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AFUERAS DE MORTAIN, BAJA NORMANDÍA, FRANCIA

15 de junio de 2011


El móvil de Kyle sonó anunciando que tenía otro mensaje de texto: «Grabe en todos los edificios. Quiero imágenes del hermano Gabriel en todas las habitaciones». Era el noveno mensaje que le enviaba Max desde que habían llegado a Francia, mientras llevaban al hermano Gabriel sentado como un pequeño muñeco en el asiento trasero del monovolumen.

—¡Ya basta, Max!

A sus sospechas sobre el carácter taimado de Max y su tendencia, oculta hasta entonces, a controlar al milímetro todo el rodaje, se les sumaba ahora el fastidio de tener que cargar con un verdadero chiflado que había pertenecido a la secta. La irritación de Kyle había degenerado en resentimiento; y parecía complicado que eso pudiera cambiar.

Habían sido ocho horas de ferry desde Portsmouth hasta Normandía. No habían podido pegar ojo en toda la noche por culpa de los monólogos interminables con los que el hermano Gabriel les obsequiaba mientras ellos permanecían sentados en las butacas clavadas al suelo escorado. Al viaje en ferry habían seguido inmediatamente la confusión y el pavor que, aunque no lo confesara, le produjo a Kyle el trayecto en coche desde Le Havre hasta Mortain por lo que siempre parecía el carril equivocado de la carretera para un conductor inglés.

—¿Qué pasa? —preguntó Dan, tanto para sacar al hermano Gabriel de su ensimismamiento, pues estaba como hechizado, sumido en un soliloquio en el asiento trasero, como para conocer el contenido del mensaje.

Kyle dejó caer de nuevo el móvil en el porta bebidas.

—¡Max! ¡Otra vez! ¡Por el amor de Dios! ¡Que sabemos lo que hacemos! Y él sigue erre que erre.

Kyle atisbó por el espejo retrovisor los diminutos ojos sonrientes de Gabriel detrás de sus gafas, con los vidrios cubiertos por un mosaico de caspa adherida y huellas dactilares. «¿Cómo puede ver a través de toda esa roña?». Gabriel parecía encantado con la irritación de Kyle con Max.

—Nada nuevo bajo el sol —repuso Dan, y echó un vistazo por la ventana del copiloto; más por huir del aliento acre que exhalaba Gabriel cada vez que asomaba su cabecilla entre los reposacabezas que por interés en el paisaje rural, que parecía pintado únicamente con tres colores: verde, blanco tiza y gris piedra.

Los campos y las granjas se extendían alrededor del vehículo con una monotonía inofensiva; de no haber estado conduciendo por el carril contrario de la carretera, Kyle habría encontrado tranquilizadora la luz cenagosa que caía del cielo bajo.

Reprimió una carcajada que habría sonado histérica de haber escapado de su boca. Además, empezaba a pensar que no existía una persona que tuviera más cosas que decir sobre temas que no le interesaban a nadie que el hermano Gabriel. Este era, además, el hombre más delgado que Kyle había visto en su vida. Al lado de la mole de Dan, Gabriel parecía un títere con la cabeza coronada por una melena de largos y grasientos rizos canos que caían de un modo infantil sobre sus hombros, y su cara era por lo menos cinco centímetros más estrecha que la montura de carey de las gafas que llevaba encajadas en unas orejas del tamaño de unos orejones de albaricoque.

Habían recogido a Gabriel en Wood Green, donde vivía gracias a un subsidio por incapacidad en un apartamento de protección oficial situado en la planta baja de un edificio, del que él y Dan habían estado ansiosos por salir desde el mismo momento en que habían puesto el pie en sus confines pestilentes y húmedos. Inmediatamente se hizo evidente que el hermano Gabriel carecía de la oportunidad de charlar con otros mortales a menos que éstos quedaran atrapados con él en un espacio cerrado. En el instante mismo en que Gabriel había aparecido al otro lado de la puerta de su casa, su minúscula boca, rodeada por una rebelde barba blanca, se había abierto para no volver a cerrarse. Llevaba puesto un chaquetón que por lo menos era tres tallas más grande de la que se ceñiría a su cuerpo esmirriado, a pesar de que probablemente era una prenda de niño. La velluda tela negra estaba salpicada de pelos de animal rizados y blancos, aunque ni Kyle ni Dan habían visto perro ni gato alguno en su apartamento de un dormitorio, mal iluminado y atiborrado de objetos. En él también vivía, por increíble que resultara, su nonagenaria madre, a la que Gabriel —con un comentario que había hecho estremecerse a Kyle— había afirmado cuidar.

«¿Estará bien su madre, Gabriel?», había preguntado Dan a la figura enana enfrascada en el cierre de una maleta avejentada de cartón duro, con las aristas reforzadas con piezas de bronce. «Estará de vuelta dentro de un par de días, colega —había añadido Dan—. ¡No va a necesitar todo eso!». En la maleta había más ropa de la que podía contener. Entre las solapas acartonadas del chaquetón de Gabriel se veía una chaqueta de chándal verde sobre otras dos camisas, ambas con el cuello sucio, sugiriendo a Kyle la idea de que debajo de todas aquellas prendas lo único que se escondía era el esqueleto mugriento de un niño. Por un instante le atenazó la inquietud, al pensar que desde el momento en que Gabriel saliera de casa, él y Dan serían responsables de él.

Durante el viaje en coche hasta Portsmouth, Dan y Kyle fueron obsequiados con extensas y pormenorizadas conferencias sobre la historia de la finca donde vivía Gabriel y su importancia para los estudiosos de la geografía psíquica, sobre la construcción de la autopista M25, sobre los búnkeres secretos sepultados en Hampshire, sobre la posibilidad de la localización de la Atlántida al sur de la costa, y sobre el modo en que la energía psíquica fluía y estaba afectando a la radio que Kyle había encendido para no escucharle a él. Y seguía, y seguía, y seguía; acabando todas las frases con un irónico sonsonete inquisitivo, hasta que Dan se colocó disimuladamente unos minúsculos auriculares en los oídos y Kyle pidió «un poco de silencio» para «poder concentrarme en conducir un coche con el que no estoy familiarizado por la autopista».

En la hilera de coches que hacían cola en el muelle del ferry, Kyle había recibido un mensaje de texto de Dan: «Este tipo parece una momia egipcia con una peluca de Harpo Marx. Otro personaje de circo. ¡Voy a tirarlo del coche!».

Kyle le había respondido: «Yo lo agarro de las piernas y tú de los brazos». La idea de permanecer atrapado todo el día con aquel enano arrugado, así como el posterior viaje de vuelta, resultaba paralizante. No obstante, Gabriel apenas hizo referencia a La Última Reunión durante el viaje.

Pasada Le Havre, el lugar más cercano a la granja de la secta que aparecía en el GPS era la localidad de Mortain. No se indicaba nada en las coordenadas de la granja. Al parecer, para los cartógrafos y los programadores del sistema de navegación por satélite el lugar ocupado por la granja sólo era una extensión de campo vacía. A partir de Mortain, Kyle utilizó un mapa de carreteras y un puñado de fotocopias de un mapa con indicaciones realizadas con rotulador incluidas en la carpeta con la planificación del rodaje. Tenía que haberse pasado otra vez. «¡Me he pasado otra vez!». No iban bien; se habían alejado demasiado de Mortain hacia el sur.

«No se ve desde la carretera —le había informado Max en uno de sus mensajes—. A tres kilómetros del pueblo verán un gran roble blanco en la base de una pendiente. Delante del roble está la puerta. No podrán llegar en coche hasta la granja. Tendrán que trepar por la puerta o atravesar los setos… ¿o había un muro? Pregunten a Gabriel. Pero verán un bosquecillo inconfundible justo al norte de la puerta. Busquen el roble y encontrarán el camino».

¿Sería el pueblo al que se refería Max el último montón de casas deprimentes que habían pasado? Las apretadas construcciones se inclinaban sobre una carretera tan estrecha que apenas había espacio para que pasara un coche, así que ni qué decir si se encontraban con algún camión o tractor, y pensar en esa sola posibilidad hizo que Kyle mordiese el labio hasta hacerse sangre. Y en cuanto al «pueblo», le había parecido abandonado, incluso en ruinas, con los postigos de todas ventanas cerrados.

¿Cuántas casas constituían un pueblo? Kyle desconocía la respuesta. No sabía nada. No hablaba francés. Nunca había conducido por el continente. Tenía la espalda empapada, y se imaginó una mancha de Rorschach en la tapicería del asiento del coche de alquiler, continuamente arañado por los arbustos y las ramas de los árboles que se introducían en el camino penumbroso mientras él intentaba comprender el mapa, mirar a la carretera y descifrar lo que decía el GPS, que apenas podía oír por culpa del enésimo discurso del hermano Gabriel, esta vez sobre una secta templaría infiltrada en el gobierno francés.

Cuando la carretera se ensanchó lo suficiente para realizar un cambio de sentido, Kyle giró como buenamente pudo con no menos de una decena de maniobras y regresaron por donde habían venido.

—¿Le suena algo de lo que ve, Gabriel? —espetó por encima del reposacabezas.

—¿Cuántas veces me lo va a preguntar? ¡No recuerdo nada!

—¡Pero si estuvo viviendo aquí!

Por una vez, el hermano Gabriel se quedó sin respuesta.

—¿No puede darnos algún dato útil? Olvide por un momento la conspiración que se esconde detrás de la Unión Europea, ¿eh? Aquí no nos sirve de nada, colega.

Dan sonrió, aunque se volvió a Kyle y le dio un golpecito en el hombro.

—Tranquilízate.

Había tantos árboles entre los setos que Kyle empezó a dudar que supiera identificar un roble. Cuando era niño había uno en el jardín de sus padres. Recordaba haberse deslizado por el tronco un bochornoso día de verano únicamente con el bañador puesto, aferrándose como un oso a la implacable corteza del árbol con sus brazos enclenques y sus débiles piernas. Lo primero que pensó su madre después del accidente fue que había quedado castrado. Kyle la recordaba limpiándole la «colita» con antiséptico en el baño, mientras él se apretaba un algodón contra la cara con una mano y una toallita húmeda contra el pezón ensangrentado con la otra. En la nariz y en la frente le había quedado una constelación de costras que le acompañó el resto del verano.

Kyle aporreó el volante y pisó hasta el fondo el pedal del freno. La sacudida los arrancó de los asientos y los arrojó hacia delante.

—¿Qué pasa? —preguntó Dan.

—¿No habría sido mejor estudiar el mapa antes de salir de la cafetería? —preguntó con voz monótona Gabriel.

Primera marcha: se detuvo junto a todos los árboles más o menos robustos que encontró a lo largo de un kilómetro y medio; retrocedió con la esperanza de que su memoria recordara el aspecto que tenía un roble. ¿Y la pendiente?

—¿Reconoce algo, Gabriel?

—No estoy seguro.

—Porque como no sea aquí no sé dónde cojones va a ser. ¡Si es que existe esa granja!

—Oh, existe. Las piedras que se utilizaban para construir…

—Ahora no, Gabriel —le interrumpió Dan—. Tendrá todo el tiempo del mundo para sus peroratas cuando la cámara esté grabando, ¿vale?

Kyle acercó lentamente el morro del vehículo hasta el siguiente árbol robusto. «Tal vez este cabrón gigante sea nuestro roble». En efecto, cuando se puso debajo de él se despejaron todas sus dudas: un tronco grueso y bajo por el que parecía fácil trepar, y una gran copa con abundantes ramas y hojas que ensombrecían el camino y el coche. Apagó el GPS; bajó la ventana del copiloto y fijó la mirada más allá de Dan. Entre el follaje, enfrente del roble, había un sendero de entrada, pero ninguna puerta. El seto era espeso y alto.

Kyle se desabrochó el cinturón de seguridad y bajó del monovolumen. Le flaqueaban las piernas. Se asomó de puntillas por encima del seto. A unos cien metros dentro del terreno cercado por el seto divisó un conjunto de árboles. «¿Será el bosquecillo?».

Junto al camino estrecho y pedregoso descubrió un montículo: un montón de tierra aplastada de donde crecía una hierba que le empapó los téjanos hasta las rodillas. Se subió a él y apartó las ramas del seto. A algo más de medio metro atisbó la columna de una verja.

—¡Es aquí!

El sol empezaría a ponerse en menos de cuatro horas. «Mejor graben de noche. No llamen la atención», habían sido las instrucciones de Max en el último mensaje de texto antes de que sus móviles se quedaran sin cobertura.

«¿Por qué? ¿La atención de quién?», le había contestado Kyle, pero no había recibido respuesta de Max.

Kyle se abrió paso por entre los helechos y el seto y sostuvo las ramas para que Dan pasara caminando de espaldas, cargado con las cámaras y la primera bolsa con el equipo, seguido de mala gana por Gabriel y sus pies diminutos.

Emergieron tambaleantes en un prado: un océano de maleza, ortigas y hierbajos empapados de rocío que se alzaban hasta la cintura de Kyle. Oculto bajo los arbustos encontraron el camino que los adeptos de la hermana Katherine habían recorrido en sus viajes de ida y vuelta al pueblo, donde vendían huevos y enviaban las piezas de artesanía que producían, el manuscrito del libro de la hermana Katherine y los artículos a la editorial de Dorset para que los convirtiera en la cada vez más surrealista revista Gospel. Max había incluido una de las copias que se conservaban del libro y dos números de la extraña revista en la carpeta. El libro era prácticamente ilegible; se trataba de un mojigato manifiesto de autopromoción al más puro estilo del Viejo Testamento, plagado de sandeces que defendían la fe de Katherine en su propia divinidad y su papel de salvadora de su rebaño; además estaba lleno de peroratas autocompasivas sobre la persecución que había sufrido y el éxodo que habían emprendido de un mundo condenado, un mundo al que habían dado la espalda en pos de las insinuaciones veladas de una inmortalidad divina que tanto ella como su rebaño alcanzarían por medio de la fe y el aislamiento. La revista redundaba en esa idea, además de propugnar la promesa de la salvación de los horrores de la familia, la sociedad y el gobierno, aunque únicamente a través de la devoción por la hermana Katherine, por supuesto, y de su reveladora clarividencia. Era lo más parecido al testamento de una imaginación obsesiva y un ego monumental.

El lugar llevaba abandonado varios años, tal vez desde que La Reunión se había marchado en marzo de 1972, después de resistir un segundo invierno inclemente. Según Max, nunca se había vendido la granja, que seguía siendo propiedad de El Templo de los Últimos Días, de ahí que resultara desconcertante su temor a que llamaran la atención. Max no había sido capaz de averiguar nada más sobre el legado de la organización, pero sus propiedades seguían perteneciendo a una sociedad pantalla radicada en Nassau. No obstante, aun en el caso de que la granja abandonada todavía fuera propiedad de una organización que había dejado de existir hacía cuarenta años, ¿a qué venía esa inquietud por que entraran sin permiso?

«Manténganse en el sendero —les había advertido Max de un modo elocuente y sólo cuando estuvieron en la orilla francesa del canal—. Katherine afirmaba que había colocado trampas para disuadir a los indignos y castigar a los apóstatas que intentaban huir. Oí decir que se trataba de la clase de cepos que se habían utilizado para cazar tejones y perros salvajes. Funcionan con un mecanismo de resorte y pueden destrozar una pierna; los dientes son de acero y pueden hundirse hasta el hueso. Siempre pensé que no era cierto, y a estas alturas (¿seguramente?), las habrán retirado, bueno, han pasado cuarenta años. Pero, por si acaso, manténganse en el sendero, por favor».

La información no había caído bien en el monovolumen cuando Kyle la había compartido con sus compañeros, y el hermano Gabriel no había podido confirmarles ni desmentirles la historia de las trampas, pues se había marchado de la granja cuando todavía no se había cumplido un año de la llegada de la secta.

—¿Qué maldito sendero?

Kyle paseó la mirada por las hectáreas de terreno de la granja, invadido por la maleza y cercado en dos de sus lados por unas vallas de tela metálica y follaje oscuro. El bosquecillo era el único elemento que rompía la monotonía de la parte visible del prado, y Kyle supuso que la llanura agreste continuaba pasado el conjunto irregular de árboles.

—Chorradas hippies.

Bajó la mirada y no pudo ver por debajo de su cinturón. En su cabeza se formó la imagen de un sencillo mecanismo oxidado sobre el suelo, con la boca abierta y los dientes de sierra: un pequeño dispositivo de activación por presión oculto entre la maleza pálida, esperando cuatro décadas para por fin cerrarse en un abrir y cerrar de ojos. Kyle notó que su recto se contraía y se convertía en un conducto aún más estrecho.

Nadie oiría sus gritos; el pueblo estaba a tres kilómetros y le había parecido desierto. Ni Dan ni Gabriel sabían conducir. Kyle imaginó sus dedos resbaladizos embadurnados de sangre caliente tirando inútilmente del acero oxidado en la oscuridad. Borró la imagen de su mente. Tenía que convencerse de que sólo era un rumor… uno de tantos. ¿Qué sabía Max, después de todo? Se había largado mucho antes de que las cosas se desmadraran allí.

—Esto tiene que ser una broma —dijo Dan contemplando el prado.

—Detrás de usted, Gabriel —repuso Kyle.

—Usted es el buscaminas, colega —dijo Dan riendo entre dientes.

Pero Gabriel no lo encontraba gracioso; permanecía con el cuerpo encogido encajado en el seto, en actitud de salir disparado hacia el monovolumen en cualquier momento. Su rostro demacrado estaba lívido, y sus diminutos ojos oscuros se abrían y se cerraban con rapidez.

—¿Se encuentra bien, colega? —le preguntó Dan, que añadió volviéndose a Kyle—: Debe de estar recordando.

El suelo que estaban pisando era lo único que había conseguido enmudecer a Gabriel; un hecho que no tranquilizó a Kyle.

—Grabemos algunas imágenes mientras nos adentramos en el prado. Quedarán guays. Darán una idea de lo remoto del lugar.

—No sé —dijo Gabriel casi en un susurro.

—Supongo que, lógicamente, el sendero cubierto de hierbajos conducirá directamente hasta aquellos árboles —apuntó Dan—. La casa debe estar detrás. ¿He acertado, Gabe?

Gabriel asintió con la cabeza.

—Necesitamos que vaya delante, colega. Para la grabación. —El tono de Dan tenía un deje de deleite sádico; una venganza por las horas que habían pasado metidos en el monovolumen escuchando el parloteo de Gabriel, que no serviría ni para los extras de un vulgar DVD.

Kyle tampoco pudo resistir la tentación de hostigarlo.

—Sí, háblenos de lo que siente siendo el primer miembro del grupo en regresar aquí cuarenta años después.

—Necesito hablar con Max —dijo Gabriel.

—No hay cobertura —apuntó Dan mientras preparaba el trípode de la cámara.

—Hemos llegado demasiado lejos como para darnos media vuelta ahora —dijo Kyle dirigiéndose a Gabriel—. Sólo tenemos que llegar a la granja y grabar lo que quede en pie de los edificios y sus secuencias delante de la cámara. Luego volveremos sobre nuestros pasos hasta la entrada. Una comida caliente, una cama de hotel y un par de cervezas frías. Todos los gastos pagados. Es pan comido.

Gabriel no parecía convencido.

—No es el momento de arrepentirse —insistió Kyle suavizando el tono de su voz; estaba al aire libre y el estrés que le había generado conducir había empezado a desaparecer—. Comprendo que aquí vivió muchas experiencias…

—No, no lo comprende.

—Está bien. Imagino que fue duro, pero volver a visitar un lugar como éste puede resultar catártico. Para Susan White lo fue. Ya sabe, la hermana Isis; cuando la llevamos a la casa de Clarendon Road. Y usted accedió a venir.

—Lo sé. Lo sé. Pero ahora que estoy aquí siento…

—¿Qué?

Gabriel lanzó una mirada suplicante a Kyle con sus diminutos ojos bañados en lágrimas.

—Siento su presencia. Es como si nunca se hubieran marchado.

Kyle intentó separar la hierba con las manos para ver dónde se hundían sus botas de motorista, pero era como intentar cribar una masa de agua sucia. En el transcurso de los primeros diez pasos se estremeció, caminó de puntillas y trastabilló dos veces. Luego regresó al seto y cogió una rama seca que utilizó para tantear el suelo inmediatamente delante de él y para ayudarse a guiar sus botas hasta la superficie firme.

Cargado con la bolsa con los focos y todo el equipo de sonido, continuó con esa táctica hasta que alcanzó el bosquecillo. Para entonces ya sudaba copiosamente, le dolían los hombros y tenía el cuello agarrotado y dolorido. «Qué lentitud». Había tardado treinta y cinco minutos en atravesar el tramo de campo. El sol todavía no se había puesto, pero ya no pegaba tan fuerte; necesitaban aprovechar los últimos rayos de la tarde. Ni en broma estaba dispuesto a repetir la excursión al día siguiente.

Gabriel se había negado a marchar en cabeza, de modo que no contarían con la secuencia inicial de un viejo superviviente regresando a las ruinas de sus sueños y esperanzas infinitos. Por el contrario, Gabriel no se separaba de Dan, que avanzaba con zancadas descomunales, ni dejaba de lanzar ojeadas nerviosas a su alrededor según se adentraban en el prado. Su temor no parecía fingido, aun así, Kyle apenas si podía contener su irritación.

Como alternativa, Dan había grabado el prado vacío desde el seto, y luego a Kyle tanteando el suelo en busca de trampas y declamando fragmentos de narración. Por lo menos la leyenda sobre trampas ocultas daría una idea sobre el control obsesivo que ejercía Katherine sobre la secta en Francia.

«La Última Reunión llegó aquí impelida por su profunda fe tras la primera profecía de la hermana Katherine. Una fe que, al parecer, todos sus seguidores compartían. En esa etapa de su extraña historia, los miembros de La Última Reunión eran vegetarianos. Carecían de aptitudes para llevar a cabo las actividades propias de una granja; no contaban con las herramientas necesarias, apenas con un puñado de utensilios básicos de carpintería. Estuvieron a punto de morir de hambre durante el primer año. Aparecieron aquí ataviados, literalmente, con sus uniformes y se pusieron manos a la obra para construir el «paraíso». Pero hoy nos acompaña el hermano Gabriel, quien huyó de la organización cuando se cumplía un año de su penosa existencia en este paraje….

Dan había girado el trípode para grabar a la figura diminuta y huidiza de Gabriel, que no dejaba de mirar fijamente el suelo.

En el bosquecillo, Kyle sacó tres botellas de agua de su mochila y las repartió entre sus compañeros. Él bebió dos tercios del contenido de la suya. Encendió un cigarrillo. Mientras fumaba, avanzó con cautela entre los árboles, cuyas raíces se perdían entre las ortigas y los zarzales. Hasta la última rama seca que yacía entre la hojarasca parecía un trozo de metal corroído.

Una vez atravesaron el bosquecillo, vio la granja.

Unos árboles de escasa altura ocultaban parcialmente los muros de piedra gris y el tejado de pizarra. Cuatro edificios se sostenían mutuamente rodeados por la maleza que alcanzaba los huecos de las ventanas de las plantas bajas. Las puertas y las ventanas habían desaparecido hacía tiempo de la construcción principal: la vivienda de la granja, blanca e imponente, donde los adeptos habían vivido en comunidad.

Según Irvine Levine, los dos edificios adyacentes al principal se habían utilizado como taller de artesanía y como templo, respectivamente. Además había otro edificio para uso agrícola con un cobertizo que parecía un establo, pero Kyle no fue capaz de recordar su función. La hermana Katherine había vivido sola en una pequeña fermette, con su porción de terreno privado, cerca de allí. Había sido el único edificio del asentamiento que contaba con instalación de fontanería y eléctrica. Kyle no divisó la fermette, pero no debía estar lejos.

El edificio marrón rojizo cuya función no recordaba era la única construcción con las paredes de madera. Varios tablones verticales yacían desprendidos sobre la hierba. El tejado estaba combado hacia dentro. No había ni rastro de las dos puertas principales, pero en el espacio comprendido entre las tablas que permanecían en pie la oscuridad era impenetrable. Lo mismo ocurría en el interior de los tres edificios de piedra.

—Voy a tomar un plano general con ese nuevo objetivo de doscientos milímetros —dijo Dan. No le gustaba utilizar el zoom; prefería cambiar los objetivos.

—No hará falta. Uno de treinta y cinco servirá.

—Es mi momento, David Lean, así que déjame a mí.

Ajustaron el balance de blancos de las dos cámaras y Kyle sacó el micrófono Sennheiser que utilizaban para el rodaje en exteriores. No había pensado en coger una linterna, pero disponían de la colección de focos hasta que se les agotaran las baterías.

—Gabriel, ¿ve aquel edificio de madera con el cobertizo?

—El establo. Era un establo.

—¿Para qué lo utilizaban?

—Para los niños.

—¿Metían ahí a los niños?

Gabriel no respondió, y Kyle dejó que el silencio se alargara sin insistir en el interrogatorio.

Se acercaron a los aledaños de las construcciones y se detuvieron en lo que debía haber sido un patio enfrente del edificio principal. Los restos de un viejo arado y de un carro derrumbado asomaban por encima de la hierba alta como los huesos sucios de un elefante.

Fue entonces cuando Kyle tomó conciencia del silencio, mientras se concentraba en la búsqueda de los encuadres para lograr la mejor composición posible ahora que tenía algo más que mirar que la fotografía en blanco y negro del libro de Levine. Y encontró ese silencio inquietante, como si estuviera acompañado por una mirada escrutadora. Sin embargo, en el origen de esa sensación había algo más que la ausencia de ruido y la atmósfera que no presagiaba nada bueno; la quietud también era absoluta.

El aire era denso y frío, y no había ni rastro alguno de brisa que lo alterara en todo el prado; ni siquiera un insecto revoloteaba o zumbaba a su alrededor, a pesar de que habían estado muy activos en el tramo de prado que habían atravesado. No obstante, Kyle no habría definido el entorno de la granja como un remanso de paz; en el ambiente flotaba más bien la sensación de que estaba a punto de ocurrir algo.

Gabriel se sentó en la hierba de un extremo del patio y contempló detenidamente los edificios. Parecía un niño con la cabeza de un hombre.

Entre instrucción e instrucción a Dan —quien, por otra parte, necesitaba pocas indicaciones en cuanto a los planos—, Kyle empezó a tomar instantáneas de los exteriores con su cámara de fotos. Luego colocó la segunda cámara cerca del establo; siempre editaban con imágenes tomadas con dos cámaras. Le encantaría hacerlo algún día con cuatro. «Sigue soñando».

Empezaron con los planos previstos. La elección del plano inicial de una secuencia siempre suponía para Kyle su declaración de intenciones como director. Y en este caso, el hilo conductor serían las ruinas: vacío, atmósfera anacrónica, aire de abandono. Estaban en un lugar con unas características dramáticas más marcadas que la casa de Londres, y en su imaginación incluso empezó a percibir la granja como un lugar mancillado por una presencia invisible que había pasado por él tiempo atrás o que lo había habitado. Desterró de un plumazo esos pensamientos, ya que Gabriel parecía estar pensando en algo similar.

—¿Estás seguro de que tienes todas las tomas que necesitas? —preguntó a Dan una hora después.

Dan asintió con la cabeza detrás de la primera cámara.

—Los planos máster prometen. Tengo los insertos. Tomaré algunos primeros planos decentes.

El entorno no hacía presagiar que pudieran surgir problemas técnicos. Para la grabación de algunos planos en los interiores necesitarían los focos. El resto del rodaje se compondría de entrevistas grabadas con la cámara fija, en planos figura, medios y cortos.

—A Max hay que reconocerle una cosa: sabe elegir localizaciones que dan mal rollo.

Dan asintió con una sonrisa de oreja a oreja en la cara.

Kyle sacó el volumen de Últimos Días y el guión de su mochila; abrió el libro por la sección de las láminas y buscó el plano a escala de la granja. Se imaginó el lugar a vista de pájaro. En la página posterior del mapa, una de las dieciséis fotografías incluidas en «Un extraordinario clásico de la literatura de crímenes reales» le llamó la atención. En ella, el fotógrafo había capturado la vivienda de la granja desde el mismo lugar donde él estaba ahora acuclillado. En la imagen en blanco y negro aparecían las hojas acristaladas fijadas a los marcos de las ventanas, y descoloridas puertas de madera sobre los umbrales de piedra. Una docena de adeptos habían quedado inmortalizados enfrente de la vivienda: doce de los veintitrés hombres y mujeres que quedaban en La Reunión en ese momento.

En la fotografía, los hombres llevaban el pelo largo y una barba abundante. La mayoría aparecían sonrientes. La imagen había sido tomada en 1970, pero más bien parecía de 1870. Los sujetos eran una extraña combinación de monjes dominicos, profetas del Antiguo Testamento y hippies. En la fotografía, todos los adeptos llevaban puestas las túnicas con capucha que los habían hecho famosos por las calles de Londres y después de Los Ángeles y Yuma.

—Gabriel —Kyle le hizo una indicación con la cabeza para que se acercara a él.

Gabriel se desplazó con pasos ligeros y ágiles y se detuvo junto a Kyle, que le mostró la fotografía. Dan levantó la mirada del visor de la cámara y escuchó a Kyle; normalmente eso era lo único que necesitaba para conseguir la mejor toma.

—Quiero que vaya hasta la vivienda y se quede quieto justo donde está esta gente de la foto. No tiene que hablar. ¿De acuerdo? ¿Ve la foto?

Gabriel asintió con la cabeza.

—La secuencia empezará con esta fotografía de archivo y a continuación aparecerá usted en color. Haremos un fundido encadenado, ¿de acuerdo? Será una cosa de esas de «antes… / ahora…».

—¿Tardaremos mucho?

—Eso depende de usted, me temo.

Kyle comprendió por la manera en la que miraba Gabriel los edificios de la granja que se las verían y se las desearían para hacerle entrar en cualquiera de ellos, a menos que se animara de repente como le había ocurrido a Susan White. Cuando Gabriel enfiló arrastrando los pies hacia el edificio blanco y alargado de la vivienda, Dan comentó entre dientes:

—Está cagado.

Kyle volvió a concentrase en la fotografía. Según el índice no aparecía ninguno de los Siete. Era la única fotografía de la granja de la que Max tenía conocimiento. Irvine Levine se la había comprado a una integrante de la secta llamada Sandy Wallace, alias hermana Juno, que había huido de la organización poco antes del cisma y había muerto de septicemia hacía mucho tiempo.

Kyle se fijó en las sandalias que sobresalían de debajo del dobladillo de las túnicas de los adeptos: un símbolo de su estilo de vida ascético. Irvine Levine afirmaba que en Francia las adeptas más atractivas vivían permanentemente encapuchadas y con el rostro oculto, y que no se separaban de la hermana Katherine, que no era muy aficionada a tener competencia. Sin embargo, las cinco mujeres que aparecían en la fotografía llevaban el rostro descubierto; eran jóvenes y guapas, con la tez moteada por el sol, y sus largas cabelleras lacias les cubrían los hombros esbeltos. Las muchachas sujetaban las correas de los perros que aparecían en la fotografía. Se trataba de los queridos «vargs» de la hermana Katherine; unos huskies que adoraba y que había traído desde Inglaterra, y que siempre habían comido mejor que los adeptos.

Kyle recorrió el índice que había junto al plano a escala de la granja y vio que el edificio de madera en ruinas, cuya función no había sido capaz de recordar, constaba en el libro como «Perrera / Escuela».

—Gabriel, durante el tiempo que usted estuvo aquí, ¿los perros convivían en el establo con los niños?

Gabriel asintió con la cabeza.

—Los niños que nacían en la granja pasaban inmediatamente al cuidado de la comunidad. Pero los bebés disponían de unas cunas hechas a mano y los mayores dormían en colchones —añadió como a modo de excusa.

—Pero si es un lugar terrible… Con los perros, Dios mío —farfulló Dan para sí.

Kyle entró en el plano y colocó a Gabriel los micrófonos de solapa.

Kyle nunca había estado interesado en los directores artísticos; no quería que los escenarios fueran «transformados» en lugares interesantes. Había descubierto, a través de la experiencia, que si se esforzaba en mirar en la dirección adecuada, una localización ya era perfecta tal como estaba para sus propósitos. Así eran ellos: tan desaliñados, deprimentes y abandonados como solían serlo los escenarios donde grababan. Esas cualidades precisamente los hacían interesantes. Al menos para él, y a menudo eran una parte esencial de la historia que intentaba contar. Así había ocurrido con la casita de campo reducida a cenizas que había grabado en Escocia para Aquelarre, y con el aterrador bloque de pisos de Oslo plagado de graffiti de Frenesí sangriento. Era como si los terribles sucesos ocurridos en determinados lugares los convirtieran en espacios abandonados y los dejaran en un estado ruinoso irrecuperable; como una especie de condena. Y aquella granja expresaba más de lo que ningún escenario preparado podría hacerlo jamás.

Kyle se asomó por el marco corroído de una ventana de la vivienda alargada: las viejas habitaciones del penúltimo retiro del mundo de La Reunión. El sol entraba por las ventanas rotas y los vanos enormes de dos puertas que había en la pared que daba al patio, y sumía el interior en una tenue neblina parda. Fragmentos de cristales rotos crujieron bajo las botas de Dan cuando éste colocó la cámara para tomar primeros planos de los exteriores. Las ventanas habían sido destrozadas desde dentro.

De acuerdo con sus fuentes, Irvine Levine afirmaba que una tormenta terrible había destruido los tejados, las ventanas y la cosecha del asentamiento en la época que se produjo el cisma. Pero la realidad era que Irvine nunca había visitado la granja.

Kyle entró por el hueco de una puerta. El hedor inconfundible de orines animales le hizo estornudar dos veces. Además, el olor que despedían los hongos negros que se expandían por las paredes de piedra hacía más intenso el hedor. Y también llegaban hasta su nariz el olor a madera húmeda y quizá un tufillo a carroña putrefacta.

—¡Dan!

Dan apareció en el vano de la puerta.

—Este lugar es escalofriante.

—Quiero que grabes imágenes de todo para los insertos. Prueba también cómo queda sin los focos.

—Hecho —respondió Dan.

—Esto va a quedar de miedo, amigo mío.

—¿Quieres grabar algunas líneas de la narración?

—Todavía no. Sólo graba y haz que parezca La matanza de Texas. Y preparemos los micrófonos. Quiero oír la voz de este sitio.

—Lo haré lo mejor que pueda.

—Siempre lo haces bien. Por eso te besaría ahora mismo si te hubieras molestado en afeitarte esta mañana.

Dan resopló.

—Gabriel no va a querer entrar. Creo que tendremos que grabar fuera su parte.

Kyle puso los ojos en blanco.

—Ya podría habernos avisado en Wood Green.

Dan se adentró en la casa dejando escapar su risa anhelosa. La planta baja estaba construida como una única estancia, con una chimenea gigantesca en un lado. El suelo era de cemento, desnivelado y plagado de porquería, así que no tardaron en estar hundidos hasta los tobillos en el mantillo de hojas. Había leña, ladrillos sueltos y conglomerados de suelo y revoque húmedo esparcidos sobre los montones de hojarasca. Los miembros de La Reunión habían dado cuenta de sus comidas escuetas por turnos en esa estancia. Tres largas vigas de madera recorrían de lado a lado el techo alto; el suelo del piso superior estaba hecho de tablones de madera que se veían entre las vigas.

—Dan, graba primeros planos de la chimenea.

Dan encontró junto a ella dos ollas descoloridas y abolladas, los restos de una escoba y un fardo de libros podridos convertidos en una pasta de papel.

—¿Sigue ahí? —gritó Kyle, escrutando sorprendido la pieza de metal deslucido que halló entre las hojas negras—. ¡Gabriel!

Pálido y con gesto azorado, Gabriel permanecía de pie junto a la chimenea, donde en el pasado había engullido un plato de gachas líquidas preparadas con pienso para animales. Ni siquiera este momento en el que estaba siendo inmortalizado parecía ofrecerle consuelo alguno; una idea que debería haberlo entusiasmado cuando había aceptado la oferta de Max y, como él mismo les había contado en el ferry, unos buenos honorarios por participar en el documental.

—La batería se habrá agotado para cuando esté listo —dijo Dan con una sonrisa en los labios.

Kyle susurró algo a Dan y luego se dirigió a Gabriel:

—Un estrado. Por fin un pulpito desde el cual predicar. Aunque usted habría elegido otro, ¿eh, Gabriel? —Kyle hizo una indicación a Gabriel con la cabeza y luego hizo chocar las piezas de la claqueta delante del objetivo—. Acción.

El hermano Gabriel se aclaró la garganta y se tomó el agua que le quedaba en la botella, aun cuando era imposible que todavía tuviera sed. La boquita enterrada en la barba se abrió.

—No teníamos luz. Utilizábamos lámparas de queroseno. Incluso teníamos que ir a buscar el agua al pueblo. La traíamos en cubos y en recipientes de plástico… era una tortura.

La elocuencia seca y el sonsonete irónico de sabelotodo se habían esfumado. Gabriel hablaba de un modo entrecortado, discontinuo. Tenía la cara brillante del sudor.

«Si así se siente, así lo grabaremos». Cuanto más duro le resultara contar su historia, mejor sería la película. La intensidad que Kyle siempre anhelaba en sus entrevistas estaba presente desde la primera frase pronunciada por Gabriel. Y sin embargo no era algo que hubiera previsto en su caso, más bien le había preocupado que apareciera como un listillo pedante y afectado delante de la cámara. Kyle también sintió en ese momento compasión por el anciano.

—Una vez, lo único que teníamos para comer eran los huevos de las gallinas. Y comida para perros. Ah, y los granos de maíz que compramos en sacos para alimentar a las gallinas.

—¿Se alimentaban de comida para perros y de maíz para gallinas?

Gabriel asintió.

—Intentamos hacer pan con el maíz. Aquí mismo. Pero nunca nos salió bien. La hermana Katherine nos tenía prohibido traer comida de fuera.

—¿Qué comía ella, hermano Gabriel?

—Nunca la vi comer. Nunca venía aquí. —Gabriel lanzó una mirada por encima del hombro hacia la pared que tenía detrás, como si esperara que se abriera una puerta. Luego se quedó ensimismado.

—Según se dice, la hermana Katherine seguía una dieta rica y variada —apuntó Kyle—. Consumía productos de importación en su acogedora y bien iluminada fermette.

Gabriel asintió.

—Eso comentaba la gente entonces. Al final conseguimos cultivar tubérculos comestibles y teníamos un huerto con árboles frutales para completar la dieta. Nos racionaban la comida. Las raciones eran míseras.

—Ha dicho que cultivaban. ¿Cómo sembraban los cultivos? ¿Cómo trabajaban la tierra?

—Nosotros, los adeptos, trabajábamos la tierra con nuestras propias manos. El arado y el carro estaban aquí cuando llegamos a la granja, pero ya entonces estaban rotos. No nos servían de nada.

Kyle movió arriba y abajo la cabeza con satisfacción, sonriente. «Muy bien. Perfecto. Barbudos y santurrones habían llegado aquí buscando la salvación». Apuntó la frase para su narración superpuesta a las imágenes.

—Gabriel, sobre los adeptos que abandonaron la granja antes del cisma, Levine afirma, y cito textualmente, que «se marcharon en los huesos y vestidos con harapos». ¿Es eso cierto?

Gabriel asintió.

—Todos sufríamos desnutrición. Yo tuve escorbuto. Recuerdo que el médico en Inglaterra se quedó atónito. Nunca había visto un caso de escorbuto.

—Hermano Gabriel, ¿estando aquí tenía conocimiento de que los activos de La Última Reunión ascendían a dos millones de libras?

—No. No lo sabía.

En el taller de artesanía todavía había tres bancos de trabajo en su sitio, alrededor de los viejos compartimentos que habían cobijado el ganado en los tiempos en los que se realizaba una verdadera actividad agrícola en la granja. Montones de hojas secas se mezclaban con restos de revoque y escombros en el suelo de tierra. También allí las ventanas habían sido destrozadas desde dentro.

Gabriel no quiso entrar. Grabaron otro breve fragmento en el exterior y, hecho un manojo de nervios, les contó que aparte de fabricar «piezas de bisutería sencillas y muebles», el taller se utilizaba para mantener ocupados con una diversidad de «tareas sin sentido» a los padres separados de sus hijos.

Con una selección de pequeños focos iluminaron una serie de vigas negras desnudas y de tablones sucios de madera que formaban el techo alto. Buena parte de la iluminación moría absorbida por el moho.

En el interior de la perrera / escuela había más luz, que entraba por los boquetes en las paredes y por los huecos dejados por las tejas que se habían desprendido y habían aterrizado en la maleza y los hierbajos del exterior. Dan grabó imágenes del interior con ambas cámaras, una vez con luz natural y la otra iluminando con una serie de focos que colocó por el suelo formando un pequeño círculo.

Levine afirmaba que los favoritos entre los niños acababan siendo educados personalmente por los líderes del grupo: los Siete y la misma Katherine. Levine sostenía también que la hermana Katherine no tenía hijos y no soportaba que otras mujeres los tuvieran. Cuando compartieron esta afirmación con Gabriel, éste juzgó esa supuesta actitud de Katherine respecto a la fertilidad del resto de las mujeres como «bastante probable», aunque se negó a entrar en detalles.

Cuando Gabriel les transmitió su negativa de traspasar el umbral de la perrera / escuela, lo grabaron plantado en el vano de la puerta. Kyle pidió a Dan que dejara el marco de la puerta fuera del plano con un primer plano de Gabriel, y que luego abriera el plano para abarcar al antiguo miembro de la secta y el establo. La idea era bastante buena, ya que la composición del plano mostraba la imagen poderosa de la silueta de un hombre viejo y derrotado en el hueco de una puerta, escudriñando el interior del establo iluminado por una luz tenue. Y Kyle se fijó de nuevo en que Gabriel reprimía el impulso de echar un vistazo por encima del hombro hacia el interior del edificio, al que había estado lanzando miradas nerviosas desde que habían dirigido hacia él su atención y los objetivos de las cámaras. Kyle lo observaba a través del visor de la segunda cámara, y por un momento se le pasó por la cabeza la idea inquietante de que iba a aparecer alguien desde la oscuridad del vano de la puerta justo detrás de Gabriel. Pero también eso le gustaba; proporcionaba un suspense que no había previsto.

Kyle leyó las preguntas del guión que había escrito el día anterior; un guión que había revisado después de leer por segunda vez en menos de una semana el libro de Levine.

—Gabriel, se afirma que al menos tres niños y seis adultos enfermaron y murieron en la granja. Levine obtuvo esta información de una fuente, una mujer a la que entrevistó que quiso permanecer en el anonimato y que murió de sobredosis cuando el libro de Levine todavía era un armario lleno de cintas con grabaciones de entrevistas. ¿Sabe quién era esa mujer?

—No… no lo sé con seguridad. Pero siempre sospeché que la persona que había hablado con Levine era la hermana Athena. Estuvo aquí casi todo el segundo año. Y ofrecía dinero a la gente que se había quedado sin nada.

—Levine dice que «las oraciones no habían bastado para curarlos». No se encontraron pruebas de las muertes; nunca se investigaron seriamente, y la cuestión se negó con vehemencia durante el juicio contra él por difamación de 1974. ¿Qué opina de esas acusaciones? Levine afirma que por ese motivo huyeron a Estados Unidos, para evitar que en Inglaterra se iniciara una investigación rigurosa a instancias de los familiares de los fallecidos.

Gabriel suspiró, con impaciencia, inquieto.

—Recuerden que tampoco había pruebas de los nacimientos. Ninguno de los niños nacidos en el seno de La Reunión tenía un certificado de nacimiento. Ni siquiera teníamos comadrona, pero tres chicas dieron a luz durante el primer año en la granja. Los niños habían sido concebidos en Londres, pero las madres no sabían con certeza quiénes eran los padres. Otras dos chicas estaban embarazadas cuando me fui. —Gabriel señaló la abertura negra de la puerta—. Pero tres niños nacieron ahí dentro durante el período que estuve aquí. Ninguno de ellos murió mientras viví aquí. Tampoco ningún adulto.

—Gabriel, de los cinco niños de los que se hicieron cargo las autoridades de Arizona en julio de 1975, sólo dos habían nacido en la granja. Los otros tres nacieron en Estados Unidos. ¿Qué ocurrió entonces con los otros tres nacidos en Francia?

Gabriel tragó saliva.

—No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo? No estuve aquí durante el segundo año. Había gente yendo y viniendo y abandonando el grupo continuamente. Aquí nadie murió asesinado en 1970. Fueron tiempos difíciles. La gente enfermaba. Es decir, pasábamos hambre. Pero no murió nadie.

—Ya sabe que nunca se halló rastro alguno de los padres de los niños encontrados en la mina. Los miembros que huyeron afirmaron que algunas personas «simplemente desaparecieron» en el desierto. A raíz de su experiencia aquí, ¿cree que eso pudo ocurrir de verdad?

—¡Después de marcharme no tuve ningún contacto con El Templo de los Últimos Días! ¿Cuántas veces tengo que repetirlo? En 1970 todavía éramos La Última Reunión. —Gabriel desvió repentinamente la mirada hacia el bosquecillo y añadió en un tono más calmado—: No sé nada… de todo eso.

—Pero si hubiera muerto alguien en la granja después de que se fuera usted, o más tarde en el desierto, ¿cree que la hermana Katherine lo habría notificado a las autoridades?

—Lo dudo.

—¿Lo duda?

—¡No lo sé! ¡Qué sentido tiene que me lo pregunte si no lo sé! ¿Podemos parar?

Dan siguió a Gabriel por el prado para intentar tranquilizarlo. El hombrecillo se había escabullido tras la entrevista junto a la escuela y ahora se negaba a hablar con Kyle, quien había tratado de enmendar la situación en vano. Cuando Gabriel se sentó en la hierba, a medio camino del bosquecillo, y empezó a llorar, Kyle se retiró.

Dan permaneció con Gabriel, con la primera cámara grabando discretamente montada en el soporte de steadicam que llevaba prendido del hombro. «Grábalo», le había dicho en un susurro Kyle cuando se cruzaron. Él ya se preocuparía después de que Gabriel reconsiderara su negativa de ser grabado.

Kyle entró solo en el último edificio: el templo. Se adentró cautamente en el lugar donde, según Levine, el ego, la paranoia y la envidia encolerizada se apoderaron de la hermana Katherine, lo que desembocó en el primer cisma, cuando cinco miembros de su guardia pretoriana, los Siete, se rebelaron. Los últimos días de La Reunión en Normandía se convirtieron, según palabras de Levine, «en un testimonio de la rabia, los celos y la división. De la vorágine atroz del egoísmo patológico y de la crueldad sádica de una mujer nació El Templo de los Últimos Días: la más conocida de las dos encarnaciones de la secta».

Dentro del templo, donde les habían dicho que la hermana Katherine celebraba sus «confesiones», a veces durante toda la noche, el negro era el color predominante en las paredes. Sólo un par de manchas verduscas de moho en la piedra rompían su dominio. El techo alto de madera del templo todavía conservaba la pintura negra utilizada para potenciar la anulación sensorial. La pintura explicaba la oscuridad, ya que a pesar de la débil luz que dejaban entrar las cuatro ventanas rotas, Kyle apenas si veía sus pies aplastando las hojas secas. Los fragmentos de cristales rotos que había encontrado fuera también estaban pintados de negro por una cara, por lo tanto, había habido un tiempo en el que el templo había estado totalmente privado de la luz natural.

Cuando se adentró un poco lo sobresaltó un hedor insoportable a putrefacción. Algo había entrado en el templo para morir y tal vez había traído consigo a todos sus amigos. Cuerpecitos muertos, plumas podridas, carne descompuesta. Aunque apenas si vislumbraba el suelo y no era capaz de identificar el origen del mal olor.

Dan apareció en la puerta con la cámara al hombro.

—Aquí apesta.

—¿Me lo dices o me lo cuentas? Empecemos. Graba el interior. Yo iré por los micrófonos y grabaré algún fragmento de la narración.

—Creo que está demasiado oscuro, colega.

—Graba primero con luz natural, por poca que haya. Inténtalo.

Dan se quedó mirando fijamente la cámara.

—Ésta tiene un comportamiento genial con escasez de luz, pero esto es demasiado. Deja que le ponga un filtro de densidad neutra y probemos a ver qué sale.

—De acuerdo. Ve por Gabriel.

—Lo tienes crudo. Dice que quiere volver ya. Al coche. Ya ha recorrido la mitad del camino.

—¡No me jodas, Dan!

Aquélla era la secuencia en la que había colocado las preguntas de Max sobre las presencias.

—Lo siento, colega. Está aterrorizado de verdad. Y también está acojonándome un poco a mí.

—¡Señor! ¡Esto es una mierda! —Kyle se apretó la cabeza con ambas manos y cerró los ojos un instante—. Escucha, coloca la cámara dirigida a la puerta, con un filtro, y yo grabaré el resto de la narración. No tenemos tiempo para volver mañana para repetirlo. Tú ve y encárgate del hermano Estorbo. Luego regresa para ayudarme a iluminar este lugar para la segunda toma.

Dan montó la cámara en el trípode y la dejó grabando, y luego enfiló con sus andares pesados en busca de Gabriel.

Kyle se arrodilló con los cascos puestos delante del ordenador portátil y del grabador de cintas de audio digital. Se aclaró la garganta, hizo chocar las piezas de la claqueta e, inconscientemente, bajó el volumen de su voz, que adquirió un tono reverencial.

—Este era el corazón de la secta, del mismo modo que la casa de Holland Park había sido el vientre que la había albergado antes del éxodo a Normandía. Un centro espiritual hasta que la hermana Katherine se dio cuenta de que en Estados Unidos la fama le proporcionaría más ingresos y atraería hacia ella a más adoradores de lo que jamás conseguirían aquí el aislamiento religioso y su complejo sistema teológico. Eso, o estaba huyendo de los cadáveres que dejaba atrás. Muchísimos cadáveres.

»Y cuando La Última Reunión no estaba lidiando con una existencia atroz bajo la lluvia en las tierras de Normandía, los adeptos pasaban la mayor parte del tiempo en este lugar: el templo.

»Desde el momento en que pusieron el pie en Francia, este lugar fue el escogido por la hermana Katherine para reintroducir las «presencias» en La Reunión. O los «espíritus santos», como también fueron llamados en Francia. Aquí pronunció por primera vez: «Soy lo que deseo ser, y deseo ser lo que soy». Y aquí acabó de perfilar el credo de lo que Irvine Levine denominó su «narcisismo maligno», que le resultó muy útil hasta el sangriento final acontecido en 1975.

«Imaginen aquellos rostros cetrinos, demacrados y barbudos, con el gesto suplicante, congregados alrededor del semblante porcino de la hermana Katherine, sentada en el trono que se decía que utilizaba, colocado sobre una pequeña tarima, desde donde los dirigía de una confesión escabrosa a la siguiente al más puro estilo maoísta. Aquí mismo. Las confesiones de secretos vergonzantes eran entonadas con voces desesperadas y regadas con lágrimas. Debieron alzarse hasta las vigas. Personas famélicas deshumanizadas, sometidas a tediosísimas y repetitivas sesiones de autoanálisis para extirparles su individualidad, su identidad, para inducirlas al trance, que finalmente producía un estado de exaltación religiosa y proporcionaba una vía directa de comunicación con las presencias. Los espíritus santos.

»¿O fue la locura lo único que hallaron aquí? ¿La mera euforia provocada por la extenuación? ¿No serían las presencias otra maniobra, una mera herramienta de la hermana Katherine para satisfacer su deseo de control? Eso creía Irvine Levine.

Maldijo entre dientes a Gabriel, a quien ahora necesitaba desesperadamente para explicar con detalle los episodios de las presencias, además de que él era la única razón por la que habían viajado hasta allí. Kyle hizo una pausa para comprobar el sonido de sus dos micrófonos de solapa. Carraspeó.

—Se dice que la hermana Katherine se fogueó aquí, en el templo. Impartió una clase maestra en el uso de la abstinencia sexual y de la humillación sexual como un poderoso instrumento para conseguir el control social. En este lugar se obligó a cometer adulterio a los tres matrimonios para conseguir la «emancipación». Aquí se eliminaron vínculos y se fomentaron las rencillas entre amigos. El erotismo místico floreció, si bien siempre dentro de los límites estrictos de los emparejamientos supervisados por Katherine, cuyos seguidores, una vez más, no tenían voz ni voto en la elección de la persona con la que debían acostarse o procrear.

»En una atmósfera supuestamente saturada de flagelaciones, e incluso de violaciones, cinco niños nacieron en este oscuro y mugriento establo. Un lugar construido para el ganado que en cambio fue utilizado para la adoración, y donde los miembros de la congregación eran criados como animales. La razón exacta de que la hermana Katherine permitiera que sus adeptos tuvieran hijos continúa siendo, no obstante, un misterio. La hermana Katherine, antigua prostituta y madame, se abstuvo de tener una vida amorosa y jamás tomó a nadie como amante. No existe ningún testimonio que ponga en duda su celibato; además despreciaba a las mujeres embarazadas. ¿Por qué entonces una mujer con la capacidad de imponer el celibato entre sus seguidores dirigiría estos extraños rituales de apareamiento que prácticamente garantizaban la procreación?

Así concluyó Kyle su narración y se quitó los micrófonos. Se adentró en el templo para estudiar el lugar idóneo donde colocar los focos. El suelo rezumaba humedad y cedía bajo sus pies. Kyle adecuó el paso al estado del suelo para internarse en el establo y tomó más fotografías con la cámara, tanto del techo ennegrecido como de las paredes irregulares, desde la distancia.

El flash de la cámara iluminó a ráfagas el techo abovedado; hizo que las sombras retrocedieran y que formas intangibles aparecieran y desaparecieran como destellos en los miasmas húmedos del abandono, como si buscaran la oscuridad y huyeran de la luz de la cámara. Examinó las fotografías en la pantalla de la cámara mientras retrocedía ansioso por huir de aquel hedor y de los pensamientos desagradables que le sugerían la presencia de un ente sensible a su alrededor. Dan ya grabaría tomas con una iluminación más adecuada cuando regresara, con o sin Gabriel.

Se detuvo junto al hueco de la puerta por donde había entrado y observó con mayor detenimiento el tramo de pared que se extendía algo más de un metro por debajo del marco, ahora desde dentro. Allí el olor a putrefacción era peor que en cualquier otra parte. La pintura negra se había desprendido, o alguien la había arrancado, y ahora la pálida pared de piedra exhibía lo que parecía el borde de una intrincada mancha. A Kyle le asaltó el recuerdo del sótano de la casa de Clarendon Road y de lo que la letrada Rachel Phillips le había contado. Sacó el teléfono móvil e iluminó la pared con la pantalla.

—No puede ser.

No se trataba de una mancha informe cualquiera sino del contorno de una figura erguida. Kyle sacó su Zippo y lo encendió para procurarse más luz. La llama azul y dorada osciló y finalmente se estabilizó. Kyle examinó de cerca la mancha.

¿Podía una mancha de humedad, o el vestigio de pintura antigua, o una formación de moho y hongos esbozar una figura como aquélla? Kyle retrocedió. La figura habría medido alrededor de un metro y medio de no ser porque estaba agachada para esconder un rostro poco definido que Kyle se alegró de no poder ver con el mismo nivel de detalle que las piernas huesudas y los dedos delgados, estos últimos estirados como para protegerse los ojos de una visión aborrecible o dolorosa.

No. No había duda de que no era una simple mancha. Se habían dibujado los huesos metatarsianos para representar los pies afilados de la figura. Además se apreciaba una caja torácica y un estómago cóncavo del color de una mancha de té entre unas líneas más oscuras que representaban los huesos y las extremidades. Kyle hizo más fotos y empleó el zoom para tomar imágenes de la boca y de los largos dientes; una dentadura de caballo con las encías en retroceso.

Alargó una mano para tocar el dibujo. Notó en las yemas de los dedos el frío de aquella sustancia desconocida que más que sobresalir de la superficie de piedra parecía incrustada en ella, solidificada como un fósil. Retiró la mano e intentó convencerse de que la forma de la mancha era una casualidad. «Por favor que lo sea». Una especie de Sábana Santa, en este caso en la pared de piedra. No. No era posible. Se trataba de una imagen realizada por el hombre y cuyo aspecto espantoso obedecía sin lugar a dudas a un deterioro natural.

—¡Dan! —espetó hacia el vano de la puerta—. ¡Dan! —No obtuvo respuesta—. ¡Dan!

Kyle sintió un escalofrío, pues el sol se había ocultado ya detrás de la granja. ¿Por qué no se le había ocurrido llevar consigo una linterna? El nerviosismo se apoderó de él. Miró la luz que agonizaba en el exterior del establo con más nostalgia de la que le habría gustado. Miró el reloj: sólo le quedaba una hora hasta que anocheciera. Y todavía tenían que grabar en la fermette de la hermana Katherine y regresar al monovolumen. Si Max veía una foto de la imagen los engatusaría para que regresaran y acabaran el trabajo correctamente. Lo que había tenido un comienzo tan prometedor estaba empezando a torcerse a pasos agigantados.

—Mierda.

Kyle se acercó a la cara interior de la pared frontal, ávido por alcanzar la siguiente columna delgada de luz que entraba por el hueco vacío de la segunda ventana. Recorrió con el Zippo encendido la superficie de la pared a la altura del pecho, con la llama a escasos centímetros de la piedra. La pintura se había desprendido en varios tramos, pero Kyle no detectó nada extraño en las decoloraciones que observó.

Hasta que llegó a la zona frontal del templo, cuando ya había examinado más o menos la mitad de la longitud de la pared. Allí descubrió lo que parecían unos pies, descalzos o en los huesos. Se alzaban un metro del suelo, como si su propietario estuviera levitando. Kyle cerró de inmediato el Zippo, pero se dio cuenta de que la oscuridad que se extendía debajo de aquellos pies sin carne era peor que la visión de ellos, y con dedos torpes trató de encender de nuevo el mechero. Y entonces vio no sólo los pies, sino toda la silueta, que las fluctuaciones de la diminuta llama mostraban con mayor detalle.

La figura tenía los brazos extendidos sobre una cabeza gastada, con la barbilla alzada y lo ojos pálidos en blanco, con una expresión de éxtasis cuya contemplación causaba espanto. La entrepierna escuálida delataba su sexo femenino, como también la marca de unos oscuros pezones caídos debajo de las pronunciadas clavículas. Los mechones que partían del cráneo irregular tanto podían ser extensiones de pelo deteriorado como alguna clase de tocado.

La imagen estaba «caminando». No había otra palabra para definirlo. Caminando a través de la pared de arriba abajo. Hacía pensar —y ello incomodó profundamente a Kyle— que la figura había atravesado la pared de piedra en un desafortunado momento de éxtasis incontrolable, o que una parte de sus restos había sido fijada de algún modo a fuego en la piedra inflamable. De alguna manera tenía que haber sido inmortalizada en la pared. ¿Estaría pintada? ¿Grabada? Rachel Phillips afirmaba que las imágenes se desvanecían. Ésta no lo había hecho.

Una vez más, como si Kyle estuviera frente a un ser todavía no completamente disecado, el hedor a carroña parecía emanar de sus inmediaciones, acompañado por otro olor que identificó como de agua estancada. Carroña y aguas negras. Y… Y… sintió ganas de estornudar… era como si tuviera plumas polvorientas alrededor de la cara. Viejas almohadas grasientas. Sí, plumas viejas y fundas de almohada amarilleadas. Ropa antigua, quizá. Húmeda, sin lavar, podrida. Era un olor idéntico al del sótano de Clarendon Road.

Sus pensamientos dispersos se aferraron a una explicación: la secta había cavado un pozo negro y construido primitivas letrinas, y las excreciones ensiladas de la época se habían filtrado hasta el suelo del templo. En cuanto a las imágenes, éstas habían sido creadas cuando la secta había perdido la razón. «La fe degeneró en locura».

Kyle tomó fotografías en primer plano de la segunda figura desde tres ángulos distintos. El flash iluminaba de un modo horrible la imagen en la vastedad fría y húmeda del establo. Justo cuando se acercaba con el zoom al rostro de la figura intentando enmarcar toda la cabeza entre los bordes de la pantalla de la cámara, un estallido tremendo desbarató el silencio que reinaba en la granja. Sonó como una puerta pesadísima cerrándose de golpe, con fuerza, con ira. «¿Qué puerta?». No había puertas en ninguna construcción de la granja; todos los huecos estaban vacíos. Vacíos, y eran viejos, de modo que quizá había caído algún tablón de madera. «O una teja del tejado. Este lugar no es seguro. Es peligroso. Está condenado. Maldito».

—¡Hola! —gritó arrodillado en la oscuridad, con los ojos clavados en el lejano hueco de la puerta: un recuadro de luz cenicienta sobre un fondo negro. En cuanto le asaltó la idea de enderezar las piernas y levantarse, se dio cuenta de que se había vuelto a encoger en una postura que parecía una sublimación aterradora bajo los pies como garras de la figura de la pared; en la parte frontal del templo, donde en una capilla colgaría un crucifijo.

Tenía que largarse. «¡Venga!».

—¡Dan! ¡Dan!

Los otros dos estaban allí, justo fuera del establo; no había nada de lo que preocuparse. Pero de repente se quedó petrificado cuando le asaltaron los recuerdos desagradables de aquella huida precipitada de la casa de Clarendon Road. También allí habían oído un portazo. «Mierda».

Kyle volvió a encender el mechero e intentó avanzar sigilosamente por la hojarasca, los trozos de madera y los objetos invisibles que le golpeaban los pies y se quebraban bajo sus talones. Sus movimientos desmañados por el suelo desnivelado apagaban la llama del mechero. Kyle sólo oía su respiración desesperada y las venas llenas de sangre caliente palpitándole en los oídos. Sin embargo, no se atrevía a desviar la mirada de la abertura de la puerta. Y era tal la oscuridad que inundaba la parte central del templo que la luz que entraba por el par de ventanas y el vano de la puerta apenas si se adentraba más allá de los marcos podridos.

Justo delante de él oyó un revoloteo de pies caminando apresuradamente entre los escombros.

—¿Dan?

Arrojó hacia delante ambos brazos para apartar una forma indistinguible que atravesaba a toda velocidad la oscuridad. ¡En dirección a él! Si notaba alguna clase de contacto se le pararía el corazón, lo supo al instante.

Pero nada lo embistió. Estaba solo en aquel silencio; en aquella terrible quietud. La espera. La oscuridad. Sólo había sido fruto de la confusión provocada por su propio pavor y por la casi absoluta falta de visión.

«Todo es producto de tu imaginación. También podría haber sido un animal; una rata o un zorro».

Con el Zippo abierto y llameando, las sombras retrocedían por el suelo lleno de basura de regreso a las paredes; a las paredes negras. Kyle siguió el contorno irregular de una sombra que se alzaba hacia el techo, remontando el vuelo desde la llama, y desaparecía en la madera ennegrecida de la cara interior del tejado, donde se juntaba con la pared opuesta a la puerta por la que Kyle había entrado. Y justo en el punto donde la madera y la piedra se encontraban, en el filo mismo de la luz pálida proporcionada por el mechero, Kyle vislumbró otro tramo de pared del que había saltado caprichosamente la pintura.

Se acercó a la pared opuesta a donde estaba la puerta y levantó la cámara de fotos. Dominado por una curiosidad imprudente, permaneció en aquel espacio terrible el tiempo suficiente para tomar otra instantánea, en un plano general, de la pared en la que le había parecido haber visto la silueta irregular de una tercera figura. Se le debía de haber escapado mientras tomaba fotografías al resto de las imágenes situadas a la altura de sus ojos.

Examinó la foto en la pantalla de la cámara digital: estaba demasiado oscura. Necesitaría una iluminación más potente que la que le proporcionaba el flash.

Salió del establo y regresó con la cámara y el trípode. La cámara todavía tenía puesto el filtro de densidad neutra. Kyle quería registrar su propio estupor, así que se prendió el micrófono de solapa al cuello de la camisa y soltó un cable más largo desde el mezclador de sonido. Comprobó los valores del sonido en el grabador de cintas de audio digital y con manos torpes y vacilantes colocó un pequeño foco de led portátil en el hueco de la puerta. Dan ya iluminaría debidamente los grabados, o lo que quiera que fuera aquello, cuando regresara.

El pequeño foco de led arrojaba una vaga fosforescencia en la pared ennegrecida de enfrente, un brillo horrible que se extendía hacia el techo del templo. Kyle se adentró en el granero y confirmó a la luz débil del foco la existencia de la representación de una tercera figura.

—Dios Todopoderoso.

También estaba trazada con manchas y hollín. Sin embargo se diferenciaba de las demás en que ésta estaba parcialmente vestida. Había restos de ropa oscura enrollada a lo largo de su cuerpo escuálido. Las extremidades visibles parecían meros huesos, y el rostro demacrado tenía una expresión de exaltación que únicamente provocaba repugnancia. Se atisbaba la presencia de una mandíbula pronunciada y relajada, por no decir completamente abierta. Como en los otros casos, esta imagen también tenía los ojos como platos, pálidos y extraviados en un éxtasis íntimo. Sobre la cabeza cadavérica parecía caer una capucha. Y una mano alargada sujetaba un bastón o un cetro.

—No estoy seguro de lo que estoy viendo —dijo hacia el micrófono de solapa—, pero está en el interior del templo de La Reunión. En esta pared. Parece una figura. Y hay otra junto el hueco de la puerta. Y una más al fondo del templo.

Kyle regresó sobre sus pasos caminando precavidamente por el suelo reblandecido del establo. El filtro de densidad neutra tenía que servirle de algo, así que grabó rápidamente la primera figura junto a la puerta y la segunda en la pared de enfrente, pero cada vez sentía una necesidad mayor de detenerse y mirar a su alrededor, hacia el interior del establo en semipenumbra, pues volvía a asaltarle la sospecha de que algo se había movido allí dentro.

Y ocurrió de nuevo: un raudo deslizamiento por entre las hojas secas en el fondo del templo, donde la luz del foco de led apenas rozaba las paredes.

—¡Dios mío!

Antes de que pudiera volverse hacia el origen del ruido, algo pasó rozándolo.

Kyle perdió el equilibrio, se tambaleó hacia la derecha y cayó sobre una rodilla. Su mano derecha se sumergió bajo una superficie fría y húmeda, y en seguida notó la humedad que envolvía la rodilla hundida en el suelo. Agitó frenéticamente la mano hasta sacarla al aire. Se levantó como un resorte en la penumbra y dio un par de pasos vacilantes, desorientado por la oscuridad y el hedor. «Ya está. Mantén la calma».

No divisó nada cerca de él en la semipenumbra, ni tampoco contra ninguna de las tres paredes que el pequeño foco led se esforzaba por iluminar. Sin embargo, notaba una ligera y persistente caricia en un costado del cuello, como una delicada reminiscencia del roce de unas ramitas sin hojas durante una excursión otoñal por el bosque.

Kyle contuvo el aliento y, mascullando para evitar salir disparado, giró la cámara instalada sobre el trípode para grabar las paredes con la pintura desprendida, la madera carbonizada y las manchas de suciedad y humedad. Sin embargo, a través del visor no vio nada moviéndose. Tragó saliva.

—Es extraño, pero aquí dentro uno tiene la impresión de que no está solo. Esto no me gusta nada.

Kyle retrocedió por el establo y echó a correr en dirección a la puerta, cargado con el equipo pesado y poco manejable formado por la cámara y el trípode. Mientras avanzaba a trompicones echaba vistazos por encima del hombro, horrorizado por la posibilidad de que otro par de pies hubieran salido en su persecución.

—Sólo estoy sufriendo alucinaciones, auditivas y visuales. Eso es todo.

Sin duda, ya que la luz penumbrosa que entraba por el vano de la puerta no mostraba nada siguiéndole. Una vez fuera, dirigió de nuevo la cámara hacia el interior del templo y enfocó hacia el lejano resplandor en la pared opuesta, pero no registró movimiento. Después tendría tiempo para examinar las pistas de sonido y las imágenes grabadas. No sentía ningún deseo de volver a ver en ese momento las horripilantes figuras, todavía tan cerca del templo abandonado.

Aspiró una bocanada de aire y guardó apresuradamente la cámara y el trípode en sus respectivas fundas. Echó un vistazo al patio e imaginó una serie de rostros escondidos observándolo desde los vanos vacíos de las ventanas y a través de los agujeros que había en las paredes de la guardería. «Esas caras serían más pequeñas», se dijo. Se serenó y maldijo la dirección que habían tomado sus pensamientos.

—Basta. —Luego llamó a su compañero—: ¡Dan!

No recibió respuesta. Después de todo, ¿qué había provocado aquel ruido? ¿Qué lo había tocado en el interior del templo?

—¡Dan! —gritó más alto esta vez.

Tampoco obtuvo respuesta.

El cielo había adquirido un tono púrpura que había sustituido el azul grisáceo que Kyle recordaba haber visto antes de entrar en el último edificio de la granja. Sin embargo, sospechaba que en el interior del establo utilizado como templo habían depositado en sus ojos alguna clase de mancha permanente. Dirigió la mirada hacia el sol que asomaba debajo de las nubes bajas y trató de aclararse la vista.

¿Y ahora qué?

Todavía había que encontrar la fermette de la hermana Katherine. Tendría que encargarse de la grabación del material que faltaba él solo. Al menos hasta que Dan decidiera reaparecer «para hacer su puto trabajo». Eso significaba que, dada la escasez de luz, nada de lo que grabara destacaría por lo genial de la composición ni de la iluminación; tampoco disfrutarían de la variedad que proporcionaba utilizar dos cámaras. También tendría que grabar el sonido con un único micrófono. Sin embargo, lo que tenía entre manos era demasiado bueno como para desaprovecharlo. Volver al día siguiente era inviable; la granja estaba demasiado lejos del hotel y no podían perder el ferry. Y dos días después tenían el vuelo a Estados Unidos. Apenas dispondrían de tiempo para preparar el viaje.

—¡Señor!

Kyle preparó el equipo de sonido que necesitaría para grabar solo. Se echó al hombro la primera cámara, todavía con el filtro colocado, y dejó el resto en las inmediaciones del templo. Enfiló a trancos por el patio invadido por la maleza, echando una ojeada en todas direcciones buscando algún indicio de Dan y de Gabriel. Se detuvo para escudriñar el bosquecillo. No había ni rastro de ellos. Se planteó seriamente la posibilidad de largarse. Los otros dos ya habrían regresado al vehículo. «¿Por qué?». ¿En qué estaría pensando Dan? A Kyle no le hacía gracia la idea de volver solo campo a través. Podría tener problemas a la hora de encontrar la entrada a la granja. Además estaban las trampas, cuya existencia le parecía absolutamente verosímil.

—¡Vaya mierda!

Entonces volvió a reparar en la quietud y el silencio que lo rodeaban y que se extendían entre los edificios de la granja. Ni un soplo de aire agitaba la hierba; ni un pájaro abría su pico amarillo en varios kilómetros a la redonda. ¿Qué había provocado entonces que un tablón o una teja se hubiera desprendido de una de las construcciones en ruinas? Tragó saliva y se humedeció los labios. Trató de dominar la respiración jadeante bajo el peso del equipo que cargaba. Refrenó el pánico que lo invadía. Rebasó el antiguo taller de artesanía y continuó con sus andares tambaleantes en dirección al arroyo cuyo cauce continuaba bajo la granja.

Una vez dejados atrás los edificios divisó la chimenea de la que debía de ser la casita de la hermana Katherine, a algo menos de un kilómetro y casi completamente oculta por una hilera de sauces.

Kyle recuperó la concentración en su trabajo y el entusiasmo exaltado volvió a bullir en su interior. Grabó un plano general con la cámara en el trípode y luego un plano medio, que serían ideales para capturar mejor la atmósfera enrarecida que dominaba el paisaje y que ya estaba seguro de que no era producto de su imaginación. De todos modos, ya hacía rato que había perdido la oportunidad de modificar el trabajo con la cámara, así como de retrasar lo inevitable. «Es ahora o nunca».

Maldiciendo a Max, a Dan y a Gabriel, Kyle atravesó el campo cubierto de hierbas altas y enfiló en solitario hacia la fermette de Katherine.

Cuarenta años después de que la hermana Katherine hiciera las maletas, la achaparrada fermette continuaba en pie con sus quince metros cuadrados de paredes de piedra y líneas irregulares, cubierta con una capa de estuco de tierra en su mayor parte desaparecida. La hiedra que trepaba por la chimenea ocultaba un lado de la casa. Numerosas tejas se habían caído del tejado, aunque las líneas y los ángulos que exhibía éste parecían rectos y firmes. Un manto de hierba, con las puntas blancas, alcanzaba el alféizar de las ventanas de la planta baja, cuyos vidrios se conservaban intactos. También la puerta principal estaba en su sitio.

Kyle instaló la cámara en el trípode y grabó primeros planos frontales de la fermette: una puerta y tres ventanitas, dos de ellas en la planta baja. Ajustó el sonido del mezclador y se prendió el micrófono. Respiró hondo y paseó la mirada por el paisaje. Aceptó el hecho de que estaba solo y enfiló hacia la puerta con la esperanza de que estuviera cerrada con llave. Pero no fue así. La empujó para abrirla.

Envuelto en la luz veteada previa al crepúsculo reparó en las tres vigas macizas del techo, atravesadas por unos listones hechos de la misma clase de madera. Había capas de yeso cubriendo los espacios entre las vigas y también las paredes. En el suelo de cemento, frente a la gran chimenea ennegrecida, los ojos de Kyle se toparon con una bañera con apariencia de antigua e instalada sobre unos pies estriados. El objeto proporcionaba una inesperada sensación de hogar que Kyle encontró turbadora entre tanto abandono. Una estrecha escalera de madera oscura daba un giro sobre sí misma y desaparecía en el piso de arriba.

Kyle se adentró con cautela y preparó la cámara para retomar su narración leyendo el guión detrás del trípode. Si aquello no era cine de guerrilla extremo, nada lo era. El nivel de batería de la cámara no era para tirar cohetes, pero llevaba una de repuesto en la bolsa. Sin embargo, Kyle quería acabar pronto; aunque evitaba entretenerse en repasar mentalmente los motivos.

—Estamos en la fermette de la hermana Katherine. La separación física entre ella y el resto de La Última Reunión se estableció en Londres, y esa tendencia tuvo continuidad aquí. Este edificio cuenta con luz eléctrica y una instalación básica de fontanería. Aun así, las condiciones son más primitivas de las que la hermana Katherine podía soportar, y nunca volvería a rebajarse a vivir así. En el desierto de Arizona se compró un fabuloso palacio art déco, a muchos kilómetros de la mina de cobre abandonada que ocupaban sus seguidores de El Templo de los Últimos Días. Tal vez la mansión fuera una reacción a las privaciones que soportó en Francia.

»No existen fotografías del interior de esta casa durante el tiempo que la ocupó la hermana Katherine, de modo que para imaginar el aspecto que debió tener sólo podemos basarnos en los rumores expresados por los apóstatas entrevistados por Irvine Levine. Sin embargo se afirmaba que aquí, en los fríos inviernos normandos, la hermana Katherine se aficionó a los muebles antiguos, las alfombras tupidas y las cortinas de terciopelo. Era sensible al frío y se impacientaba con el calor.

»El mobiliario lujoso y los accesorios majestuosos desaparecieron hace mucho tiempo. El suelo, como puede verse, ahora no es más que cemento deslucido, manchado en algunas zonas por lo que parece aceite y deteriorado por filtraciones de agua.

Envuelto por la penumbra, Kyle grabó un primer plano del solitario objeto que testimoniaba la estancia de la hermana Katherine, e improvisó unas palabras:

—En serio, este es un hallazgo extraordinario. La bañera de la hermana Katherine sigue aquí cuarenta años después. Este hecho sugiere la pregunta de por qué nadie se la ha llevado.

En el mugriento yeso de las paredes de la fermette no había ni rastro de las horrendas figuras que había visto en el establo, lo que lo llenó de alivio. Sin embargo, también allí constataba aquella extraña y acentuada quietud.

—Es muy raro, pero la atmósfera que flota aquí es muy parecida a la del templo. El ambiente está cargado. Se respira tensión. Como en el instante previo a la aparición de alguien, o de algo; el advenimiento de un suceso tal vez suspendido en el espacio en el que ahora me encuentro. Cuando llegamos hace unas horas, el hermano Gabriel comentó que sentía algo parecido. A partir de ese momento decidió abandonar el rodaje. La idea de volver lo altera. Dan, el cámara, está con él. De modo que he tenido que continuar solo.

Kyle encontró la página correspondiente del guión y continuó leyendo al micrófono empleando un tono más suave; la excitación por el descubrimiento estaba dejándolo sin aliento.

—Estamos en un lugar importante en la historia de la secta. En esta casa, tal vez entre las paredes de esta misma estancia, la hermana Katherine transcribió El libro de los cien capítulos, el texto teológico que le dictaban lo que ella llamaba las «presencias» y los espíritus santos. Se trata de un opúsculo, en su mayor parte prácticamente ilegible, pero que los adeptos tenían la obligación de citar cuando se les ordenaba. Y en este mismo lugar la hermana Katherine impartía las más elevadas y personales instrucciones teológicas a los hermanos de la cruz: los Siete. Cinco de los cuales trataron de arrebatarle el control durante su estancia en la granja. Tras esta rebelión fallida de 1972 se produjo un cisma, y también fue aquí donde nació El Templo de los Últimos Días: la versión de la secta que se autodestruyó en Arizona. Además, y quizá sea esto lo más importante, en esta casa la hermana Katherine fue aceptada sin reservas como «divinidad viviente» por los escasos fieles que continuaron a su lado hasta el final.

»Ella y los dos miembros leales de los Siete, la hermana Gehenna y la hermana Bellona, formaron el núcleo de la diáspora que los condujo al nuevo templo americano en 1972, cuando la hermana Katherine declaró a los que quedaban de entre sus elegidos: «Coged la cruz y seguidme». Unas palabras que iban a convertirse en célebres en el desierto de Sonora.

Luego tendría que bajar a buscar el equipo de sonido, aun así desmontó la cámara del trípode y se la afirmó sobre el hombro, y comprobó precavidamente el estado de cada peldaño de la escalera antes de pisar el siguiente. La vieja escalera crujía, incluso soltaba algún chasquido, pero Kyle confió en su instinto, que le decía que si subía con cuidado y apoyaba los pies en los márgenes de los peldaños, era lo suficientemente firme para soportar un peso medio. Continuó grabando durante la ascensión. Quedaría horrible sin el soporte de la steadicam que estaba con la segunda cámara, en manos de Dan, pero al menos tendría algo grabado antes de bajar a por el trípode y el equipo de sonido para conseguir imágenes con mejor calidad.

Al igual que la planta baja, el piso superior consistía en una amplia habitación con un techo sostenido por robustas vigas de madera. La luz que entraba a través de los mugrientos vidrios de la ventana era escasa, aunque suficiente para que Kyle viera el agua que se había filtrado por el techo y estropeado el yeso y la pintura hasta dejarlos en un estado lamentable. Sin embargo, y a pesar de la oscuridad, Kyle se quedó boquiabierto: la cama de la hermana Katherine seguía en la habitación. ¿Cómo era posible que la gente de la zona no hubiera desmontado y se hubiese llevado una cama de aquellas dimensiones? Por no hablar ya de la bañera. Unas enormes colgaduras púrpura, ahora podridas y conquistadas por la humedad, colgaban del dosel y daban una idea de la majestuosidad original de la estructura de cuatro columnas.

Tendría que salir a buscar a Dan. ¿Dónde demonios estaba? Quería grabar en el interior de la fermette una toma con luz natural, y luego repetir con uno de sus montajes de luces. Él no era ni la mitad de habilidoso que Dan como camarógrafo, y aquello era demasiado bueno como para desperdiciarlo. Regresó abajo para recoger el equipo de sonido y el trípode y volvió a subir. Comprobó apresuradamente los ajustes y montó el equipo como buenamente pudo, afirmando la pértiga de la jirafa entre dos listones reblandecidos del suelo para solucionar la cuestión del sonido.

—Es como si esta cama enorme, todavía en el centro de su boudoir, atestiguara por sí misma toda la grandeza de una emperatriz. La emperatriz que probablemente siempre se consideró, antes de convertirse en una diosa.

Kyle grabó tomas de la gran chimenea, con las paredes de ladrillo manchadas de hollín.

—Debió vivir bastante confortablemente aquí. La chimenea debía rugir a los pies de la cama en las frías noches de invierno, mientras los niños tiritaban con los perros en la construcción agrícola erigida originalmente para el ganado.

Cuando bordeó los pies de la cama para grabar la otra mitad del dormitorio, sus botas se enredaron en los jirones podridos de una alfombra en otro tiempo exquisita. Algo que había debajo de la diminuta ventana, incrustado en el alféizar de piedra, atrapó la mirada de Kyle. Y así obtuvo la respuesta a su pregunta anterior de por qué la gente de la zona no se había llevado la cama: nadie en su sano juicio pasaría más tiempo del imprescindible en una habitación con aquello carbonizado en la pared.

Kyle retrocedió rápidamente en cuanto sus ojos lo atisbaron. El grueso colchón, todavía envuelto por el cubrecama andrajoso, impactó contra la parte posterior de sus rodillas, que lo obligaron a sentarse sobre la ropa de cama húmeda y lo que fuera que manaba del colchón a ambos lados de sus posaderas.

Se levantó como un resorte y se sacudió el culo de los vaqueros. Se volvió y observó detenidamente la cabeza de la cama. Descubrió los restos de una larga almohada oscura con los vestigios de borlas pálidas en ambos extremos. Si la vista no le fallaba, el centro de la almohada estaba hundido, como si conservara la forma de una cabeza que hubiera estado apoyada recientemente en ella. Y cuando la ropa de cama se movió alrededor del hueco producido por su trasero en el colchón, Kyle notó que el aire se le quedaba encerrado herméticamente en el pecho y que sus dientes contenían el grito que estaba tomando forma en su garganta.

Agarró el cubrecama empapado, en otro tiempo de esplendoroso satén o terciopelo y ahora en su mayor parte un simple harapo de tela, y tiró de él para ver qué había retorciéndose debajo.

No había nada en el clásico sobre el caso real de Levine, ni en las azoradas confesiones de Susan White, ni en el testimonio nervioso de Gabriel que lo hubiera preparado para lo que vio debajo de la colcha podrida. A medida que el viejo cubrecama se levantaba asido por su mano y se deshacía en jirones, Kyle fijó la mirada en el hueco que había formado al sentarse y descubrió un trozo de carne negruzca y amarillenta retorciéndose en sus propios fluidos.

—¡Oh, Dios mío!

Kyle lo enfocó con la cámara.

—Esto es increíble. No creo lo que veo. Son… serpientes… creo… y el olor es horrible.

Pero antes de que pudiera adornar su narración, la luz de la habitación se extinguió como si de pronto hubiera perdido buena parte del sentido de la vista, o como si una pesada cortina hubiera caído sobre la solitaria ventana. Presa del pánico, Kyle se volvió hacia la antigua fuente de luz, pero sólo recibió la visión impactante de la figura delgada dibujada a fuego debajo del alféizar de piedra.

Una impresionante ráfaga de aire invadió de repente la habitación preñada de un hedor a putrefacción. Y en la mente de Kyle empezó a formarse la imagen clara, nítida, de una bandada de pájaros muertos, con sus alas polvorientas pegadas a los cuerpos secos, frente a un lago de aguas fétidas teñidas de verde por los desechos. En la orilla, una figura poco definida, envuelta en una tela andrajosa, alzaba la cabeza y clavaba sus ojos en él.

Kyle gimoteó como un niño perdido y asustado. Se encogió en cuclillas y dejó caer la cámara sobre la cama. Se apretó los ojos para borrar la visión de la figura y del agua espantosa, a la que se superponía la imagen de la escuálida figura erguida grabada a fuego en la pared.

Hecho un ovillo, Kyle dio la espalda a la ventana. Tenía que escapar de aquella alucinación, de lo que había encontrado en la cama, de todo… pero ni siquiera se sentía capaz de volver a echar un vistazo por encima del hombro. Cerró los ojos para comprobar si así desaparecía la visión. Lo hizo. Kyle estaba mareado, desorientado por el olor, por la cama…

Sonó un portazo. En el piso de abajo. De la puerta por la que había entrado.

—Por todos los santos. ¿Dan, eres tú?

No obtuvo respuesta. Volvió a pensar en la figura escuálida atravesando la oscuridad de la casa de Clarendon Road.

—¡Dan! —Bajando la voz, en un tono suplicante, repitió—: ¿Dan? ¿Tío?

Kyle permaneció encogido. Era un hombre reducido a un cuerpo tembloroso, con los ojos humedecidos y que miraba el hueco de la puerta al otro lado de la cama pestilente, un hueco que daba a la escalera y que descendía a la planta baja, que ahora, en el crepúsculo, se había convertido en un espacio oscuro. Y la puerta se había cerrado de golpe dejando fuera la luz agonizante; se había cerrado a la espalda de alguien que había entrado. ¡En la casita!

Kyle oyó en la planta baja un sonido que no difería demasiado del que había advertido en el exterior de las habitaciones de la hermana Katherine en el ático de Londres: el ruido de unos pasos torpes. Golpes secos y pies arrastrados entre los escombros, con la cadencia que cabría esperar del movimiento de unas piernas cuando se emprende una búsqueda en la oscuridad. La búsqueda de alguien o de algo.

Cuando Kyle salió de la fermette de la hermana Katherine, su boca era una grieta rígida en un rostro lívido y con los ojos abiertos como platos. Apenas si sentía las piernas, de modo que menos aún la cámara y el equipo que sujetaba con manos temblorosas.

Paralizado por el miedo, había esperado veinte minutos hasta que los ruidos que delataban una intrusión se extinguieron abruptamente en el piso de abajo. Sin embargo, el silencio repentino había grabado una imagen en su mente: una figura pequeña y delgada al pie de la escalera, con la mirada alzada y esperando que él bajara.

Con el corazón detenido, por fin había salido de la habitación y emprendido el descenso por la escalera desde el dormitorio, después de decidir que un segundo más en aquella habitación espeluznante, junto a la cama hedionda que todavía se agitaba con los movimientos de los pequeños ocupantes que anidaban en ella, era aún peor que una confrontación con un «visitante» en la penumbra de abajo.

Sin embargo, estaba solo en la fermette. Inexplicablemente, parecía que había sido su único ocupante en todo el tiempo que había pasado dentro. Y no obstante, estaba seguro de que alguien más había entrado. Había oído pasos, ¿no? El micrófono tenía que haberlos registrado, entre sus sollozos. Después lo comprobaría. Tal vez el viento, del que ahora no había ni rastro, había cerrado la puerta principal.

Atravesó las hierbas altas a trompicones de regreso a las construcciones de la granja. Seguía sin haber señal de Dan ni de Gabriel. Gritó sus nombres, si bien es cierto que débilmente. Cuando no obtuvo respuesta, localizó el resto de las bolsas con el equipo que había dejado junto al vano de la puerta del templo, cuyo interior fue incapaz de mirar ahora. Arrastró las bolsas hasta los límites del patio y, farfullando atropelladamente para sí, emprendió la marcha por el prado cargado con el primer bulto del equipo de grabación, en dirección al bosquecillo.

Sólo cuando por fin se encontró entre los helechos y las ramas largas y débiles del bosquecillo con el segundo bulto del equipo, divisó en la lejanía una figura de gran estatura, erguida y con la cabeza agachada bajo el cielo crepuscular, acercándose desde la dirección que debía tomar para llegar hasta el coche.

Y por un instante, demasiado asustado para moverse o respirar si quiera, Kyle permaneció inmóvil, incapaz de hacer otra cosa que no fuera mirar atentamente, atrapado entre la horripilante granja y la figura cuyos movimientos eran prácticamente imperceptibles. Se le pasó por la cabeza gritar. Hasta que descubrió que la figura que enfilaba por el prado era Dan. Sin embargo advirtió algo raro; porque Dan caminaba tan despacio que apenas avanzaba. Nunca levantaba la cabeza para despegar la mirada de los pies, como si estuviera examinando el suelo a conciencia.

—¡Dan! ¡Dan!

La lejana figura de su amigo alzó la cabeza y se detuvo. Y lo que Dan le gritó en respuesta le heló la sangre en las venas:

—¡No te muevas! ¡Quédate donde estás! ¡Hay trampas! —Dan parecía estar llorando, o intentando contener el llanto—. ¡Gabriel ha pisado una maldita trampa!