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EN ALGÚN LUGAR SOBRE CALIFORNIA, VUELO AA102

21 de junio de 2011. 2.00 horas


Dan roncaba en el asiento junto a la ventana. Se había quedado dormido pocos minutos después del despegue, en el mismo momento en el que Kyle había encendido su ordenador portátil para empezar a montar un corte preliminar de las grabaciones de la entrevista que habían realizado al detective Sweeney sentados en su despacho de Phoenix.

Llevaban tres jornadas de rodaje en tres días y Kyle no había dormido más que dos horas la noche anterior. El aterrizaje en Seattle estaba previsto para las cinco de la madrugada, y Kyle tenía la intención de ir directamente desde al aeropuerto a la casa de Martha Lake en coche. El trayecto en avión hasta Seattle era su única oportunidad de descansar hasta que hubieran cumplido con el calendario de rodaje en Estados Unidos; lo que ocurriría en algún momento de la tarde siguiente. Sin embargo, dormir era lo último que Kyle se permitiría hacer, ni siquiera dentro de un avión. En ese momento le parecía perfectamente verosímil la idea de que nunca volvería a dormir sin soñar con algo que podría rebanarle la garganta.

Colocó el ordenador y las notas sobre Martha Lake sobre la bandeja plegable, y se peleó con su mochila hasta que encontró el libro de Levine. Volvió a meditar profundamente sus preguntas a la luz de la información que había obtenido de Aguilar y de los dos policías. Hojeó el libro de Levine hasta que llegó a la sección de las ilustraciones, en la que el periodista había colocado en un lugar de honor el retrato más famoso de Martha Lake: una fotografía de archivo de la policía de Seattle, que le habían tomado tras ser detenida por hurto en 1971, un año antes de que se uniera a la secta.

Martha Lake era la más guapa de todas las chicas de El Templo de los Últimos Días de las que Kyle había visto fotografías: tenía la cara redonda y saludable como la de una amish, con unos fascinantes ojos marrones, los labios voluptuosos y una perfecta dentadura norteamericana; su larga cabellera de color avellana se escindía en el centro de su cabeza y quedaba recogida en dos coletas a ambos lados del rostro; un puñado de pecas le poblaban la nariz respingona de personaje de dibujos animados sexy.

Había otras fotografías de Lake de joven que Kyle había guardado de su búsqueda en Google Imágenes. La mayoría de las fotos que circulaban por la red habían sido subidas en blogs por entusiastas aficionados obsesionados con la secta. En esas imágenes, Lake aparecía con veintitrés años, durante su regreso a Arizona con escolta policial para declarar, y finalmente testificar, contra el hermano Belial. Ese era el motivo de su extradición de Canadá, si bien nunca se había solicitado su participación en el juicio.

En las fotografías que se le habían tomado caminando por el aeropuerto Sky Harbor de Phoenix junto a su abogado, Marti Trussconi, y rodeada por una escolta policial compuesta por cuatro hombres vestidos de paisano, ella aparecía con un pichi encima de una blusa de cuello alto —un conjunto encantador al más puro estilo La casa de la pradera—, con los ojos ocultos detrás de unas enormes gafas de sol y el pelo cubierto bajo un sombrero blando de ala ancha: la elegancia de Diane Keaton de barbilla para arriba.

A medida que se desarrollaba la investigación, se sucedían las fotografías de Lake saliendo de la comisaría de policía de Phoenix, luciendo unas botas de piel ceñidas hasta las rodillas y un vestido gabardina, con una sutil sonrisa en la comisura de los labios y un brillo en sus grandes ojos. Había otra imagen suya con sandalias de tacón alto con tiras cruzadas, un traje de color lila y unas finísimas medias que reflejaban el resplandor del flash del fotógrafo para iluminar las fantasías pornográficas del macho medio norteamericano. No hacía mucho tiempo que había escapado del infierno con un bebé a la espalda, pero Kyle se sentía tentado a creer que disfrutaba con la atención que recibía en esa etapa de la investigación. Martha se había librado. Martha había escapado. Era un testigo estrella, una zorra de culto, una starlette asesina o una madre heroica, dependiendo del tabloide de la época que leyera la gente ávida de sangre y sensacionalismo. La obsesión de los medios de comunicación por Martha Lake había tenido un componente erótico debido a su intensidad, y de perpleja incredulidad por que una chica tan guapa y que parecía tan normal pudiera estar mezclada en «todo aquello».

En 1976 se había publicado un espantoso libro sin firmar titulado Las lágrimas de una madre, el llanto de un niño, que posteriormente Lake acusó de ser totalmente falso. Kyle había encontrado un volumen usado de la edición de bolsillo en eBay. Terminado el libro de Levine, Kyle se había limitado a leer por encima Las lágrimas de una madre y su hiperbólica fijación por los entresijos de las payasadas sexuales de la secta; en el libro no había ni una mención al sangriento clímax del «paraíso» de la hermana Katherine, ya que Lake no había estado en la mina en julio de 1975. Además había una información escasa acerca del sistema jerárquico del grupo y de los rituales, pues probablemente no se había consultado a Lake durante la redacción del libro. La película Sangrienta Martha, basada en el libro y producida para la televisión en la que Martha Lake aparecía en los títulos de crédito como productora, era un producto de «toma el dinero y corre» con todas las letras. Ni siquiera se había editado todavía en DVD; Kyle lo había comprobado.

Pero los emparejamientos impuestos, los arrebatos narcóticos en el Edén, su desconocimiento de quién era el padre de su hijo y su estrecha relación con una manada de asesinos satánicos con los rostros desencajados habitando una mina de cobre abandonada la seguían allá donde iba como la estela de un cometa. Una fuerza imaginaria que la hacía sobresalir de los bordes de las fotografías de la prensa. Durante cerca de dos años había bailado con el diablo y se había entregado sin tapujos para comer de su mesa en el paisaje lunar de Sonora. Poseía una mística, una belleza y un misterio que debían haber hecho que las cenizas de la hermana Katherine se revolvieran como un fuerte torbellino de polvo en su tumba del cementerio municipal. Katherine había caído en la historia popular como una reliquia gorda, como una obesa condesa Báthory, una psicópata manipuladora. Mientras que Martha Lake y la recientemente fallecida beldad de pelo negro como el azabache Bridgette Clover salieron de aquella mina convertidas en objetos de fantasías sexuales comparables a las de las páginas centrales de Playboy, y veneradas como antiheroínas del feminismo. Los críticos cinematográficos incluso las saludaron como las precursoras de las reinas de los chillidos de cuerpos esculturales que pueblan las películas de terror con un asesino vengativo de bajo presupuesto. Cumplían los requisitos de la belleza y de la proximidad con el auténtico mal, por no hablar de su participación en él, para convertirse en iconos.

Hasta 1981 la criatura salvaje de ojos arrebatados en la que se había convertido Martha vio apagarse su estrella, relegada a las páginas secundarias de los periódicos, que contaban historias escabrosas sobre sus adicciones, su presunta promiscuidad, un fraude con tarjetas de crédito y un niño que había quedado bajo custodia del gobierno. El dinero había volado y los focos empezaban a olvidarla. Y entonces desapareció durante treinta años. Hasta que el obstinado Max la había encontrado tres meses antes de la fecha marcada para la entrevista para el documental.

Y Kyle iba a reunirse con ella en un par de horas.

—¿Dónde te has metido toda la vida, Martha?

Dan se revolvió en el asiento con un gruñido.