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MINA DE COBRE EL ROBLE AZUL,

DESIERTO DE SONORA, ARIZONA

19 de junio de 2011. 14.00 horas


—Me siento como si estuviera en la superficie de un planeta lejano. Aquí todo parece de otro mundo: la vegetación, los colores del paisaje, el cielo, las rocas, incluso el aire. Hoy la temperatura máxima ha sido de treinta y ocho grados centígrados. Las horas más calurosas del día ya han pasado, pero todavía siento que la deshidratación hace mella en mi organismo, y eso que aún estamos en los prolegómenos del verano. En plena estación estival, el termómetro sube hasta los cuarenta y tres grados. Este dato exige una pregunta: ¿por qué alguien elegiría vivir aquí, en trescientos once mil kilómetros cuadrados de desierto? Es uno de los desiertos más extensos de Norteamérica. Podríamos meter toda Gran Bretaña en él y todavía nos sobraría una superficie de cien mil metros cuadrados llena de arena.

»El desierto ocupa unas vastas áreas de México, California, Arizona y Nuevo México. También se encuentran en él algunos de los rincones más remotos de Estados Unidos; lugares donde una persona puede vivir al margen de las miradas ajenas. De modo que parece lógico suponer que el aislamiento fue el motivo que llevó a la hermana Katherine a trasladar aquí El Templo de los Últimos Días en 1973.

»Después de cinco meses deambulando por California, la hermana Katherine afirmó que había experimentado una segunda visión en la que se le aparecía un nuevo refugio para el Templo: una mina de cobre abandonada en el desierto. Sin embargo, actualmente se cree que uno de los moteros de Los Ángeles a los que el grupo compraba drogas le había hablado del lugar. Por esta zona las bandas del crimen organizado introducían en Estados Unidos más inmigrantes y drogas de contrabando desde México que por cualquier otra. Una zona fronteriza…

—Tío, perdona, pero el resplandor del tejado metálico es demasiado brillante —le interrumpió Dan, asomándose por encima del visor de la cámara—. Necesito mover la cámara un par de metros hacia la derecha, justo donde estás sentado. Date prisa, la luz ya ha empezado a adquirir un tono rojizo reflejada en la pared que tienes detrás y crea un efecto muy chulo. ¡Mueve el culo!

—¿Aquí estoy bien?

—¡Perfecto! Continúa con esa chorrada de la «zona fronteriza». Luego quiero grabar algunas tomas del cielo.

Kyle recogió el guión, que yacía sobre la arena junto al grabador de cintas de audio digital, y reanudó la narración mientras Dan tomaba primeros planos de otro de los edificios que se mantenían en pie.

—De acuerdo. Vale. Es una zona fronteriza. Por donde cruzan de un país al otro extraños productos y mercancías, a menudo de una manera desapercibida. Un poco más al norte las condiciones son bastante duras. También es una zona donde a lo largo del último siglo fue frecuente el abandono de pequeños núcleos de población y negocios de los que sólo quedan las ruinas. Como en el caso del lugar donde ahora estamos: el Roble Azul. Treinta kilómetros al este de Yuma por la autopista interestatal 8, en las estribaciones Fortuna, se encuentra esta mina de cobre abandonada. Los últimos mineros que la explotaron se marcharon en 1946, y permaneció abandonada hasta 1973. Ese año recibió un nuevo grupo de inquilinos. Las personas más extrañas que nadie recordaba haber visto antes por el lugar y probablemente más extrañas que las que han pasado después por él.

»La avanzada de El Templo de los Últimos Días ocupó estos edificios ruinosos en el invierno de 1973. En esa época sólo cuatro miembros del grupo europeo original permanecían al lado de la hermana Katherine, pero durante los siguientes años, muchos otros acudirían y se les unirían, sumándose a los seguidores reclutados en Los Ángeles. En su momento álgido, a principios del setenta y cuatro, más de cuarenta hombres, mujeres y niños formaban una comunidad permanente y luchaban para sobrevivir en este remoto y desolado rincón del mundo. Entre los recién llegados a la organización se encontraban los hermanos Belial, Moloch y Baal, todos ellos ex presidiarios y que se convirtieron en la columna vertebral de los nuevos Siete. Junto con el de su líder, sus nombres se harían tristemente célebres. Lo sucedido al resto de los miembros de la secta que seguían aquí en 1975 situó finalmente al Roble Azul en el mapa.

—¡Tío! ¿Has acabado?

—Sí. Iré a buscar al teniente Conway para que nos acompañe por el escenario del crimen. ¿Puedes ir iluminando la casucha del templo para las dos cámaras? Lo digo para ahorrar tiempo. De momento olvídate de lo demás.

En la mina la luz natural era superior que en la granja de Normandía, y a pesar de que había una pequeña depresión del terreno en la mayoría de los edificios con las paredes intactas, mientras no hubiera movimiento Dan podría grabar con el diafragma de la cámara totalmente abierto y tomar imágenes de las ruinas con luz natural.

—Vale. ¿Uso el trípode?

Kyle hizo una mueca.

—De hecho estaba pensando en el trípode para la segunda serie de tomas exteriores. Grabemos primero con la Canon al hombro. Durante el paseo.

A pesar de que ambos desconfiaban de la grabación cámara en mano, algunas tomas con la steadicam añadirían variedad a la paleta visual.

Dan hizo un gesto de conformidad y arrugó el ceño concentrado en resolver desde el punto de vista técnico la manera de cumplir las instrucciones.

—Y, tío —dijo Kyle bajando la voz—, es genial tenerte aquí. De verdad.

Dan lo miró y asintió con la cabeza.

—Sólo preocúpate de que Conway no pise una maldita serpiente —respondió, y volvió a centrarse en su cámara.

Kyle engulló el agua con tanta avidez que la botella de plástico se arrugó en la palma de su mano. Enfiló hacia el teniente Conway, que seguía dándoles la espalda, demostrando un interés nulo en la grabación de las ruinas del asentamiento y de las tomas de apertura del desierto que estaban realizando. El teniente aguardaba impasible, y solo, en un lugar aparte; sin las gafas de sol, la luz intensa lo obligaba a mantener los ojos entornados, que no desviaban la mirada de un bosquecillo de árboles secos.

Lo que más sorprendía a Kyle de Conway era que alguien con el cutis tan blanco hubiera vivido toda su vida en un lugar donde el sol desintegraba el suelo y lo convertía en polvo. Continentes de pecas que parecían mermelada se juntaban a lo largo de sus antebrazos y de su cara rechoncha, y luego se oscurecían, como si la mermelada hubiera empezado a quemarse. Entre las pecas y los lunares asomaba una piel del color del jamón cocido. El pelo que le quedaba, y que asomaba bajo la gorra de béisbol del equipo Arizona Diamondbacks, cuidadosamente cortado a la altura de la nuca y oscurecido por el sudor, debía de haber sido en otro tiempo de un color naranja zanahoria. Sus cejas conservaban el tono rojizo. Debía de ser descendiente de escoceses o de irlandeses, con la piel adecuada para el clima húmedo y frío del hemisferio norte. Además, parecía que iba a sufrir un infarto de miocardio en cualquier momento. La camisa de manga corta que llevaba puesta, empapada de sudor por delante y por detrás, parecía que iba a reventar alrededor de su torso protuberante, y daba la impresión de que la corbata estampada que llevaba alrededor del cuello abultado estaba estrangulándolo lentamente.

Cuando vieron por primera vez al veterano policía emerger de un enorme Lincoln y enfilar con sus andares de pato por el aparcamiento en dirección a la cafetería de Yuma, la primera reacción de Kyle y de Dan fue esbozar una sonrisa. El teniente llevaba los pantalones subidos hasta el ombligo, y encima de sus relucientes zapatos negros quedaban al descubierto cinco centímetros de calcetines deportivos blancos ceñidos a unos tobillos delgados. Pero cuando entró en el ambiente refrescado por el aire acondicionado del restaurante, la intensidad del color esmeralda de los ojos del veterano agente borró sus sonrisas de un plumazo y en seguida se tomaron muy en serio al teniente Conway.

Ya en la mina, el agente de policía jubilado mantenía una actitud inescrutable, con sus ojos curtidos convertidos en dos rendijas permanentes dentro de las órbitas pálidas. Su mirada no permitía relajarse a Kyle ni le daba una pista de lo que pasaba por la cabeza del teniente Conway, excepto que arrastraba una preocupación que lo ponía de mal humor por motivos que guardaba para sí. Durante el viaje hasta la mina, el ex policía había hablado poco; se había limitado a hacer comentarios superficiales sobre el paisaje y el tiempo. Todos ellos breves, sin poner el menor sentimiento, y sólo cuando Kyle intentaba en vano iniciar una conversación. No obstante, Conway había dicho que le gustaba Tony Blair. «Siempre nosotros, ¿eh? Arreglando el mundo», era lo más cercano a una opinión que había expresado. A su lado, Kyle se sentía inseguro, y en cierto modo más joven. Dan simplemente desconfiaba de él.

—Parece sacado de una película del Oeste —dijo Kyle dirigiéndose a Conway, y sacudió la cabeza hacia los delgados árboles negros.

Pero se arrepintió del comentario en cuanto las palabras salieron de su boca. Siempre tenía la sensación de que el ex policía no lo escuchaba.

—Siguen igual —dijo al cabo Conway para sí, o tal vez dirigiéndose a Kyle.

—¿Perdón?

—Los palo fierro.

—¿Los árboles?

—En el desierto llueve mucho. La mayoría de la gente no lo sabe. Incluso en verano. Y en éste en el que más. Con la llegada del verano estos árboles florecen. Como los de hoja perenne. En lo que va de año llevamos acumulados veinte centímetros de lluvia. Pero esos palo fierro siguen igual que si estuviéramos en pleno invierno.

El detective dio media vuelta y se alejó de los árboles, dejando a Kyle solo frente a los troncos negros y polvorientos, tan viejos que ya se habían convertido en fósiles; las ramas puntiagudas parecían esqueletos. La mayoría de los árboles yacían sobre la arena del desierto del color del cemento como los restos de un naufragio arrastrados hasta la playa.

—Mire esto.

Kyle se volvió hacia Conway, que señalaba con su mano rolliza unos arbustos que parecían tomateras secas.

—Garra del diablo. Debería estar floreciendo. Lo de más allá es charrasquillo. Una planta muy bonita en verano. Da flores de color rosa. Pero no aquí.

Kyle siguió al detective hasta un grupo de helechos y de arbustos secos, pero no vio flores, y se quedó mirando perplejo a Conway, que cortó el aire con una mano.

—¿Ve dónde empiezan aquellos saguaros? ¿Los ve un poco más allá, donde se mezclan con los chaparrales y donde vuelven a aparecer las flores blancas? Y esos árboles amarillos que hay por todas partes, a unos veinte metros del resto, son palo verde. ¿Los ve?

—Sí. —Kyle se tragó su decepción.

Odiaba los efectos que tenía la cámara en las personas cuando se ponían delante de ella, pero tampoco podía negar la consternación que le provocaba la indiferencia absoluta por el cine.

—Justo allí vuelve a empezar el desierto. Justo detrás de esa cerca. El desierto está lleno de vida. No permita que nadie le intente convencer de lo contrario.

Kyle observó los restos de una cerca de troncos y luego llevó la vista más allá, donde aparecían algunas zonas de vegetación y puntitos de colores sobre la arena cenicienta. Luego se volvió con el ceño arrugado al veterano policía, todavía sin comprender qué quería decir. El sudor resbaló por su frente y se le metió en los ojos. El escozor lo dejó momentáneamente ciego, pero oyó que Conway decía:

—Pero aquí, donde ahora estamos nosotros, no hay vida. No crece nada. Está igual que en el setenta y cinco. —Conway se humedeció los labios finos. Sus ojos hundidos eran indescifrables. Se quitó la gorra de béisbol, se pasó una mano por el cuero cabelludo lleno de pecas y volvió a ponérsela—. En esta mina no crece nada desde el setenta y cinco. Nada.

Kyle volvió a contemplar el paisaje con un interés renovado.

—Esos árboles también están muertos —dijo al cabo, señalando la construcción más larga de la mina y que en el pasado había estado a la sombra de una larga hilera de árboles petrificados.

Conway asintió.

—Mezquites. En el pasado eran verdes.

—Cuesta creer que pudiera vivir gente aquí.

—Estuvieron aquí dos años y los mataron.

Conway se acercó a Dan.

—Pongámonos manos a la obra.

Era una orden.

En la mina quedaban en pie ocho construcciones, que iban desde lo que parecía un almacén general con una fachada frontal plana y alta, hasta un grupito de pequeñas cabañas y un edificio alargado del tamaño aproximado de un establo. El adobe de las paredes blancas de todas las construcciones estaba reseco y en su mayor parte se había desmoronado, dejando al descubierto los ladrillos rojos de la estructura. En los tejados que aguantaban en su sitio, los hierros estaban combados, deformados y rojos por el óxido, y las vigas negras mostraban los surcos sinuosos dejados a su paso por los insectos que se habían alimentado de ellas. El suelo de los porches se hundía sobre el polvo gris y la hierba seca. Tramos de cerca empezaban y terminaban alrededor del asentamiento, pero todas yacían sobre la tierra.

Kyle se volvió a Dan.

—¿Estás listo?

Dan tenía el rostro empapado y respiraba agitadamente por el esfuerzo que le exigía aguantar la cámara.

—Quizá falte un poco de luz en algunos edificios. He puesto los focos en el primero, tal como me dijiste. Quizá tengamos que moverlos cuando grabemos planos fijos.

—Perfecto.

La luz bruñía el interior del edificio alargado y blanco que se alzaba frente a ellos.

—¿Este fue el primer edificio que registraron aquella noche? —preguntó Kyle a Conway.

—Así es.

Dan se acomodó la cámara sobre el hombro.

—Será mejor que siga por la espalda al señor Conway. ¿Qué me dices?

Kyle mostró su conformidad con un gesto con la cabeza y devolvió su atención al policía jubilado.

—Señor Conway, podemos repetir las tomas todas las veces que quiera…

Kyle habría continuado hablando, pero Conway no parecía estar escuchando su preámbulo ni sus indicaciones. El ex policía simplemente miraba el hueco de la puerta del edificio con la misma intensidad con la que había contemplado los árboles secos.

—El sargento Matt Conway fue el primer miembro de la policía que llegó al asentamiento minero la noche del 10 de julio de 1975. —Kyle hablaba desde detrás del hombro izquierdo de Dan, quien grababa una toma de apertura en la que mostraba al ex policía de perfil contemplando el asentamiento—. Señor Conway, ¿puede explicarnos qué pasó esa noche? Cuéntenos todo lo que recuerde.

Conway miró a Kyle como si estuviera mirando a un inglés imbécil y luego desvió la mirada.

—Lo recuerdo todo. Las noches como aquélla nunca terminan.

Kyle miró de reojo a Dan, que sonreía sin apartar la cara del visor de la cámara.

—Eran las once menos diez cuando sonó el teléfono en la comisaría de Yuma. Un tipo de un rancho que está a unos ocho kilómetros de aquí había oído disparos. Se llamaba Aguilar. Ya ha muerto. El hijo se encarga ahora del rancho. También es el propietario de este lugar. Chicos, espero que tengáis todos los permisos para grabar aquí.

Kyle asintió con la cabeza. Dan reprimió una risita.

Conway dio la espalda a la cámara y señaló más allá del riachuelo del desierto, hacia la lejana ladera del valle.

—Los sonidos viajan por ese valle y llegan hasta su rancho. Allí se oyen cosas, como si este lugar estuviera justo al lado. En la mina no había teléfono. Aquí estaban aislados. Pero Aguilar dijo que había oído disparos. Muy seguidos. Por el sonido sabía que eran fusiles. Por el chasquido. Y dijo que cuando se alejó de su patio y subió a la colina que hay junto a su casa vio una especie de niebla aquí encima. Amarillenta. Aguilar también oyó perros. Toda una manada de perros cabreados. Y dijo que también había oído algo aparte de los ladridos de los perros, un sonido que parece una maldita estupidez ahora, pero yo no pensé lo mismo entonces, cuando llegué aquí y me detuve justo donde están ustedes ahora. Yo también lo oí.

Conway dio un par de pasos en dirección al bungalow grande y blanco y Dan lo siguió con la cámara. El policía retirado suspiró y puso los brazos en jarras. Dan miró a Kyle y enarcó las cejas; Kyle le indicó con un gesto que siguiera grabando.

Pasó un minuto.

—Me transfirieron la llamada al coche. Unidad 27. Así que vine para acá con mi compañero, Jimenez, pasados unos minutos de las once. Una vez que abandonamos la autopista no nos cruzamos con ningún vehículo. En la zona no había nadie más que Aguilar en su rancho y esos hippies okupas aquí. Levantamos un pelo el pie del acelerador de aquel todoterreno y también vimos el humo. Era como una neblina mezclada con una especie de arena amarilla. Parecía que estaba dispersándose. Supuse que era una bengala. Pero el silencio era absoluto, excepto por los perros. No se oían las ranas de esa charca. Ni un búho enano. Nada. El desierto es un lugar ruidoso por la noche. Pero no aquí. Excepto por los perros y sus ladridos lejanos. Era como si estuvieran en lo alto de las colinas, encima de nosotros, al norte. Sólo que no hay colinas al norte de donde estamos. Así que todavía no puedo decirles dónde estaban los perros. Aguilar decía que los hippies tenían una manada de perros que vivía con ellos, que los tenían sueltos. Pero a partir de aquella noche no volvió a ver ninguno. Si quieren saber mi opinión, estoy convencido de que Jimenez y yo los teníamos encima de las cabezas. Sonaban como si estuvieran en el cielo, como si se alejaran volando. —Conway sufrió una especie de ataque de timidez inmediatamente después de exponer su conjetura sobre la ubicación de los perros, como si se avergonzara de haberlo mencionado—. El desierto puede enloquecer a cualquiera.

»Bueno, llegamos y el lugar estaba completamente oscuro. No había una sola luz en ninguno de los edificios. Ni una fogata. Nada. Por las noches utilizaban lámparas de queroseno y hogueras para iluminar el lugar. Me lo contó Aguilar. No tenían electricidad. Y allí todavía se ve el enorme hoyo donde encendían las hogueras. Pero todo esto estaba a oscuras cuando llegamos aquella noche. Y el hoyo, frío.

«Bueno, pues Jimenez se acercó, con mucha cautela, a este edificio. Era el que nos quedaba más cerca, y también el más grande de todos. La puerta estaba completamente abierta. Lo recuerdo caminando por aquella neblina con la linterna en la mano. Fue directo hacia esa puerta. Y dirigió la luz de la linterna al interior una vez. Y entonces fue cuando dio media vuelta y volvió corriendo al coche. Y yo vi su cara iluminada por los focos del coche y supe que allí había un problema, esperándonos.

»Y Jimenez me dijo: «Compañero, llama y pide ambulancias, y refuerzos. Tenemos heridos, y tal vez víctimas mortales». Así que llamé, y luego yo cogí el rifle que guardamos detrás y Jimenez sacó la escopeta y volvimos al edificio. Los refuerzos tardarían treinta minutos como mínimo en llegar, así que no teníamos ninguna prisa por caer en una emboscada. Nos acercamos despacio, uno por cada flanco, hasta el porche.

Conway hizo una pausa y pisó el porche del edifico blanco y alargado. Se puso en cuclillas junto al marco vacío de una ventana que había en el lado izquierdo del porche. Hizo como que sujetaba una linterna, con la palma de la mano paralela al suelo.

—Jimenez estaba al otro lado de aquella ventana. —Conway sacudió la cabeza hacia la ventana que había a la derecha del hueco de la puerta—. Yo grité: «¡Policía!». Pero nadie respondió. No se oyó ni un ruido. Tampoco podíamos rodear el edificio para examinar la parte de atrás, ya que podían descubrirnos desde las demás cabañas, ésas que pueden ver a ambos lados del edificio. Antes teníamos que terminar de registrar ésta. Teníamos que ir de una en una. Así que orienté mi linterna a través de esta ventana. Así. De arriba abajo. Hacia el interior. —Conway bajó un poco la mano y rozó levemente la madera astillada del marco—. Y vi los cuerpos dentro. Conté cinco de una ojeada.

El ex policía se levantó y entró en el edificio. Dan, y luego Kyle, lo siguieron cautamente por el vano de la puerta. Una alfombra de polvo cubría el suelo de madera que resonaba bajo los tres pares de pies. Dentro encontraron latas de cerveza aplastadas y varias bolsas de plástico y en seguida les asaltó un tufillo a orina rancia. El edificio estaba dividido por una pared de madera blanca, con el hueco de una puerta y un mostrador que se levantaba con bisagras que daba paso a la oscuridad de la segunda mitad de la construcción.

—Aquí había colchones. Y cinco hippies. Iban vestidos con las túnicas con las que los habíamos visto paseándose por la ciudad. Y había sangre entre los cuerpos. Dos de ellos estaban arrodillados, como si estuvieran rezando. Los demás estaban tumbados de lado uno junto a otro. La sangre del suelo era oscura y espesa, así que habían sido asesinados un buen rato antes de que llegáramos nosotros. Calculo que una hora, tal vez más. Y recuerdo que estuve buscando dónde empezaban y dónde terminaban sus cuerpos, y entonces fue cuando vi un cuello. Rajado. La víctima tenía la cabeza caída hacia delante y los ojos cerrados, pero el tajo le llegaba hasta la misma oreja.

Conway suspiró y meneó la cabeza.

—Alineados, los cinco, uno a continuación de otro. Cuatro llevaban barba. Y estaban de cara a la pared. Como si hubieran sido colocados de esa manera por quienquiera que los matara. No había señales de que hubieran opuesto resistencia a que les cortaran el cuello. No tenían las manos atadas.

Conway se sumió en otro silencio con sus diminutos ojos cerrados. Kyle oyó a Dan tragando saliva y de repente sintió una lástima enorme por el anciano, y también experimentó una sensación de culpa por lo que le había obligado a recordar en aquel pestilente y ruinoso edificio.

Recompuesto, Conway alzó la mirada y enfiló hacia la pared que dividía el espacio interior.

—Vivían aquí detrás, en la segunda habitación. También había colchones, mantas viejas y libros. Poco más. Recuerdo que intentábamos no pisar la sangre, ya que se había convertido en el escenario de un crimen. Así que rodeamos los cuerpos caminando de puntillas con mucho cuidado hasta esta habitación para asegurarnos de que todo estaba en orden. Y así fue. No había nadie vivo en la segunda habitación. En todo el edificio sólo estaban los cinco cuerpos de la primera habitación. Y fue aquí, cuando salimos para dirigirnos hacia la puerta, cuando noté el olor. Era como si hubiera desactivado mi sentido del olfato cuando habíamos entrado y únicamente me guiara por el oído y la vista en la oscuridad. Dije: «Jimi, ¿hueles eso?». Y Jimenez asintió con la cabeza y me respondió: «A tubería reventada». Pero recuerdo que entonces pensé que este lugar no tenía instalación de fontanería. Pero él tenía razón. Este lugar olía a aguas residuales, y a algo que llevaba muerto más tiempo que aquellos hippies. Pero el olor no provenía de los cuerpos. No, señor.

Los tres se alegraron de salir del edifico. El insólito olor a aguas estancadas y a putrefacción no se mencionaba en el libro de Irvine Levine. Y durante unos segundos inmediatamente después de la revelación de Conway, Kyle no se sintió las piernas. Era como si su conciencia de sí mismo hubiera saltado por los aires y se hubiera esparcido por la vasta extensión del desierto. Se sentía terriblemente vulnerable y frágil; un rango de emociones a las que habitualmente se sumaba una pérdida de control. Pero esta vez no tenía nada que ver con sus deudas ni con estar escarbando por ahí para intentar rodar una película con cuatro duros; esta vez la causa era el temor por su propia seguridad, y por su salud mental, ante aquella coincidencia, aquella espantosa concordancia que parecía más una amenaza que una insinuación en la inocente revelación de Conway. Kyle miró de reojo a Dan y pudo comprobar que el sentimiento era compartido.

Conway volvió a dar la espalda a la cámara y contempló el desierto. Dan cambió de posición y lo grabó de perfil.

—En ese momento no sabíamos que una de las víctimas mortales era su líder. Nadie lo supo hasta pasado un rato, cuando llegaron los de homicidios. La hermana Katherine. Pero suyo era el cuerpo grande en el centro del grupo que se había desplomado y arrastrado en su caída otros dos. Recuerdo que más tarde pensé que si ella no se hubiera caído habríamos encontrado a los cinco arrodillados. Cuatro con la garganta rajada y a ella en el centro, con la cabeza hundida en el regazo.

Desde el escenario del crimen, en un silencio incómodo que parecía favorecer a Conway, el trío enfiló hacia el segundo edificio, construido en diagonal al lugar de los asesinatos. Un techo de hierro oxidado se había derrumbado sobre el porche, en otro tiempo aguantado por dos delgados postes de madera inclinados que conferían a toda la estructura la sensación de estar a punto de desmoronarse hacia un lado. La pintura blanca, o el yeso, había saltado de las paredes exteriores de la fachada frontal, y los ladrillos erosionados habían quedado al descubierto. El tejado se había combado hacia arriba como la tapa de una lata de sardinas.

—Aquí encontramos a los niños. Nos detuvimos delante de la puerta y dirigimos hacia ella las linternas. Vimos que estaba cerrada y con un cerrojo corrido desde fuera. Pero oímos movimiento. Como un correteo. Dentro. Como de perros. Gritamos hacia la casa y oímos unos cuantos quejidos y aullidos. En ese momento tuve la certeza de que eran perros. Pensé que el asesino había encerrado a unos cuantos chuchos allí porque le molestaba el jaleo que armaban mientras él se dedicaba a lo suyo. Así que decidimos que ya volveríamos luego a la cabaña, ya que no suponía una amenaza y no queríamos tener perros correteando por la escena del crimen. Pero justo cuando ya estaba a punto de dirigirme hacia la siguiente cabaña, Jimenez dirigió la linterna hacia esa ventanita de ahí, en ese lado.

Conway rodeó lentamente la cabaña en dirección a la ventanita que había en una pared lateral.

—Y Jimenez me miró, y estaba más espantado que cuando encontramos a los hippies muertos. Y me dijo que dentro había niños. Así que me levanté y me asomé yo mismo a la ventana. Había cinco niños. Cuatro estaban agachados en el suelo. Estaban muy sucios y tenían el pelo largo, pero vestían ropa de calle. Y el otro, que calculé que debía de tener dos años, estaba de pie con la mirada fija en la bombilla de mi linterna. Dos de los niños mugrientos estaban realmente aterrorizados y se apretaban el uno contra el otro; los otros dos tenían la mirada completamente perdida, parecían idos. Pero el pequeñuelo rubio parecía un ángel. Tenía unos enormes ojos azules. Y estaba limpio. Iba desnudo; estaba temblando. Lo que no cuadraba, porque los demás estaban asquerosos. Él, sin embargo, estaba plantado allí, en el centro de la cabaña, mirándome fijamente. Creo que estaba en estado de shock. Les pregunté si se encontraban bien, pero ninguno me respondió.

»Por lo menos ahí dentro estaban seguros, así que nos fuimos para registrar el resto de las cabañas.

Conway se detuvo y volvió a limpiarse el sudor de la cabeza, esta vez con un pañuelo de un blanco cegador.

—¿Quiere que nos tomemos un descanso? —le preguntó Kyle.

Conway asintió con la cabeza.

—En este edificio encontramos al asesino, el hermano Belial, aunque esa noche todavía no conocíamos su nombre. —Conway se refería a la cabaña más pequeña de todas; no mayor que un cobertizo para guardar herramientas—. La puerta estaba cerrada, pero oíamos a un hombre rezando dentro. Al menos sonaba como si estuviera rezando. Y no interrumpió su oración cuando le hablamos a través de la puerta. De modo que Jimenez tiró la puerta abajo de una patada e iluminó el interior con su linterna. La luz le daba de lleno en la cara. Nunca se me olvidará.

»Aquel tipo llevaba barba e iba vestido con una túnica sucia. Estaba arrodillado. La tela de la túnica en cierto modo se fundía con la madera de la cabaña, así que lo único que veíamos con claridad era su cara. Era la viva imagen de la locura. Tenía el pelo todo alborotado, y esos ojos. Era como si mirara a través de nosotros. He visto esa misma mirada en los yonquis. Y estaba sentado ahí, hablando solo. O a Dios. No lo sé. No conseguimos hacerle reaccionar. Entonces Jimenez le vio las manos. Estaban cubiertas de sangre. Y también las muñecas, que le sobresalían de las mangas. Así que mi compañero y yo llegamos a la conclusión, casi a la vez, de que aquel loco farfullando para sí probablemente era el asesino. Lo que luego se confirmó.

»Y allí, justo delante de sus rodillas, vimos el cuchillo larguísimo. Y estaba tan lleno sangre que también estuvimos prácticamente seguros de que era el arma del crimen. Parecía muy antiguo. Al principio pensé que era un machete. Los traficantes de drogas mexicanos los utilizan, así que habíamos visto muchos. Pero cuando lo miré con mayor detenimiento vi que era demasiado largo y demasiado fino para tratarse de un machete. Y detrás del tipo vimos un fusil con mira telescópica. Nos podría haber matado; pero no lo hizo. Después de tantos años sigo preguntándome por qué.

—¿Por qué cree que les perdonó la vida?

—Supongo que ya había terminado el trabajo por ese día.

Conway se alejó de la cabaña.

—Esposamos al sospechoso, por las muñecas y los tobillos, y lo tumbamos contra el suelo. Aquí mismo. Para tenerlo a la vista. —Conway hizo un surco en la arena con el zapato—. Y más o menos entonces nos separamos. Pusimos una marcha más larga, para hacer nuestro trabajo más rápido y porque ya teníamos al sospechoso. Y yo fui a examinar las otras tres casas al oeste de la mina, mientras que Jimenez se fue por ahí, hacia el este, donde estaban las otras tres cabañas.

»En ésa encontré el arsenal. —Conway señalaba una estructura ruinosa de ladrillos reforzados y sin techo—. Estaba cerrada con un candado, pero lo rompí, y dentro encontré armas suficientes para una guerra. Aquellas dos cabañas de más allá, a un lado de ésa, estaban llenas de libros. Volúmenes de El libro de los cien capítulos apilados en cajas, como si estuvieran listos para ser enviados a una librería.

»En el otro lado de la mina, Jimenez encontró almacenes con medicamentos y comida. Y drogas. Veinte gramos de cocaína; más o menos la misma cantidad de marihuana y una caja enorme llena de cápsulas. Más tarde supimos que era MDA, que por aquel entonces era una droga habitual en Hollywood. No había salido de por aquí.

Conway regresó lentamente a la marca que había hecho en la arena con el zapato, junto a la cabaña donde habían encontrado al asesino.

—Volví y registré al sospechoso. Seguía tirado en el suelo gritando algo sobre unos «viejos amigos» y no sé qué más. Y mientras lo registraba, Jimenez empezó a gritar mi nombre desde el lado norte de la mina. Miré hacia allí y por entre las cabañas vi la luz de la linterna.

Mientras caminaba a la cabeza del grupo, Conway no apartó la vista del frente, reproduciendo la escena en su cabeza.

—De modo que salgo para allá y cuando estoy rebasando la cabaña donde guardaban las drogas, Jimenez me grita: «Tenemos cuatro muertos. Junto a la cerca».

»La cerca de troncos estaba en pie en 1975. Era el doble de alta y habían tendido alambre con cuchillas en la parte superior. Impedía que la gente se largara, como los cuatro insensatos que vimos tirados en el suelo delante de ella. Daba la impresión de que habían intentado trepar por la cerca. Tenían las manos llenas de cortes que se habían hecho con las cuchillas. Al menos eso fue lo primero que pensamos entonces. Todos tenían además agujeros de bala en la espalda y en las piernas. Lo más extraño de todo era que la puerta principal estaba abierta cuando llegamos nosotros, de modo que cuando el sospechoso había acabado de matar a sus hermanos y hermanas debió de abrir las puertas de la mina antes de encerrarse en la cabaña. ¿Por qué haría eso? ¿Para que salieran los perros que nunca encontramos? Nunca se me ha ocurrido otro motivo.

Conway se detuvo a media docena de metros de los restos de la vieja cerca. Se secó el rostro con el pañuelo.

—Sí. Aquí encontramos cuatro cuerpos. Tenían un aspecto horrible. Les habían disparado mientras corrían, pero las balas sólo mataron a uno antes de llegar a la cerca. El médico forense extrajo balas de todos los cuerpos. Una chica tenía tres en la espalda. Todas habían sido disparadas con el fusil que encontramos en la cabaña con el asesino y con otros dos fusiles automáticos que habían abandonado cerca del primer escenario del crimen. Los encontramos después. Pero Jimenez y yo vimos algo más en las víctimas que encontramos aquí: mordeduras profundas. En la cara. Y en el cuello. Vimos hombros desgarrados. Imaginamos que habían sido los perros. Supusimos que les dispararon para frenarlos y que los perros acabaron la faena.

Conway permaneció en silencio mirando la cerca derruida, todavía dando vueltas en la cabeza a las pruebas que dos jóvenes agentes de policía habían encontrado hacía treinta y seis años.

Conway se había sentado en el porche del edificio principal, escenario de los asesinatos. La cámara estaba montada en el trípode para los planos fijos tras el paseo. El cielo del desierto resplandecía detrás del asentamiento. El sol se ponía sobre las montañas lejanas y teñía el cielo de franjas de color rosas y azules sobre un fondo escarlata.

Los tonos de la noche ya asomaban por el horizonte y pronto oscurecerían la superficie del desierto. Al otro lado de la cerca de troncos, los saguaros empezaban a convertirse en siluetas esponjosas y negruzcas, un telón de fondo perfecto para un capítulo del Correcaminos o para una película del Oeste de Hollywood. Dan había iluminado el porche con la última batería cargada.

—Una vez hubimos informado de lo que habíamos encontrado después y cuando ya teníamos al sospechoso en el coche patrulla, llegaron más agentes. Tres sargentos y dos tenientes. Los periodistas aparecieron más o menos a la vez. Escuchaban la frecuencia de radio de la policía y oyeron un montón de cosas que dijeron los agentes al ver el escenario del crimen y que acabaron convirtiendo en historias delirantes en la prensa. Especulaciones. Igual que también suscitaron especulaciones las fotografías que vio todo el mundo de los cuerpos junto a la cerca, y otra del hermano Belial en el asiento trasero del coche hablando solo.

»Por la mañana había sesenta agentes de policía aquí. Tres de ellos vomitaron después de ver lo de la cerca. —Conway meneó la cabeza cansinamente—. ¡Oh, aquello fue un caos! Se destruyeron o se contaminaron un montón de pruebas. Se perdieron pistas. Llegaron agentes de Phoenix; estábamos los de Yuma. No se protegió el lugar como es debido. No estábamos acostumbrados a cosas tan gordas. La gente estaba eufórica.

»Pero por la noche llegaron dos detectives de homicidios de Phoenix. También el fiscal del condado. Eso calmó las cosas, y se protegió el resto del escenario del crimen. Una vez aquí, confirmaron lo que Jimenez y yo supimos al instante: no había señales de lucha en las cinco víctimas del edificio principal. Los agentes de homicidios envolvieron con bolsas de plástico las manos de todas las víctimas para preservar la porquería que se queda incrustada en las uñas. Y ya no volvimos a oír nada sobre la causa de las muertes hasta la autopsia que se les hizo en Phoenix.

»Los cuatro cuerpos de la cerca habían recibido disparos de tres fusiles distintos en la espalda mientras corrían. De modo que Belial no era el único tirador. Eso sólo lo supimos después, a través de los forenses. Dos de los tipos que encontramos degollados en el primer escenario también habían disparado a esos insensatos. El hermano Moloch y el hermano Baal eran los otros tiradores. De modo que Moloch y Baal debieron de disparar a esos cuatro de la cerca y luego fueron a arrodillarse para que Belial les rajara el cuello.

»Las cuatro víctimas de la cerca tenían en las manos heridas infligidas en acto de defensa. Nos lo dijeron como una semana después. Nosotros pensamos que se las habían hecho con las cuchillas, pero nos equivocamos. Ninguno de los cuatro había llegado tan lejos. Los cortes de las manos se habían producido en el suelo, como si hubieran intentado protegerse de lo que fuera que estaba atacándolos a dentelladas. Porque no fueron los perros. Ni pumas del desierto. Lo que tenían en las manos, en la cara y en el cuello eran marcas de dientes humanos. Y simplemente se desangraron. Pero los investigadores nunca descubrieron quién les había mordido o qué había podido dejar esas marcas en el caso de que no hubieran sido dientes. En homicidios llegaron a la conclusión de que se había utilizado un arma hecha con huesos roídos por los perros. Yo no estoy tan seguro.

Conway había llegado a una de sus pausas naturales y volvió a contemplar detenidamente los palo fierro secos. Kyle carraspeó.

—Debe de haber visto muchas cosas desagradables en el cumplimiento del deber, señor Conway. En el transcurso de su carrera alcanzó el puesto de detective. Debió de trabajar en algunos casos aparentemente sin sentido; que nunca se resolvieron. Casos inexplicables. De modo que después de cuarenta años al servicio de la ley, y ésa es mucha experiencia acumulada, ¿qué le dice su instinto que realmente ocurrió aquí?

—He contestado lo mismo a todos los que me han hecho esa pregunta a lo largo de los años, pero pocos quieren oír mi respuesta porque sólo buscan un misterio sobrenatural, ovnis o alguna clase de bobada relacionada con la brujería; algo espectacular. Pero permítame que le diga una cosa sobre el trabajo de la policía, hijo: la policía trata con la peor calaña. Con lo más bajo de la raza humana. No le quepa la menor duda. Un día sí y otro también. A eso nos dedicamos. Y aquí había una pandilla de gilipollas. De chiflados. Rodeados de drogas, biblias y sólo Dios sabe qué más. Y vivían en su propio mundo; que no es el de usted ni el mío, ni el de nadie que esté en su sano juicio. No respetaban más ley que las que su líder inventaba a conveniencia. Todos esos pobres imbéciles murieron sólo porque la conocieron. La hermana Katherine engatusó a su pandilla de hippies con sus mentiras, sus engaños y sus manipulaciones. Se colocaron, les entró la paranoia y acabaron degollados. La hermana Katherine es el sujeto más indecente del que he tenido conocimiento. ¿Me ha oído? Indecente, que es un adjetivo que no creo haber usado con nadie más. Mala como ella sola. Y los tenía viviendo como salvajes en este lugar. Follándose todos a todos, comiéndoles el coco y viviendo al lado de un montón de armas de fuego. Lo que ocurrió aquí era inevitable. La policía de Los Ángeles ya lo había visto con el viejo Charlie Manson, y la policía de algún otro lugar volverá a verlo. No hace falta acudir al FBI ni a un psicólogo para que le cuente otra historia. Se apartaron del camino y acabaron devorados.

Kyle asintió con la cabeza fuera del plano.

—Pero ¿qué me dice de la neblina que vieron usted y su compañero? ¿Y de los ladridos que oyeron?

Conway meneó cansinamente la cabeza.

—Demonios, siempre quedan cabos sueltos, hijo. El desierto juega con tus sentidos. Con los sonidos. Con el aire. He vivido aquí toda la vida y este lugar sigue siendo una caja de sorpresas.

Conway estuvo asintiendo para sí con la cabeza un buen rato, con los ojos tan entornados que desaparecían dentro de sus órbitas carnosas.

—Las huellas de pisadas fueron más difíciles de explicar. La mayoría se echaron a perder por las botas de los agentes, incluidas las de Jimenez y las mías. Pero fue inevitable. Había tantos hombres yendo de un sitio para otro que se destruyó buena parte de las huellas. Pero la división de investigación científica fotografió las que se encontraron en la sangre. Y también las de la cerca. Y eran alargadas. Todas de huesos.

Kyle tragó saliva para deshacer el nudo que le atoraba la garganta y suavizar el tono de su voz.

—¿Las mordeduras… en los cuerpos de las víctimas? Me ha dicho que no creía que hubieran sido causadas por un arma.

—Ni las marcas de garras en los hombros de los cadáveres. Luego estaba el olor a carne podrida. Y las imágenes que encontraron en las paredes. Nunca dimos con una explicación. La división de investigación científica tomó fotografías de la pared del edificio donde Jimenez y yo encontramos los cuerpos. No me fijé en las paredes cuando llegamos aquella noche, pero después vi las fotos. Las imágenes ya no están. El sol y el viento han castigado la pared durante casi cuarenta años, así que han debido borrarlas.

La temperatura corporal de Kyle cayó en picado. Sus palabras brotaron en un hilo de voz estridente y forzado. A su lado, Dan se puso tenso.

—¿Imágenes? ¿Eran imágenes? ¿No eran símbolos?

Levine no mencionaba nada aparte de unos símbolos ocultistas y satánicos pintarrajeados en las paredes de lo que se conocía como el templo o primer escenario del crimen. Además, las únicas fotografías del escenario del crimen que aparecían en el libro Últimos Días de Levine, y sólo en la tercera edición de 1978, mostraban imágenes aéreas de la mina, tablas de madera manchadas de sangre del edificio del templo, los cuerpos de los desdichados tirados junto a la cerca de troncos y el rostro descarnado y barbudo del hermano Belial, con el gesto angustiado, en el asiento trasero de un coche de policía, una foto tomada la noche de los asesinatos por un fotógrafo de prensa oportunista.

—Los hippies habían dibujado figuras sin piel en la pared. No se celebró ningún juicio, de modo que las fotografías continúan en los archivos de la policía. Yo nunca he querido volver a verlas. Si quiere saber mi opinión, no eran más que gilipolleces salidas de mentes retorcidas. Por supuesto, la prensa estuvo hablando todo un año de rituales satánicos que incluían sacrificios humanos una vez alcanzado el «momento álgido del frenesí». Mucha gente todavía cree que eso fue lo que sucedió. —Conway guiñó un ojo—. Pero yo pienso que un grupito de esos gilipollas escapó. Belial, Moloch y Baal mataron a algunos, seguro, pero no eran los únicos. No, señor. Unos cuantos desgraciados debieron largarse. Dieron unos cuantos mordiscos y luego se las piraron. La locura se había apoderado de este lugar mucho antes de que Jimenez y yo apareciéramos. Eso se lo aseguro.

Dan desvió la mirada hacia el desierto que Conway y Kyle ahora contemplaban en silencio. Y los tres sintieron a la vez el frescor del crepúsculo, que empezaba a picarles en los brazos tostados por el sol y en los rostros tirantes.