PHOENIX, ARIZONA
20 de junio de 2011. 19.00 horas
El detective de homicidios jubilado Hank Sweeney tenía los brazos apoyados sobre la superficie brillante del escritorio, y parecían dos troncos cubiertos por una piel de ratón. Un reloj de oro con una gruesa cadena resplandecía entre los matorrales de pelo blanco que le crecían hasta el dorso de las manos llenas de pecas. Para la entrevista se había puesto una corbata prehistórica a la que Dan había enganchado un micrófono. En la pared que se levantaba detrás del lustroso bloque de carne sonrosada y facciones cuadradas que formaban la cabeza y el robusto cuello del detective había enmarcadas cuatro menciones de honor, tres medallas, dos fotografías de él de joven luciendo el uniforme de la Caballería Aerotransportada del Ejército de Estados Unidos y otras tres imágenes en las que aparecía con el uniforme de la policía en el momento de recibir las condecoraciones. De las demás paredes colgaban dos rifles Winchester antiguos, la bandera agujereada y desvaída de un regimiento y un par de sables de la caballería cruzados.
La casa fresca y luminosa que albergaba su amplio despacho tenía las dimensiones de un palacio. Fuera, las gotitas de agua resplandecían en un césped de un verdor imposible, perfectamente cortado, tan al milímetro como el pelo del detective jubilado cuando vestía el uniforme. Las flores abiertas eran una explosión arrebatada de rojos, rosados y púrpuras debajo de las paredes enrejadas y de las amplias ventanas. Dos coches, un Lexus y un todoterreno ligero negro, estaban aparcados en el camino de entrada a la casa, pavimentado con losas de un pálido color rosa. Kyle había dejado su coche de alquiler en la calle.
Desde algún rincón de la gigantesca vivienda del rancho llegaba el murmullo de un televisor. De camino a la casa habían visto de refilón una piscina redonda y el resplandor azul cobalto del agua. La esposa de Sweeney, con una densa cabellera, parecía la abuela de un libro de cuentos enfundada en un traje rosado de chaqueta y pantalón. Había preparado una fuente con sándwiches suficientes para alimentar a todo un ejército durante un mes de marcha. Un bidón de agua lleno de limonada casera completaba el piscolabis.
—Estamos listos. Cuando quiera, señor —dijo Kyle desde su posición frente al escritorio de Sweeney y a la izquierda de Dan.
Parapetado tras la cámara, Dan se sonrió por el uso forzado que había hecho Kyle de la forma de tratamiento «señor».
Hank Sweeney se aclaró la garganta y miró fijamente a la cámara con cara de póquer, lo que hizo que Kyle se sintiera aliviado de no haberse sentado nunca a la mesa de una sala de interrogatorios enfrente del detective Sweeney.
—Principalmente, éramos cuatro detectives, incluyéndome a mí, que estaba al mando, quienes investigábamos los asesinatos de la mina de cobre, aunque en total llegó a haber diez personas trabajando en el caso durante los primeros tres meses. Aunque, fundamentalmente, éramos los detectives Hernández, Riley, Salazar y yo mismo los que nos dedicamos a intentar esclarecer los crímenes cuando se produjeron, y después también.
»Y éramos meticulosos. No quiero que piense que éramos una pandilla de vaqueros que no tenía ni puta idea de cómo llevar la investigación.
Dan reprimió una risita y Kyle lo fulminó con la mirada.
—En el pasado se nos ha acusado muchas veces de eso, y sería un error deplorable volver a insinuarlo. —Sweeney levantó un robusto brazo peludo para detener a Kyle, que había hecho el ademán de intervenir—. Pensaba que yo ya había dejado atrás para siempre el tema de los Últimos Días, y así se lo he dicho a todo el mundo que ha hecho algún trabajo sobre el caso. Pero se lo debo a Max. Vino en el setenta y cinco y nos hizo una buena radiografía del Templo. El había iniciado toda esta maldita locura en Inglaterra, así que su testimonio tuvo mucha importancia en nuestro caso.
Kyle intercambió una mirada con Dan, y luego sofocó la irritación que provocó que Max no hubiera mencionado su participación en la investigación policial. Una participación que se debió mantener en la más absoluta confidencialidad, ya que ni siquiera el insidioso Irvine Levine había tenido la menor noticia de ella. Como omisión era imperdonable.
—Señor, le aseguro que mi línea editorial consiste en no marcarle un rumbo en su relato, sino en capturar su punto de vista tal cual es. Por nuestra parte, no hay unas directrices que queramos favorecer.
—Tal vez sea así, pero cuando montan estas entrevistas, y sólo Dios sabe que más cosas hacen, sus colegas del cine pueden hacer aparecer como un tonto a Jesucristo, nuestro Señor. De modo que confiaré en ustedes, muchachos, sólo porque se lo debo a Max. Así pues, quiero que tengan en cuenta un par de cosas para su película. —Sweeney estrelló un dedo largo en la palma de la mano para enfatizar cada una de sus aclaraciones—. El primer informe preliminar de la investigación del homicidio constaba de sesenta y seis páginas. ¡Por el amor de Dios, pero si el de los asesinatos de los La Bianca en Los Ángeles a manos de Manson era la mitad de largo, y eso que la mayoría de los chicos que había allí en el sesenta y nueve eran buenos! Y en Phoenix todos veníamos del ejército. Éramos veteranos. Teníamos experiencia. Sabíamos lo que teníamos entre manos.
Sweeney hizo una pausa y lamió el borde de su vaso.
—Riley y yo estuvimos allí toda la noche del 10 de julio. Fuimos nosotros los que cubrimos los cuerpos con las mantas que encontramos en la parte trasera del edificio del templo cuando el juez de instrucción nos dio la autorización. Estuvimos metidos en la investigación desde el primer minuto.
»Cuando llegaron los especialistas a lo que en esencia era nuestro territorio, a eso de las tres de la mañana, los de la sección de huellas empezaron a llenar de polvos la mina. Tardaron cuatro días en acabar. Cubrieron de polvos todo el lugar. Retiraron las tiras superpuestas y estudiaron los resultados de cuatrocientas muestras, y sólo obtuvieron treinta y cuatro huellas definidas. Veintinueve de ellas correspondían a los fallecidos o a los supervivientes que encontramos en la mina la noche del 10 de julio de 1975.
»Luego tomamos las huellas de todos los sospechosos que habíamos extraditado desde California y Nuevo México. También comparamos las huellas de la mina con las de quince mil sospechosos del estado. Todos los resultados fueron negativos. Utilizamos el polígrafo con quince de los miembros de los Últimos Días que hacía poco habían escapado de la secta, todos en el setenta y cuatro. Comprobamos el modus operandi por la CU. Investigamos a fondo el pasado de las víctimas. Incluso investigamos las teorías más chifladas. Todo iba al informe.
—Señor Sweeney, ¿puede hablarnos de los sospechosos a los que interrogó?
—¿Está libre hasta Navidades? Porque no es mi caso. En la primera época iba y venía gente continuamente. Esto ocurrió entre el año setenta y tres y el setenta y cuatro. Se hablaba de los Últimos Días hasta en San Francisco. E interrogamos a alrededor de un centenar de personas en los primeros tres meses de la investigación. Teníamos una banda de gente que había huido, de buscavidas y un montón de chavales de toda clase que habían pasado por aquella mina en algún momento desde el setenta y tres. Universitarios que habían abandonado los estudios y buscaban diversión, drogas, coños o todo a la vez. Hippies, moteros, delincuentes de poca monta, gente en libertad condicional, elija usted. También interrogamos a bastante gente de Hollywood que frecuentaba a la hermana Katherine y su mansión de California. Músicos, actores. Los hicimos venir desde Los Ángeles.
—¿Qué opinión se formó de la secta en esa época, de la vida en la mina en 1974, a partir de lo que le contaba la gente a la que interrogó, de lo que le decían los que habían escapado de ella?
—Una vez que iban allí y lo veían con sus propios ojos se daban cuenta de que no era un plato para todos los gustos. Y los que no estaban locos de remate nos decían algo muy parecido. Nos contaban que la hermana Katherine dirigía el cotarro, pero nunca estaba allí. La mayoría de la gente de la mina que interrogamos nunca la había visto más que en las fotografías que había colgadas en todos los edificios. Utilizaba toda clase artimañas y recursos intimidatorios para conseguir lo que quería, y ejercía el control desde su casa del Oeste a través de una especie de estructura jerárquica; por medio de ese grupo de chiflados que se autodenominaban los Siete. Igual que en Francia y en Inglaterra. Cualquiera que se molestara en investigarlo lo sabía. Y nosotros lo hicimos. Éramos meticulosos.
Sweeney hizo otra pausa para tomar un sorbo de limonada.
—El número de miembros de la secta empezó a reducirse en el verano del setenta y cuatro. A mucha gente dejó de apetecerle entregar su dinero y sus bienes. Otros encontraban insoportable que los adoctrinaran machaconamente. Muchos sentían pavor por los miembros que se habían metido hasta el fondo en la secta. Como esos Siete. Hacia finales del setenta y cinco degeneró en un núcleo de miembros que estaban metiéndose en cosas muy feas. Moloch, Baal, Chemos, Erebus y Belial eran los más tarados. El resto de la gente que seguía viviendo allí era poco menos que rehenes. Algunas chicas tenían hijos y no estaban dispuestas a abandonarlos, así que se quedaban.
—Hábleme sobre los últimos meses de 1975. ¿Cómo cree que era el grupo justo antes de la Noche de la Ascensión?
—Durante los últimos meses vivían alrededor de veinte personas en la mina. Se estaban preparando para «el siguiente nivel», como decía el hermano Belial. La hermana Katherine también había empezado a perder el control durante el último año. Alguien nos dijo que había oído que la hermana Katherine era como una niña pequeña en los últimos tiempos de la secta. Básicamente tenía el cerebro hecho papilla. Es decir, ¡por Dios, pero si incluso ordenó a Belial que la matara! Se había vuelto paranoica y temía que la policía, el FBI o la CIA asaltaran la mina. Había presentado una demanda por difamación contra aquel periodista, Levine, que había perdido. Y había estado enviando dinero a todas partes: Suiza, Costa Rica, Sudáfrica. Por si acaso tenía que huir. Sin embargo, no tenía de qué preocuparse. No estaba siendo vigilada por nadie. Pero era una adicta. Su psicosis alcanzó cotas inauditas el último año. Y estaba avecinándose una tormenta de cojones que ni sospechábamos.
»Todos los meses se iba gente, desde principios del setenta y cinco. Mientras pudieron. Antes de que construyeran la cerca. El ranchero vecino solía acercar con su coche a la gente que escapaba hasta Yuma, hasta la estación de autobuses. Y de los miembros que interrogamos, los que habían tardado más en escapar se habían marchado unos dos meses antes de la noche del 10 de julio, la noche de los asesinatos. Eran dos chicas con sus bebés.
—Martha Lake y Bridgette Clover.
—Exacto. Chicas de portada para los periodistas. Y lo más parecido que teníamos a unos testigos estrella del caso si se hubiera celebrado el juicio. Volvieron a Arizona, aterradas, con protección policial, y confirmaron que quedaban una veintena de personas en la mina la noche que se largaron. Nosotros sacamos quince de la mina; nueve muertos y seis vivos. Los vivos eran cinco niños y el hermano Belial. De lo que sucedió con los otros cinco miembros que Lake y Clover recordaban haber visto allí nunca descubrimos nada. El hermano Adonis, el hermano Ariel, la hermana Urania, la hermana Hannah y la hermana Priscilla. Debieron escapar y desaparecer del mapa, o quizá fueron asesinados y enterrados en el desierto, tal como siempre afirmaba Martha Lake. Casi todas las declaraciones que obtuvimos del resto del centenar de interrogados fueron descartadas y olvidadas poco después.
—¿Por qué?
—Bueno, en primer lugar porque eran un montón de chorradas hippies sobre voces sonando en sus cabezas y esa clase de tonterías sobre espíritus malignos que podía esperarse de una pandilla formada por chalados, yonquis y parásitos. Afirmaban que estaban poseídos. Otros decían volar o no sé qué estupidez y ver sus cuerpos desde el aire. Y había quién decía que se habían llevado sus almas al infierno y luego se las habían devuelto.
De haber tenido una pared cerca, Kyle se habría apoyado en ella.
—Además teníamos al asesino, teníamos las armas. Una confesión de Belial, más o menos, y llenamos los huecos con las pruebas de balística y forenses. En seguida tuvimos una reconstrucción parcial bastante aproximada de lo que ocurrió aquella noche. De hecho, una semana después más o menos. Nuestros principales sospechosos eran los Siete. Encontramos a cuatro de ellos muertos en el templo. Se llamaban a sí mismos Moloch, Baal, Chemos y Erebus. Y luego estaba Belial. Los otros dos miembros de los Siete, dos mujeres, estaban en San Francisco la noche de los asesinatos, y ambas tenían coartadas sólidas. Eran las hermanas Gehenna y Bellona. Declararon que estaban allí encargándose de un asunto de la hermana Katherine.
Kyle frunció el ceño y formuló la pregunta cuidadosamente; una pregunta que en sus notas de producción Max insistía en que hiciera:
—Siempre se ha especulado con que Belial, Moloch y Baal no cometieron los asesinatos solos. Especialmente los de los cuerpos que se encontraron agrupados junto a la cerca.
—Por supuesto. Pero los otros dos asesinos estaban muertos. Belial los mató. Así que no pudimos sacarles ni una sola palabra. Tomamos huellas de los otros dos fusiles que se utilizaron para inmovilizar o matar a todos los que trataron de huir. Pertenecían al hermano Moloch y al hermano Baal, que fueron encontrados en el primer escenario del crimen, en el templo. Todo estaba en el informe del juez de instrucción. En cuanto a cualquier otro sospechoso del asesinato, no contábamos con ninguna prueba. Nada. Vale, se lo explicaré de la siguiente manera: el primer informe de la investigación constaba de sesenta y seis páginas. El primer informe preliminar sobre otros sospechosos constaba solamente de una página, e incluso sobraba un gran espacio en blanco. Entiende a dónde quiero llegar, ¿verdad?
—¿Pero alguna vez tuvo la sensación de que había otras personas implicadas en los asesinatos de la Noche de la Ascensión?
—Nunca encontramos una sola pista útil sobre lo de los «mordedores», como los llamamos entonces. Ni hallamos nunca el arma que sospechábamos que Belial, Moloch y Baal habían utilizado después de disparar a los fugitivos que intentaron escapar por la cerca.
—Hablando de esos cuatro cuerpos, ¿qué clase de evidencias obtuvieron de ellos para determinar la causa de su muerte junto a la cerca?
—En la sala donde se les practicó la autopsia en Phoenix había cuatro médicos forenses. Además se trajo a otros dos de otros estados. Tardaron tres días en terminar los exámenes. Fueron meticulosos. Las fluoroscopias mostraron más balas y fragmentos en las piernas de las víctimas de la cerca que confirmaban la teoría de que Belial, Moloch y Baal les habían disparado cuando intentaban escapar. Las pruebas de balística encajaban con los tres fusiles utilizados aquella noche. Las pruebas eran irrebatibles.
»Y por las autopsias supimos que todas las víctimas habían consumido una gran cantidad de drogas. MDA. El químico forense que venía con la división de investigación científica recopiló muestras de sangre en la mina cuatro horas después de la llegada de los policías. En Phoenix fueron sometidas a la prueba de Ouchterlony para determinar qué era humano y qué animal en las manchas de sangre; por los perros que habían tenido allí. Buena parte de la sangre ya se había secado cuando llegó la división de investigación científica, así que era jodidamente difícil determinar los subtipos. Aun así, el químico recogió más de cien muestras. Todas humanas. Y todo lo que obtuvimos, que pudimos utilizar, correspondía exactamente a los tipos sanguíneos de los fallecidos en la mina.
—Y ¿qué hay de las heridas provocadas por garras y dientes de las víctimas de la cerca?
Sweeney se aclaró la garganta.
—A eso iba.
—Disculpe. Continúe.
—Contábamos solamente con tres fragmentos de dientes, muy sucios, que el forense extrajo de dos víctimas, y con una uña encontrada en una tercera víctima. Los sometimos a pruebas y resultaron ser humanos; no caninos ni felinos. La prensa afirmaba que aquellos perros estaban entrenados como perros de ataque; y que las víctimas que corrieron hacia la cerca espoleadas por el miedo fueron abatidas a disparos y que luego los perros acabaron la faena. Para ser sincero, eso quedó como un cabo suelto, y en gran medida nos alegramos de que la gente creyera aquella teoría, porque no teníamos nada mejor.
—La policía declaró eso mismo en una de las primeras ruedas de prensa.
—Sí, porque durante la primera semana estuvimos convencidos de que había sucedido así. Estábamos padeciendo mucha presión pública para que realizáramos detenciones, para que anunciáramos que teníamos nuevos sospechosos. Nadie creía que Belial hubiera podido matarlos a todos. Ni que los cinco del templo simplemente se hubieran arrodillado para que los sacrificaran de la manera de la que en realidad ocurrió. La gente se confinaba en su casa por todo el estado, y en Los Ángeles y en Nuevo México. Estaba aterrorizada porque había una nueva secta de adoradores del diablo sedienta de sangre fresca. Pero un médico forense realizó nuevas pruebas después de la rueda de prensa, y especuló con que los fragmentos encontrados en los fallecidos pertenecían a dientes humanos, como si procedieran de restos humanos. No de la dentadura de una persona viva. Lo mismo en el caso de los fragmentos de la uña. Debía de tratarse de una especie de arma fabricada con huesos. Eso descartaba nuevos sospechosos involucrados en el asesinato que hubieran conseguido huir. Porque los muertos no caminan.
»Los cinco miembros de la organización a los que se referían Lake y Clover en sus declaraciones, y de los que nunca encontramos ni rastro, también fueron descartados: el hermano Adonis, el hermano Ariel, la hermana Urania, la hermana Hannah y la hermana Priscilla. Nunca nos planteamos siquiera que estuvieran en la mina esa noche. Llegamos a la conclusión de que se habían marchado antes del 10 de julio.
»De modo que enviamos los dientes de los «muertos» y los fragmentos de la uña a la universidad de Nuevo México para corroborar los resultados. Un arqueólogo los dató en quinientos años después de someterlos a distintas pruebas. Lo cual era bastante insólito, y surgieron un montón de especulaciones sobre el trabajo. Por lo tanto, llegamos a la conclusión de que los fragmentos provenían de algo que Belial, Moloch y Baal habían utilizado para dar el golpe de gracia a sus víctimas. Algo que nunca encontramos. Y hoy le respondo lo mismo que le habría respondido en el setenta y cinco si me hubiera hecho la pregunta: Belial, Moloch y Baal dispararon a las cuatro víctimas de la cerca y luego mataron a los que seguían vivos con alguna clase de reliquia, hecha de dientes y huesos extraídos de unos restos humanos antiguos que se habían preservado. Como parte de un ritual.
—¿Un arma? ¿Qué clase de arma se corresponde a esa descripción?
—La secta Últimos Días tenía más artilugios allí que deberían haber estado en un museo. Encontramos más fragmentos en el escenario que también tenían quinientos años de antigüedad. Trozos de prendas de vestir que debían haberse traído de Francia en el setenta y dos. Las utilizaban como reliquias sagradas o algo por el estilo. Encontramos un pedazo de un gorro de obispo. ¿Se lo puede creer?
Y una especie de vestidura, o de blusón; un zapato confeccionado en Holanda en la época de las guerras religiosas. Y todo eso estaba en la habitación donde encontramos a la hermana Katherine decapitada. Lo mejor que le ocurrió a esa mujer en toda su vida, si quiere saber mi opinión.
—Respecto al hermano Belial, lo interrogó en numerosas ocasiones, ¿no?
—Belial estaba loco de remate. No se engañe pensando lo contrario. Cuando le preguntábamos una y otra vez por la noche del 10 de julio, siempre respondía lo mismo: que los dientes, la uña y los trozos de ropa pertenecían a los «viejos amigos» o a los «Amigos de Sangre».
Y cuando le preguntábamos quiénes eran, respondía: «Están entre nosotros», y levantaba la miraba, como si pudiera ver a alguien en el techo de la sala de interrogatorios. No dejaba de pedirnos que apagáramos las luces y abriéramos los ojos. Las incoherencias habituales por las que ese hombre era tristemente famoso.
Kyle tragó saliva para poder hablar.
—Levine transcribe en su libro algunos interrogatorios realizados a Belial, y también su prueba del polígrafo, que se hicieron públicos tras la investigación del juez de instrucción. La mayoría de la gente cree que Levine los falsificó.
—No fue así.
—Pero lo del arma del crimen, la que se supone que estaba hecha de dientes, ¿quién podría habérsela llevado del escenario del crimen, si Belial fue el único adulto que se encontró vivo?
—Siempre he tenido la sospecha de que fueron los perros; de que uno de los perros que nunca encontramos huyó con el arma del crimen. Se la llevó al desierto. La sangre debió atraer a animales carroñeros, o a insectos, elija usted. Probablemente siga allí fuera. La arena no tardaría en sepultarla. De modo que en la última rueda de prensa, en septiembre, presentamos a Belial como el único asesino vivo de las cinco personas que encontramos en el templo de la comuna, y por ello sería juzgado. Antes de ser ejecutados voluntariamente por Belial, Moloch y Baal fueron responsables, junto con él, de las heridas mortales infligidas con arma de fuego de las cuatro víctimas que encontramos junto a la cerca, y de su posterior ejecución con un arma blanca desconocida. Luego Belial asesinó a sus cómplices, Moloch y Baal, cumpliendo sus deseos, y a la hermana Katherine y a los otros dos que encontramos en el primer escenario del crimen: el hermano Chemos y el hermano Erebus. Belial nunca negó su participación. Afirmaba que había sido elegido para el honor de ofrecer «el banquete para los viejos amigos» por la hermana Katherine.
La repetición una vez más de la palabra «amigos» turbó a Kyle hasta tal punto que los músculos de su pierna izquierda empezaron a sufrir convulsiones.
—Pero ¿los perros? ¿Y los niños? ¿El mural? ¿La neblina? ¿Qué conclusión sacaron de todo eso?
—Nada de eso constaba como prueba de los asesinatos. Sólo era una parte de, perdone la expresión, la jodida teoría que tuvimos que elaborar después del hecho. Los perros simplemente huyeron asustados, y ya no pararon de correr. Después de todo eran salvajes. Y el estruendo de los disparos debió hacerlos adentrarse en el desierto. Los primeros agentes de policía que llegaron al escenario y el vecino del rancho confirmaron que oyeron a los perros en la distancia después del tiroteo.
—¿Y las imágenes? ¿Los dibujos de las paredes?
—La cantidad de drogas que consumían explicaba las imágenes retorcidas de los murales de las paredes del templo.
—Pero el humo… en el aire… el cielo cambió.
—Tal vez habían estado quemando algo en aquel hoyo que utilizaban para las hogueras, sulfuro, por ejemplo, para teñir el humo. Después de todo, los asesinatos formaban parte de un ritual. Pero nunca investigamos el humo. ¿Qué iba a decirnos? Sólo era humo; de una hoguera o de una bengala.
—Pero ¿qué hay del motivo? Para el suicidio. A esa escala. De esa manera.
—Creencias de lunáticos, ¿no? Pero para los motivos teníamos varias teorías que encajaban con el perfil del caso. De modo que el motivo correcto era alguno de los que contemplábamos, o tal vez una mezcla de todos ellos. ¿A quién podíamos preguntar? Belial estuvo como una cabra hasta el día que murió, y solamente uno de los niños que sacamos de allí volvió a hablar, que yo sepa. El único que no era mudo. El «niño limpio» lo llamábamos. No pasó mucho tiempo en la mina. Sabemos, por testigos cercanos a la mansión de la hermana Katherine en California, que ella y el «niño limpio» vivieron la mayor parte del tiempo allí, hasta dos noches antes de los asesinatos. Se podría decir que lo adoptó. O, para ser más preciso, que se lo robó a su madre, Priscilla, de quien nunca hallamos rastro. El resto de los niños que encontramos también habían sido separados de sus padres en la mina. La mayor afición de la hermana Katherine, desde el nacimiento de la organización, era romper familias, parejas, amistades, elija usted. Nos lo contó Max. Ningún miembro de la secta podía tener ningún vínculo con nadie salvo con su líder, la hermana Katherine. Ni siquiera con un bebé. Era su manera de mantener el control. Divide y mandarás. Si no puedes amarme, me temerás. Es de manual.
»De modo que llegamos a la conclusión de que la hermana Katherine y su querida banda se mataron entre sí. Ya fuera como resultado de una guerra interna, de una psicosis inducida por las drogas o por un pacto de suicidio. Tal vez fuera una mezcla de las tres cosas, si quiere saber mi opinión. Los periódicos lo llamaron un ritual satánico con sacrificios humanos incluidos en su momento culminante. Lo mismo dijeron de los asesinatos de Manson al principio. Eran otros tiempos. Todo ha cambiado para peor, pero el país era en su mayoría mucho más inocente entonces de lo que lo es ahora. Otro escritor sostenía que se había tratado de «una lucha por el liderazgo que se les había ido de las manos». —Los hombros robustos de Sweeney se encogieron—. ¿Por qué no? Sólo podemos darles las gracias por tener la piedad suficiente para perdonar la vida a los niños. Todos entraron en el sistema; ingresaron en centros de acogida. Estaban jodidos. Cuatro de ellos ni siquiera hablaban.
—Eso me deja, a mí y a cualquiera que esté familiarizado con los detalles del caso, con un último misterio sin resolver.
—Y apuesto a que sé lo que va a preguntarme.
Kyle consiguió esbozar una sonrisa, pero guardó silencio.
—¿Las huellas de las pisadas?
Kyle se limitó a asentir con la cabeza. Sabía que si hablaba lo haría con la voz ronca y temblorosa.
Sweeney le guiñó un ojo.
—En lo que a mí respecta, ése es uno de los dos únicos aspectos del caso que nunca resolvimos satisfactoriamente. Quince años después revisé la investigación. En Phoenix había toda una habitación sólo para los archivos de la mina el Roble Azul. Tardé un año en volver a estudiarlos. Sin embargo todavía no tengo una explicación para las huellas de las pisadas. Las encontramos en dos zonas del escenario del crimen. Alrededor de las víctimas en ambos casos. Tres pares de huellas en la cerca y uno en el templo. La mayoría de las huellas se habían echado a perder por el gentío que se formó cuando la policía llegó al escenario. Calculo que llegó a haber en el escenario del crimen ochenta pares de pies correteando de un sitio para otro en la oscuridad por la arena y la sangre. De modo que tal vez alguien tenía algo en la suela de los zapatos que dejaba esas misteriosas huellas de pisadas que daban la impresión de haber sido dejadas por pies sin carne. ¿Quién sabe?
—Ha dicho que había dos aspectos del caso que nunca resolvieron. ¿Cuál era el segundo?
—La sangre derramada en las escenas de los crímenes era mucho más inquietante que las huellas, si quiere saber mi opinión. Había un montón de sangre, tanto en el interior del templo como en la cerca. Pero no la suficiente. Incluso una parte de mí se preguntó, dada la escasez de sangre en el escenario, si las víctimas del templo no habrían sido asesinadas en otro lugar y luego llevadas hasta la mina. Todas las víctimas habían perdido una gran cantidad de sangre. Prácticamente no les quedaba ni una gota dentro; la autopsia lo confirmó. Mis colegas y yo supusimos que seguía en sus cuerpos después de que el corazón les dejara de latir, o que se había filtrado por los listones de madera del suelo del templo. Y el juez de instrucción y los forenses que examinaron las yugulares seccionadas y el cuerpo decapitado pensaron que se habían desangrado en el escenario del crimen. Nunca cruzamos los informes médicos con las autopsias. ¿Por qué íbamos a hacerlo?
—¿Dónde estaba entonces la sangre?
—Se encontró sangre en el tejado del templo, al final de la primera semana de investigación en el escenario del crimen. A nadie se le había ocurrido mirar allí arriba antes. Parecía haber salido arrojada de una arteria. Pero en ese caso, ¿cómo había podido llegar hasta allí? Era como si se hubiera matado a alguien en el aire. Lo que es absurdo. Eso habría sido imposible. En realidad, Belial nunca nos dijo dónde habían sido asesinados ni cómo. Pero el chalado estaba cubierto de su sangre. Volviendo la vista atrás, me pregunto si no se la bebió también. Tal vez ingirió grandes cantidades de sangre después de cortarles la garganta.
Sweeney hizo una pausa.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Ya lo habían hecho antes. Se habían comido a uno de los suyos. Para conservarlo entre los hermanos y las hermanas. Lake y Clover lo confirmaron, aunque ellas no participaron. Alguien conocida como la hermana Fina murió por causas naturales en la mina en el setenta y cuatro, y los Siete comieron pedazos de su cuerpo que le arrancaron del cuello para abajo. La cocinaron y se la repartieron mojada en pan. De modo que Belial tenía antecedentes. No era nuevo para él ingerir lo que llamaba «el maná de su pueblo». Cuando Belial fue asesinado en el centro penitenciario estatal de Florence, alguien le mordisqueó también el cuello y las muñecas.
—Sin embargo, nunca se identificó a su asesino. Levine sugiere que los celadores dejaron que los demás internos lo mataran.
—Chorradas. Lo tenían clasificado como preso de categoría cinco. Máxima seguridad. Porque tenían una inyección letal y una cámara de gas esperándolo de haber llegado al juicio. Tenía las muñecas y el cuello rajados de lado a lado cuando lo encontraron después de los disturbios que se produjeron durante un apagón. Aunque en su cuerpo no había ni rastro de heridas defensivas. Si quiere saber mi opinión, fanfarroneó más de la cuenta con alguno de los otros chiflados del penal de Florence sobre lo de beber sangre. Luego a éste le pareció una buena idea y probablemente le hizo lo que él había hecho a sus amigos hippies en la mina. Fue asesinado en la sala de juegos. Simplemente dejó que lo liquidaran.
»Y recuerde las pruebas. Ya era un caso más cerrado que abierto. Teníamos las armas homicidas, o todas menos una, y a los asesinos: Belial, Moloch y Baal. Aquello ya era suficiente para condenarlo. Todavía había muchas anomalías, y no había un hombre metido en el caso que no creyera durante mucho tiempo que había alguien más involucrado. Algunos todavía lo piensan. Pero no teníamos nada para probarlo. Ningún testigo, ninguna pista aparte de unas huellas de pisadas demenciales, un arma desaparecida hecha de huesos, que seguramente se habían llevado los perros, y aquella extraña escasez de sangre.