WEST HAMPSTEAD, LONDRES
16 de junio de 2011, 22.00 horas
Fiel a su palabra, Max le envió por mensajería urgente cuatro cajas de luz para combatir el trastorno afectivo estacional. Las habían entregado antes de que Kyle llegara a casa y Jane, la vecina de la planta de abajo, había firmado el albarán en su nombre. Kyle imaginó el polvo, los pelos, las raspaduras y las manchas de su cuchitril expuestos al detalle por la luz de sol interior de Max, y dejó las lámparas guardadas en las cajas, apiladas en el salón.
Para distraerse del nerviosismo que lo dominaba, con el coñac, el whisky y el bizcocho de fruta agitándose dentro del estómago, cogió el ordenador portátil del escritorio, repasó el calendario de producción de Max y tomó más notas para la parte del guión de la película que debían grabar en Estados Unidos. Max había concertado entrevistas con agentes de policía relacionados con los asesinatos de Últimos Días de 1975. Uno era el agente que llegó en primer lugar al escenario del crimen, la mina de cobre de Arizona donde se produjo el baño de sangre; el otro era el detective de homicidios que había estado al mando de la investigación, que más o menos concluyó cuando el hermano Belial se convirtió en un habitual de la sala de recreo del centro penitenciario de Florence.
Además, tenían pactada una grabación con el hijo del dueño del rancho vecino a la mina de cobre. El programa de entrevistas terminaba con el único adulto superviviente de El Templo de los Últimos Días que había formado parte de la organización durante su último año de existencia, el plato fuerte de la película: Martha Lake. Jamás había hablado con los autores de los cuatro documentales que se habían rodado sobre el tema; unas películas que sólo habían expuesto conjeturas sobre lo sucedido en la mina de cobre hasta la Noche de la Ascensión. Incluso las suposiciones de Irvine Levine sobre el episodio eran bastante alocadas, de modo que Kyle decidió esperar para formarse una opinión hasta que entrevistara personalmente a la protagonista. Max no quería que grabaran imágenes de la mansión de San Diego donde había residido la hermana Katherine durante los dos años previos a la Noche de la Ascensión. En sus notas, el productor afirmaba que tendrían suficiente con las fotos de archivo, aunque Kyle no estaba seguro de compartir su opinión. Según Variety, la mansión ahora pertenecía a Chet Regal, el chico malo de Hollywood aquejado de una enfermedad terminal, lo que confería a la localización un toque guay, muy del estilo del Hollywood Babylon de Kenneth Anger. «Pero no se puede tener todo».
Dos de los documentales rodados sobre la secta se habían realizado en los años setenta, y los otros dos en los ochenta. Kyle había visto los cuatro después de su primera entrevista con Max. Todos ellos estaban plagados de horribles recreaciones perpetradas por actores aficionados. También en los cuatro aparecían los mismos fragmentos descoloridos de los informativos televisivos: policías y abogados con patillas, el pelo largo hasta el cuello de la camisa y gafas de sol de aviador, bajo el sol del desierto en la mina de cobre o caminando por los juzgados de Yuma; coches blanquinegros en fila india y agentes de policía conduciendo a esqueléticas figuras tapadas con mantas hasta los tribunales; reporteras con pantalones de campana de tonos pastel y blusas ceñidas, sujetando con sus delgadas muñecas micrófonos que parecían manzanas bañadas en acero; el gobernador de Arizona con sus gafas de montura negra hablando para el informativo nacional; el jefe de policía sudando, el juez de instrucción, el fiscal del distrito, los tipos del ayuntamiento…
Además mostraban las mismas fotos que aparecían en la sección de ilustraciones del ejemplar de la edición de bolsillo de Últimos Días: el caso verídico, éxito de ventas, y que se habían reproducido ad infinítum: instantáneas en blanco y negro de los jóvenes miembros del Templo, con sus largas melenas, sus dentaduras perfectas y sus ojos sonrientes en los anuarios del instituto, imágenes del día de su graduación tomadas en tiempos mejores; o bien flacos, ojerosos y compungidos, con la mirada perdida, desafiante o iracunda en las fotografías del archivo policial del departamento de policía de Arizona, que habían sido tomadas a medida que habían ido deteniendo, con cualquier excusa, a los miembros de la secta que habían huido antes de la infausta noche de 1975, y a pesar de que hubieran intentado llevar una vida normal.
Sólo uno de los documentales, Hijos de la bestia, se había realizado con un presupuesto de producción decente, ya que tenía varios minutos de imágenes aéreas tomadas desde un helicóptero, tanto de la mina de cobre como de la mansión de la hermana Katherine y del desierto de Sonora, que desde la distancia parecía la superficie agrietada de un planeta deshabitado, donde la secta había retozado y luego, cuando todo se fue a la mierda, se habían cazado unos a otros con fusiles de repetición.
Tal como ocurría en las otras películas, también los rumores reseñados por personas que no estaban relacionadas directamente con la secta tenían un papel protagonista en Hijos de la bestia. Tres viejas glorias televisivas del Hollywood de los setenta divagaban sobre el carisma de Katherine, sobre su encanto y su asombrosa habilidad para adivinar exactamente lo que otra persona estaba pensando y sintiendo. Mientras se pavoneaba por fiestas de segunda vestida de Chanel y de Yves Saint Laurent, decía a sus interlocutores cosas que éstos jamás habían contado a nadie… bla, bla, bla… cosas que ni siquiera ellos eran capaces de expresar… bla, bla, bla. En los cuatro documentales había una investigación tosca y nada reveladora sobre su conexión con la Cienciología, y se mostraba un facsímil de la hoja de detención de Katherine por regentar un burdel a principios de la década de los sesenta en Londres. En algún lugar de las escabrosas cubiertas de los estuches de todos los DVD aparecía el famoso retrato pop art de Katherine —una Elizabeth Taylor pasada de kilos con el cabello largo de la Mona Lisa y una sonrisa igual de cautivadora—, o la imagen que la representaba como una falsa mesías con la parte inferior de los carrillos prominente y caída y con los ojos rojos.
Kyle supuso que ninguno de los directores de esos documentales había visitado la granja francesa ni la sede de la secta en Holland Park debido a las restricciones de sus presupuestos. Tampoco había ninguna referencia a los aspectos paranormales de La Última Reunión, también conocida como El Templo de los Últimos Días, en los que él literalmente se había metido. Por el contrario, todas las películas se centraban en los crímenes, la sangre, los niños desnudos y mudos y la decapitación de la hermana Katherine. Antes de que Jim Jones emulara a la hermana Katherine tres años después, durante su tristemente célebre Noche Blanca en la Guayana, envenenando a novecientos seguidores con zumo de frutas y estricnina.
Cuando terminó con el guión, el piso apestaba a humo añejo de cigarrillos y el gato estaba durmiendo en el centro de su almohada. El televisor funcionaba de forma intermitente. Kyle revisó su correo electrónico. No había noticias de Dan. Organizó la colada y preparó una bolsa para el viaje a Estados Unidos. Dejó para el día siguiente la reescritura del guión y el programa de rodaje; lo revisaría durante las diez horas que duraba el vuelo. Tendría que llegar temprano a las localizaciones para estudiarlas al tiempo que decidía la composición de las tomas. Las cuatro últimas entrevistas se harían en un tiempo récord.
Sentado en el sofá, hojeó la sección de ilustraciones del libro de Levine; era incapaz de estar mucho rato sin el libro en las manos. Examinó detenidamente el rostro rellenito, aunque no carente de atractivo, de Katherine. Luego escudriñó el tétrico aspecto de Rasputín del hermano Belial en las imágenes de la siguiente página: el hombre del rostro barbudo y enjuto que colaboró en el asesinato de cuatro compañeros del Templo que intentaron huir la Noche de la Ascensión y que luego mató a la hermana Katherine y degolló a cuatro de sus camaradas de los Siete, antes de ser encontrado por la policía en la mina de cobre junto a cinco niños harapientos, cuarenta minutos después de que el propietario del rancho vecino diera la alarma tras ver fuego y un ovni, y oír el ladrido de perros y disparos en la comuna de los Últimos Días.
«Perros. Siempre con perros».
Kyle se arrastró hasta la cama. Intentó mover al gato, pero los ojos del felino se pusieron negros como olivas y aparecieron las uñas en una de sus zarpas.
—Hay que joderse.
Kyle se quedó dormido acurrucado alrededor del gato, con una mano escondida debajo de la cabeza.
Se medio despertó en la oscuridad, procedente de un lugar que ya quedaba lejano y recordaba sólo de forma vaga si se aferraba a los últimos rastros del sueño. Procedente de un lugar donde flotaba una neblina negruzca, de humo. Donde piedras húmedas rodaban arrastradas por la lluvia. Donde unas figuras con los rostros sucios e imprecisos alzaban sus manos con ansiedad hacia gases incoloros; desnudas, demacradas y pintadas de rojo, eran más huesos que carne. Debajo de sus delgados pies, suspendidos sobre el espantoso suelo, el barro estaba cubierto de paja y de oscuros montones de desperdicios. En los surcos de arcilla espumaban charcos revueltos de aceite y de agua turbia.
Bajo el humo se oía el aleteo de unas alas con las plumas secas.
El choque lejano y sordo de metales.
Un lugar de colores invernales, escasa luz y atmósfera pesada.
Y entonces apareció él, allí… flotando sobre su cama en la oscuridad de su habitación. Un hilo de luz plateada delineaba las cortinas. Su ser era incorpóreo y se sostenía en el aire encima del colchón. Sus articulaciones sobresalían encima y debajo de los huesos de sus piernas. Tenía la pelvis ancha y el estómago hueco, y sus costillas eran una prominencia inservible; podía sentir hasta el último centímetro de su materia gastada. Con la garganta descarnada, farfulló pidiendo agua. Seca y sin labios, su cara, una máscara de la muerte, estaba envuelta por una aureola de pelo desteñido, desplegado en mechones sobre un cráneo formado sin ton ni son por imperfecciones y vasos sanguíneos que se habían vuelto negros.
Y esos pies que flotaban en el aire frío eran demasiado largos, demasiado, y esos dedos como garras, unidos a unas manos que parecían cartílagos, estaban demasiado cansados como para escapar de donde habían sido colocados como un crucifijo suspendido en el aire. Kyle había abandonado su cuerpo y estaba dentro de aquel ser.
Se revolvió y pugnó para despertarse en cuanto sospechó que estaba atrapado en aquel cuerpo frágil y ajeno que flotaba en el aire sobre su cama; un cuerpo que seguía elevándose suavemente hacia un techo que él no veía. Y sólo la idea de quién era se retorcía tratando de recuperar la carne que en otro tiempo había vestido sus propios huesos.
En algún lugar más allá de su cuerpo, en la oscuridad, se produjo un ruido de arañazos y de golpes, al que siguió un frenético retumbo de porrazos. El ruido provenía de otra habitación, pero se oía cercano.
Y entonces se desplomó. Y despertó con la sensación de estar flotando. Estaba paralizado por la conmoción, sacudiéndose con convulsiones entre las sábanas arremolinadas, jadeando. Se tumbó sobre un costado y se acurrucó con las piernas encogidas.
Empezó a explorar lentamente su rostro con dedos trémulos. Notó la barba incipiente alrededor de una boca que reconoció de inmediato: su nariz respingona, su cabello estropeado. La labor de reconocimiento se aceleró y estiró su propia espalda, las piernas y los brazos. Apretó los puños y flexionó los dedos de los pies.
Se incorporó.
Había oído golpes, pero ahora sólo le llegaba el ruido de unos arañazos. Tirones frenéticos a la moqueta. Sólo era el gato; debía de estar junto a la puerta principal.
Kyle rodó sobre el colchón y encendió la lámpara que había junto a la cama. Parpadeó deslumbrado por la luz que le asaltó los ojos. Se levantó a duras penas de la cama y cruzó la habitación que hacía las veces de dormitorio y de sala de estar. Encendió la luz del pasillo y lo recorrió con la mirada.
El gato se volvió fugazmente desde donde estaba, agazapado junto a la puerta principal, con el hocico apretado contra la delgada rendija que quedaba entre la moqueta y la puerta. Su mirada fue tan breve que Kyle sólo atisbó el destello de unos ojos convertidos en canicas de ébano por el miedo. Tenía el pelo erizado. «Quiero salir, salir, salir. Déjame salir», parecía suplicar.
Con los pies entumecidos y arrastrándolos, como si tuviera un nervio pinzado en la ingle, Kyle enfiló con el cuerpo escorado por el pasillo, dejando atrás la cocina y el cuarto de baño; ambos, con unas dimensiones más propias de una caravana y con los electrodomésticos de una casa de muñecas, estaban sumidos en la oscuridad al otro lado de las puertas entornadas. En algún rincón de la cocina penumbrosa estaba el cajón de arena del gato. Un recurso de apoyo. Quizá el felino ya no podía esperar; había estado aguantándose, pero había alcanzado el momento crítico y se habían apoderado de él el malestar y la incomodidad que sólo los gatos experimentaban con cuestiones de esa naturaleza. «Será mejor que lo deje salir».
Ya despabilado, Kyle empezó a tiritar por el frío. Si dejaba salir al gato, tendría que bajar un tramo de escalera para abrirle la puerta que daba al patio comunitario de la parte trasera del edificio.
—Pensaba que ya habíamos resuelto esto. Pero no puedes esperar hasta que amanezca, ¿eh?
Descorrió el pestillo, abrió la cerradura y apenas si había empezado a abrir la puerta cuando el gato salió disparado por la rendija, precipitándose vigorosamente por el suelo como un torrente, y desapareció por la escalera oscura. Kyle, en calzoncillos, temblando y con el cuerpo todavía débil por el recuerdo de un sueño turbador donde su cuerpo aparecía distorsionado, encendió de un manotazo la luz de la escalera y enfiló pesadamente por la moqueta polvorienta hasta la planta baja, dando vueltas en la cabeza a la pesadilla hasta que llegó abajo: jamás había experimentado nada semejante, de una manera tan vivida. Y ya era la segunda vez que le ocurría. Había salido de su cuerpo y de su cama, como si se hubiera extraviado fuera de sí mismo, o, lo que era mucho peor, hubiera sido arrancado de su cuerpo y trasladado a otro lugar. «¿Por qué?». Las figuras de las paredes de Francia y de Londres brotaron en su cabeza y ahí se quedaron.
Por los resquicios de la puerta que daba al patio trasero se filtraba un aire frío que lo arrancó del incómodo interrogatorio al que estaba sometiéndolo su mente. Kyle devolvió su atención al mundo real. Fuera no había ni rastro del amanecer; el cielo estaba negro y las nubes ocultaban las estrellas. «¿Qué hora será?». El gato se puso a dos patas contra la madera de la puerta y alzó las delanteras para apremiarlo. Seguía nervioso y con los ojos como dos esferas de carbón, con los músculos tensos y temblorosos debajo de la mata de pelo erizado. Fue abrir la puerta Kyle y el gato se lanzó hacia la negritud del jardín, sin emitir un sonido ni echar una sola mirada atrás.
—¡No volveré a bajar hasta por la mañana! —le advirtió Kyle, pero el gato no le escuchaba; ya se había escabullido entre la maleza del patio.
Necesitaría lejía y un trapo, y una bolsa de plástico de las que guardaba debajo del fregadero para limpiar y deshacerse de la porquería del cajón de arena, o quizá algo peor. Un fastidio, y la mera idea debería haberle parecido insoportable a esas horas de la noche, sin embargo, Kyle descubrió de pronto que se alegraba de estar despierto; de no seguir metido en la cama… o suspendido sobre ella.
Decidió que dejaría las luces encendidas. Ya dormiría un poco cuando saliera el sol. Quedarse levantado le daba mucho tiempo para empezar a trabajar. Un día más, no tendría tiempo para ir al gimnasio. «¡Qué pena!». Una trivialidad comparada con la sencilla y profunda sensación de alivio que le proporcionaba estar despierto… y no estar atrapado en una pesadilla.
Pero, de vuelta en el pasillo de su apartamento se detuvo bajo la luz del techo. Alzó la barbilla y olfateó el aire. Flotaba un olor a pelo quemado, un tufillo a descomposición. Y no sólo eso; olía a agua estancada; a ropa húmeda olvidada en rincones oscuros y fríos. Pero había más… «¿Qué es ese olor?». Ceniza mojada de un fuego apagado; como una hoguera de jardín donde hubieran ardido periódicos y que hubiera sido apagada con una manguera. «¿Aquí? ¿Cómo puede ser?».
Miró en el cuarto de baño y advirtió el olor del moho que había en la pared, encima de la cisterna; su propio olor animal potenciado por la humedad en la toalla de baño que necesitaba un lavado; el olor del suelo de linóleo seco después de haber estado mojado; los olores residuales a lejía y a desinfectante. Se adentró en el baño, olisqueando. Distinguió el olor fuerte y empalagoso a desodorante de aerosol barato que le dejaba un cerco blanco en las axilas de las camisas; los lejanos olores a pozo profundo que no pasaban de la taza del váter. Kyle tenía un buen olfato. Nunca había consumido cocaína; lo que lo convertía en una rara avis en el mundo del cine y la televisión. Sin embargo, todo estaba correcto en el baño. Las paredes estaban limpias.
Recordó los ruidos que había oído en el sueño: las palmas, los golpes y los arañazos. Pensó en la habitación del hotel de Normandía. Se apoyó contra la pared, aturdido por la sospecha repentina de que lo improbable se volviera probable. Sintió un escalofrío; tragó saliva. «Aquí no. No. Por favor».
Salió disparado hacia la cocina conteniendo la respiración. Recorrió las paredes con la mirada, por la pintura blanca amarilleada entre los armarios y encima del fregadero y del fogón. Había salpicaduras de aceite y de tomate frito sobre los quemadores, pero nada fuera de lo normal. El cajón del gato estaba limpio, y la arena seca. Las ventanas permanecían cerradas.
Levantó la mirada al techo y vio las telarañas y los puntitos negros que dejaban los insectos, en órbita alrededor de unos cercos amarillos que sólo se ven en los pisos de alquiler. Unas manchas antiguas que Kyle conseguía evitar, pero que ya estaban en su sitio cuando se había mudado hacía dos años. Una palomilla revoloteó en una esquina. Al otro lado de la ventana pequeña, el mundo exterior era negro.
Sin embargo, el olor provenía de la cocina. Se había debilitado, pero seguía siendo perceptible, como si alguien acabara de abrir una ventana para ventilar la habitación. Se adentró en la cocina y, siguiendo el olor a carroña rancia y a aguas residuales, llegó hasta el cubo de la basura. Lo abrió, pero no encontró nada raro. Examinó los armarios que había debajo del fregadero y le asaltó un olor a cera para muebles y a limón. Nada. Miró en los otros dos armarios que había junto al fogón; un fuerte olor a aluminio y una capa de polvo. Giró sobre sus talones y enfiló hacia los armarios donde guardaba las latas y los alimentos imperecederos; los abrió.
Retrocedió con un grito ahogado. Una lata de piña en almíbar y otra de alubias rojas cayeron y rebotaron en la parte superior del microondas, seguidas por una catarata de botes de especias, una cabeza seca de ajos y una red verde llena de cebollas. A la breve avalancha siguió una ráfaga de tufo concentrado de agua estancada, de carne putrefacta reseca, de cerillas usadas y ropa húmeda.
Todos los demás paquetes y latas de comida yacían derrumbados, amontonados o tumbados a ambos lados del interior del armario de madera, en cuyo fondo forrado de papel se distinguía una serie de manchas.
«¡Dios mío, no!». Kyle apartó la mirada. «¡No! ¡No!». Volvió a mirar el fondo del armario. Se acercó, apartando con los pies las cebollas del suelo. Entornó los ojos para escudriñar la amplia mancha descolorida. La miró detenidamente tratando de encontrarle alguna clase de sentido. Parecía como si se hubiera reventado una cañería del desagüe y durante todo un año se hubiera estado filtrando el agua en el yeso y el papel. Pero cuando había dado de comer al gato la tarde anterior había abierto el armario y no había visto ninguna mancha en la pared.
Alargó con cautela una mano y la apretó contra el centro de la mancha. El papel también parecía chamuscado, como alcanzado fugazmente por una llamarada.
Retrocedió y se concentró en el elemento más grueso, la larga franja que atravesaba el núcleo de la contaminación de su pared, ese estigma pestilente que había aparecido de repente en mitad de la noche. No resultaba muy distinto de la piedra desnuda de Normandía, ni del revoque sin pintar de la pared del sótano de Clarendon Road, ni de la mancha borrosa del cuarto de baño de la habitación del hotel de Caen. Diferentes superficies, pero todas ellas redecoradas con la misma gama de colores: el del hollín, el del glaseado, el de la humedad, el marrón negruzco de las vendas usadas, el de las manchas de humedad secas en un sudario, el de huellas de…
«¡Dios mío!». En cuanto distinguió las dos largas vetas curvas que atravesaban la parte central de la mancha, comprendió de repente. «Ulna. Radius». Las palabras en latín brotaron en su cabeza, procedentes directamente de las clases de biología del colegio. Y en un extremo, como un montón de piedras, estaban las marcas de los carpos; los huesos de una mano envueltos por una película de piel. En el otro extremo, las protuberancias gemelas de un codo, «humerus», el hueso de la risa, aunque Kyle no se estaba riendo.
Era como si dentro del armario hubiera habido un antebrazo, que había emergido de la pared dura para registrar el interior del mueble y golpear sus puertas y abrirlas y cerrarlas estruendosamente mientras él dormía, como un brazo que se introduce por una ventana entreabierta y se agita para agarrar algo que hay dentro de una habitación; y que cuando se retira, deja una huella como testimonio de su presencia: un reproche mugriento, visible y dirigido a los vivos.