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WEST HAMPSTEAD, LONDRES

12 de junio de 2011. 13.00 horas


Llegado el domingo tenían la sensación de que el episodio había sido fruto de su imaginación. Al amanecer habían emprendido una incursión en la casa que se había saldado con éxito y habían recuperado el equipo al completo e intacto.

Un animal se había colado en la vivienda de Clarendon Road. Un perro. Un zorro. Un pájaro. Palomas. Los había por todas partes. Y el más leve movimiento y el ruido producido por un ave o un animal inoportuno se habían amplificado hasta aterrorizarlos. O quizá, tal como Dan había dicho, un intruso los había seguido dentro.

«Pero entonces, ¿por qué no habrá tocado el equipo ni habrá hecho con él algo aún peor?».

Kyle había descartado la posibilidad de que el ruido proviniera de una televisión o una radio, ya que la casa no era adosada y las ventanas estaban cerradas, y se recordó que la oscuridad propiciaba la alianza de la imaginación con la sugestión. Era algo natural. Nada extraño después de las historias de Susan White sobre visiones y presencias en la espaciosa vivienda vacía. Un par de cervezas y el crujido del parquet eran los únicos requisitos para desencadenar lo que había ocurrido. Aun así, cuanta menos gente conociera el incidente, mejor. Se avergonzaba de su comportamiento ahora que se sentía seguro después de todo un día en su patético apartamento, trabajando en chándal en el guión, con el humo de un cigarrillo alzándose permanentemente del cenicero en forma de gárgola y con una cafetera de émbolo sobre el escritorio.

A resguardo en su diminuto y destartalado refugio, fue dejando poco a poco que su conciencia echara a volar y se posara en los trasnochados puntales de su vida: el viejo sofá de piel que le provocaba dolor de espalda, los estantes en las paredes atiborrados con cientos de estuches de DVD, el equipo de música, la licuadora que había recibido como regalo pero que ahora era un trasto más que limpiar, centenares de libros apilados sobre tres estantes que parecían ordenados por un mono, fotogramas de películas en blanco y negro, el póster enmarcado de la película de Herzog Aguirre, la cólera de Dios; el escritorio de Ikea ya estaba cuando se había mudado al estudio, y ahora lo tenía atiborrado de carpetas, más libros y DVD.

No había mucho más a lo que aferrarse: un refugio deteriorado con una nevera eternamente vacía, un leve olor a meado de gato junto a la puerta principal, dos ventanas de guillotina que nunca se cerraban por completo y unos radiadores que no funcionaban. Ni siquiera podía leer sus propios contadores de gas ni de luz porque se encontraban encerrados a cal y canto en el sótano, dos pisos más abajo, y nunca veía el pelo a las personas que vivían allí.

El apartamento le parecía todavía más destartalado de lo que recordaba después de haber visitado la casa unifamiliar, espaciosa y elegante de Holland Park. Era la misma sensación que podía tenerse después de pasar una noche en un hotel cuando se vivía como un vagabundo. Sin embargo, era su hogar. Seguro y real; a pesar de que la experiencia de la noche anterior lo había dejado en un estado de agitación que lo había mantenido en vela hasta tarde, y cuando se había dormido había tenido unos sueños que fue incapaz de recordar por la mañana. Cuando la luz de un nuevo día bañó el mundo, su terror se había atenuado.

Kyle extrajo la cuarta unidad de memoria USB de la parte trasera de su portátil. En ella había anotado: «Londres, 11 de junio, Clarendon Road. Entrevista en el ático: Susan White, también conocida como hermana Isis». Había un material extraordinario en las primeras cuatro unidades de memoria USB. Todas las secuencias de la entrevista a Susan White iban in crescendo hasta alcanzar un clímax donde su inquietud era evidente; normalmente coincidiendo con el final de cada uno de los fragmentos. «Perfecto». Las escenas no habrían quedado mejor si las hubiera interpretado un actor que les hubiera dedicado horas de ensayo. La señora White era real. Además, el resto de los elementos también funcionaban. La luz natural se atenuaba a medida que pasaba el día, desde la esterilidad y la vacuidad blancuzca en las que Susan aparecía ajada y empequeñecida, hasta el tono ámbar del atardecer, que llenaba de sombras las paredes que se cernían a su alrededor. Era maravilloso encontrarse con una historia que encontraba su ritmo y su tono tan pronto. Y los sonidos extraños e inquietantes que había captado con el micrófono jirafa le proporcionaban una banda sonora para la parte de Londres que de otro modo jamás habría conseguido.

Se obligó a devorar un sándwich. Empezaba a sentirse embargado por la euforia. Era posible que tuviera algo bueno entre las manos. Algo realmente bueno. Se moría de ganas de charlar de ello con Dan. Y cuando pensó en la última serie de secuencias sin editar de la grabación de la noche anterior reproduciéndose en la pantalla de su portátil, se puso tan nervioso por el entusiasmo que tuvo que hacer un esfuerzo para dominar la respiración mientras insertaba la quinta memoria USB en el aparato. La había reservado para el final. Era la secuencia cumbre.

El micrófono de la cámara jamás se utilizaba para otra cosa que no fuera como pista guía, pero había seguido grabando mientras bajaban por la escalera hasta el sótano de la vivienda, y luego dentro de éste, cuando se llevaron el primer susto mientras Dan usaba la cámara como linterna.

«¿Instalamos los micrófonos en la guardería?». «No. La primera vez no. De modo que todo el fenómeno extraño estará grabado únicamente por el micrófono de la cámara».

Y ahí estaban él y Dan, en el espacio oscuro del ático. La cámara estaba apoyada sobre el hombro de Dan, grabando en modo panorámico. En la pantalla del portátil, el suelo y las paredes de la casa aparecían iluminados por el delgado rayo de luz blanca del foco de la cámara.

La intensidad del rayo de luz iba menguando hasta desaparecer en la oscuridad. El campo de visión penumbroso parecía más propio de un abismo marino, como si estuvieran grabando en el interior de un pecio. Los destellos de la pintura reciente y del barniz del parquet recordaban el carácter normal de la casa durante las horas de sol; una paz sólo ligeramente insinuada durante la noche.

La minúscula esfera de luz bañaba la espalda de la cazadora de piel de Kyle, que caminaba delante de su compañero, y daba un lustre azul a su cabello azabache. El mundo capturado por el ojo de la cámara daba bandazos y temblaba, y su objetivo arrojaba indiscretos e imprecisos vistazos al hueco vacío y oscuro de la escalera, aunque nunca se detenía allí demasiado.

Hasta que la cámara de repente se desplazó precipitadamente hacia delante y se quedó clavada enfocando al techo. Kyle oyó el grito de Dan: «¡Idiota!». Y la conversación que siguió:

«¿Por qué te paras?».

«¡Chsss! ¿Cerraste la puerta principal cuando entramos?».

«Sí. La cerré con llave».

«Escucha».

Kyle pausó la reproducción y retrocedió al momento en el que Dan se resbalaba por la escalera. Pegó la oreja a los altavoces y subió el volumen. ¿Había descubierto algo en el sonido? «Sí, algo apenas audible». Se oía un débil repiqueteo. Un ruido lejano. Una serie de golpes, como manotazos, en la distancia. Sonido ambiente, muy lejano, pero podía ser importante.

Pulsó el botón de «Play».

Aguzó el oído intentando descubrir algo fuera de lo común en la pista de sonido. Reconoció sus pasos en dirección al sótano y luego dentro de él, y sus respiraciones, y el roce de la ropa, pero nada inquietante. El y Dan comentaron lo del olor; la cámara se movía a un lado y a otro pero no mostraba nada especial, hasta que Dan hizo un zoom en la pared que había detrás de un amasijo desordenado de palos de escoba y de fregona. «¡Bingo!». El foco de la cámara se clavó en la pared y la lente hizo un zoom centrado en una sección de la pared que mostraba un aspecto marrón amarillento descolorido. El plano se abrió para abarcar las marcas borrosas. A primera vista parecía el cerco dejado por la evaporación de una mancha de agua sucia.

Kyle detuvo la reproducción del vídeo y buscó el plano más abierto de la mancha. El cerco descolorido sugería la presencia de una segunda capa de ramas gruesas brotando de la pared, brillantes como unas estrías vítreas, como si la arena del compuesto del revoque se hubiera fundido. No se trataba de una mancha de humedad.

Avanzó la película fotograma a fotograma. Las estrías se volvieron borrosas, pero cuando destellaron con la luz, a Kyle se le cortó la respiración. Retrocedió la reproducción hasta el momento en el que Dan descubría las marcas y miró de nuevo el fragmento. Ahí estaba; sólo aparecía en dos fotogramas. Parecía una columna vertebral rodeada de costillas.

Retrocedió y volvió a mirar la grabación. Pausó la reproducción. En efecto, aquello perfectamente podría ser la impresión de una columna vertebral encorvada en el centro de la mancha, parcialmente oculta bajo las estrías resplandecientes, como el fósil de un esqueleto. Lo que sugería que la zona más clara que lo rodeaba podía ser una exigua capa de carne que forraba las vértebras, como si los huesos brillaran debajo de una piel mugrienta y traslúcida. Encima de lo que recordaban los residuos de un par de hombros marchitos, unos largos hilos parecían flotar, o mecerse como unos mechones sutiles que partían de lo que podría haber sido un pequeño cráneo: una cabeza agachada que quedaba fuera de la vista.

Kyle anotó el código de tiempo. Luego se recostó en la silla y se quedó mirando la pantalla desconcertado, perplejo, y también aterrorizado. Tragó saliva y recorrió con la mirada su apartamento como si esperara descubrir a alguien apostado a su lado. Encendió un cigarrillo. Se contempló en la pantalla narrando el destino de los niños de La Reunión hasta que era interrumpido por el susurro tenso de Dan diciendo: «¡Mierda!».

Débil, y sin embargo audible. Un golpetazo amortiguado, como de alguien estrellándose contra una puerta en uno de los pisos superiores, había sido capturado por el micrófono de la cámara.

La voz de Dan brotó de detrás de la cámara en un tono tirante y atropellado por el miedo: «Ya no hay duda de que hay alguien en la casa. Has tenido que dejarte la puerta principal abierta».

Kyle observó con la intensidad necesaria para no perder detalle de las imágenes de su salida del sótano y de la exploración de la casa con la cámara grabando. Hasta que Dan la bajó para orinar en la primera planta. El micrófono de la cámara no había registrado nada aparte del ruido de sus voces y de sus movimientos. Y Kyle se ruborizó una pizca al ver la imagen de su rostro rígido por el miedo y de sus ojos desorbitados. Finger Mouse se partiría de risa al verlo.

La pantalla se quedó negra cuando Dan apagó la cámara antes de subir al antiguo ático de la hermana Katherine, en el último piso de la vivienda.

Kyle aguardó el inicio de la siguiente secuencia fumando con ansiedad, y recordó que no habían encendido las luces cuando llegaron al ático porque querían experimentar el efecto del modo nocturno justo cuando les habían interrumpido. Sin embargo, habían preparado el sonido para la secuencia final en el ático, utilizando dos micrófonos de solapa y la jirafa. Por lo tanto, el audio de su huida del ático se oiría con nitidez. Había llegado el momento de la verdad: ¿Hasta qué punto habría quedado registrado el alboroto?

Empezó la siguiente secuencia. Grabado por Dan, Kyle aparecía en la pantalla hablando sobre cómo se había distanciado la hermana Katherine de los adeptos de La Reunión, hasta que la cámara dio unas sacudidas y siguió grabando en un plano sesgado que sólo mostraba media cara de Kyle, con la voz de fondo de Dan diciendo: «¡Tío! No hay duda de que tenemos compañía».

A Kyle se le pusieron los pelos de punta al oír fuera de plano el débil sonido de unos arañazos en el suelo duro. El ruido se acercaba al interior del ático desde la otra punta del pasillo. No había posibilidad de error; aunque débil, era indudable que el ruido era producido por unos pasos vacilantes en la oscuridad.

La siguiente imagen mostraba en pantalla la cara pálida de Kyle, haciendo visibles esfuerzos por tragar saliva y deshacer el nudo que le bloqueaba la garganta.

«¿Qué es eso?», preguntó Dan, desmontando la cámara del trípode y dejándola en suelo. Las paredes de la habitación se sacudieron alcanzadas por la luz del foco, hasta que la cámara quedó fija dirigida hacia el vano oscuro. Fuera de plano se oía con total claridad el diálogo que mantenían Kyle y Dan con sus voces tensas y ahogadas:

«¿Cómo cojones voy a saberlo?».

«Esto no tiene gracia. Ninguna gracia. Voy a…».

En la oscura porción del mundo mostrado en la pantalla, donde sólo se atisbaba el tenue rayo de luz blancuzca del foco de la cámara estriando el parquet, se oyó un portazo en la distancia, tan fuerte que la imagen vibró.

«¡Larguémonos de aquí!».

Inmóvil sobre el suelo, la cámara vibraba mientras capturaba su huida en estampida hacia la puerta de la habitación. Cuando se detuvieron, se vieron las Converse raídas de Kyle, que parecían grises al final del rayo de luz del foco, y las zapatillas de deporte negras de Dan, que desentonaban con el matiz verdoso de sus piernotas pálidas. Dan llevaba pantalones cortos, y la luz del foco ocultaba el vello negro, por lo que daba la impresión de que llevara las piernas depiladas. Sus figuras aparecían juntas al lado de la puerta, paralizadas por el miedo. La posición de la cámara hacía que el plano sólo los cogiera hasta la cintura.

En la tranquilidad de su estudio, Kyle aguzó el oído para captar lo que fuera que habían oído en el inmueble supuestamente vacío. Se oyó gritar a sí mismo a través de los altavoces de la pantalla: «¡Quién anda ahí!». No obtuvo respuesta, únicamente cesó el ruido. Kyle recordó que entonces había mirado a su derecha y escudriñado el pasillo oscuro, en el que había otras tres puertas cerradas que pertenecían a otras tantas habitaciones en penumbra.

Y entonces oyó el chillido lejano.

Kyle detuvo la reproducción de la grabación y volvió atrás para volver a ver el fragmento.

Era un grito; como de un pájaro. O un silbido. Estridente, cortante.

«¿Lo oyes?». En la grabación preguntaba a Dan si el ruido llegaba desde fuera.

«Larguémonos», dijo Dan con dificultad, con la voz tomada por el terror.

Los micrófonos habían grabado el gruñido de Kyle y la tos de Dan. «El olor»; entonces había aparecido aquel olor; flotando desde los confines penumbrosos de la planta superior. Y una vez más se oyó en la pista de sonido el lejano barullo de silbidos, como de pájaros aterrorizados posados en un seto. Y entonces…

Kyle retrocedió en la grabación y volvió a escucharlo. Un ruido bestial; repentino; gutural; un estruendo vibrante que contenía el inicio de un gruñido. Y otro ruido que respondía al gruñido y que él había supuesto que había sido producido por un perro. En efecto sonaba como los resuellos de un perro asustado.

Volvió a reproducir la grabación tres veces más. La escuchó de nuevo. «¿Puede ser humano ese sonido?».

Kyle pulsó el «play» y se alejó del portátil y de los altavoces que vibraban con el estrépito de pasos vacilantes que atravesaban el pasillo oscuro en dirección a donde él y Dan permanecían encogidos del miedo.

En la pantalla, las piernas de ambos daban un salto y luego emprendían la huida. Sus cuerpos entrechocaron y forcejearon en el hueco de la puerta, y luego escaparon uno tras otro por la escalera y desaparecieron del plano. Los micrófonos habían capturado el caos de su huida por la escalera oscura: manos aporreando los pasamanos, pies golpeando escalones de madera, resoplidos expulsados como por máquinas sobrecalentadas. Y entonces él y Dan se convirtieron en lejanos ruidos sordos en la pista de sonido. La cámara, sin embargo, siguió grabando el espacio vacío del pasillo oscuro que se extendía más allá de la abertura de la puerta de la habitación de la que Kyle y Dan habían escapado.

Una nueva retahíla de ruidos brotó de los altavoces y evocó en Kyle la imagen de una serie de puñetazos frenéticos contra una pared, como si alguien estuviera tratando de correr tras ellos por el pasillo con paso inseguro.

Una segunda puerta se cerró violentamente en la misma planta de la casa, como empujada por unas manos frenéticas. «¿Había dos intrusos? Imposible».

—Dios mío. Oh, Dios mío.

Encorvado sobre el suelo de su apartamento, Kyle mantenía la mirada fija y sin pestañear en la pantalla del portátil, no fuera a perderse eso que en realidad no quería ver. Durante unos segundos no apareció nada nuevo en la pantalla; la cámara seguía grabando inmóvil a ras de suelo el mismo plano estático. Hasta que una figura escuálida cruzó a la carrera el hueco de la puerta.

Con las piernas torpes, con movimientos descoordinados pero rápidos, la aparición cruzó el plano fugazmente antes de emprender el descenso por la escalera; en su persecución. Y durante los instantes que aparecía en el plano, en la oscuridad del vano de la puerta y en el vacío que se extendía al otro lado retumbaban los arañazos de los pies de la figura, que recordaban al ruido que harían las pezuñas de un perro resbalando y raspando una superficie barnizada al tratar de avanzar sobre ella.

Kyle dio al botón de pausa. Alguien, casi con toda seguridad desnudo, había estado allí con ellos todo el tiempo. «Pero ¿cómo era posible?». Antes de ponerse a grabar la última secuencia habían registrado una por una todas las habitaciones del piso superior y cerrado todas las puertas al abandonar las estancias. Simplemente era imposible. Kyle se sintió demasiado turbado como para ver de nuevo la grabación hasta pasado un rato. Sin embargo, inconscientemente volvió al momento de la grabación en el que la mancha de la figura pálida aparecía en la pantalla cruzando apresuradamente la abertura de la puerta.

Se dejó caer en la silla y miró detenidamente la imagen congelada de una figura erguida, en mitad de una zancada en la oscuridad. Avanzó el vídeo dos fotogramas. La figura seguía siendo imprecisa, casi parecía sobreimpresa en la imagen, pero el enfoque de la lente mejoró una pizca. En efecto, ahora se apreciaban un par de detalles, como un par de piernas demacradas que partían de unas ingles marchitas; y la sugerencia, más que la evidencia, de unas nalgas ajadas. Su cuerpo era blanco como el vientre de un pez, con las rótulas mustias y las pantorrillas fibrosas; y en los tobillos y los talones tenía más hueso que tejidos. El segundo pie, el que tenía suspendido en el aire, y a pesar de que aparecía borroso en la imagen, tenía además una peculiaridad, algo que indicaba que era largo y puntiagudo, por no decir afilado; y despojado de carne.

Kyle recordó expulsar el aire de los pulmones. Dejó continuar la reproducción y contempló cómo la silueta escuálida se volvía borrosa, se encorvaba y desaparecía de la imagen, lo que indicaba que se había puesto a cuatro patas en lo que ya debía ser la parte superior de la escalera, que quedaba fuera del plano.

Regresó a los últimos tres fotogramas; los únicos en los que se intuía un rostro de perfil. Sin embargo, el pasillo estaba oscuro, y la figura permanecía borrosa por la velocidad de sus movimientos. Poco se apreciaba con nitidez aparte del indicio de unos rasgos afilados en una cabeza sin pelo.

Se le habían dormido las piernas, pero Kyle no era capaz de moverse mientras continuaba la reproducción del vídeo. La figura había desaparecido de la pantalla, pero el ruido que hacía bajando por la escalera, los arañazos y los chirridos en los escalones de madera, sugerían que cuatro grupos de uñas largas escarbaban en el suelo para apoyarse. Los micrófonos habían capturado ruido durante un par de segundos insoportables, hasta que el alboroto del descenso de la figura quedó sepultado bajo una ráfaga de aire que atravesó la casa y cuyas corrientes tangenciales zarandearon la cámara. La ráfaga, que debía haberse originado en el lugar más alto del inmueble, transportaba en su cola un sonido final: el gruñido arrebatado de un cerdo.