MOTEL BOLA 8, YUMA
20 de junio de 2011, medianoche
La cabeza de Kyle volvió a desplomarse encima del ordenador portátil abierto sobre la pequeña mesa que había debajo del televisor. La levantó con una sacudida y se limpió la boca. Fox News emitía encima de él.
En la pantalla del ordenador aparecía la cara pequeña y redonda de Emilio Aguilar, y su voz suave y cantarina, con un ligero acento mexicano, salía nítida de los auriculares. Kyle se recostó en la silla y tomó un sorbo de café.
Con la primera luz del día se habían internado en las estribaciones Fortuna, de nuevo en dirección a la mina, para la entrevista en el rancho vecino. Kyle todavía tenía la mitad de las grabaciones del testimonio de Aguilar pendientes del corte preliminar, y sólo faltaban siete horas para que la alarma empezara a sonar estridentemente antes de emprender el viaje en coche hasta Phoenix. Pero desde que se había puesto a trabajar, su conciencia había tendido repetidamente hacia el coma profundo. No había dormido en el avión que los había llevado desde Londres hasta Arizona; había pasado el viaje absorto en la corrección del guión para el rodaje en Estados Unidos, cotejándolo con el calendario y las notas de Max y el Últimos Días de Levine. El calor de dos días en el desierto le había agotado las energías, y las dos cervezas que se había tomado un poco antes en el bar actuaban como sedantes intravenosos. Después de la entrevista en el rancho, Dan incluso se había dormido en la mesa de una cafetería. Y ahora podía oír sus ronquidos al otro lado de la pared que separaba sus habitaciones; sonaba como una máquina necesitada de lubricante.
Kyle, sin embargo, no tenía prisa por dormir. Sobre todo después de la sensación que le había dejado el relato de Conway del día anterior y que Emilio Aguilar sólo había empeorado esa mañana. Y cerrar los ojos era lo último que pensaba hacer después del accidentado sueño que había tenido esa noche. No recordaba con detalle los sueños, pero se había despertado tres veces en la oscuridad, chillando o con un grito ahogado, convencido de que unas manos diminutas le agarraban las suyas. Unas manitas que intentaban tirarlo de la cama. Después del tercer episodio, a las cuatro de la mañana, se había dado una ducha.
—Mierda. ¡Basta!
Kyle se frotó la cara con las manos obligándose a mantener los ojos abiertos. Se levantó de la silla y se estiró. Se sirvió más café de la jarra y vertió un chorro de Wild Turkey en la taza. Volvió a sentarse delante del ordenador y retrocedió al momento de la entrevista con Aguilar en el que se había quedado dormido.
En sus notas de producción, Max destacaba la importancia del rancho Criollo, vecino a la mina, en la Noche de la Ascensión de 1975. Antes de que el sargento Conway y su compañero, el agente Jimenez, llegaran y encontraran los cuerpos, el ya fallecido propietario del rancho, Ramírez Aguilar, había sido lo más parecido a un testigo de los sucesos acaecidos esa noche.
Irvine Levine había entrevistado a Ramírez Aguilar en 1975, pero su testimonio sonaba a desvarío delirante en Últimos Días. Un hecho que había desacreditado bastante a Aguilar padre como testigo digno de credibilidad en cualquier investigación seria. Ramírez Aguilar también había aparecido en uno de los documentales de los años setenta. A partir de entonces se negó a hablar de nuevo sobre la secta; con nadie.
El rancho se encontraba tres kilómetros al oeste de la mina de cobre el Roble Azul. Emilio Aguilar, hijo de Ramírez Aguilar, estaba esperándoles allí para concederles la entrevista que había pactado con Max. Sólo aceptaba participar en el documental porque quería hablar en defensa del estrambótico testimonio de su padre sobre los hechos ocurridos en la mina antes de los asesinatos. Como en el caso de Conway, Kyle en seguida se enteró de que Aguilar había rechazado el dinero que le había ofrecido Max. Para algunos no se trataba de una cuestión de dinero.
El sonido era bueno porque Dan se había encargado de él; se oía genial en los cascos.
—Mi padre nos hablaba a menudo sobre la mina. El Templo de los Últimos Días probablemente fue lo único interesante que ocurrió en todos los años que vivió aquí. Y durante el primer año incluso mantuvo una buena relación con ellos. Yo no recuerdo mucho. Tendría dos años cuando llegaron para vivir en la mina. De modo que debía de tener cinco cuando la policía la tomó. Pero en casa, mi padre hablaba a menudo de la gente del Templo. A veces, contaba, venían aquí a charlar con él. De vez en cuando trabajaban en el rancho; limpiaban los establos, daban de comer a los caballos, los almohazaban, cosas así. Eso los jóvenes. Les gustaba pasar tiempo con los caballos y con mi padre. A mi padre también le caían simpáticos la mayoría. Le daban pena las chicas. Solía decir que no eran más que unas crías. Le preocupaban. Solía repetirnos a mi hermano y a mí lo afortunados que éramos de vivir en un hogar feliz y no tener que huir para unirnos a una secta hippy.
»Llegaba gente pidiendo indicaciones, porque habían oído hablar de la mina y de la comunidad que vivía en ella. Durante algún tiempo estuvieron llegando coches y autobuses. Por entonces mi padre nos decía que estaban buscando algo. Ya sabe, algo nuevo y excitante. Otros habían huido, ya sabe, de hogares problemáticos. Esa clase de cosas.
»Nos contó también que se encontraba a hermanos del Templo en el desierto. Organizaba excursiones para la gente de la ciudad y la llevaba hasta las montañas Laguna a través de las estribaciones. Entonces era la única manera que tenía de ganarse la vida aquí y todavía había algunos caballos que la gente podía montar. Y se cruzaba con miembros del Templo vestidos con túnicas. A veces simplemente iban desnudos. Ya sabe, las chicas también. Siempre iban acompañados de una manada de perros que parecían lobos. Pastores alemanes, huskies, algunos callejeros.
»A mi padre le parecía que la gente del Templo era muy rara. Siempre eran educados, amables, ya sabe. Pero pensaba que a veces se pasaban predicando.
—¿Alguna vez le contó lo que le decían?
Emilio se echó a reír.
—Mi padre lo llamaba «chorradas hippies». Solían decirle que habían abandonado el mundo, y que de todos modos se acercaba el fin del mundo. Cosas así. Que los egos dominaban el mundo. Ya sabe, guerra, pobreza, racismo, violencia… Afirmaban que los últimos días se acercaban y que había señales por todas partes: Vietnam, revueltas, la bomba atómica. Y que estaban aquí para desaprender todo; para librarse de la educación, de la familia, de la personalidad y de la responsabilidad. Liberarse de la sociedad; de todo lo que les habían enseñado. Decían que tenían una familia nueva, una sociedad nueva que les proporcionaba todo lo que necesitaban una vez que se habían desecho de todo lo que no necesitaban. Todo ser humano era un dios. Incluso mi padre, que no era muy religioso, y él se reía de lo que decían. Estaban buscando a Dios en su interior para también poder ser Dios. Todos se llamaban hermano o hermana algo. Decían que eran niños. Decían que eran animales. Decían que estaban convirtiéndose en ángeles. Todo muy loco. Siempre estaban drogados. Mi padre creía que estaban borrachos. Sabía que estaban colocados de algo porque tenían los ojos raros. Intensos, ya sabe. Y por las cosas delirantes que decían. Pero era por las drogas. Eso lo sabemos ahora. Nos enteramos por la policía y por la prensa.
»Pero hubo momentos, cuando era un adolescente, en los que pensé que sonaban muy guay, ya sabe, las historias de mi padre. Incluso después de lo que sucedió. Durante una época la gente del Templo estuvo acampando en las colinas, y hablaban y cantaban alrededor de una hoguera. Un montón de chicas guapas, solía decirnos mi padre. O simplemente se sentaban con la mirada perdida en las colinas. Meditando. Pero eso fue al principio. Luego, justo antes de los asesinatos, todo cambió.
—¿En qué sentido cambió? ¿Mencionó su padre algún hecho concreto?
—Cambiaron varias cosas. La primera, que los más jóvenes dejaron de pasarse por aquí para ver a los caballos y echar una mano. Y cuando mi padre iba a la ciudad ya no los veía vendiendo las revistas y los libros. En todos los pueblos y ciudades de los alrededores mucha gente recuerda a la gente del Templo con sus túnicas; las personas de la generación de mi padre.
»La gente también solía darles comida. Porque los miembros del Templo comían basura. Cogían los contenedores de basura que había detrás de los mercados y de las tiendas y se los llevaban a la mina en su autobús escolar o en la furgoneta Volkswagen. Y había gente que sentía lástima por las muchachas. Algunas de las chicas hippies tenían bebés y estaban comiendo basura. A pesar de que la hermana Katherine tenía toda esa fortuna, sus seguidores comían basura.
»Pero al cabo de dos años, la secta se dejó ver menos. De modo que el cambio empezó en el año setenta y cuatro. O tal vez incluso en una fecha tan tardía como el setenta y cinco. Mi padre apenas sabía escribir, así que nunca apuntó nada. A veces mi padre todavía se los encontraba en el desierto cuando iba con los excursionistas, pero la gente del Templo lo evitaba. Empezaron a llevar armas. Fusiles. Decían que cazaban. Pero las armas ponían nervioso a mi padre. A sus clientes tampoco les gustaban. Se cruzaba con gente del Templo que él reconocía de la primera época y a los que consideraba amigos, aunque ellos lo evitaban. Como si tuvieran miedo. También se encontraba con gente a la que no había visto antes. Nunca supo cuántas personas vivían en la vieja mina. La gente iba y venía continuamente.
»Entonces un día, una chica apareció en nuestra casa y nos pidió protección. Dijo que ellos la tenían prisionera en la mina. Había abandonado a su bebé y quería ir a la ciudad y hablar con la policía para que recuperaran a su hijo. Dijo que había sido elegida para alumbrar un hijo para el Templo. Pero no le gustaba el padre de su hijo. Y no le permitían estar con su propio bebé. Las chicas, dijo, no podían elegir con quién tener un hijo. Contó que a muchas las obligaban. Ya sabe, las violaban. Esa chica contó a mi padre que aquello era un verdadero infierno. La gente temía por sus vidas. Estaban construyendo alguna clase de cerca para mantenerlos encerrados. Sólo a unos pocos miembros del Templo todavía se les permitía ir a la ciudad para llenar el autobús escolar y la furgoneta. De los demás desconfiaban y no les permitían abandonar la mina. La mayoría estaban prisioneros. Además, los niños estaban enfermos, pero nadie tenía permiso para ir a buscar médicos.
»La mina tiene un pozo, pero no hay electricidad. Ni teléfono. No era más que un puñado de cabañas viejas sobre la arena, aunque siempre se referían a ella como el paraíso. De locos. La fugitiva dijo que se había infiltrado gente en el Templo; que tenían espías en la comunidad. Todo el mundo era sospechoso. Dijo que los hermanos y las hermanas que se habían quejado de la manera como estaban desarrollándose la cosas habían desaparecido. Pero a los que quedaban les habían dicho que todas esas personas se habían marchado y estaban contando mentiras al gobierno, y que la policía, el FBI y la CIA querían detener a la hermana Katherine, que eran agitadores que intentaban destruir el paraíso. Estaban todos paranoicos. La chica no sabía qué les había pasado realmente a sus amigos, pero temía que los hubieran matado y enterrado en el desierto. Había oído rumores. Así que cuando los disidentes empezaron a desaparecer decidió huir. Y había ido a nuestro rancho porque era el lugar más cercano a la mina. Había oído decir a alguien en la mina que nuestro padre era un buen hombre.
»Pero algunos miembros más del Templo llegaron a nuestra casa un par de horas después que apareciese la chica. Cuatro de ellos vestidos con sus túnicas rojas. Llegaron en la furgoneta Volkswagen y preguntaron a mi padre por la chica. Hermana algo… Priscilla, creo, que estaba escondida en casa con mi madre. Mi padre vio los fusiles en la furgoneta, y mi padre era un hombre que en seguida se ponía nervioso. Les respondió que no había visto a la chica, y que los perros estaban asustando a los caballos, para que se marcharan. Eran muy educados, pero mi padre sabía que no se creían lo que estaba diciéndoles sobre la chica. Dos de ellos fueron a mirar detrás de la casa y en los establos, como si fueran los dueños del rancho. Otros dos le daban conversación a mi padre en el patio delantero, sin embargo él sabía que los demás estaban registrando el rancho a sus espaldas.
»Y entonces aquella chica, aquella chica estúpida salió sin más de la casa y se metió en la furgoneta. Y toda la gente del Templo se marchó. Y no volvieron a dirigir la palabra a mi padre. Nos contó que eso ocurrió más o menos seis meses antes de los asesinatos.
»Apareció más gente en el rancho. Después. Personas que huían de la mina. Dos chicas con sus bebés llegaron en mitad de la noche y mi padre las llevó directamente a la ciudad. Intentó convencerlas de que fueran a la policía, pero le dijeron que si lo hacían tendrían problemas, porque todos los miembros del Templo figuraban en alguna lista del gobierno, y que las meterían en la cárcel si mi padre las llevaba a la policía.
—Las chicas eran Martha Lake y Bridgette Clover.
—Exacto. Pero mi padre sólo supo sus nombres después, cuando los leyó en el periódico. Entonces se llamaban hermanas algo.
—Hermana Hestia y hermana Everild.
—Exacto. Sin embargo, no sé cuántos escaparon antes de los asesinatos. En el Templo nunca llevaron un registro. Las chicas le dijeron a mi padre que no lo necesitaban porque la hermana Katherine podía leer sus mentes. Siempre lo sabía todo. Una locura. Pero siempre que mi padre veía gente del Templo alejándose de la mina por el valle, o a través de nuestras tierras, o por los caminos en dirección a Yuma o a Ajo, solía recogerlos y acercarlos a la ciudad en su coche. Decía que no tenían nada; sólo sus túnicas y sus sandalias. No tenían un céntimo; ni agua; ni comida. Nada. Pero aquellas dos chicas con sus bebés fueron las últimas personas del Templo que vio.
»Mi madre nos explicó que cuando la policía contó a mi padre lo de los asesinatos estuvo llorando un buen rato. Estaba destrozado. Por los niños y por la chica que nunca llegaron a encontrar, Priscilla, la que se había escondido en nuestra casa aquella vez. Mi padre le dijo a mi madre que también había puesto en peligro a su propia familia, que todos nosotros podríamos haber muerto asesinados por la gente del Templo.
—¿Alguna vez informó su padre a la policía sobre el Templo?
—Muchas veces, sí. Habló a la policía de las armas y de la gente que se escapaba, de los miembros del Templo que disparaban en el desierto por la noche. Durante una época estuvo oyendo muchos disparos. Fue durante el último año. A raíz de eso empezó a llamar a la policía. Incluso le dijeron que dejara de llamar, que tenían asuntos más importantes de los que ocuparse que una pandilla de hippies. No movieron un dedo hasta que ya fue tarde. Hay un buen trecho hasta aquí, y sólo fueron una vez a la mina antes de los asesinatos. Y le dijeron a mi padre que los hippies estaban locos, pero que eran inofensivos. ¿Se lo puede creer? Inofensivos.
—¿Qué contaba su padre sobre la noche que se produjeron los asesinatos y que la policía tomó el asentamiento?
—Estaba aterrorizado. Él había estado avisando de que estaban ocurriendo cosas allí. Durante mucho tiempo. Solía decir a mi madre: «Sabía que acabaría mal». Y tenía razón.
—¿Les contó cómo empezó todo?
—¡Ah! Siempre decía que empezó con los perros de la mina. Y con nuestros caballos. Estaban aterrados, como si hubiera estallado una tormenta eléctrica. Nosotros teníamos dos perros, y no querían salir de debajo de la mesa. Mi madre decía que los perros estaban llorando. Llorando al cielo.
»Un par de meses antes de la noche de los asesinatos ya empezaron a ocurrir cosas extrañas con nuestros animales. Por las noches, los perros del Templo ladraban y aullaban durante horas, en la mina. Y nuestros caballos y perros estaban muertos de miedo. Aquí, ¡a tres kilómetros de distancia! Una vez mi padre nos contó que se subió a la camioneta y fue allí para echar un vistazo a la mina desde la carretera, para ver qué estaba pasando. Habían construido una cerca, tal como le habían explicado las chicas que habían escapado, con una alambrada con cuchillas en la parte superior. Era como una prisión, ya sabe. Y los perros del Templo estaban como locos al otro lado de la cerca. Aunque mi padre no vio a ningún miembro del Templo; sólo a los perros ladrando al cielo, correteando a lo largo de la cerca, como si estuvieran intentando escapar.
»Y nos contaba que lo más extraño era la neblina. Había estado lloviendo y apenas había luz de la luna, y él decía que la mina estaba cubierta por una neblina turbia. La había visto desde la carretera, a un kilómetro y medio del asentamiento. Era amarilla y densa, como una nube de humo lejana. Y decía que sobre los techos de las cabañas el aire se movía. Como si vibrara por efecto del calor. Ya sabe, como las olas. Pero no veía dónde empezaba ni dónde acababa la neblina. No había luz en las cabañas; ni hogueras en el suelo. Nada. Lo único que veía a través de la neblina era el contorno de las casas y la cerca y los perros. La neblina descendía hacia el suelo, no ascendía como el humo de una hoguera. «Descendía», solía contar. Como si hubiera una especie de grieta o de agujero en el cielo; como si la neblina hubiera estado encerrada en algo que se había abierto encima de la mina.
»La policía le dijo a mi padre que la neblina era humo de una hoguera que solían encender en un hoyo, pero no había fuego. Mi padre estuvo allí y lo vio con sus propios ojos. La policía no había visto nada. ¿Cómo sabía entonces que era el humo de una hoguera? Pero mi padre ya no se acercó a la mina; por la neblina y por el aspecto ondulado del cielo. Se quedó mirando desde la carretera.
»Lo mismo ocurrió la noche de los asesinatos. Era como la cuarta vez que mis padres oían a los perros ladrando desquiciados en la mina. Y aquí los caballos se volvieron locos. Y mi padre subió a pie a las colinas que había detrás de nuestra casa y dijo que volvió a ver la neblina en la distancia, en el desierto, en el lugar donde estaba la mina. Y mientras estaba contemplando el fenómeno desde la colina, oyó los disparos. Perros ladrando y gente disparando; una auténtica locura. Así que volvió a casa y llamó a la policía de Yuma, y les dijo que más les valía presentarse allí pronto, porque el Templo estaba convirtiéndose en un infierno. Eran alrededor de las once de la noche, y en la mina estaban disparando armas, y dijo también que creía que las cabañas estaban ardiendo y que había niños allí. Dijo a la policía todo lo que se le ocurrió para conseguir que vinieran. Él no sabía qué estaba ocurriendo en realidad, pero sí sabía que no era nada bueno.
»Mi padre volvió a lo alto de la colina y esperó hasta que vio las sirenas de la policía dirigiéndose a la mina. Contaba que la neblina amarilla ya se había disipado para cuando apareció la policía. Alrededor de una hora después hizo la llamada. Y explicó que ya no sonaban disparos, pero… pero que todavía oía a los perros. Estaban aullando. Ya sabe, estaban aterrorizados. Y mi padre decía que los perros estaban en el cielo, alejándose de la mina volando. Eso es lo que contaba.
»Cuando después aparecieron los periódicos y hablaron de mi padre, escribieron que había visto un ovni. Él nunca dijo eso. Pero así es como empiezan las historias sobre ovnis. Y la policía culpó a mi padre. Le reprocharon que les dificultaba el trabajo contando historias a la prensa. Lo mismo ocurrió con el libro Últimos Días y la película que hicieron. Todos afirmaban que mi padre había visto un ovni. Así que hasta que murió no volvió a hablar sobre el Templo con nadie ajeno a la familia. Si siguiera vivo tampoco querría hablar con usted sobre aquella noche. No me cabe duda. Mi padre estaba muy dolido porque todo el mundo mintiera y lo hubieran convertido en un hazmerreír. Por ese motivo estoy hablando con usted sobre este tema.
Porque quiero poner las cosas en claro. Por mi padre. Fue un buen hombre.
Kyle se arrastró hasta la cama y se tumbó con los pies plantados en el suelo. Se frotó los ojos. Necesitaba dormir. La luz principal de la habitación estaba encendida. También las del cuarto de baño. La visera de Max brillaba como un reactor nuclear sobre la mesilla de noche. El televisor arrojaba destellos y resplandores. Tenía las luces encendidas porque hacían sentirse más seguro, igual que a un niño. Y sólo se sintió un idiota hasta que recordó los sueños.
No le importaba el agotamiento; no quería dormir. «¿Y una mini siesta?». Estaría fresco para el rodaje del día siguiente si echaba una cabezadita, con las luces encendidas… «Dan está en la habitación de al lado… sólo eran… sueños… nada de lo que preocuparse…».
Casuchas derrumbadas sobre la arena. La mina. Una lejana cerca de troncos y alambre sobre una llanura blancuzca por donde se desplaza la neblina. Los pájaros chillan revoloteando sobre el suelo, y sus grititos, perdidos y desesperados, abarrotan el aire.
Dio media vuelta y corrió hacia los perros que le ladraban. Nunca encontró a los perros, pero los gritos amortiguados de los niños, que respondían a los chillidos de los pájaros, lo instigaban para que fuera dando tumbos hasta un enorme establo donde tenían metidos a los niños en pequeñas cunas. Nunca llegó hasta ellos. Apenas pudo avanzar con los pies entumecidos entre las construcciones de madera y hierro oxidado; la mina y la granja aparecían fundidas; convertidas en la misma cosa. Un páramo.
El gruñido espantoso y repentino de un cerdo le hizo tirarse al suelo y apretarse contra la arena fría. Oyó el ruido trepidante de los pies del cerdo sobre el suelo de madera de la casita de piedra con las cuatro ventanas que arrojaban una luz rojiza. La casita tembló con su furia.
Él lloró y suplicó que no lo exhibieran en la casita, pero entonces se encontró mirando a través del vano de una pequeña ventana. Dentro había fotografías en blanco y negro de Martha Lake y de Bridgette Clover entre otros rostros jóvenes que no había visto antes, con la barba y el pelo largos y con pecas en las mejillas. Las instantáneas estaban tiradas sobre una gran cama con un dosel con las colgaduras de terciopelo del color de las uvas rojizas. Dentro de la cama había una figura. Su minúscula cabeza sin pelo no estaba de cara a él. Contra la pared oscura opuesta a la ventana vio a los demás, arrodillados cara a la pared y con las cabezas agachadas. Se refugiaban dentro de la casita de la lluvia negra que barría la superficie calcinada de aquella tierra, una lluvia que se arremolinaba mezclada con ceniza y humo de lejanas hogueras carmesíes. El humo se alzaba sinuoso hacia el cielo grasiento que él no se atrevía a mirar.
Salió en busca de la puerta para escapar.
—Sólo estoy rodando una película —dijo, sonriendo, intentando no llorar como el niño mugriento y desnudo con los pies sucios que era.
Pero la figura con la túnica negra que había frente a la puerta cerrada no respondió, y él no podía ver su rostro femenino oculto bajo la capucha. Los dos perros que sujetaba con una correa eran en realidad dos hombres a cuatro patas, con las caras pintadas del mismo color escarlata que las uñas. Los hombres-perro ladraron, ansiosos por abalanzarse sobre él.
La lluvia que le azotaba la piel estaba caliente y era de un brillante color rojo. Frente a la puerta, los pájaros esparcidos en la arena alrededor de sus pies tenían las plumas negras erizadas por el viento tiznado. Sus cabezas eran cráneos y tenían los picos abiertos. La mujer oculta bajo la capucha emitía gruñidos porcinos.
Había alguien intentando entrar por la puerta. Podía oír los arañazos; las garras raspando insistentemente la madera. Había alguien que quería entrar para estar con él. Así que gritó…
…Y Kyle se despertó con la mirada clavada en un techo blanco; en una luz envuelta por una bola de cristal opaco. Se incorporó. Vio las instrucciones para la evacuación del hotel en la puerta; la televisión titilando; el escritorio y el ordenador portátil; su mochila; el equipo de sonido. «La habitación del motel». Estaba tendido sobre la cama. Rodó por ella y miró el reloj: las cuatro de la madrugada.
Se sacó la camiseta con las manchas de sudor seco y la tiró al suelo. Se quitó los calcetines y los vaqueros.
Llegó hasta la ducha tambaleándose. Se dijo que para dormir así era mejor no hacerlo. Dos días más de rodaje y se acabó. «Y se acabó».
Examinó las paredes del cuarto de baño: limpias. Abrió el grifo de la ducha al máximo para que saliera el agua muy caliente, y decidió no compartir sus sueños de momento. Dan ya tenía suficiente.