Es una casa muy grande para una persona.

Martha esbozó una sonrisa llena de intención.

—Se tarda más en llenarla.

Kyle no supo con certeza a qué se refería. Dan, que estaba realizando una medición de la luz con el fotómetro en la nuca de Martha —torció el gesto con evidente nerviosismo—. Sólo un día más de rodaje, tío. Es el último. El último de Últimos Días.

Martha dio una intensa calada a su cigarrillo.

—Es la tercera casa que alquilo este año. Tengo que moverme. El pasado todavía me persigue.

—¿La prensa?

Martha esbozó su sonrisa marrón y apagó el cigarrillo. Sacó otro del paquete que había sobre la mesa y se lo encendió.

—No sabe nada, ¿verdad? —Martha meneó la cabeza y aspiró una larga bocanada de humo denso, que a su paso por las vías respiratoria—, de camino a los pulmones sonó como si tuviera una serie de orificios en el pecho.

Kyle esbozó una sonrisa y esperó haber borrado de ella lo que intuía que había sido un atisbo de mofa.

—Espero que eso haya cambiado —respondió Kyle—. Hemos entrevistado a los policías que trabajaron en su caso y al hijo del antiguo propietario del rancho vecino…

—¿Ha muerto? ¿El señor Aguilar?

—Mmm… Sí.

Los ojos se Martha se entrecerraron detrás del velo de humo.

—¿Cómo murió?

—Mmm… no estoy seguro. Su hijo no nos lo dijo.

—Que en gloria esté. Si ahora estoy aquí sentada es sólo gracias a él.

Kyle asintió.

—Su hijo habló con admiración de él.

—En aquella época la policía pasaba de grupos como el nuestro, a menos que les diéramos un buen motivo para no hacerlo. Ahora es diferente. Pero en la mina nadie quiso ayudarnos hasta que llegó el final, que todos sabíamos que se acercaba. Excepto el señor Aguilar. También intentó ayudar a Prissie. —Martha hizo una pausa y movió la cabeza con pesar.

—¿La hermana Priscilla?

—¿Qué sabe sobre Prissie? —inquirió Martha con un gruñido.

—No mucho. Sólo que el señor Aguilar la acogió cuando escapó. Pero luego ella se entregó por propia voluntad al Templo.

Martha asintió con la cabeza.

—Maldita insensata. Pero no puedo culparla —dijo Martha.

Kyle se volvió a Dan para hacerse una idea de cuánto le faltaba para tenerlo todo listo.

—¿Por qué?

—Volvió por su bebé. No pudo ir más allá del rancho. El desconsuelo la devolvió a la mina. Pero debería haber continuado y haber ido derecha a la policía. —Martha dio una palmada inesperada que sobresaltó a Kyle y a Dan—. ¡Ajá! Eso debió hacer. Eso podría haber hecho. ¡La historia de mi vida! —Dejó caer la cabeza hacia atrás y rió socarronamente hasta que una tos con flema zarandeó todo su cuerpo.

Dan se la quedó mirando con los ojos desorbitados y Kyle fue a buscar agua.

Martha se enjugó los ojos con la manga de la rebeca y resolló como si estuviera introduciendo aire en los pulmones a través de una estameña húmeda. Agradeció con un movimiento de la cabeza el agua que le dio Kyle y la mano que le apoyó en el hombro.

—Cuando usted quiera, jefe —dijo Dan desde detrás de la cámara montada en el trípode cuando la respiración de la señora Lake volvió a parecer más o menos normal.

Habían decidido grabar la entrevista de un modo natural porque Kyle quería registrarla tal cual era: una mujer nerviosa con la piel arrugada, fumando en una cocina deprimente y hablando sobre el confinamiento y el asesinato de sus amigos. Una época de su vida de la que nunca había escapado. Para Martha Lake, aquélla era la última oportunidad de hacer algo, y quería aprovecharla, como si fuera una declaración, por no llamarlo testamento. Esa era la impresión que daba.

—Martha, usted es la única superviviente de lo ocurrido en El Templo de los Últimos Días que era adulta durante su… bueno, durante su época en el desierto de Sonora. Nunca se ha sabido, pero los niños de la secta que sobrevivieron probablemente eran demasiado pequeños cuando fueron rescatados como para recordar demasiado de la organización. Y tras el de Bridgette Clover, a principios de este año, usted ha pasado a ser el único testimonio vivo de la última encarnación del Templo.

Martha asintió con la cabeza y alzó la barbilla en lo que parecía un gesto de orgullo obstinado.

—Así es.

Kyle se preguntó si a esas alturas de su vida habría algo, aparte de los cigarrillos y el whisky, que proporcionara a Martha Lake alguna clase de satisfacción.

—¿Podría empezar entonces contándonos un poco cómo acabó formando parte del Templo?

Martha Lake les contó mucho más que un poco. Igual que le había ocurrido anteriormente con el hermano Gabriel y con la hermana Isis, Kyle llegó a la conclusión, a raíz de lo extenso de su relato, de que Martha Lake no salía mucho de casa. La entrevistada también desplegó la misma excentricidad inquietante que se incuba durante un aislamiento prolongado. Kyle se preguntó si no habrían estado todos dañados en su esencia antes de ingresar en la secta, o si su paso por la organización no los habría dejado irremediablemente excluidos de los mundos normales que habían intentado habitar después. Susan y Gabriel se habían mostrado bastante amigables en compañía de Kyle y de Dan, pero ambos habían exhibido signos de un fracaso sistemático a la hora de establecer alguna clase de relación perdurable con otras personas de modo que pudiera considerarse que habían vuelto a integrarse en la sociedad. Todos ellos eran unos inadaptados y unos marginados. Y transmitían a Kyle la sensación de que su mal era contagioso y de que debía pasar el menor tiempo posible con ellos. Sólo Max parecía haber prosperado en la era poskatherine, pero tampoco podía afirmarse de él que fuera un tipo normal.

El relato de Martha sobre sus primeros días en la secta tendría que ser editado con voz en off. Sonaba a auténtico cliché: una jovencita en un hogar difícil, con un padre violento y casi siempre ausente y una madre alcohólica. Una jovencita que había abandonado el instituto y se había fugado a San Francisco. Había continuado experimentando con las drogas y la vida en comuna en los días de euforia de la revolución juvenil de los años sesenta. Se había mudado a Los Ángeles con un camello motero y se había quedado fascinada por la gente del Templo que se había encontrado, vestidos con sus túnicas en Santa Mónica Boulevard, con sus intensos ojos y su cháchara sobre el Dios que todos llevamos dentro, la salvación y el paraíso.

Eran la nueva familia que había estado buscando. Una inclusión importante. Compartía la creencia de los descontentos en la profecía del Armagedón y en ser los elegidos que sobrevivirían a él. El poder terapéutico del autoanálisis y la autointerpretación —que no había conocido hasta entonces— en una vida caótica, unido a las potentes y endiabladas experiencias con drogas alucinógenas, engullidas como si fueran M&M, tuvieron un efecto trascendental para ella. Y todo ello la preparó para la aventura del retiro en el desierto… y luego ya fue demasiado tarde para escapar, pues no tenía adonde regresar, ni siquiera un planeta reconocible para unos ojos ya demasiado viejos y trastornados en 1975. Lo peor que le pudo haber pasado en ese momento fue la fama.

—Martha, muchas de las personas que se unieron al Templo de los Últimos Días entre 1974 y 1975 nunca vieron en carne y hueso a la hermana Katherine, y mucho menos la conocieron. Sin embargo, en la primera etapa de la secta de los Últimos Días, en 1972, y durante el primer año que pasaron en la mina de cobre, en 1973, cuando la hermana Katherine aparecía de vez en cuando, usted la conoció.

—Sí, es cierto.

—He leído sus entrevistas con Irvine Levine, pero me pregunto si con el paso del tiempo ha llegado a comprender algo más sobre ella.

—Déjeme que le diga una cosa —respondió Martha Lake apuntando a Kyle con el cigarrillo—. La gente piensa que el libro de Irvine sólo contiene mentiras; que se lo inventó todo. —Meneó la cabeza, succionó con fuerza el filtro y dijo alzando la voz entre el humo—: Pues no. La mayoría de las cosas que le conté yo y que le contó Bridgette las transcribió al pie de la letra. Pero leídas suenan tan demenciales que la gente no se las cree. Y mucho de lo que le conté ni siquiera lo puso en el libro. Porque era todavía más demencial.

—¿Podría ponernos algún ejemplo?

Martha esbozó una sonrisa maliciosa.

—Ya llegaremos. Pero, como le dije a Max, primero necesita tener claro el contexto. De lo contrario no tiene sentido.

—Por supuesto.

—Ustedes los del cine son todos iguales. —Volvió a sonreír—. Como le decía, Irvine era un hombre de crímenes. Un reportero, ¿entiende? De juicios, de temas policiales… Perseguía lo que había de escabroso detrás de los asesinatos: drogas, secuestro, violaciones, esa mierda. Las cosas que acabarían en un juicio. Quería que todo el mundo leyera su libro, como había ocurrido con aquel de Charles Manson que era tan gordo. Así que Irvine no utilizó mucho de lo que le conté porque no se lo creía. Pensaba que nos lo imaginábamos porque siempre estábamos colocados. Es extraño que ahora sea esa clase de cosas las que la gente quiere conocer.

—¿La gente?

Martha esbozó su sonrisa amarilleada.

—Por eso quiere ir directamente al grano, ¿no? Max ya me dijo de todos modos que eso es lo único que le interesa. «Lo otro».

Kyle contuvo la erupción de ira que se desataba en su estómago como un reflujo. Por enésima vez se preguntó quién estaría dirigiendo realmente la película. Carraspeó.

—De modo que las dos cuestiones son inseparables: la patología de Katherine y los aspectos más extraños de la historia de los Últimos Días, ¿no?

Martha sonrió.

—Un chico listo. —Una risita que sonó como un sonajero agitado en el agua emergió de su garganta—. Se nota que Max está metiéndole prisa. Parece ese tipo de persona. Tiene más dinero que cabeza, si quiere que le diga mi opinión. Pero ya se lo dije a Max: no existirían el uno sin el otro. Katherine estaba detrás de todo. Estaba incluso cuando no estaba físicamente, ¿entiende lo que quiero decir? Lo sabía todo porque le contábamos todo, de una manera o de otra. Todos éramos sus espías a la vez. Y los Siete le contaban hasta la última condenada tontería que decíamos en su ausencia.

Martha enarcó una ceja y se puso a jugar con el mechero.

—Con el tiempo he comprendido que todos formábamos parte de alguna clase de montaje desde el principio, desde la época de Los Ángeles. ¡Ah, sí! Entonces ya tenía claros sus planes. Tal vez incluso desde antes. No me sorprendería. Nos tenía a todos, pobres estúpidos, en el desierto, y nos adiestraba como a perros. Pero ¿por qué? Era una necesidad de conocimiento. No creo que enseñara sus cartas hasta justo el momento final. Y doy gracias a Dios por no haber estado allí para verlas. Pero nos tenía allí para algo que nunca nos reveló. De eso no me cabe duda. Y Max también lo cree.

Kyle asintió, tanto con alivio como para mostrar su conformidad con su teoría. No sería necesario emplear la mano izquierda con Martha Lake. Quizá la entrevista había despertado en ella el recuerdo nostálgico de aquellos días vertiginosos de apariciones en las revistas y entrevistas en el programa 60 minutos.

—Otros comentaristas de la secta hacen énfasis en la fortuna amasada por la hermana Katherine, gracias a que explotó como esclavos a sus seguidores…

—Consiguió millones de la hermana Urania, esa dama inglesa. Pero poseer nuestros bienes era otra manera de poseernos, de aislarnos. Lo utilizaba para apartarnos de todo lo que éramos, de quienes habíamos sido. El siguiente paso fue arrebatarnos la libertad. Nos quitaba cualquier cosa de valor que tuviéramos. Era como si nos despojara de lo que nos ensuciaba. También se llevó nuestra dignidad. Hasta que ya sólo le quedó por arrebatarnos a nuestros hijos y nuestras vidas. —Martha hizo una pausa y se ensimismó un instante; el último comentario había despertado un recuerdo doloroso que Kyle quería oír.

—¿Cree que había algo que valiera la pena en la ideología de la hermana Katherine?

—Ni lo más mínimo. Todo eso de liberar nuestras almas del yugo de la culpa y la represión eran chorradas. ¡Ah, en el comienzo todo era salvaje! En Los Ángeles parecía guay. Y también cuando nos mudamos al desierto al principio. Nunca me había sentido tan libre. Nunca había tenido tantos amigos. Buenos amigos. —Martha meneó la cabeza y sacó otro cigarrillo del paquete de Salem Light que había sobre la mesa. Se lo encendió y le dio una intensa calada con los ojos entornados—. Pero ella tenía sus necesidades. Sólo estaba esperando el momento oportuno.

—¿Necesidades? ¿Qué clase de necesidades?

Martha volvió a quedarse con la mirada clavada en la mesa, en silencio. Se mordisqueó el labio inferior. Cuando levantó la vista hacia Kyle, la tipa sin pelos en la lengua se había esfumado. El dolor había transformado súbitamente su semblante.

—Todos tenemos necesidades —dijo bajando la voz, en un susurro—: amor, sexo, aprobación, lo que sea. Todos las tenemos. Pero sus necesidades eran diferentes. No creo que pudiera controlarse. Era como un tiburón. Buscaba sangre en el mar. A todas horas. Le gustaba hacer daño. Le gustaba causar dolor de todas las maneras que tuviera a su alcance: humillación, culpa, exclusión… cualquier cosa que pudiera utilizar contra alguien. O el miedo a esas cosas. Pero ni siquiera así tenía suficiente. Los juegos mentales. Sólo estaba practicando, ¿sabe? Preparándose. Leí un libro sobre psicópatas en el que se decía que en esa época, cuando estábamos en Los Ángeles y durante los primeros meses en la mina y ella presidía las sesiones, estaba «evolucionando». Durante todo ese tiempo estuvo transformándose. Y lo creo a pies juntillas. Antes de que se convirtiera en un tema psíquico. —Martha jugueteó con el mechero, toqueteó una caja de medicamentos, hizo girar el cenicero.

—¿«Psíquico»?

Martha miró fijamente a los ojos a Kyle.

—Violaciones, sodomía. —Martha se encogió de hombros—. Ya lo creo. La muy zorra también hacía que nos golpearan.

Hubo otra pausa prolongada. Martha se volvió hacia la ventana y la miró como si fuera una escapatoria que hubiera pasado por alto.

—¡Oh, eso le encantaba! Le gustaba que suplicáramos su perdón. Creo que las súplicas eran lo que la ponía cuando estaba con nosotros, o cuando los Siete la informaban. Lo que se suponía que habíamos hecho mal era irrelevante. Nos inventábamos lo que decíamos en las sesiones, sólo por tener algo que contar. Pero era la… sumisión lo que la excitaba. La excitábamos nosotros, aterrorizados, contándole todo en aquella casucha de mierda que llamaba el templo. Lo veía en sus ojos. En sus intensos ojos verdes. Esa zorra cabrona.

Martha se quedó en silencio. Le temblaban las manos. Apagó el cigarrillo con dedos torpes. Encendió otro. Lanzó una mirada suspicaz a la botella de bourbon.

—Su deseo era más intenso cuando alguien lloraba, o gritaba, o simplemente yacía tirado en el suelo en silencio, destrozado. Para ella todo era un arma. El sexo. El sol bajo el que te ponía. El frío que te obligaba a pasar por la noche. La maldita cadena de mando. Nuestros hijos. Cualquier cosa que pudiera utilizar.

Martha succionó el cigarrillo, cuya brasa brilló con tal intensidad que pareció iluminar la cocina deprimente durante un instante de incandescencia.

—Todo el mundo estaba asustado. Así nos controlaban. El miedo. Nadie duraba mucho tiempo como su favorito. Sin embargo, cuando te sonreía o cuando el favorito de turno que formaba parte de los Siete te dedicaba una palabra amable, eras capaz de hacer cualquier cosa, cualquier cosa con tal de conservar tu condición de elegido.

—¿Qué la hizo cambiar, Martha? ¿Es capaz de identificar un hecho concreto que explique su comportamiento atroz, que les tratara tan mal?

Martha asintió y una sonrisa afloró en sus labios.

—Ya lo creo. Se volvió así cuando la gente empezó a marcharse. No lo soportaba. Se lo tomaba como si fuera un rechazo personal hacia ella. En el setenta y tres entraba y salía gente constantemente. En el setenta y cuatro, la mayoría de las personas se iban. Cuando ella y los Siete endurecieron su comportamiento. Cuando la paranoia los sobrepasó. Y todos nosotros malgastábamos nuestro tiempo vendiendo aquel puto libro en Yuma. Era como si hubiera terminado la fiesta y nadie quisiera quedarse a limpiar. Pero ella era lista. Para entonces ya había atrapado a suficientes de nosotros.

—A la gente le cuesta aceptar no haberse marchado cuando aún tenía la libertad para hacerlo. Sobre todo cuando la situación era tan angustiante.

Martha resopló.

—Cuando se ha entregado todo, hay que hacer que funcione. Porque si no, no te queda nada, no tienes adonde ir. Y la temíamos, pero al mismo tiempo teníamos esa especie de miedo de perderla también a ella. Estábamos acojonados. Siempre.

—¿También hizo cosas de las que se arrepiente?

Martha asintió con la cabeza.

—Muchas —respondió.

—¿Puede contarnos en qué estuvo involucrada? —preguntó Kyle.

Martha sonrió.

—Le puedo contar cosas que hicimos y que nadie más confesaría. —Se encogió de hombros—. Le puedo contar cómo nos acusábamos de cosas mutuamente. Fingíamos que teníamos pensamientos secretos. Telepatía. ¡Ajá! Nos denunciábamos unos a otros. En cualquier momento podías ser tú el acusado. Había que convivir con ello. Todos lo hacíamos. Así hacíamos que pegaran a nuestros compañeros. Incluso conté mentiras sobre Prissie y Bridgette, y contemplaba a Belial moliéndolas a palos. Y ellas se chivaban de mí y también miraban cómo me azotaban.

Martha Lake puso las manos sobre la mesa, empujó la silla hacia atrás con un chirrido estridente que hizo estremecerse a Dan detrás de la cámara. Se levantó, se dio media vuelta y se levantó la rebeca y la camiseta como si de repente fuera a quedarse en topless, pero en ningún momento se subió la ropa más allá de sus omoplatos prominentes.

—¿Quiere sacarlo en la película?

Kyle se oyó tragando saliva. Dirigió un gesto con la cabeza a Dan.

—Son las marcas del hermano Belial… ese hijo de puta.

Dan grabó las fantasmagóricas cicatrices blancas que le cruzaban la espalda.

—Estaba embarazada de mi niño cuando me lo hizo.

Kyle se quedó con la mente en blanco. Se sintió mareado y terriblemente vulnerable. Y aterrado, aunque no estaba seguro del motivo. Era una de esas situaciones en las que su seguridad en sí mismo recibía el saludable castigo de recordar a qué estaba enfrentándose.

La señora Lake se bajó la ropa y se la recompuso. Se sentó, destapó la botella de bourbon y vertió la bebida en un vaso del baño. Sacó otro cigarrillo de la cajetilla.

—Todos participábamos en las palizas. O en la exclusión de la gente por chorradas que ni siquiera recuerdo. Obligué a otras chicas a entregar a sus bebés al Templo del mismo modo que me habían obligado a mí. No intercedía cuando se llevaba a cabo una violación, como cuando los Siete violaron a los pobres hermanos Ariel y Adonis para darles una lección por orgullosos.

Kyle se estremeció. Levine había escrito sobre las violaciones a hombres en la mina, que se había convertido en uno de los métodos favoritos de control que Belial y Moloch utilizaban con dos muchachos que seguían siendo miembros de la secta de los Últimos Días en 1975: los hermanos Ariel y Adonis. Y durante su viaje por Estados Unidos, Kyle había terminado de leer el libro de Tim Reiterman El cuervo, la obra definitiva sobre el reverendo Jim Jones y su Templo del Pueblo. En Guyana, Jones también había sodomizado a sus seguidores masculinos más devotos, fieles y respetados. Había satisfecho su necesidad emocional de infligir dolor y humillación a los hombres heterosexuales cercanos a él, con el fin de reducir a todos los hombres que consideraba una amenaza para su autoridad. Según Susan White, también conocida como hermana Isis, Katherine había empezado a utilizar una manipulación sexual similar en Londres, primero obligando al celibato y después imponiendo los emparejamientos. Ya entonces debió sentirse alentada por los efectos de división y desamparo que producían esos métodos entre sus seguidores.

—Y nunca alzamos la voz cuando se marcharon con las armas. Cuando salieron en persecución de Ariel y de Adonis. ¡Oh sí, luego oímos rumores! Oímos a Belial burlándose de Adonis porque se había meado encima. También dijo que habían descuartizado al chaval y lo habían enterrado.

—Ha dicho «cuando se marcharon con las armas». ¿Quiénes se marcharon con las armas?

—Los Siete. ¿Quiénes iban a ser si no? Belial fue nombrado administrador de los castigos. Y nos amenazaron con enterrarnos vivos si huíamos o hablábamos con el FBI. Ese era el castigo para los apóstatas: ser enterrados vivos. Tal vez los chicos murieron así. Pero no lo creo. A Belial le gustaban los cuchillos, y a los demás los fusiles. Lo que es seguro es que acabaron enterrados de una manera u otra, vivos o muertos, cuando Belial terminó de administrarles el castigo.

—¿Por qué asesinaron a Ariel y a Adonis? Ha comentado algo sobre el orgullo.

La señora Lake se encogió de hombros.

—De eso los acusaron siempre. Pero no era una cuestión de orgullo. Esos chicos eran listos. Ambos habían ido a la universidad. Hicieron todo lo que pudieron para someterse a la disciplina, pero empezaron a cuestionar cosas. Ariel hablaba demasiado y eso sacaba de quicio a Belial. Las cosas se pusieron feas para él y Adonis dio la cara por su amigo. Cuando huyeron se convirtieron en los primeros apóstatas. Entonces todavía estábamos construyendo la cerca, y oí a Belial diciéndoles a los hermanos Moloch y Baal que tenían que matarlos. «Matad a esos malditos ordinarios», les dijo Belial. Baal y Moloch les siguieron el rastro con los perros, y volvieron con una sonrisa de oreja a oreja. Belial organizó después una fiesta.

La señora Lake estiró su cuello nervudo por encima del cuello de la rebeca para sonreír, aunque su sonrisa era amarga.

—Yo estoy en el purgatorio. Todavía no he llegado al infierno, pero no tardaré en hacerlo. Por mi participación. Eso delo por sentado. —Apuró de un trago los cinco centímetros de whisky que se había servido en el vaso.

Kyle se quedó sin palabras. Hojeó el guión que tenía en su lado de la mesa, pero sus ojos saltaban por las palabras incapaces de leerlas. Fenómenos inexplicados, sucesos extraños; ése era su terreno, no el de los asesinatos. «¡Asesinatos! ¡Por Dios!».

La señora Lake soltó un grito ahogado y contuvo con éxito un acceso de tos. Se secó los ojos.

—¿Sabe lo que nos decían siempre? ¿Eh? Nos decían que habíamos sido perdonados, que nuestros actos estaban bendecidos. Katherine nos decía que éramos perfectos. Habíamos trascendido. Y nosotros la creíamos. No teníamos más remedio. Lo que estábamos haciendo era demasiado horrible como para pensar en ello. Lo único que necesitábamos en el mundo era su bendición. Ella recibía ese poder de otros; de amigos. De viejos amigos. Eso nos decían siempre ella y los Siete. —La señora Lake hizo una pausa y alzó la mirada al techo; su sonrisa siniestra volvió a asomar a sus labios—. Unos amigos que ninguno de nosotros necesitaba. Se lo aseguro.

Kyle recordó lo que el detective Sweeney le había contado sobre Belial mirando al techo de la sala de interrogatorios y diciendo algo sobre «viejos amigos». Su mente entró en ebullición. Sintió un escalofrío y se le erizaron los pelos de la nuca. Se volvió hacia Dan, que había desviado la mirada del visor de la cámara y estaba con el rostro pálido, desencajado.

La señora Lake volvió a fijar la mirada en la mesa y se sirvió otro generoso trago de whisky.

—Y ¿sabe qué? Nos castigaban si revelábamos algún sentimiento de culpa por lo que les hacíamos a los demás. Así que aprendimos a no hacerlo. ¡Ajá! Pero si ella era tan lista, si podía ver en nuestro interior, ¿por qué no sabía esa zorra que Bridgette y yo íbamos a huir aquella noche? ¿Qué tienes que decir a eso, eh?

Kyle se aclaró la garganta; no sabía muy bien a quién dirigía la pregunta la señora Lake.

—¿Está absolutamente segura de que la hermana Katherine ordenó los asesinatos?

—Absolutamente. Los Siete nunca hacían nada que no les pidiera antes ella. Y en el setenta y cinco aquello se convirtió en un infierno. Los Siete hacían cosas con gente que se llevaban del grupo. No sabíamos concretamente el qué, pero tenía que ver con los «amigos». Algunos volvían idos del desierto. No podían hablar ni contarnos lo que había pasado. Como con los hermanos Ariel y Adonis; justo antes de que escaparan también habían visto algo en el desierto. Los Siete les mostraron algo realmente terrorífico. También los violaron, seguro. Pero no fue eso lo que acabó por convencerles de que tenían que huir para poner a salvo sus vidas. Luego, un par de chicas que habían salido con los Siete jamás regresaron. Era como si estuvieran probándonos para algo.

—¿Para algo? ¿Puede explicar con mayor detalle los objetivos de la hermana Katherine?

La señora Lake se encogió de hombros, pero parecía aterrada.

—Es difícil saberlo. Acabó con nosotros. Y luego con los niños. Nos debilitó. De modo que podía jugar con nuestras mentes. Éramos rehenes. Estábamos aislados. Y la gente contaba auténticas chifladuras en el setenta y cinco; estaba volviéndose loca. Era difícil saber qué era qué. Algunos afirmaban que los sacaban de sus cuerpos mientras dormían y que les resultaba muy difícil regresar a ellos. No sabíamos distinguir entre la maldita realidad y un mal viaje. Pero todo se debía a algo que estaba tramando Katherine. Algo en lo que nosotros no teníamos ni voz ni voto, de modo que se lo guardaba para sí. Dudo que ni siquiera los Siete supieran realmente de qué iba todo; qué cojones planeaba hacer en el desierto. Pero cuando empezaron a llevarse gente por las noches tuve la sensación de que nuestro final estaba cercano. Supongo que no me equivoqué.

Kyle tragó saliva y respiró hondo.

—Los sacaban de sus cuerpos. Por la noche. Mientras dormían. ¿Alguna vez usted…?

Martha miró fijamente a Kyle a los ojos en silencio, como si de repente le incomodara su presencia o desconfiara de él. Finalmente bajó la mirada a la mesa y asintió con la cabeza.

—Yo me decía que era el LSD que me hacía… que me hacía sentir que estaba dentro de otro cuerpo. Y dentro de otro cuerpo que me hacía sentir incómoda; como si me hubieran sacado de mi piel.

Kyle hizo un esfuerzo para concentrarse en el guión. Miró los papeles y trató de detener el temblor que se le había instalado en la mandíbula. Vio las imágenes de los rostros de los adeptos del Templo desaparecidos; los sujetos que buscó la policía después de las declaraciones de Martha y Bridgette en 1975. Quedaría más conmovedor si Martha Lake recitaba sus nombres para la película. Kyle se aclaró la garganta.

—Siempre sostuvo que varios amigos suyos fueron asesinados. ¿A quiénes se refería aparte de los hermanos Adonis y Ariel? ¿Quién más no volvió del desierto?

—La hermana Urania, que nunca pudo oír una maldita mala palabra contra Katherine, jamás. Había venido desde Francia. Igual que la hermana Hannah. Ellas eran mayores. Buenas chicas. Inglesas. Urania era la que le conté que había entregado una herencia descomunal al Templo. Millones. Hasta el último penique. Yo solía pensar en ello cuando la veía hundida hasta las rodillas en un contenedor de basura de Yuma, recogiendo residuos para alimentar a los niños. Pero, al igual que Hannah, jamás habría huido. Habría dado por la secta hasta la última gota de sangre, y supongo que al final eso fue exactamente lo que ocurrió. Después de que se ocuparan de los hermanos Ariel y Adonis, las cosas fueron más sencillas para Belial, Moloch y Baal. Matar era fácil cuando ya lo habías hecho antes. Y sus instrucciones venían directamente de la mansión de Katherine. Se lo aseguro. Por eso ella se refugiaba fuera del estado, para que no pudieran culparla de nada. Pero las hermanas Urania y Hannah nunca huyeron. Fueron elegidas como favoritas para un acontecimiento especial que denominaban «la ascensión». Formaba parte del plan de Katherine. Estaba previsto. Eso nos dijeron.

—¿Fue entonces cuando oyó hablar por primera vez de «la ascensión» en la mina?

—Supongo.

—¿Fue el motivo de que se decidieran a huir Bridgette y usted? ¿Temían por sus vidas y las de sus hijos?

—La razón principal por la que me marché fue que robó un bebé. Hablo de Katherine. ¡Ya lo creo! El bebé de Prissie desapareció un día de la casucha que llamábamos guardería. Los hermanos Moloch y Baal debieron de llevar el niño a Katherine. Una mañana temprano les oímos marcharse en la Volkswagen. Prissie se acercó a hurtadillas a la guardería para ver a su pequeño como hacía siempre y descubrió que había desaparecido. Moloch y Baal regresaron a la mina al día siguiente, entrada la noche, sin el bebé. No volvimos a ver al niño hasta que se filtraron aquellas fotografías. El pequeño. El «niño limpio» lo llamaba la policía. Fue uno de los chiquillos que encontraron en la mina. La policía me enseñó fotografías para que les ayudara a identificar a los niños que habían rescatado.

—¿Cómo reaccionó Prissie?

—Prissie intentó aplacar su pena. Pero no pudo. Todos intentamos convencerla de esas chorradas de que los niños pertenecían al Templo, no a sus padres. Sin embargo, aquellos de los Siete que permanecieron con nosotros se pusieron muy nerviosos cuando se llevaron al niño; más que cuando habían matado a Ariel y a Adonis o a Urania y a Hannah. Era como si el asesinato fuera una cosa, pero robar niños estuviera en un nivel completamente nuevo. Creo que estaban acojonados, si quiere saber mi opinión.

»Pero entonces también desapareció Prissie; menos de una semana después de que se llevaran al niño. Nos dijeron que había huido, que era una apóstata, que su nombre ya no volvería a ser pronunciado en el paraíso. ¡El paraíso, ajá! Pero la habían matado. Seguro. Para que Katherine se pudiera quedar con su hijo en la mansión de California. Ella no podía tener hijos, pero nos obligaba a las chicas a tenerlos y nos odiaba porque podíamos parir.

—¿Oyó alguna vez a los miembros de los Siete reconocer que habían matado a la hermana Priscilla?

—No. Pero no tengo ninguna duda de que lo hicieron. Lo sé porque nos enviaron a todos a trabajar en la cerca sin Prissie, que no podía hablar ni levantarse del suelo del templo desde que le arrebataron a su niño. Cuando volvimos para comer, Prissie había desaparecido, y también los hermanos Belial y Moloch.

»Prissie sigue allí fuera, en algún lugar, enterrada en el desierto. La policía nunca la encontró. Tampoco a los demás. Todos murieron y fueron enterrados en el desierto. La policía no puso mucho empeño en la búsqueda de los cuerpos. ¿Qué sentido tenía hacerlo después de que Belial muriera? No quedó ni uno para sentarlo en la silla eléctrica.

—Bridgette y usted se llevaron a sus hijos cuando escaparon, pero ¿qué me dice de los demás niños?

—Rescataron cinco niños. Dos, algo mayores, habían venido desde Francia en el setenta y dos: la hija de la hermana Urania y el hijo de la hermana Hannah. Otros dos niños eran de Rhea y de Leila, a las que dispararon cuando intentaron escapar la Noche de la Ascensión. El quinto era el pequeño de Prissie. Cuando Bridgette y yo huimos, esos cinco eran los únicos niños que había en la mina. Por la mina habían pasado desde el principio un montón de niños con sus madres, pero éstas se los llevaban cuando abandonaban la secta. El único niño que murió en la mina fue un recién nacido en el setenta y tres que no duró ni una semana. Allí no había médicos. Su madre, la hermana Eleos, murió por sobredosis en San Francisco en el setenta y siete. Estaba viviendo con las hermanas Gehenna y Bellona, que fueron dos miembros de los Siete que Katherine envió a San Francisco en el setenta y cuatro para iniciar una nueva ramificación de la organización. A pesar de todo lo que sufrió, Eleos siguió viviendo con esas chifladas después de que todo acabara en la mina. Ni idea del porqué.

La señora Lake meneó la cabeza y miró a Kyle apuntándole con el cigarrillo.

—Pero yo no iba a permitir que Katherine me quitara a mi hijo. ¿Para qué quería un bebé? Ni siquiera le gustaban los niños. Los mantenía aislados. No nos dejaba acercarnos a ellos. ¿Y ahora teníamos que permitirle que nos los arrebatara y se los llevara de la mina como si fueran suyos? Ni hablar. A mi niño, no. Ni al de Bridgette. Así que huimos en mitad de la noche. Hicimos un agujero en la cerca, justo antes de terminar la jornada de trabajo ese día, en el último tramo de alambre, y escapamos. Llegamos al rancho del señor Aguilar, y él nos llevó a la ciudad. Ese hombre nos salvó. Belial también lo sabía. De todos modos iban a ir al rancho a matarlo por haber ayudado a la hermana Prissie la primera vez que huyó. Los ánimos estuvieron caldeados en la mina ese día cuando volvieron en la furgoneta con Prissie. Belial se jactaba de que se iba «a cargar a ese apóstata espalda mojada».

No era de extrañar que Irvine Levine se hubiera centrado en los aspectos criminales de la secta, que jalonaban su existencia desde Londres hasta Arizona. ¿Acaso necesitaba más?

Un silencio prolongado siguió a la exposición de Martha Lake sobre los niños. Kyle lo rompió al cabo. Estaba ansioso por saber más acerca de la Noche de la Ascensión.

—Señora Lake, menos de tres meses después de que usted y Bridgette escaparan, Katherine convocó la Noche de la Ascensión y nueve personas murieron en la mina en el transcurso de una hora, incluida la hermana Katherine. Las pruebas reunidas por la policía sugieren que cuatro de las víctimas intentaron escapar de algo… de una especie de ritual final. Un ritual que incluía la ejecución voluntaria de cuatro miembros de los Siete y de la mismísima hermana Katherine. ¿Tiene alguna idea de dónde había salido la decisión de esa especie de suicidio colectivo? ¿Puede darnos alguna pista de lo que sucedió aquella noche?

Martha Lake respondió negativamente con la cabeza.

—Iba a ocurrir algo, eso es seguro. Un montón de asesinatos. Todos habíamos comprado un billete sólo de ida. Como ya le he dicho, todo conducía a algo que sólo conocía Katherine. Esa zorra tenía unos planes que no compartía. Pero de lo que ocurrió en la mina esa noche… no le puedo contar nada. La paranoia se había extendido durante el setenta y cinco. Katherine perdió ese juicio contra Levine. Y nos contaron que los apóstatas estaban cooperando en la elaboración de una causa contra nosotros con la policía, la CIA, el FBI, el gobierno… Todo el mundo quería echarnos el guante. Yo me lo creí. El hermano Moloch nos dijo que si el gobierno venía por nosotros antes de la Noche de la Ascensión, lucharíamos hasta el final para defender el paraíso. Si estábamos demasiado débiles para luchar tendríamos que matarnos unos a otros, y luego suicidarnos. Nunca nos contaron en qué consistía la Noche de la Ascensión, pero ni a Bridgette ni a mí nos gustaba cómo sonaba. Ya me entiende, tenía ese tonillo…

»Siempre he supuesto que los asesinatos de esa noche se debieron a que los Siete se asustaron después de que Bridgette y yo escapáramos, dado que nosotras sabíamos lo de los asesinatos de Urania, Hannah, Prissie y los chicos. Por entonces, de todos modos, Katherine ya se había vuelto loca, y todas las drogas que había estado consumiendo en California debieron disparar su paranoia hasta el siguiente nivel cuando Bridgette y yo nos largamos. La policía dijo que los asesinatos se produjeron durante una especie de lucha por el poder. Eso son patrañas. Nadie se opuso jamás a Katherine, salvo Ariel y Adonis, y mire cómo acabaron. Otros dijeron que se trató de alguna clase de sacrificio, para el diablo. —Martha negó con la cabeza—. No tuvo nada que ver con el diablo. No se engañe.

—Se dice que Katherine afirmaba que era inmortal. Una santa eterna. Y que todos aquellos a los que ella bendecía también podían serlo. Pero, si de verdad era inmortal, ¿alguna vez se ha preguntado usted por qué se habría suicidado?

Martha Lake se encogió de hombros y su cuerpo se hundió todavía más en la rebeca. Jugueteó de nuevo con el mechero.

—Últimamente he estado considerando otras teorías. Ya sabe, otras posibilidades. Empecé a hacerlo más o menos por la época en la que Max se puso en contacto conmigo, lo que resulta bastante extraño, porque por su voz también me pareció bastante asustado. No mucho tiempo después de que me llamara, Bridgette se rindió.

—¿Se rindió?

Martha Lake miró a Kyle con los ojos llorosos y tragó saliva. Estaba aterrada.

—Ha de entender que experimentamos ciertas cosas… que vimos cosas que eran casi tan terribles como el hecho de saber que estaban matando compañeros. La policía siempre dijo que las drogas nos provocaban visiones, y he pensado toda mi vida, desde que escapé de aquel templo, que la policía tenía razón, que sufríamos alucinaciones. Ahora sé que no era así. Y Bridgette también lo sabía. Nunca escapamos. No, señor. En realidad no escapamos. Nadie lo hizo. De lo que quiera que fuera que Katherine trajo consigo de Francia. Viejos amigos. Belial tenía razón. Me refiero a lo que les dijo a los polis en la cárcel sobre su venida. Ya sabe, que estaban entre nosotros. Creo que ninguno nos hemos librado jamás de Katherine.

—«Viejos amigos», «Amigos de Sangre», no dejo de oír referencias a ellos. ¿Participaron en la Noche de la Ascensión?

Martha asintió.

—Sobre eso precisamente he estado pensando —respondió con la mirada fija en sus manos.

—¿Quiénes eran?

—La pregunta que debería hacerme es qué eran. —Encendió otro cigarrillo y continuó con la voz temblorosa por la emoción—: Habíamos estado invocando aquello en lo que nos habíamos convertido. No sé expresarlo mejor. Durante un año; desde finales del setenta y cuatro y durante el setenta y cinco. No éramos los bendecidos, sino lo contrario; éramos los condenados. Como ellos. Los «amigos». En esa época no teníamos nada de santos ni de benditos. Nos habíamos desviado del camino. Algunos tal vez antes incluso de llegar a la mina. Pero de eso se trataba. Para cuando se acercó el final ya estábamos «preparados». Habíamos traspasado todos los malditos límites y estábamos destrozados por dentro, de espíritu, ¿entiende? Estábamos preparados. Preparados para algo. Para ellos. Lo único que teníamos era el grupo de los Últimos Días. Y aquellos eran los últimos días, aquel verano. Lo único que tenía para querer bajarme de aquel tren demencial era mi hijo. Éramos jóvenes y estúpidas. Hablo de Bridgette y de mí. Pero también éramos madres. Era como si lo supiéramos, ¿entiende? En nuestro interior. Sabíamos que teníamos que largarnos en ese preciso momento. Era ahora o nunca. Hundirse o nadar.

Martha se puso derecha en la silla. Estaba terriblemente pálida, y exhaló un largo suspiro lastimero que concluyó con un quejido de profunda aflicción. Dan y Kyle se estremecieron.

—Ay, Señor, Señor… —Su voz rezumaba angustia. Tenía los ojos humedecidos—. Éramos unos asesinos. Poníamos la otra mejilla cuando violaban; cuando asesinaban; cuando el bebé de otra chica… —Martha se tapó los ojos con el brazo, se dejó caer sobre la mesa y empezó a llorar.

Kyle y Dan se miraron. A Dan le temblaban los músculos de la cara por los nervios; estaba blanco, con los labios apretados. Kyle le dirigió un gesto afirmativo con la cabeza y articuló para que le leyera los labios: «Sigue grabando».

La señora Lake siguió llorando durante más de cinco minutos con la cabeza sepultada entre los brazos. Kyle no quería entrar en el plano para intentar consolarla. Eso lo habría estropeado; habría estropeado el momento, la escena y la película. «Sin cortes —se dijo—. Sin cortes». Estaba dispuesto a ponerlo todo en la maldita película; haría que el espectador se lo tragara de cabo a rabo: el dolor de aquella mujer destrozada, su miseria, su aflicción, su sentimiento de culpa, su arrepentimiento. Le haría oír hasta el último sollozo, ver hasta la última lágrima, presenciar hasta la última convulsión de aquel cuerpo escuálido y devastado. El desconcierto de Susan White, el terror de Gabriel, el dolor de Martha: sin cortes.

—Soñamos con las llamas —dijo al cabo Martha Lake, con la voz quebrada y gimoteando cuando su llanto se calmó—, quemando los cuerpos empalados. Todos vimos los cuerpos devorados por los pájaros y los perros. Y las llamas. Y las cenizas bajo la lluvia… Así empezó. En las sesiones. Entonces vinieron ellos.

Kyle se sintió como si hubiera metido un dedo mojado en un portalámparas. Un recuerdo emergió de su cerebro con una sacudida: una serie de imágenes oscuras e imprecisas; fotogramas sueltos de una pesadilla en la que estaba llevándose a cabo una matanza, bajo la lluvia, rodeada de ceniza y humo. Lo había soñado a su vuelta de Francia.

—Las sesiones… —empezó a decir con su voz convertida en una escofina.

Dan se lo quedó mirando, pero Kyle en ningún momento apartó los ojos de Martha Lake, que permanecía sentada en la silla, meneando la cabeza con el rostro oculto detrás de las manos.

—El mundo deja de girar. Se queda en silencio. Quieto. Pero no de un modo natural. Entonces aparece el olor. Ese hedor. Eso no ha cambiado; sigue siendo igual.

—¿Cuándo… ocurría eso, señora Lake?

—En las sesiones. Todos lo veíamos. Todos. Veíamos lo mismo. Esa gente muerta, descuartizada y quemada. En las sesiones todos empezamos a verlo. Cuando estábamos cansados. Por las confesiones. Todos lo veíamos.

—¿Era una visión?

La señora Lake asintió y se enjugó los ojos enrojecidos.

—¿Por qué vuelvo a verlo ahora si entonces era por las drogas? Las únicas drogas que tomo ahora son las que me receta el médico.

Kyle tragó saliva. Se le había hecho un nudo en la garganta.

—¿Todos los que estaban en el templo de la mina tenían la misma visión de gente… torturada bajo la lluvia?

—No era sólo eso. Antes de que Bridgette y yo huyéramos, ella había visto algo más. En las inmediaciones del templo. En una de las últimas sesiones que hicimos. Se acojonó. Todos nos acojonamos. Pero aquel olor le provocó náuseas. Y cuando… cuando ellos vinieron y nos tocaron… en el aire… Bridgette huyó del templo. Salió para vomitar. Y luego me dijo que el cielo había cambiado. Estaba diferente. Dijo que había olido el hedor que soñábamos. Y que el cielo estaba cubierto por una neblina… amarilla, sucia; que todavía estaba lejana, pero que descendía rápidamente. También me contó que había oído voces lejanas, encima de ella. Y que vio dos perros corriendo hacia la niebla o el humo y elevándose en el cielo. Y que ya no regresaron de la neblina… Justo delante de sus ojos. Desaparecieron sin más. Y luego los perros reaparecieron sobre ella, en el cielo. Y el aire… me dijo que estaba ondulado. Como cuando hace calor, mucho calor, y se pasea la mirada por una extensión de arena. Pero bocabajo. Esas ondas descendían desde el lugar donde estaban los perros chillando, acompañados de gente que no veía. En el cielo. Bridgette no era ninguna mentirosa. Lo había visto.

El hijo de Aguilar había contado lo mismo sobre una neblina; Conway había visto los coletazos de un fenómeno atmosférico similar. ¿Acaso Kyle no había sufrido una especie de visión, de alucinación, en la fermette de Normandía… después de sentir un contacto en el establo oscuro? «¡Oh, Dios mío!». Y ¿qué pasaba con los sueños?

La señora Lake volvió a enjugarse los ojos y maldijo entre dientes. Agarró la botella de whisky. Dan se volvió a Kyle, quien era incapaz de arrancar la mirada del tablero de la mesa ni de fijarla en él.

—Tiene aspecto de haber visto un fantasma y de necesitar un trago.

Kyle miró a Martha Lake y asintió con la cabeza. Dan cogió dos vasos de los estantes que había junto al fogón.

—Usted también, ¿eh, grandullón? —oyó decir Kyle a la señora Lake, entre la maraña de pensamientos y ruido blanco que se había apoderado de su cabeza.

—Antes ha dicho usted… señora Lake, ha dicho usted que eso no ha cambiado. ¿A qué se refería?

Dan regresó con sus andares torpones detrás de la cámara. Martha empujó un vaso con whisky por la mesa hasta Kyle. Esbozó una sonrisa amarga.

—Supongo que quería decir que nunca se abandona los Últimos Días. Una vez que entras, estás dentro para toda la vida. Y tal vez después también.

Kyle quiso gritar: «Pero ¡yo nunca entré!».

—Ocurrieron cosas. —Martha Lake levantó la mirada al techo—. Cosas que nadie creería hasta que las viera con sus propios ojos. No eran naturales. Las visiones de las que culpaba al LSD eran reales. Una vez vi a Katherine caminar un metro por el aire en el templo. Simplemente se levantó de la silla gritando que estaban aquí. «¡Entre nosotros! ¡Entre nosotros!», gritaba esa loca. Otra vez nos mostró cómo expulsaba sus pecados. Y yo le pregunto: ¿Ha visto alguna vez a una mujer, o a un hombre, escupiendo ranas? ¿Y serpientes de esas pequeñitas? ¿Expulsándolas por la boca?

—¿Eso vio? —Kyle apenas si oyó su propia voz. Carraspeó—. Nosotros vimos… yo vi lo mismo. En Normandía. En su dormitorio… en la cama. Estaban en la cama. —Kyle no estaba seguro de con quién estaba hablando. Quizá sólo estuviera haciéndolo consigo mismo.

Martha Lake lo miró con lo que pareció un rictus de desagrado, o de dolor, o de miedo. O tal vez de todo eso a la vez. Pero en los ojos inyectados de sangre de la señora Lake y en la manera como estiró los labios delante de sus dientes descoloridos, Kyle también vislumbró lo que sólo podía definirse como empatía.

—Como le decía, todos estábamos mancillados. Marcados. Como prefiera llamarlo. Y han vuelto.

—¿Qué? ¿Qué ha vuelto?

—Los sueños. Y las transformaciones que vienen con ellos; cuando tus manos, tus pies y tus piernas ya no son los tuyos. En las dos últimas casas que alquilé, empecé a despertarme en otra habitación. Una que no reconocía. Por eso me mudé. Pero no sirvió de nada. —Meneó la cabeza y suspiró con resignación—. En la mina… como le he dicho, algo me sacaba de mi cuerpo. En la mina solía soñar que estaba sobre el desierto; encima de él, mirándolo desde arriba. En aquella época me decía que era por las drogas. ¡Joder, tomábamos unas cuantas! Pero estos últimos meses, cuando todo empezó de nuevo, empecé a pensar que Katherine no tuvo suficiente quitándonos el dinero y la libertad. No fue bastante para ella. Era como si también quisiera nuestro cuerpo; nuestra personalidad; nuestra mente. A nosotros, como seres humanos, nos odiaba. Hizo todo lo que pudo para librarse de nuestro interior. Por eso se quedaba con los niños. No quería que penetráramos en nuestros propios hijos. Los quería vacíos.

—Martha, ¿dónde está su hijo?

—A salvo. Los tribunales me lo quitaron por mi estilo de vida. Lo recuperé en el ochenta y ocho. Entonces yo todavía era un maldito desastre, pero conseguí centrarme lo suficiente para enviarlo a un lugar seguro; porque nunca acababa. No acabó en el setenta y cinco ni siquiera puede decirse que haya acabado ahora. —Martha Lake rompió a llorar de nuevo. Desvió la mirada hacia la ventana—. Soy la última. Katherine ya ha vuelto por los demás. —Asintió para sí—. Ya no puedo seguir huyendo. Aquí termina todo.

Se volvió repentinamente a Kyle, que se había quedado boquiabierto y pálido enfrente de ella.

—Hay algo que tienen que ver. Max quiere que esté en la película.

La señora Lake se puso en pie.

—Si quieren ver a los Amigos de Sangre tendrán que acompañarme. —Miró a Dan—. Será mejor que traiga la cámara antes de que desaparezcan. La madera no los retiene demasiado tiempo. Ni el yeso. Los ladrillos conservan mejor sus sombras.

Pasaron por habitaciones más lúgubres que iglesias vacías. Sus pasos resonaron en los escalones huecos y sin enmoquetar, y sus cuerpos se convirtieron en meras siluetas indistinguibles a medida que ascendían y se adentraban en la casa penumbrosa. Pasaron junto a dos ventanas, y al encontrarse al lado de cada una de ellas, Kyle sintió el impulso de detenerse y mirar con nostalgia a través del cristal. Sufría espasmos en el estómago a causa de los nervios, pues convertirse en testigo de lo que había perseguido a Martha Lake hasta aquella casa le provocaba aprensión pero también una suerte de excitación morbosa.

La señora Lake los condujo por un pasillo apenas iluminado por una bombilla amarilla desnuda; dejaron atrás las puertas de dos dormitorios y llegaron a una pequeña escalera que había al fondo del pasillo de la primera planta. Martha Lake subió cuatro escalones y abrió una trampilla que daba acceso al desván.

—Entran por aquí —dijo por encima del hombro hacia Kyle y Dan.

Ambos se miraron y Dan mostró una sonrisa nerviosa por encima del visor de la cámara, pero cuando reparó en el rostro de Kyle, su necesidad de frivolizar el asunto se borró de sus ojos. Tal vez también él había recordado fragmentos de las figuras que habían vislumbrado en las paredes de las distintas localizaciones y capturado con la cámara dando bandazos mientras intentaban respirar con normalidad en pleno ataque de pánico.

Cargados con los focos, el equipo de sonido, la cámara y el trípode, Kyle y Dan entraron a trompicones por la angosta trampilla, siguiendo a Martha Lake hasta la atmósfera densa y polvorienta encerrada bajo las empinadas vertientes cruzadas del tejado. Kyle encontró un espacio vacío en el suelo y depositó el equipo de sonido y el trípode de la cámara sobre el entarimado.

La luz que entraba por una ventana en arco trazaba unas delgadas franjas sobre el suelo de madera sucio, pero la cara interior del tejado inclinado permanecía en la más completa oscuridad. En el desván se encontraron rodeados de cajas de embalaje de madera, astilladas y con los bordes de hierro oxidados; una sillita de bebé forrada de polvo; dos grandes maletas con ruedas; y adornos navideños metidos en una caja de productos Rinso.

—Habrá que encender los focos para verlo. Aquí arriba no hay electricidad.

Dan regresó a la primera planta con el alargador en busca de un enchufe. Kyle colocó el trípode y preparó el equipo de sonido. Cuando volvió, Dan desplegó los pies de los focos y dirigió las luces hacia la vertiente del tejado que Martha le indicó sacudiendo la cabeza y con el cigarrillo encendido entre las yemas amarilleadas de los dedos. Ella permaneció entre unos fardos de sábanas viejas que había debajo de una escalera de mano de madera y de un escritorio gris de acero.

Las luces emitieron un rumor y se encendieron con un chasquido. Una súbita y cálida explosión de luz blanca que recibieron agradecidos y que iluminó la sección principal del tejado, aunque sumieron en la oscuridad los rincones donde se cruzaban las dos secciones perpendiculares. Y al principio, cuando los tres miraron fijamente la parte inferior del tejado, Kyle únicamente vio unos anchos tablones de madera con manchas de humedad y estuvo a punto de preguntar qué estaban mirando. Dan miraba a través del visor de la cámara; acercó la imagen con el zoom y la alejó, intentando resolver la misma duda. Y entonces ambos parecieron comprender de una manera repentina y simultánea.

—Dios mío.

—Mierda.

—¿Eso es…?

Martha Lake parecía satisfecha, aunque también incómoda frente a la evidencia de lo que tenían delante: una especie de obra de arte expresionista espantosa que empleaba las tablas de la vertiente del techo y los tablones verticales del desván como lienzo.

Buena parte de la superficie visible estaba estriada, formada por lo que parecían vetas de humedad; el resto parecía haber sido absorbido por la madera del tejado hasta desaparecer o haberse desintegrado en una mancha oscura hecha de fragmentos, ya fueran secciones de aspecto grasiento y poco claras donde no se distinguían los detalles o porciones incompletas de extremidades y torsos oscuros.

La primera imagen que acudió a la cabeza de Kyle fue la de una multitud de figuras variopintas y desecadas que hubiera intentado entrar a la fuerza en el desván, se hubieran quedado atascadas a mitad de camino y ahora simplemente estuvieran desvaneciéndose dejando en la madera la impresión atroz de sus cuerpos descarnados.

Miró detenidamente la figura más definida. Los travesaños imperceptibles de una caja torácica espectral conducían hasta el perfil de un rostro, capturado en mitad de un grito. Se apreciaba con detalle la impresión intrincada de una dentadura completa formada por piezas de una longitud fuera de lo común. Unos largos dedos entrelazados cruzaban, aunque no ocultaban del todo, las órbitas vacías de unos ojos y de una nariz que parecía un cartílago. De la madera sin pintar parecían sobresalir unos carpos y los huesos de un antebrazo. Daba la impresión de que la pequeña figura se había horrorizado de repente, al ver algo dentro del desván que le había obligado a detenerse. Era diminuta, desagradablemente infantil.

—Aquí. Mira —dijo Dan en un susurro, con la voz tensa por la fascinación, pero también por la perplejidad.

Kyle trazó una línea imaginaria que partía del objetivo de la cámara y siguió su trayectoria hasta la zona que estaba grabando Dan, cerca del vértice del tejado, debajo de la viga principal.

—¿Lo ves? —preguntó Dan.

Kyle lo veía, aunque hubiera preferido no hacerlo. Y deseó estar fuera de allí y no mirando fijamente el tejado, incapaz de respirar ni de pestañear, y la figura con la pelvis completa que se agarraba el cuello con unas manos indistinguibles, con los brazos cruzados a la altura del pecho. Lo que se intuía que era el cabello se abría en abanico alrededor del rostro huesudo, como si la figura hubiera quedado atrapada por una ráfaga de viento de cara nacida en el interior del desván. Unas abultadas rótulas y unos largos fémures definían sus piernas, pero el resto de sus extremidades de rodilla para abajo eran una maraña confusa.

Kyle tragó saliva.

—¿Qué…? ¿Cuándo…?

—Les oí por primera vez hace tres semanas. Yo estaba en la cama y les oí a través del techo. Aquí arriba. Dando golpes. Aporreando la madera. Intentando entrar. El vecino de enfrente llamó a mi puerta. Eso fue lo único que me dio las fuerzas necesarias para bajar. Le preocupaba que se hubiera iniciado un incendio en mi casa. Me dijo que podía oler el humo. —Martha Lake suspiró—. Tuve que morderme la lengua para no decirle que no se trataba de esa clase de humo. —Se encogió de hombros, abatida.

—¿Había visto antes algo así?

Martha asintió con la cabeza.

—Es la razón de que me mude con tanta frecuencia. Siempre pasa lo mismo. Ocurrió en mis dos casas anteriores.

—¿Qué son?

Martha clavó sus ojos en los de Kyle con tanta intensidad que éste sintió que se marchitaba por dentro.

—Viejos amigos —respondió la señora Lake, que desvió la mirada de Kyle para dirigirla al techo lleno de manchas—. Lo que Katherine trajo a este mundo.

Kyle era incapaz de controlar su corazón acelerado, que latía, se detenía y borboteaba de un modo muy poco saludable. Se arrodilló en el suelo. Dan le preguntó si se encontraba bien; pero Kyle no pudo responderle.

Martha continuaba enfrascada en sus recuerdos.

—Éstos llegaron hace dos noches. Casi consiguen entrar, pero encendí las lámparas que me envió Max y…

—¿Lámparas? ¿Qué lámparas? ¿Max? —preguntó Dan.

Martha asintió con la cabeza sin mirarle.

—Pero da igual. Siguen viniendo. Anoche mordisquearon los cables como las ratas, con lo que les queda de dientes.

Kyle se agarró al muslo de Dan y se impulsó para levantarse.

—Aunque la primera vez eran pájaros. Cuando entré en la habitación para invitados que tenía en mi antigua casa olía como si hubiera una bandada de pájaros muertos, aunque todavía podían cantar. Pensé que se había reventado una tubería, pero no, eran ellos. Venían por mí. Igual que fueron por Bridgette.

—¿Se lo contó ella?

Martha asintió.

—Fueron a su casa de Denver. Hablábamos todos los días por teléfono desde que volvieron a aparecer. Primero fueron por ella. Bridgette… —La voz de Martha Lake fue apagándose. Se toqueteó la comisura de un ojo y sorbió con la nariz—. Me contaba que querían subirla al cielo, como hicieron con los perros en la mina. «Pero no lo conseguirán… no si no estoy aquí para que me cojan», eso fue lo último que me dijo.

Martha Lake apartó la mirada del techo y enfiló hacia la trampilla.

—Estoy reventada. No puedo más. No tengo nada más que contar. Sólo quiero enseñarles una última cosa. —Hizo una pausa y volvió a mirar a Kyle con sus ojos rojos y brillantes—. A veces dejan cosas.

Era un zapato, y probablemente lo más horrendo de entre todas las cosas horrendas que Martha Lake les había contado y luego mostrado.

Kyle fue incapaz de tocarlo. Dan lo grabó de cerca, posado sobre una hoja de periódico en el centro de la mesa de la cocina.

—Lo encontré en el desván. Abandonado. Eso significa que están muy cerca.

Era tan pequeño, como para que perteneciera a un niño; duro como la madera y negro como el carbón. Quizá estaba carbonizado, o petrificado, pero sin duda había sido de piel en el pasado. Las diminutas y afiladas punteras estaban combadas. En la parte del empeine se apreciaban unos orificios minúsculos, y fragmentos de puntadas donde la suela gastada se encontraba con el talón y la punta del zapato.

—¿Había visto antes algo así? —preguntó Kyle a Martha, que se había quedado junto a la enorme pila, fumando y contemplando el cielo encapotado.

—Katherine y los Siete los llamaban «cartas celestiales». Afirmaban que eran «maná». Una señal, ya me entiende. Del momento de la ascensión. Guardaban trozos de ropa en un baúl. Los coleccionaban. Parecían realmente viejos y estaban quemados. Recogían lo que encontraban en el desierto. Belial lo traía a la mina. Luego lo colocaban en el suelo del templo después de las sesiones. Al principio pensé que se trataba de un truco, porque Katherine tenía un montón de cosas por el estilo que se había traído de Francia. Lo que llamaba sus «reliquias sagradas». Nos las enseñaba. Pero como ya le he dicho, llevábamos cosas al templo, para tenerlas con nosotros. Nunca vi quién las dejaba, pero le aseguro que advertíamos el olor de sus propietarios. Era como si tuviéramos unos cadáveres de pie a nuestro lado en la oscuridad.

—¿Qué? ¿Qué te ha dicho? —preguntó Kyle cuando Dan se dejó caer en el asiento del copiloto y soltó un suspiro profundo y cansado.

Porque tenía las llaves y porque estaba desesperado por marcharse de la casa, Kyle había sido el primero en volver al coche, y había permanecido mudo, superado por los acontecimientos, hasta que había metido como un autómata las cosas en el asiento trasero y en el maletero. Sin embargo, había visto que Dan y Martha mantenían un intenso diálogo en el porche antes de despedirse.

Dan se volvió a Kyle. A pesar de que su cara sin afeitar delataba cierto alivio por haber acabado el rodaje, sus facciones seguían tensas.

—Me ha dicho que no somos los primeros.

Kyle hizo una mueca con los dientes apretados. Relajó la mandíbula.

—¿Qué?

—Que no somos los primeros «tipos del cine» que Max ha enviado para entrevistarla. El mes pasado vino otro. —Dan parecía desconcertado—. Tal vez era demasiado raro incluso para él. No lo culpo.

—¿Para quién?

—Para Malcolm Gonal.

—¡Gonal! —Kyle levantó las manos y las descargó contra el volante—. ¡Maldito Gonal! ¿Por qué no me lo dijo Max? ¡Me lo vende como una especie de proyecto exclusivo que sólo yo puedo realizar porque su equipo le ha dejado tirado y era mentira! ¡Todo es mentira! ¡Gonal era su puto equipo! ¡Ese cabrón impostor!

—Max le pidió a la señora Lake que no te lo contara. La amenazó con no pagarle si lo hacía. Quiere entregar sus honorarios a sus hijos, así que aceptó, pero…

—¿Qué?

—Pero se dio cuenta… se dio cuenta de que nosotros estamos involucrados. Adivinó que habíamos visto cosas. Me ha dicho que lo supo «en seguida». Y me ha dado un consejo, colega. Me ha aconsejado que nos mantengamos al margen, que no hagamos la película. Porque estamos en peligro. En serio peligro. —Dan miró a través del cristal de su ventana sin fijarse en nada en particular—. Le dije que era un poco tarde para eso.

Kyle hundió el rostro en sus manos y arrastró los dedos por las mejillas. Abrió completamente los ojos para darles un baño de luz natural que los purgara de la oscuridad espantosa de la casa que acababan de abandonar.

—Max está utilizándonos —aseveró Dan, moviendo repetidamente la cabeza arriba y abajo.

—Pero no entiendo por qué.

—¿Qué hacemos?

Kyle apoyó la frente en la parte central del volante y se encogió de hombros.

—Estoy cansado. Estoy tan jodidamente cansado…

—Necesito un trago.