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EXTRACTO DE LAS NOTAS DE PRODUCCIÓN.

DE MAXIMILLIAM SOLOMON.

La primera sede de La Última Reunión está en alquiler y en estos momentos no hay inquilinos. He conseguido un permiso para grabar en su interior. Imágenes del exterior y del interior del edificio son, diría yo, esenciales para nuestro proyecto. Un antiguo miembro de La Última Reunión se reunirá con ustedes en la dirección que les refiero debajo, y les concederá una entrevista para hablar sobre cómo era la vida dentro de la organización en 1967; el año de su fundación. Su nombre es Susan White, también conocida como hermana Isis (ver la sección de biografías). Disponemos del 11 y del 12 de junio para grabar este fragmento.

CLARENDON ROAD, HOLLAND PARK, LONDRES

WEST HAMPSTEAD, LONDRES

11 de junio de 2011, mediodía


—La de la puerta roja era la nuestra. Entonces no era roja. La han pintado —dijo Susan White cuando el primero de sus diminutos pies entró en contacto con el pavimento de la acera.

Golpeó con su mano delgada la fachada de piedra de la elegante casa georgiana de tres plantas. Su taxi Hackney se alejó del bordillo dando bandazos, con su caparazón negro brillando a la débil luz de aluminio del cielo encapotado.

Kyle devolvió su atención al espectáculo que suponía Susan White, con el pelo blanco alborotado coronando su cuerpo encorvado. Su aspecto ofrecía inmediatamente la impresión de absurdidad a quienquiera que la mirara. «Payasa» fue la palabra que acudió a la cabeza de Kyle. La sonrisa que había aparecido en sus labios estaba decidida a convertirse en una carcajada. Evitó mirar a los ojos a Dan, cuya sorpresa también estaba a punto de tornarse en risa. Dan se volvió dándole su amplia espalda e hizo ver que se enfrascaba en los ajustes de la cámara. Si se miraban una sola vez serían incapaces de contenerse.

A la anciana se le había ido la mano con la sombra de ojos verde, y la ausencia de labios resaltaba aún más la pintura roja. El pálido cuero cabelludo era visible debajo de la mata desgreñada de un pelo blanco como la nieve. Era evidente que la mujer había hecho un esfuerzo para su comparecencia, y llevaba puesto un atuendo que encajaba perfectamente en ese territorio intermedio entre la alta costura y el gusto hortera de mercadillo, cuya distinción sólo está al alcance de un ojo bien entrenado. Los rayos de sol que atravesaban el denso manto compuesto por las copas de los árboles moteaban y veteaban de sombras su vestido de color violeta. Un chal de color turquesa que hacía frufrú al rozarle los hombros huesudos completaba el conjunto.

Durante un período de tiempo que superó lo que podría considerarse incómodo, Susan White no apartó ni una sola vez sus ojos legañosos de la fachada del alto edificio.

—Hola, Susan —dijo Kyle para dominar el impulso de echarse a reír—. ¿O prefiere que la llame hermana Isis?

El cuerpecito frágil de la anciana se volvió tambaleándose hacia él, con el cuello estirado en un gesto de reprimenda. Los cristales prendidos de los cordones que llevaba alrededor del cuello demacrado se deslizaron y repiquetearon, y ese ruido fue acompañado por el que hicieron las pulseras de madera al entrechocar en sus muñecas escuálidas.

—¡Nunca me llame así!

Kyle se estremeció. La anciana volvió a lanzar una mirada precavida a la casa, como si eso bastara para explicar la reacción que había tenido al oír el nombre con el que la secta la había bautizado.

—Al menos aquí. Susan está bien.

—Pues que sea Susan.

Kyle le cogió la mano fría. La piel que la envolvía era translúcida; las venas negras se interconectaban bajo la carne parda, pero Kyle notó en sus dedos la piel suave, como de borreguillo. La miró a sus intensos ojos azules.

—Éste es Dan. Mi compañero.

Kyle sacudió la cabeza hacia Dan, que se volvió hacia ellos al oír su nombre. Tenía la cara roja y los ojos húmedos por el esfuerzo que le suponía contener la risa.

—¿Sienten eso? —inquirió la anciana, devolviendo la atención a la casa.

«Allá vamos. Esto va a ser duro». Kyle esperaba que la mujer no se percatara de su decepción. Era un día nublado en una calle del oeste de Londres que no admitía nada salvo su propia elegancia sosegada en cualquier estación del año; un escenario improbable para lo que Susan White ya había sugerido. El intento de la anciana de evocar una atmósfera de presencias inmortales y de territorios psíquicos particulares aburrió al punto a Kyle. También su valoración de la aptitud de Max para elegir las entrevistas apropiadas cayó en picado. El hecho de tener a una criatura como Susan White en la película minaría la credibilidad de las reivindicaciones místicas que hicieran los adeptos supervivientes; el simple aspecto de la anciana era un compendio de todo lo que resultaba ridículo de los años sesenta.

Kyle dirigió un gesto con la cabeza a Dan: una señal para que se olvidara de los planos exteriores que habían estando filmando de la calle y del edificio y se pusiera manos a la obra con los primeros planos de la hermana Isis.

—¿Si sentimos qué? —preguntó Kyle en un tono más brusco de lo que era su intención.

Los pendientes de plata tintinearon contra las mejillas pantomímicas cuando la señora White hizo un gesto de negación con la cabeza.

—No… no lo sentía desde 1969. Es extraordinario.

Cerró los ojos y ladeó la cabeza como si intentara oír una música lejana. Su rostro adquirió un aspecto más demacrado cuando fue alcanzado por la madeja de rayos solares, si es que eso era posible. Las profundas arrugas que le surcaban la barbilla se deprimieron aún más cuando su boca se combó.

—Es la primera vez que vuelvo aquí.

Kyle puso los ojos en blanco. Dan se sonrió mientras se entretenía acercando el fotómetro a la casa para filmar el plano inicial que Kyle quería de Susan junto a la puerta principal.

—Ahora vive en Brighton, ¿verdad?

—Sí.

—¿Nunca le ha apetecido rememorar los viejos tiempos?

—No lo habría soportado.

Susan White mantuvo los ojos cerrados frente a la casa y se tambaleó hacia atrás, como si estuviera sobre una fina capa de hielo. Kyle dejó rápidamente pero con cuidado la jirafa y el mezclador de sonido en el suelo y acudió junto a ella. Susan se llevó una mano a la frente.

—No sé si podré hacerlo.

Dan se volvió para ver qué quería Kyle que hiciera, pero éste no estaba seguro de que fuera adecuado para la película filmar el azoramiento y la fragilidad de la anciana antes de su correcta presentación, o al menos hasta que hubiera sido introducida de alguna manera. Probablemente no lo fuera, por mucho que él deseara lo contrario. La secuencia era buena: habían pasado cuarenta y dos años desde que La Última Reunión abandonara el edificio, y ahora un antiguo miembro de la organización se derrumbaba con su sola visión.

La luz era buena, pero tenían que poner rápidamente un micrófono a la señora White y realizar los ajustes de sonido si querían sacar algo de provecho. Tras un cruce de miradas con Kyle, Dan se apresuró a instalar de nuevo la cámara en el trípode.

—Lo siento —musitó la anciana. Los polvos cosméticos de su cara parecían a punto de desprenderse en plaquetas harinosas.

—¿Quiere un poco de agua? —Kyle alzó la mirada hacia Dan y articuló para que le leyera los labios: «Date prisa».

—Por favor.

Susan se sentó en el primero de los siete escalones que conducían hasta el porche de piedra. Parecía haberse hundido dentro del vestido, que ahora tenía el aspecto inopinado de un puñado de cordones oscilando encima de sus piececitos. Su espalda se curvaba como una hoz, como si sufriera alguna clase de deformidad.

Kyle destapó su botella de agua. La anciana bebió de ella con su boca marchita, soltó un grito ahogado y se la devolvió. El borde había quedado manchado de pintalabios rojo, y Kyle tuvo claro que él no volvería a beber de ella.

—Es usted muy amable. Gracias —dijo Susan, que arrancó a Kyle de sus oscuros pensamientos con una punzada de culpa; la mujer era una anciana y estaba asustada—. Tiene que entender… Pero ¿cómo podría hacerlo? ¡Qué tonta soy!

—Ahora intente tranquilizarse. Cálmese. Luego ya…

La señora White le agarró el dorso de la mano y levantó la mirada. Sus ojos brillaban con un terror sincero. Kyle pensó que la anciana estaba seriamente perturbada.

—Lo que ocurrió aquí… Lo que empezó aquí fue terrible. Quedamos tan pocos…

La anciana realmente estaba temblando debajo de aquel vestido mustio.

—¿Se encuentra bien? ¿Necesita un médico?

La idea de una urgencia médica le provocó un cosquilleo en la cabeza, a pesar de que las insinuaciones de la anciana sobre la casa «diabólica» le habían dejado totalmente frío. Intentó recordar la técnica de reanimación cardiopulmonar, pero nada acudió a su cabeza salvo una vaga idea sobre inclinar la cabeza hacia atrás y formar una especie de precinto hermético alrededor de la boca. Y ahora fue él quien se echó a temblar.

—Pensé que estaría bien. Le dije a Max que estaría bien. No quiero defraudarle. Me envió los billetes de tren y todo.

Kyle miró a Dan, que había enarcado dos cejas increíblemente densas.

—Si este lugar le afecta demasiado —dijo Kyle—, podemos hablar en otro sitio.

Susan negó la cabeza.

—¡No! ¡No! ¿De qué sirve que me afecte ahora? —Y, más tranquila, añadió—: Ya es un poco tarde para eso.

Una mujer vestida con vaqueros ceñidos y con tacones altos se detuvo junto a Dan. «Está bien, creo. Sólo ha sido un pequeño susto», oyó Kyle que decía Dan. La desconocida asintió y su tez tersa se arrugó cuando frunció el ceño. Luego continuó su camino y las puntas de sus tacones resonaron en el aire húmedo.

—Susan —Kyle le tendió una mano—. ¿Se encuentra mejor?

—Me siento como una idiota —musitó.

—No diga eso. Le estamos muy agradecidos por el esfuerzo que ha hecho para venir. ¿Está segura de que podrá hacerlo?

La anciana asintió.

—La gente necesita saberlo. Lo necesita. Max tiene razón. —Hizo una mueca y trató de ponerse en pie. Kyle la ayudó a levantarse—. Una gran parte de mí sigue encerrada ahí dentro. Viniendo quería comprobar si podía recuperarla.

—La casa se ha reformado para dividirla en apartamentos, pero disponemos de todo el edificio. Hasta del tejado.

Susan recuperó milagrosamente las fuerzas en el interior de la casa. Mientras se preparaban para la grabación, la anciana correteaba de una estancia a otra de la planta baja como un ave tropical no voladora intentando escapar de sus captores.

Los tres lujosos apartamentos en los que había sido dividida la casa todavía estaban sin inquilinos tras una reciente reforma. Una luz cenicienta entraba por las ventanas de guillotina y calentaba los espacios vacíos, doraba los suelos laminados y teñía de plata las paredes desnudas en las tres habitaciones sin amueblar y la cocina. Las paredes blancas, los rodapiés y los revestimientos que rodeaban los techos altos todavía despedían el olor a pintura fresca; todo era amplitud y limpieza, excepto los relieves decorativos que contenían los portalámparas colgados de cables y con las bombillas desnudas.

—Aquí imprimían la revista Gospel. ¡La vendíamos por todo Londres! Aquí estaba la oficina, donde traíamos los donativos. ¡Todos los días a las seis!

Una vez que la euforia inicial de la señora White se extinguiera, Kyle tendría que intervenir y dosificar su narración, y luego dividir su relato entre las habitaciones para introducir una variedad de escenarios; llevarla de habitación en habitación mientras ella contaba lo que sabía sobre la función de cada estancia. Montaría la narración intercalando imágenes de archivo del Londres de aquel período. Medirían la luz y ajustarían el sonido en cada habitación a medida que se movieran por el edificio; grabarían todas las secuencias con dos cámaras. Kyle montaba mentalmente todas sus películas mientras grababa.

Inconvenientes: había poca variedad de escenarios para el diálogo con Susan. No les habrían ido mal unos cuantos muebles en las habitaciones, así que tendrían que inventar algo para la iluminación. Había una estancia en la parte delantera con vistas a la elegante calle; otra habitación al fondo que se asomaba a un jardín verdísimo; un segundo dormitorio más pequeño; y los oscuros escalones de piedra de la entrada principal. Los dos pisos superiores tenían la misma distribución que la planta baja, y según las notas de Max también existía un sótano. La última planta al completo había sido el ático privado de la hermana Katherine, y Kyle decidió dejar la grabación allí para el final.

En la habitación del fondo la luz no era tan intensa. Kyle preguntó a Dan sobre la iluminación.

—Proyectaré algo suave contra la pared —respondió Dan—. Usaré papel blanco para evitar que la luz rebote. Tal vez utilice también una luz secundaria, de fondo, para crear un poco de ambiente.

La experiencia les había enseñado a adaptar la iluminación a las circunstancias únicas de cada localización en cualquier momento del día o de la noche que grabaran. Kyle sabía lo que la mayoría de sus colegas de profesión harían si se encontraran en su situación: dada la blancura de las paredes, utilizarían una luz de relleno y blanquearían la cara de Susan.

—Podemos dirigirle la luz principal a la cara de soslayo. Así le daremos profundidad, mostraremos todo su carácter —dijo Dan con una sonrisa en los labios.

—Buen chico. Podríamos utilizar incluso los fluorescentes de baja intensidad —dijo Kyle. Y añadió en un susurro—: Para darle un toque a lo Lon Chaney.

Dan se marchó y dejó a Kyle mirando a través del visor de la segunda cámara, la Panasonic HVX200, hasta que su compañero lo llamó desde algún rincón de la parte trasera de la casa.

Susan estaba de pie sobre el suelo desnudo, en el centro d la habitación que se encontraba enfrente de la cocina, en silencio, agarrándose las mejillas con las uñas pintadas y con sus intensos ojos clavados en el techo.

«Ya estamos», pensó Kyle, a pesar de que la postura y la expresión de la anciana desactivaron su sospecha inmediata de que asistiría a otro ataque de histeria.

—Fue aquí. Aquí empezó la renuncia.

Dan se colocó al lado de Susan para comprobar la luz.

—Entonces, tal vez deberíamos empezar aquí, con eso de la renuncia. ¿Qué le parece, Susan? —sugirió Kyle.

Kyle se arrodilló, desenmarañó los cables y preparó el equipo de sonido.

Susan sacó un pañuelo de papel de su bolso sin asas, se sorbió la nariz y se dio unos toquecitos con el pañuelo alrededor de los orificios de la nariz.

—Entregué tanto en este lugar. Tanto. Y nunca he dejado de preguntarme si estaba haciendo lo correcto.

—¿En qué consistía la renuncia?

Susan levantó las manos en el aire sin dar muestras de haber oído a Kyle. Éste todavía albergaba dudas de que la anciana pudiera repetir aquella actuación para la cámara, o tal vez era tan excéntrica que no sería consciente de lo grotesca que iba a resultar su aparición en la pantalla.

—Ella lo presidía todo. Todas las clases. Escuchaba. Siempre estaba escuchando. Evaluándonos. Recopilando información. Una información que pudiera utilizar después contra nosotros. Nunca la he perdonado. Sabía que acabaría mal.

—¿Por qué lo sabía? —preguntó Kyle alzando la mirada.

Susan rió para sí, como si ni él ni Dan estuvieran presentes. Se sorbió la nariz y se dio unos toquecitos en los ojos chillones con el pañuelo de papel.

—Le dimos todo. Todo para formar parte de aquello. Renunciamos a nuestras familias y a nuestros trabajos. Entiéndalo, algunas personas abandonaron su matrimonio. Y a sus hijos. A sus pobres niñitos.

—¿Qué ocurrió entonces en esta habitación?

—Se realizaban sesiones. A veces duraban toda la noche. Empezaban al anochecer y terminaban por la mañana, cuando nos habíamos vaciado. Eran interminables. Interminables. Ella era la profetisa de nuestras penalidades. Estábamos aquí para que nos purgara de nuestros pasados, de las obligaciones… de las responsabilidades y decepciones… de todos nuestros vínculos salvo el que teníamos con ella. De todo. Incluso de los recuerdos. Lo quería todo. Absolutamente todo. Quería despojarnos de todas las cosas. De todo aquello que nos hacía humanos, que nos hacía únicos. De todo lo que supusiera una barrera entre nosotros y ella.

»Entienda que en aquel entonces éramos distintos. Vivíamos constreñidos. Nos aterrorizaba el aburrimiento, quedar atrapados. Nos asustaba el fin del mundo. Éramos jóvenes. Buscábamos aventuras, ¡vida! Teníamos tanto que decir, que demostrar.

Susan se volvió hacia Kyle sin aliento por la agitación y temblando de la emoción. Éste dejó los cables XLR que estaba conectando apresuradamente a la segunda cámara y al grabador de cintas de audio digital. Susan lo miraba con los ojos completamente abiertos y fulgurantes; su tez estaba adquiriendo un tono rosado debajo de la gruesa capa de maquillaje.

—Piense en ello como en encontrar a un mentor, a un maestro que pudiera liberarlo de su propio ser.

—Y ese mentor era la hermana Katherine, ¿no?

—Alguien que te abría esto —dijo la anciana dándose un manotazo en la frente.

Dan saltó de detrás del trípode de la primera cámara.

—Y esto —continuó la señora White dándose otro manotazo en el pecho huesudo—. ¿Usted no se entregaría? Yo era una simple mecanógrafa. Vivía en casa de mis padres. Con mamá y papá. Pero quería música y amor y amigos. Quería hacer algo, ser alguien, ¡vivir! Y esto era nuevo. Aquí podíamos hablar, decir lo que quisiéramos. Yo era tan tímida… pero ella me liberó. Podía llegar a ser tan cariñosa… Al principio era tu mejor amiga, tu madre y tu sacerdote. ¡Oh, lo que llore yo aquí! Llorando lo expulsaba todo. No se hace una idea de lo bien que nos sentíamos. Todos. Cuando nos juntábamos aquí para compartirlo. Éramos jóvenes e insensatos, y siempre estábamos enamorados. Vivíamos la vida sin secretos, indagando continuamente los grandes misterios. ¡Nos creíamos tan libres! —Susan hizo una pausa y soltó un suspiro largo y cansado—. Y antes de que nos diéramos cuenta, ella nos tenía atrapados.

—Se quedó con La Última Reunión durante dos años. ¿Por qué tardó tanto tiempo en abandonar la organización?

Kyle llevaba puestos los casos en las orejas y el mezclador de sonido colgado de un hombro, y sujetaba la jirafa con el micrófono con ambas manos. Se había colocado detrás de la segunda cámara, mientras que Dan grababa un primer plano de Susan con la primera cámara. Habían colocado a la anciana dos micrófonos Sennheiser. Los tres micrófonos estaban conectados a un disco duro grabador portátil que estaba junto al pie derecho de Kyle. Iban ya por la segunda toma, pues el pañuelo de Susan había fastidiado el sonido en la primera. Con las prisas no habían tenido en cuenta el pañuelo a la hora de preparar el tema del sonido. Dan había colocado las cámaras de modo que grabaran tomas simultáneas de Susan desde diferentes ángulos; la experiencia les había enseñado a grabar el mayor número posible de planos de recurso para que Finger Mouse tuviera dónde elegir si la entrevista se alargaba. Cosa que estaba sucediendo, ya que era como si se hubiera reventado un dique en el interior de Susan White desde que había puesto el pie en la casa.

—Oh, era imposible abandonar a Katherine. No, no, no. —Susan estaba de pie junto a la ventana de guillotina de la habitación del primer piso, mirando fijamente el jardín—. Además, éramos especiales. Habíamos derrotado al sistema, ¿sabe? Estábamos muy orgullosos de nosotros mismos por lo que habíamos conseguido formando parte del aquello.

—Pero le dio todo su dinero para que le permitiera entrar.

—¡No necesitábamos nada! Vendí todo lo que tenía. Algunas joyas de mi abuela. Saqué todo el dinero de mi modesta cuenta de ahorros en la caja postal. Le entregué todo. Entregué todo a La Reunión. En realidad ambos eran lo mismo. Katherine era La Reunión. Un par de chicas desdichadas renunciaron a grandes herencias, ¿sabe? Como la hermana Urania y la hermana Hannah. A los fondos de inversiones. Renunciar a las posesiones materiales era una condición esencial para entrar. De lo contrario no se podía formar parte de la familia.

—Debió de impresionarla.

—Era un movimiento. ¡Un futuro! Una revolución. Pensábamos… Debíamos convertirnos en misioneros errantes. Confiar en nuestro ingenio, ¿sabe? Teníamos que «purgarnos a través de la pobreza», solía decir la hermana Katherine. Empezar de cero. Renacer. —Susan hizo una pausa y meneó la cabeza—. Pero creo que lo único que nos hacía continuar era el cariño y la caridad que recibíamos de personas extrañas.

—¿Qué uso daba El Templo a esta habitación?

Susan recorrió la estancia con la mirada.

—Aquí dormíamos. En esta y en las otras dos habitaciones. Entonces la cocina se utilizaba como cuarto del silencio, donde nos preparábamos para las sesiones, o nos sentábamos y meditábamos sobre lo que habíamos aprendido en la reunión de la noche anterior. Nos sentábamos y meditábamos sobre lo avariciosos, lo necesitados y egoístas, lo celosos e infantiles que éramos.

»En este suelo dormíamos unas quince personas, en sacos de dormir. Sobre delgados colchones. Había gente por todas partes. Llegó un momento en el que éramos más de cincuenta viviendo en la casa. No había intimidad. Estaba prohibida. Dormí en esta habitación dos años de mi vida.

—Y aun así se quedó.

Susan dejó caer hacia atrás la cabeza.

—¡Éramos unas celebridades, querido! —espetó entre carcajadas—. ¡Famosos! La gente nos adoraba. Descalzos o con sandalias en verano; con botas de piel ceñidas en invierno. Capas negras y vestidos largos. Parecíamos brujas, querido. Y los chicos con sus barbas desarregladas, su pelo negro y sus ojos intensos. Las estrellas pentagonales bordadas con hilo de seda. O la estrella de David, el anj o el nudo celta bordado en nuestros uniformes. Era irrelevante en qué creyéramos, pero teníamos carisma, querido. Éramos peligrosos. Me refiero a lo que la prensa solía escribir de nosotros. ¡De nuestras orgías! Decían que adorábamos al diablo. ¡Masas satánicas! ¡Desnudas!

—¿Exageraban?

—Era ridículo. De principio a fin. Durante el primer año como adeptos practicábamos el celibato. Y después, sólo cuando habías pasado a la siguiente categoría podías irte con un chico. Pero sólo con aquellos que ella elegía para ti, nunca con los que tú querías. A menos que estuvieras entre sus favoritas, por supuesto.

Susan entornó los ojos y ofreció a la cámara una mirada de complicidad que Kyle observó a través de la pantalla del ordenador portátil que estaba utilizando como monitor.

—Pero a los hombres les intrigaban las chicas de La Reunión. Katherine sólo permitía el maquillaje y el perfume cuando salíamos a recoger donativos y a vender la Gospel. Nos animaba a flirtear. Así sacábamos más. Ella nos enseñó a mirar a los ojos y a sonreír con dulzura, como monjitas inocentes y chicas de campo. Cándidas. «Hacedles soñar con otra vida», solía decirnos. «Con nuestra vida y con vosotras». Pero también podíamos ser muy distantes. Ella nos enseñó a serlo. ¿Así que éramos unas vírgenes o unas zorras? Los hombres no sabían qué pensar. ¿Éramos una tapadera de los adoradores del diablo? ¿Una tentación? Creo que Katherine mantenía una relación extraña con el sexo. Con los hombres y sus deseos. Pero no le importaba lo más mínimo que lo utilizáramos para conseguir donativos. De eso no le quepa duda.

—Nunca había estado aquí. —Susan movía la cabeza con incredulidad mientras recorría las habitaciones que habían compuesto el ático privado de la hermana Katherine, atónita ante el descubrimiento de que la planta más alta del edificio fuera tan espaciosa y entrara en ella tanta luz—. Nadie salvo los Siete tenía permiso para subir. Había una puerta principal con una enorme aldaba dorada en la parte superior de la escalera para separarla de los que estábamos abajo.

La planta superior del edificio había sido remodelada exactamente igual que las inferiores, con suelos de madera y paredes blancas recién pintadas. Tan sólo podían imaginar qué aspecto tenían en el Londres del apogeo de La Reunión. Nunca se habían encontrado fotografías de la época.

—¿Quiénes eran los Siete?

—Ellos fueron una de las razones por las que me marché. Sus elegidos. Durante el primer año mucha gente era ascendida y luego degradada de la categoría de los Siete. Pero sus favoritos durante buena parte del último año en Londres fueron Serapis, Belus, Orcus, Ades y Azazel. Y las hermanas Gehenna y Bellona. Eran los matones que utilizaba para mantener el control. Siempre mantenían una actitud distante. Nunca sonreían; se volvían y te miraban fijamente, con intensidad. Como si vieran tu interior. Y entonces te morías de miedo. Miedo de disgustar a Katherine. Ellos la informaban, por supuesto. Vivíamos aterrorizados por si durante la sesión nos tocaba ser juzgados por haber sido débiles, por haber defraudado a La Reunión.

El instinto le decía a Kyle que estaban consiguiendo un buen material. No sólo por la naturalidad con la que Susan relataba su experiencia y la abundancia de información que proporcionaba con un par de apuntes, también el trabajo de iluminación tenía una pinta fantástica en el monitor. Dan había creado una sensación claustrofóbica alrededor de Susan mientras ésta hablaba en cada una de las habitaciones. Eso ayudó a disipar el recelo inicial que le habían provocado la anciana y la ausencia de muebles en la casa. Sin embargo, lo que había captado del sonido ambiente del edificio, mientras ajustaba los controles del sonido en cada habitación a medida que se desarrollaba la grabación, suponía un descubrimiento inesperado.

Después de lo de Aquelarre, en Escocia, cuando accidentalmente grabó unos inexplicables ruidos subterráneos en un túnel que se extendía bajo el ruinoso palacio de un obispo, se había asegurado de grabar un montón de sonido ambiente, tanto de los interiores como de los exteriores, en todas las localizaciones de su última película, Frenesí sangriento. A menudo, lo que podía captar era mejor que una banda sonora, y el montón de sonidos de los bosques suecos había compuesto por sí solo toda la banda sonora del documental Frenesí sangriento; en ningún momento había necesitado agregar algo más para sugerir la abrumadora sensación de insignificancia que provocaban la vastedad y la antigüedad del bosque boreal. Pero a través de los cascos, antes de grabar la secuencia de la renuncia de Susan en las profundidades del cuartel general de la secta en el oeste de Londres, había oído lo que le había parecido una multitud lejana. Y antes de que ese ruido se extinguiera, Kyle había tenido la certeza de que era el viento, lejano, pero como si hubiera golpeado la planta superior del edificio y entrado en la casa.

El micrófono de la jirafa debía de haber registrado las corrientes de aire de la escalera, porque todas las ventanas estaban cerradas; lo habían comprobado para reducir el ruido del tráfico. La casa, sin embargo, había aportado sus propios efectos de sonido extraños e inquietantes, tanto que si hubieran querido encontrarlos en un banco de sonidos se habrían visto en un apuro.

—Susan, ¿podría hablarnos sobre el cambio de rol de Katherine?

Susan estaba nerviosa otra vez; o inquieta después de sus revelaciones sobre los Siete, o tal vez por el simple hecho de encontrarse en el ático.

—¿Susan? ¿Susan?

La anciana levantó los ojos. Kyle repitió la pregunta.

—Sí. Sí. Katherine. Durante el segundo año apenas si dirigió alguna sesión. Se retiró aquí arriba. —Susan recorrió las paredes con la mirada, con el gesto de incomodidad de un gatito acechado por una sombra—. Eso debió de ser en 1969. A partir de la Navidad del año anterior la vimos cada vez menos. Y desde abril de 1969 ya no volví a verla.

—¿Se retiró por completo?

—Por completo. Se quedaba aquí arriba. Cuando nosotros salíamos durante el día ella instruía a los Siete. Ellos dirigían las sesiones nocturnas en su ausencia.

—¿De modo que mientras ustedes eran treinta durmiendo en una habitación Katherine tenía toda esta planta para ella sola?

Susan puso los ojos en blanco.

—Para ella y sus perros. Sus queridos «vargs», que comían como reyes. Fue entonces cuando algunos de los que estábamos hartos empezamos a llamar a este lugar «el ático». También había empezado a ponerse habitualmente una toga púrpura. De un púrpura imperial, con el cuello de armiño. Los Siete vestían de rojo. Ya sabe, para distinguirse del resto. Como líderes. Como nuestros guías espirituales. Pero a mí no me gustaba esa repentina exclusividad cuando se suponía que todos estábamos en el mismo barco.

—¿Por eso se marchó? ¿Por la jerarquía que impuso la hermana Katherine?

—Ese fue uno de los motivos. También empezó a escoger favoritos entre los adeptos. Normalmente chicas. Las que conseguían más dinero y las más aduladoras. Las chicas que le consentían todo y no suponían una amenaza para ella. Las listas. Las que más se parecían a Katherine. Las más manipuladoras. Podían elegir a los chicos. Y sus favoritas siempre eran las chicas más atractivas. Porque las utilizaba como cebos, y empezaron a impartir clases particulares de meditación y sesiones de terapia privadas a clientes. Resulta cómico. A la mayoría de nosotros se nos imponía el celibato y ella estaba regentando un local de citas, querido. Esas chicas estaban dispuestas a hacer cualquier cosa por ella, por La Reunión. ¿Sabía que antes había sido una madame?

Kyle asintió con la cabeza sin apartar la mirada del monitor.

—Bueno. Entonces no sabíamos todo eso. Se descubrió después, cuando ocurrió lo de América. Pero puso habitaciones a sus favoritas en Wimpole Street. También a un par de chicos de buen ver. Los agasajó con todo tipo de obsequios caros por sus servicios. Tenían su propia habitación en la primera planta, en la parte de delante. Para motivarnos al resto y provocarnos celos, para que ansiáramos aún más sus atenciones. Y nosotros debíamos delatarnos los unos a los otros. Informar de nuestros sentimientos, de las caras largas, de los rumores, de los chismorreos. Los Siete contaban con espías entre nosotros. ¡Ya lo creo!

—¿Qué cree que hacía ella aquí arriba?

Susan arrugó el rostro en una mueca de frustración e ira.

—Se nos decía que Katherine vivía aquí en un estado de reposo absoluto, meditando. Pero que estaba entre nosotros en todo momento; su presencia nos acompañaba. Nos decían que lo sabía todo de nosotros, siempre; lo que pensaba cada uno, y lo que sentía. Los Siete nos decían que ella nos protegía y que nos evaluaba para una posible elección. Para ascendernos. Pero claro, nosotros ya habíamos confesado todo lo referente a nuestras vidas durante los primeros días en La Reunión, de modo que conocía todos nuestros secretos. Tenía una idea bastante acertada de cómo podía persuadirnos. Y, siguiendo sus instrucciones, los Siete utilizaban esa información para acusarnos de disidentes durante las sesiones. Para excluir a algunos. Y siempre parecían dar en la tecla justa. No podíamos rebatir sus acusaciones, así que sólo confesábamos más y más.

—¿Por qué aceptaban eso?

—Porque estábamos desesperados por ser aceptados. Nos aterrorizaba la posibilidad de que nos excluyeran, de recibir la desaprobación de Katherine. Su aislamiento sólo era un ingrediente más del secretismo, del misterio que lo rodeaba todo; que la rodeaba a ella. Era lista. ¡Ya lo creo! Y perezosa. Estar aquí arriba la hacía más poderosa aún sin tener que mover un dedo. Todo lo que hacía obedecía a una estrategia.

—¿Qué hacía con la gente que perdía su favor, Susan?

—Hubo unos castigos terribles por desobediencia durante mi segundo año. Terribles.

—¿Puede contárnoslos? ¿Eran castigos físicos?

—En cierta manera sí. Pero al principio simplemente te excluían, que era incluso peor que lo que venía después. Te convertías en el objeto de burla del resto de los miembros de La Reunión, a quienes se animaba a decir las cosas más horribles sobre ti durante las sesiones. En aquella habitación donde habíamos renunciado a todo. En aquel lugar donde abríamos nuestros corazones, nos educábamos y nos uníamos. Que acabara convertido en eso era como un sacrilegio.

—Pero ¿es cierto que se produjeron maltratos físicos?

Susan frunció el ceño.

—Sí, pero no de la manera que contaron los periódicos. Se lo tenía que hacer uno. Con las cuerdas. Ya sabe, golpearse. Jamás vi que nadie pegara a nadie. No creo que ocurriera. Pero lo que hacían luego en Francia y en América, lo de la humillación física y la degradación de la persona delante de todo el grupo, esa idea la sacaron de aquí. Utilizar a algunos como ejemplo. Sólo presencié castigos físicos en cuatro ocasiones, cuando obligaron a unos cuantos adeptos a azotarse con las cuerdas. ¿Cómo se dice? A flagelarse.

—Y en todo ese tiempo ella vivió arriba, disfrutando de una vida de lujos.

Susan asintió con la cabeza.

—Empecé a sentirme como una esclava. Todo el día en la calle, vendiendo aquella condenada revista. Era exasperante. Había días que no vendías ni un ejemplar mientras que los mejores vendedores recibían su recompensa. Llegó un momento en que se me hizo insoportable. Acabé mendigando limosnas. Odiaba volver, porque nos castigaban, a mí y a todos los que hubiéramos vendido menos ejemplares de los que se nos asignaban. Nos obligaban a estar fuera toda la noche hasta que reuníamos donativos por el importe que nos habían exigido por la mañana. ¿En eso nos habíamos convertido? ¿En esclavos sin un céntimo? Algunas chicas, bueno, ya sabe, intercambiaban favores por dinero. En la calle.

—En su caso, ¿ése fue el detonante? ¿La gota que colmó el vaso? Me refiero al hecho de trabajar tan duro sin obtener nada a cambio mientras ella se enriquecía.

—Necesito… necesito sentarme. ¿Tiene un poco más de agua?

Kyle entró en el plano y ayudó a Susan a sentarse en el suelo, donde se acomodó con el cuerpo hecho un ovillo. Fuera, el sol había descendido, y nubes de color naranja y rosa cubrían el cielo, que asomaba de color violeta entre el celaje. Kyle le dio la botella manchada con su pintalabios y observó detenidamente a la figura postrada en el suelo. Susan White había vuelto a sentirse sometida en aquel lugar. No era de extrañar que antes apenas hubiera podido mirar directamente la fachada de la casa.

Cuando reanudaron la entrevista, la anciana habló con la mirada perdida, como si hubiera olvidado que había cámaras en la misma habitación, y ya no estaba claro a quién estaba dirigiéndose. Dan le pidió tres veces que mirara a la cámara.

—Supongo que tomé la decisión de marcharme mientras estaba en la calle vendiendo la Gospel, durante el segundo año. Recuerdo un día que estaba con fiebre, helada y calada hasta los huesos. Tenía una gripe terrible y estaba en algún lugar detrás del Museo Británico. Me desmayé. Cuando recuperé la conciencia sentía náuseas, así que me senté en un banco a descansar. Ese día estaba con la hermana Hera, pero no la encontraba por ningún lado. Así que me senté sola en aquel banco, empapada. No me quedaba un atisbo de dignidad ni de respeto por mí misma. Estaba destrozada. Y mientras estaba allí sentada bajo la lluvia, en aquel banco sintiendo pena de mí misma, cogí un ejemplar del Evening Standard. Alguien lo había dejado en el banco y yo lo cogí y me lo puse sobre la cabeza para protegerme de la lluvia. Y entonces vi el titular. Ya sabe, como si fuera una señal. Entonces todo eran señales. Debe entender que ésa era nuestra manera de ver el mundo. El titular decía algo así como «Los más importantes espiritistas de Londres al descubierto». Hojeé el periódico y encontré aquel artículo. Allí estaba ella: Katherine. En las páginas de sociedad. Vestida como una estrella de cine. En una fiesta cualquiera. Llena de joyas y con un bonito peinado. Rodeada de gente con glamour. Y allí estaba yo, agonizando bajo la lluvia. Bueno, pues fui directa al vendedor de periódicos y compré veinte ejemplares. Me gasté todo el dinero que había ganado ese día. Y volví aquí con todos esos periódicos y empecé a repartirlos para enseñar a la gente la clase de persona para la que estábamos trabajando, el motivo por el que estábamos trabajando en la calle, lloviera o hiciese frío, un día sí y otro también. Les pregunté si para eso habíamos renunciado a todo.

—¿Inició eso una revuelta?

Susan negó con su cabeza cansada.

—No. La verdad es que no. Sólo confirmó lo que ya pensábamos de Katherine los que estábamos hartos. De todos modos, por entonces ya había empezado a marcharse gente. En manada. Katherine había recibido cartas amenazadoras de los padres de la hermana Urania. Una familia poderosa y rica. Katherine recibía todos los meses un pago del fondo de fideicomiso de la herencia de la hermana Urania. También oí decir que los abogados de la hermana Ana escribían constantemente a Katherine. Todo empezaba a torcerse. Demasiado. La organización empezaba a atraer una clase de atención indeseada. Sobre todo después de lo que Charles Manson había hecho en California. Pero yo diría que buena parte de la gente simplemente aceptó lo que había descubierto en el periódico. También hay que tener en cuenta que estaban enamorados de ella. La adoraban. Nada podía cambiar eso. Incluso yo le di otra oportunidad a La Reunión a pesar de lo que me decía mi instinto.

—¿Qué consecuencias tuvo para usted traer los periódicos? ¿La castigaron?

—No. Al contrario, Katherine me envió un regalo. Unos pendientes de perlas. Teníamos prohibido usar joyas. No lo entendía. ¿Cómo iba a…? Pero entonces… ocurrió algo ese invierno. Lo llamamos el «santo terror». Y ésa sí fue para mí la gota que colmó el vaso.

Kyle sintió un cosquilleo en el estómago. Aquello era lo que pretendía Max.

—¿Puede contarnos cómo empezó, Susan? ¿Con qué forma se presentó?

La señora White asintió, de nuevo visiblemente incómoda y cansada. De hecho, Kyle dudaba que alguna vez hubiera visto a alguien más jodido.

—No sólo cambió la naturaleza de las sesiones con los Siete. También lo hizo el ambiente. Todo cambió. Los ideales de nuestro grupo cambiaron. Considerablemente. Eso fue lo que lo provocó.

—¿Cómo?

—El interés por el descubrimiento personal de los tiempos de la renuncia había perdido peso. Ya no explorábamos nuestro interior de la misma manera. Ya no importaba la igualdad dentro del grupo, ni la sinceridad con uno mismo. Por el contrario, el énfasis se ponía en ser «elegido». Siempre nos habíamos creído especiales. Diferentes, ¿sabe?

»Pero entonces nos enseñaron a sentirnos superiores a todo aquel que no formara parte de La Reunión. Nos alentaban para que sintiéramos desprecio. Era el desprecio lo que estaba cultivándose. Por el mundo que había fuera de estas paredes. Y la gente empezó a utilizar la palabra «ordinario» para referirse a cualquiera que no formara parte de nuestra pequeña familia.

»Recuerdo que me dijeron que a partir de entonces estaba justificado coger lo que fuera para ayudar a La Reunión. Al servicio de la hermana Katherine podíamos sentirnos libres de culpa. Teníamos que liberarnos de la conciencia y la compasión. Todo empezó a girar entonces alrededor de la cuestión de la confianza en uno mismo. Nuestra voluntad debía centrarse en los intereses de La Reunión. «El poder a través del enriquecimiento» se convirtió en uno de nuestros nuevos lemas. Nos enseñaron a manipular a las personas, y nos animaron a practicar entre nosotros.

»Y se utilizaba el sexo para lograr un control cada vez mayor sobre los hombres. Teníamos que acostarnos con todos los hombres que nos ordenaran los Siete. No recuerdo que hubiera parejas consentidas. Pero de eso se trataba. Nos emparejaban con personas por las que no sentíamos atracción alguna. Si dos personas se enamoraban de un modo natural, y la gente se enamoraba continuamente, los Siete rompían la pareja obligando a la mujer a acostarse con otro hombre. El único vínculo emocional que podíamos tener era con Katherine y sólo con Katherine. Tenía la impresión de que estaban sacando lo peor de cada uno y de que los más astutos de entre nosotros estaban mejor posicionados en el nuevo régimen.

Susan interrumpió su relato y clavó la mirada en el suelo, si Kyle no se equivocaba, avergonzada. Kyle intercambió un par de miradas con Dan, que enarcó las cejas con gesto inquisitivo. Kyle meneó la cabeza y articuló para que le leyera los labios: «Sigue grabando».

—Nunca volvieron a ver a Katherine. No la oyeron hablar una sola vez durante el último año. Pero da la impresión de que cuanto más se aislaba de ustedes, peor era su comportamiento.

Susan alzó su rostro cansado.

—En efecto. Se había vuelto cada vez más despótica a través de los Siete. Nos entregaban relicarios con, según decían, maná. Y mechones de su cabello. Y teníamos que colgárnoslos del cuello como fueran talismanes. Nos decían que tenían poderes. Los obsequios que recibíamos de ella eran denominados «reliquias sagradas». Siempre eran caros y nos parecían de otro mundo, porque no teníamos nada; sólo nuestros uniformes. Vivíamos como indigentes y ella compraba joyas caras para regalárselas a sus favoritos. No creo que nadie quisiera admitir que nos habían engañado, pero habíamos sido engatusados por una astuta madame que había aprendido las técnicas de control mental de la Cienciología en una cárcel para mujeres. ¡Y que había sido enviada allí por regentar un maldito burdel!

Susan cerró los ojos y dejó escapar otro largo suspiro de frustración y fatiga. Kyle le concedió un minuto para que se recuperara en silencio. Susan era auténtica, genuina.

—Susan, se ha dicho que ella se creía una santa. ¿Alguno de ustedes pensaba que de verdad lo era?

—Jamás. Ese fue otro de los motivos por los que me marché. No sé dónde nacieron exactamente los rumores, pero la gente empezó a comentar toda clase de cosas sobre ella. Recuerdo al hermano Ethan refiriéndose a Katherine como «una santa viviente», y la terrible discusión que siguió porque yo me reí. Verá, La Reunión nunca trataba la cuestión de Dios en ese sentido. El objetivo último era ser distintos de cualquier organización religiosa, y allí estábamos nosotros, con sumos sacerdotes y una maldita santa viviente controlándonos. Fue profundamente decepcionante para muchos. Pero yo había entregado tanto a La Reunión que una parte de mí se negaba a renunciar. Éramos muchos los que compartíamos ese sentimiento.

»Pero, en las sesiones, los Siete nos decían que Katherine estaba en un estado tan avanzado de renacimiento que estaba transformándose en el espíritu santo original. La búsqueda de la esencia divina en su Interior que había llevado a cabo durante toda su vida había dado sus frutos, de modo que todos sus actos eran ahora divinos y estaban permitidos. Cualquier cosa que su naturaleza le sugiriera estaba justificada. Nos decían que estaba evolucionando hacia una fase situada más allá de la mortalidad, y que si la seguíamos nos convertiríamos en elegidos. En los «bienaventurados», según su terminología. Porque éramos tan inocentes… Guiados por ella habíamos escrutado nuestro ser hasta recuperar la inocencia primigenia. Como los ángeles. Y cualquiera podía ser manipulado por los elegidos bienaventurados en beneficio de sus ambiciones, gracias a nuestra pureza. Y gracias a que había atravesado lo que llamaba las siete fases del alma, Katherine sería capaz de conseguir lo que denominaban la «divinidad absoluta». Los Siete nos dijeron una vez que Katherine no podía reunirse con nosotros porque estaba encarnándose. Estaba ascendiendo.

»Y su santidad había atraído compañía. «Presencias». Que le habían transmitido el poder de la profecía. Nos dijeron que había entrado en contacto directo con esas «presencias». Fue entonces cuando el ambiente cambió de verdad.

—¿El santo terror?

Susan asintió con la cabeza.

—¿De qué manera cambió? ¿Fue un cambio físico?

—Sí. Sí. Las sesiones alcanzaban su apogeo de madrugada. La gente estaba agotada. Débil. Hecha polvo de tanto llorar, de tantas confesiones y de soportar el acoso terrible al que éramos sometidos. Y entonces era cuando nos decían que esos «seres» o «presencias» se encontraban entre nosotros.

Kyle sabía que había llegado el momento de lanzar otra de las preguntas de Max.

—¿Vio materializarse alguna de esas «presencias»? ¿O sólo fue una percepción de cambio en el ambiente?

—La atmósfera… creo que cambió. Tal vez empezó a hacer más frío. Daba la sensación de que había más gente en la habitación. Como si hubieran entrado más personas y se hubieran unido a la sesión, aunque permaneciendo detrás de nosotros. Piensa que todo eso era fruto de mi imaginación. Su cara lo delata. Y no le culpo. Yo también lo pensaba. Dios sabe lo impresionables que éramos todos entonces. Estábamos exhaustos y hambrientos, y nerviosos, y aterrorizados. Pero: recuerdo que también empezó a oler raro. Unos olores horribles, Como a agua estancada; a ropa húmeda que no se había puesto a secar. Aquel olor flotaba a nuestro alrededor. Estaba ahí con nosotros. —Susan señaló el suelo—. Durante las sesiones. Siempre. Y después en las habitaciones donde dormíamos. Diría que allí era peor.

»Nos decían que las «presencias» habían aparecido para comunicar sus deseos a los elegidos de entre nosotros, y que en las sesiones íbamos a contar los sueños y las visiones y analizarlos.

—¿Qué decía ver la gente en esas visiones?

—Algunos afirmaban haber adquirido súbitamente un profundo conocimiento de algún compañero. De repente podían verse a través de los ojos de una persona situada en otro sitio. Otros decían que oían voces a su lado, a su espalda. Otros que viajaban.

—¿Que viajaban?

—Que abandonaban sus cuerpos mientras dormían. Y todos se comportaban como si fuera una especie de experiencia mística. Pero a mí me resultaba imposible creer que aquello tuviera algo de místico. Más bien todo lo contrario. Para mí era como una plaga.

—¿Experimentó usted alguna de esas vivencias?

—No. Nunca oí nada ni viajé fuera de mi cuerpo ni vi a través de los ojos de nadie ni nada parecido. Tampoco creía nada de todo eso. La gente se lo inventaba, para complacer a los Siete y para participar de los delirios de Katherine de que estaba deificándose y de que tenía a aquellos espíritus como compañeros, como guías. La gente se habría creído, o habría fingido hacerlo, cualquier cosa que Katherine dijera con tal de agradarla. Así funcionaban las cosas al final. —Susan hizo una pausa para serenarse—. Pero lo único que yo experimenté y sobre lo que todavía hoy no puedo dar una explicación fue mi participación en una visión colectiva.

—¿Quiere compartirla con nosotros?

Kyle oyó la risita de Dan detrás del visor de la cámara y le lanzó una mirada reprobatoria.

—Todos soñamos con el mismo lugar: el refugio. El nuevo templo; eso nos dijeron que era. Los Siete nos dijeron que Katherine también había tenido visiones de él.

—¿Cómo era?

Susan cerró los ojos.

—Estaba oscuro. Pero recuerdo haber visto varios edificios de piedra con los tejados de madera bajo la lluvia, en unos campos de hierbas altas. Y el cielo tenía un aspecto extraño. Estaba ondulado; pero del revés. Como llamas, pero apuntando hacia abajo. Como si no hubiera adquirido su forma definitiva. Sin embargo, lo más extraordinario de todo fue que todas las personas que participábamos en la sesión vimos lo mismo. No era posible que nos hubiéramos sugestionado mutuamente. Hubo quien afirmó que veía edificios. Otra persona dijo que sí, que también los veía, y dijo cuántos había. Y entonces la gente empezó a gritar y a describir pormenores y formas que todos veíamos mentalmente. Alguien dijo que aquel lugar estaba vacío. Lo estaba. Se lo aseguro. Un edificio era alargado y blanco y tenía cuatro puertas largas repartidas por la fachada. Otro era todo de madera marrón; parecía un establo. En la tercera construcción se habían desprendido varias tejas.

»Yo no dije nada, pero veía todo en mi cabeza. Todo lo que la gente que había en la habitación se gritaba y se describía. Lo había tenido en mi cabeza antes de que nadie hubiera hablado.

—¿Se hizo alguna interpretación de la visión?

—Nos dijeron que habíamos compartido la premonición de Katherine; que el apocalipsis se acercaba y que el lugar de la visión era nuestro refugio.

»Nos dijeron que todo había estado destinado a aquello; las largas sesiones de autoconocimiento y la anulación de nuestros egos. Habíamos superado las pruebas a las que se había sometido nuestra fe y devoción hacia Katherine. Y los que quedábamos en La Reunión éramos los elegidos. A partir de ese momento todos teníamos un canal de comunicación abierto con las «presencias». El momento de la ascensión se acercaba.

—Pero ¿usted no se lo creía?

—No. En absoluto. Pero aún hoy sigo sin encontrar una explicación para la visión. Quizá nos sugestionaron de alguna manera antes de la sesión. No lo sé. Pero los planes para el traslado a Francia empezaron inmediatamente después de esa noche.

—¿Y usted decidió no acompañarlos a Francia?

Susan asintió con la cabeza.

—Para entonces la paranoia se había instalado en La Reunión. Estaba demasiado corrompida por la ira y los celos. Ya no quería formar parte de ella. Para mí el grupo había dejado de tener sentido.

—¿Alguien más abandonó el grupo antes de que se trasladara a Francia?

—Unos cuantos. Unos diez, creo. Pero las divisiones y las rivalidades se suavizaron durante algún tiempo. La llegada de las «presencias» pareció devolver la paz; alimentó las esperanzas de la gente de que, después de todo, éramos importantes; de que todo lo que habíamos pasado había merecido la pena y de que La Reunión sobreviviría. Además nos enseñaron una fotografía de la granja que Katherine había comprado para nosotros con el dinero de La Reunión. Con nuestro dinero. Era el mismo lugar que habíamos visto en la visión. Sin ninguna duda. Y lo vivimos como un milagro. Después de eso mucha gente perdonó todo a Katherine. Sin embargo, yo no pude hacerlo. Tampoco Max. Así que los dos abandonamos el grupo el mismo día. Una semana antes de la primera diáspora.

—Perdón, ¿ha dicho Max? ¿Se refiere a nuestro Max? ¿Maximilliam Solomon?

Susan miró a Kyle y se estremeció.

—Por favor, no le diga que se lo he contado. Pero sí. Él estuvo aquí desde el principio.

—Vaya mujer más rara —dijo Dan para sí.

Se arrodilló frente al monitor, que estaba donde Kyle lo había dejado, mientras Kyle acompañaba a Susan hasta la puerta para buscarle un taxi. Dan se había quedado con el equipo en la habitación del ático que daba a la calle, y estaba etiquetando las últimas tarjetas de memoria SDHC de 8 GB. Etiquetaba los estuches de las tarjetas de memoria de la misma manera que antes las cintas de vídeo, con el título y la fecha, una información que luego copiaba en una libreta para saber qué había grabado en cada tarjeta. En su primera película no lo había hecho y había perdido semanas catalogando una a una las cintas tras el último día de grabación. «Nunca más».

Cuando terminara con el montaje borraría los copiones del portátil para dejar espacio para la siguiente grabación. Finger Mouse tenía espacio en el disco duro de los ordenadores de su piso, en el sur de Londres, para todos los copiones que se necesitaban para un documental. Finger Mouse haría dos copias de seguridad de las grabaciones originales; Kyle se quedaría una de ellas, Dan la otra y Finger Mouse las originales. Las probabilidades de que los apartamentos de los tres quedaran reducidos a cenizas la misma noche eran escasas. Los tres vivían como gaviotas en sus respectivos vertederos, pero la organización de las grabaciones había ido volviéndose impecable a medida que rodaban documentales juntos. Ya que, como Kyle a menudo sentenciaba, todo lo demás no importaba.

—¡Quién lo iba a decir! Menuda sorpresa. ¿Una experiencia así? Esta mujer es material de primera.

Dan no se engañaba, aunque todavía le rondaban la perplejidad y la decepción. El hecho de que Max no hubiera revelado su relación con La Reunión había ensombrecido el tramo final de la entrevista. El desencanto de Kyle se había acentuado aún más por las ansias de Susan White de marcharse. «¿Qué hora será? —había preguntado Susan—. ¡Las siete! No quiero volver a estar aquí de noche. Tengo que irme. Estoy cansada».

Rememorar su vida en la casa de Clarendon Road la había dejado exhausta, y verla transitar de la euforia inicial a la desesperación y luego a una apesadumbrada resignación final también había agotado las fuerzas de Kyle. La señora White había participado en un suceso extraordinario, sin duda, pero era evidente que le había dejado una herida de por vida.

—Por un momento pensé que no podríamos aprovechar nada —dijo Dan—. En serio. Aparece como una mezcla de Barbara Catland y Mystic Meg y nada más llegar se derrumba. Aun así era buena. Poseía una amplia gama de tonos. Literalmente.

Kyle se sentó riendo y recorrió con la mirada el elegante esqueleto de lo que con toda probabilidad no tardaría en convertirse en el dormitorio de un financiero americano y su perfectamente educada esposa.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó Kyle.

Dan movió la cabeza con incredulidad.

—Asombroso. Si se mantiene este nivel podríamos sacar una buena película.

—¿La crees?

Dan se encogió de hombros.

—Y ¿por qué no? Esas chorradas estaban al orden del día en los años sesenta. Falsos mesías, timadores que iban de gurús y que embaucaban a sus seguidores para sacarles todo el dinero. Mientras los grandes líderes se paseaban en limusinas con los Beatles y con un Rolex en la muñeca. Esa Katherine era digna de admiración. En serio, los adeptos eran como vendedores del Big Issue con el vestuario de una película de la Hammer y ella frecuentaba el club Annabel’s.

Kyle sonrió. Se tumbó con un suspiro sobre el entarimado vacío y separó las extremidades adquiriendo la forma de una estrella para estirar la espalda después de todo el día sujetando la jirafa.

—Y ¿qué me dices de las presencias? Max quiere que me centre en esos temas.

—Caca de la vaca.

Kyle se echó a reír.

—¿Todavía humeante?

—¡Ya lo creo! Apestosa.

—A mí me ha gustado. Era extraño. Muy extraño.

—Sigue siendo caca de la vaca. Apuesto a que en aquella época fumaban canutos del tamaño de habanos y engullían quaaludes como si fueran Smarties, coleeega.

«Aquí no. Eso llegó después». Irvine Levine afirmaba que la secta no descubrió las drogas hasta la época en que se asentó en California, tras la segunda diáspora, cuando se cambiaron el nombre por el de El Templo de los Últimos Días. En el libro de Levine, sin embargo, no tenía cabida tratar el tema desde un ángulo místico, abordar la cuestión de las «presencias»; sólo le interesaba la actividad criminal en la que la hermana Katherine y sus fieles acabarían regodeándose.

Dan apagó el monitor.

—Y ahora, ¿qué hacemos, jefe?

—Vayamos al pub. A comer.

—¡De puta madre!

—Hay un sito llamado The Prince of Wales dos calles abajo. Búscalo en Google.

—Ya estoy en ello, colega. ¿Volveremos luego para acabar?

Kyle frunció el ceño y se volvió hacia Dan.

—¿Seguro que quieres volver? Disponemos de la casa un día más.

—Me gustaría hacer hoy todo lo que podamos. Tengo que ir a ese bautizo mañana. A lo mejor dura todo el día. Y la semana que viene tengo un trabajo de un par de días para Reel Store, así que mañana por la noche necesitaré dormir un poco. Además tengo que arreglar un par de asuntos antes de que nos vayamos a Francia.

—Ya tengo los billetes del ferry.

—¿Ya has quedado con ese tal hermano Gabriel? —preguntó Dan sacudiendo la cabeza.

—Ajá —respondió Kyle—. No tiene correo electrónico. Ni móvil.

—Mira mi cara de sorpresa. Las presencias ya le dicen todo lo que necesita de saber.

—Pero llamé a su casera y le dije que pasaríamos a recogerlo el jueves.

—¿Le has avisado de que no quiero presencias en la furgoneta?

Kyle se echó a reír.

—Se me olvidó mencionarlo.

De regreso a la casa roja de Clarendon Road, el sol había desaparecido y la ciudad empezaba a llenarse de vida con la agitación del sábado por la noche. Hordas de humanos engalanados se dirigían a cenar y a los restaurantes de Notting Hill y Holland Park, y transformaban la perezosa tarde gris en destellos de minifaldas, explosiones de carcajadas femeninas, poderosos zumbidos de coches y ronquidos de taxis Hackney que avanzaban lentamente.

—Pijos —dijo Dan.

—Chuloputas —apuntó Kyle.

—Aquí no hay ni rastro de crisis económica.

—La Big Society no pasó de Shepherds Bush, tío.

Clarendon Road era engullida por las sombras en los aledaños de Notting Hill. A medida que se alejaban del pub, el jaleo de la calle iba convirtiéndose en un lejano sonido ambiente urbano: sirenas, voces elevadas, desconcertantes ráfagas de música de Bollywood que las lujosas fachadas de Clarendon Road, silenciosas y elegantes, y los árboles centenarios desviaban hacia otros lugares de la ciudad.

Dan eructó.

—¿Cuánto calculas que cuestan estas casas?

—Junto a la estación de metro vi anunciada una en una inmobiliaria por la que pedían cinco millones.

—Debían de vender un montón de ejemplares de Gospel para pagar el alquiler.

—La hermana Katherine pensaba a lo grande.

El edificio estaba oscuro, y Kyle no acertaba con la llave.

—La tercera pinta ha sido un error.

Dan se echó a reír.

—Lo que he grabado va a provocarte un mareo.

Entraron en la casa riendo y a trompicones, con movimientos descoordinados por culpa del alcohol y de la falta de luz. La ausencia de cortinas permitía que una pálida luz procedente de la calle iluminara la parte delantera, aunque no alcanzaba la zona más interior de la vivienda.

Kyle alargó la mano hacia el interruptor del vestíbulo, que hizo clic, pero la luz no se encendió.

—Mierda.

—¿Me tomas el pelo?

Kyle negó con la cabeza. Sus pasos retumbaron adentrándose en el vestíbulo. Probó con el interruptor de una de las habitaciones que daban a la calle. Nada.

—Deben de haber saltado los fusibles. ¿Cuántas baterías tienes?

—Tres. Bastarán, si quieres darle un toque arty con mogollón de sombras. O…

Kyle regresó al vestíbulo, donde la enorme silueta de Dan eclipsaba buena parte de la luz que entraba por la ventanita que había encima de la puerta principal.

—¿O?

—Grabación en modo nocturno. Disminuiremos la velocidad del obturador. Y puedo hacerte la Bruja de Blair ahora mismo. ¿Quieres?

Kyle se apoyó contra la pared del vestíbulo con las manos posadas sobre el radiador, como si estuviera calentándoselas.

—No es mala idea. El material con Susan está grabado a plena luz del día, así que mi narración podría ir acompañada por imágenes interiores más oscuras. De todos modos iba a sugerirte que hiciéramos algunas grabaciones nocturnas, ya que todo es demasiado igual.

—¡Guay! ¿Por dónde quieres empezar?

—Por el sótano. Podemos utilizar lo que grabemos abajo como recurso de apoyo. Ya sabes, resaltar que está vacío pero lleno de historia. Crear una atmósfera espeluznante con un par de linternas y luego un poco en modo nocturno. Con una cámara sobre el trípode y quizá también algo de steadicam.

—Hecho. Ayúdame con el equipo.

Kyle y Dan abandonaron la planta baja y subieron al ático para recoger el equipo. A medida que ascendían adentrándose en la casa dejaban atrás la luz de la calle, hasta que se vieron obligados a moverse a tientas por la habitación donde habían dejado sus cosas.

Dan instaló una batería nueva en cada cámara y revisó el foco montado en la parte superior de la primera; una luz que Kyle agradeció no sin cierta vergüenza. Una luna redonda en miniatura salía despedida desde encima de la lente de la cámara y se extendía a continuación en un amplio círculo de luz blancuzca y de un brillo más tenue. Cuando el resplandor alcanzaba los objetos —picaportes de bronce, la última capa de pintura de esmalte en los paneles de madera de las puertas—, éstos brillaban. Más allá de la luz se atisbaban las paredes y el suelo o reinaba una oscuridad absoluta.

Cuando bajaban por la escalera para volver al recibidor de la planta inferior, Dan se detuvo abruptamente. Kyle se estrelló contra su espalda y Dan bajó resbalando otro par de escalones.

—¡Idiota!

—¿Por qué te paras?

—¡Chsss! —Dan se volvió hacia el pie de la escalera—. ¿Cerraste la puerta principal cuando entramos?

—Sí. La cerré con llave.

—Escucha. —Dan alzó un brazo extendido.

Kyle aguzó el oído y advirtió un zumbido suave en las profundidades de la casa en penumbra.

—¿Qué? —preguntó Kyle en un susurro.

—Me pareció oír a alguien. Abajo.

Kyle sonrió.

—No empieces con esa mierda.

—No, en serio. He oído pasos.

—¿No serían en la casa de al lado?

Dan bajó el brazo.

—Quizá. No, tienes razón. Me preocupaba que nos hubiera seguido un vagabundo y hubiera entrado.

—Vamos.

Ya en la planta baja, Kyle abrió la puerta del sótano, cerrada con llave.

—Tú primero —dijo dirigiéndose a Dan.

—¿Por qué?

—Porque tú tienes la puta luz de la cámara. No quiero caer rodando por la escalera.

—Gallina.

Mientras descendía cautamente por la escalera, detrás de la mole de Dan, Kyle deseó no haber tomado tanta Franziskaner Weissbier. Pero entonces fue él quien se detuvo al final de la escalera.

—¿Dan?

Kyle alzó la barbilla y olisqueó el aire.

—¿Lo hueles?

—¿El qué?

—Déjame pasar.

Kyle se adentró en el sótano. Dan lo siguió resollando bajo el peso de la cámara y del resto del equipo.

Dan olfateó el aire y se encogió de hombros.

Ya no quedaba ni rastro de la luz cenicienta que se colaba por la ventana con barrotes del sótano durante el día. Sin embargo, todavía llegaban algunos vestigios de la luz de la calle. Las cajas de cartón y los restos del mobiliario abandonado por los inquilinos anteriores apenas se distinguían, y aparecían como meras siluetas. El foco de la cámara de Dan proporcionó otra capa de luz plateada que prácticamente devolvió a Kyle el nivel normal de confianza.

—No recuerdo que oliera así —dijo Kyle.

Miró a su alrededor buscando el origen del olor, que le recordaba al de las aguas residuales, al hedor sulfuroso de los huevos podridos y los gases abrasivos. Y también olía a humedad; había un olor más penetrante aún como de agua pestilente empapando una superficie mohosa, parecido a la fetidez que desprendería una vieja moqueta húmeda en una habitación fría. Recordó lo que había dicho Susan White. Y entonces tuvo que reprimir su zozobra.

—Sí, ahora lo huelo —dijo Dan—. Vigila dónde pisas.

Kyle escudriñó entre las cajas, pero estaba demasiado oscuro para ver si había algo chorreando, goteando o pudriéndose entre las sombras. Tal vez algún antiguo inquilino había olvidado allí una bolsa de basura.

—¡Bingo! —exclamó Dan.

Kyle se volvió hacia donde apuntaba Dan con el foco de su cámara, hacia la pared donde se apoyaba un amasijo desordenado de palos de escoba y de fregona, cuyas sombras delgadas, como de insectos, se proyectaban en el enlucido ajado.

—¿Qué pasa?

—La pared. Está goteando. ¿Lo ves?

Sobre el enlucido oscuro había una mancha de humedad del tamaño de la puerta, surcada por unas densas estrías de líquido marrón que brillaba como el rocío. Mientras Kyle las observaba, el hedor se hizo más intenso.

—Será mejor que llame a Max para que avise a la inmobiliaria. Se ha reventado una cañería. Esto no estaba antes. Lo habría notado cuando bajé esta tarde.

Dan desvió el foco de la cámara de la pared.

—Empecemos de una vez.

—Vale. Pero empieza aquí, desde la escalera. Hay un ladrillo de ventilación y no tardaré en pegar la cara a él. Graba desde aquí hasta la ventana. Intenta captarlo todo. Podríamos utilizar esa ventana truculenta para la narración.

—Se puede hacer.

Dan colocó el trípode y se puso en su sitio, preparó dos pequeños focos y anotó en la claqueta: «Escena 6: Londres. Interior. Sótano. Noche». Kyle repasó el guión para refrescar el relato sobre la guardería de La Reunión.

—¿Listo? —preguntó Dan.

—Adelante. —Kyle se aclaró la garganta y habló a su micrófono de solapa, fuera de plano.

Dan hizo sonar la claqueta y se colocó detrás de la cámara.

—No es de extrañar que tras un año de celibato impuesto, cuando en 1969 la hermana Katherine empezó a emparejar a los miembros de La Reunión y permitió las relaciones sexuales, con limitaciones, aunque a menudo de manera muy pública, entre los miembros del grupo, dichas uniones empezaran a dar sus frutos. Si bien la mayoría de los niños nacidos en el seno de La Reunión fueron engendrados en la granja de Normandía y posteriormente en el desierto de Sonora, al menos cuatro niños nacieron en la sede de la organización poco antes de la diáspora que llevó a los hermanos a Francia. Los bebés fueron confinados aquí abajo y sus madres sólo tenían un acceso restringido a ellos. Katherine dejó claro a sus adeptos que cualquier niño nacido de los elegidos sería hijo de toda la comunidad y criado sin los traumas de sus padres biológicos. Cuidar de los niños era visto como un castigo…

—¡Mierda! —exclamó Dan mirando al techo.

—Yo también lo he oído —susurró Kyle.

Y de nuevo aquel ruido; unos golpes contra la puerta en algún lugar de la casa. Y lo que sonaba como el roce débil de pies arrastrándose por el suelo, dando pasos vacilantes, completaba el conjunto de sonidos amortiguados procedentes de arriba.

—Ya no hay duda de que hay alguien en la casa —espetó Dan en un susurro—. Has tenido que dejarte la puerta principal abierta.

—No. La cerré con llave. Me acuerdo perfectamente.

Kyle estaba seguro de que el ruido procedía del apartamento de la primera planta, cuya puerta habían quedado abierta tras la grabación de la tarde.

—¡Joder! —musitó Dan.

—Será mejor ir a echar un vistazo. Vamos. A lo mejor no es nada.

Dan no respondió ni tomó la delantera, de modo que Kyle emprendió en primer lugar la ascensión de la escalera, guiándose únicamente con la luz que se le colaba entre las piernas arrojada por el foco de la cámara.

—Sigue grabando —susurró Kyle—. Por si acaso.

—¿Te crees que soy un aficionado?

—¡Hola! —gritó Kyle hacia la parte superior de la escalera desde el vestíbulo, tanto para fortalecer su confianza como para establecer contacto con el posible intruso—. ¡Está en una propiedad privada!

—Tal vez deberías decir que la policía está de camino —sugirió Dan en un susurro.

Pero Kyle no pudo; sonaba estúpido. Marcó el 999 en su móvil y sostuvo el dedo pulgar sobre el botón de «Llamar».

—¡Vamos! —susurró dirigiéndose a Dan.

Exploraron la planta baja. Nada. Luego subieron al primer piso y se detuvieron a la puerta de cada una de las cuatro habitaciones vacías. El foco de la cámara revelaba un vacío absoluto. Tampoco vieron nada.

El único rincón que no podían ver desde el pasillo principal que recorría el apartamento era el baño que había dentro del dormitorio principal.

—Podría haber una rata adicta al crack —sugirió Dan con la voz tensa pegado a Kyle.

Ambos se habían detenido uno junto al otro y miraban hacia el baño a través del vano de la puerta del dormitorio, hasta que Kyle se hartó de la angustia que lo atenazaba y, en un arrebato inconsciente de seguridad en sí mismo, cruzó el dormitorio principal e inspeccionó el cuarto de baño.

Porcelana, madera, cromo: vacío.

Siguieron inspeccionando el ático: vacío. Regresaron a la primera planta. Kyle sacudió la cabeza una vez finalizado el examen.

—Nada.

—Es una casa vieja —sugirió Dan—. Debe estar moviéndose sobre los cimientos.

—Es una posibilidad. Estamos solos aquí dentro.

Dan escudriñaba el rostro de Kyle asomado por el borde del visor de la cámara. Se miraron un momento, y cuando ambos se dieron cuenta de que estaban mirándose con el ceño severamente fruncido se echaron a reír. Y Kyle volvió a recordar, después de tantos años siendo amigos, la gracia que le hacía la risita espasmódica de Dan.

—Tengo que mear. Lo haré aquí. Aparta —dijo Dan—. Y cuando acabe de trasvasar al váter la cerveza de trigo que nos hemos tomado, démonos prisa y acabemos de una vez —añadió por encima del hombro mientras orinaba.

Kyle asintió con la cabeza.

—Por mí, bien. Repitamos el fragmento de la guardería. Luego grabaremos una pieza en modo nocturno en el ático de la hermana Katherine. Y de camino al piso de arriba haremos algunas tomas también en modo nocturno. Luego podemos añadirle el audio e intercalarlas con la entrevista a Susan.

Dan asintió, se subió la cremallera de la bragueta, pidió que le devolviera la cámara y enfiló hacia la escalera; cuando llegó a ella se detuvo y se volvió hacia Kyle.

—¿No crees que pueda haber entrado alguien y esconderse?

—Imposible. Vamos, hombretón, mueve el culo.

—Durante un año, la hermana Katherine pasó la mayor parte del tiempo en estas cuatro habitaciones. Cara de ver, la hermana Katherine salía casi a hurtadillas cargada de joyas y vestida con la ropa de grandes diseñadores, a la que tanto se había aficionado, para ir de compras a Bond Street o visitar los exclusivos clubes de Mayfair, Knightsbridge y Chelsea. Unas salidas de las que todavía quedan como testimonio un puñado de fotografías. Las habitaciones privadas de la hermana Katherine podrían calificarse de palaciegas comparadas con el resto de la casa, donde los adeptos dormían hacinados, oyendo de fondo el llanto de los niños confinados en la guardería del sótano, cuyo volumen tal vez se alzaba para perturbar el sueño, ya de por sí difícil de conciliar por los ronquidos y la ausencia absoluta de intimidad. Esta separación provocaba un poderoso efecto en la mente de sus seguidores. Se trataba de la prueba más clara de la autoridad que la hermana Katherine ejercía sobre ellos, y de su encumbramiento al estatus de líder espiritual absoluto. Un rasgo que se tornó más evidente en el par de emplazamientos donde se exilió después junto a su leal, aunque cada vez más escaso, grupo de adeptos. Para acabar en lo que un autor denominó…

—¡Tío! No hay duda de que tenemos compañía. ¡Mierda!

Kyle dio un respingo y contuvo la respiración. La trayectoria de su mirada pasaba rozando la cabeza de Dan, cuyas sienes estaban pobladas de canas. Dan estaba envejeciendo, pensó estúpidamente Kyle.

Y se repitió el ruido: una serie de pasos fuera de la habitación del ático que daba a la calle. Parecían pasos vacilantes; el ruido sugería que pertenecían a unos pies secos y descalzos que se arrastraban por el parqué del pasillo central. Sin embargo, no había nadie en toda la segunda planta, salvo ellos dos; incluso habían vuelto a inspeccionarla para tranquilidad de Dan.

—¿Qué es eso? —preguntó Dan con el gesto helado y horrorizado, y rápidamente desmontó su querida Canon XHA del trípode.

Kyle se arrancó apresuradamente los micrófonos de solapa de la camisa.

—¿Cómo cojones voy a saberlo?

Dan bajó lentamente la cámara para dejarla en el suelo y se desenredó los cables.

—Esto no tiene gracia. Ninguna gracia. Voy a…

Una puerta en algún lugar fuera de la habitación se cerró, con tanta fuerza que Dan no pudo acabar la frase.

—¡Larguémonos de aquí! —concluyó Kyle.

Dan enfiló hacia la puerta seguido rápidamente por Kyle. El foco de la cámara iluminaba la habitación, junto a cuya puerta se detuvieron ambos, pero poco más.

—¡Quién anda ahí! —espetó Kyle, cuya voz viajó hasta las profundidades de la casa.

Silencio. Kyle y Dan se miraron, y luego se volvieron hacia su derecha y atravesaron con la mirada el pasillo hasta la oscuridad que se había apoderado del resto del ático. Por encima del pulso que le palpitaba en los oídos, Kyle oyó un leve silbido. ¿Un silbido? No podía asegurarlo. Debía de proceder de la calle. No, era un perro. El perro de un vecino. Porque entonces oyó un quejido, como si al animal le hubieran pisado una pezuña. Pero en la distancia. Lejos. Y por encima de ellos. «Imposible».

—¿Lo oyes? ¿Viene de fuera?

Dan parpadeó con perplejidad.

—Larguémonos —dijo, y dio media vuelta para regresar a la habitación y recoger la cámara.

Pero entonces se detuvo. Kyle levantó la mano pidiendo silencio y parpadeó obligado por la corriente de aire frío que barría el pasillo procedente de la parte trasera de la casa. Una leve ráfaga de aire cargada de un olor a descomposición que inmediatamente evocó en Kyle el recuerdo de un pájaro que había encontrado siendo niño, con el cuerpo pegajoso por su propia sangre negra, que se sacudía con leves espasmos y apestaba a muerte. Kyle se tapó la nariz con el dedo.

—¡Puaj!

Dan tosió.

—Yo…

Pero ahí estaba de nuevo, un lejano coro de silbidos intercalado con un sonido que hacía pensar en alguien haciendo gárgaras al otro lado de una pared, seguido unos segundos después por el aullido de un perro. Ambos permanecieron inmóviles y en silencio, hasta que repentino trepidar de pasos se extendió por el pasillo oscuro del ático y los dejó helados.

Dan y Kyle se quedaron atascados por un momento en el hueco de la puerta cuando intentaron salir a la vez. Dan dio un codazo a Kyle en el hombro. «¡Está apartándome!». El pánico se apoderó de la mente de Kyle junto con un batiburrillo de pensamientos irracionales y la imagen de la boca sin labios y llena de arrugas de Susan White diciendo: «Presencias».

Kyle siguió a Dan por la escalera en penumbra en dirección al primer piso; las suelas de sus Converse aterrizaban sobre los bordes desgastados de los peldaños y salían disparadas hacia delante; y el estrépito de los pies de Dan delante de él no le permitía oír el ruido de su respiración.

Kyle tenía un nudo en la garganta. Miró a Dan a los ojos cuando éste viró al llegar al final del tramo de la escalera y enfiló hacia la planta inferior, entre corriendo y gateando, y lamentó haberlo hecho, pues los ojos desorbitados por el terror de Dan brillaron con el reflejo de un haz de luz de la calle que bañó su rostro pálido y sin afeitar. La histeria le revolvió las tripas y se propagó por sus piernas y brazos; Kyle apenas si podía contenerla para evitar que estallara y lo arrojara disparado por encima de Dan y de su cuerpo pesado y torpe que bloqueaba la escalera. No tenía ni idea de qué o de quién estaba huyendo, pero su instinto le gritaba: «¡Lárgate!».

Los pies de Kyle penetraron en el resplandor de las farolas que se reflejaba en los suelos de madera. La luz se colaba en la casa por las diminutas ventanas cuadradas de la escalera, pero no pasaba de ser una claridad muy tenue. Entre esos saltos de eje de semipenumbra, Kyle arrojaba sus pies al vacío y sacudía la espalda como si caminara con unas piernas que se negaran a flexionarse.

Echó un vistazo atrás y vio la puerta de entrada al ático. Estaba abierta. El borroso manto negro del otro lado de la puerta vibraba en sus ojos. Nada se movía allí. Pero Kyle sabía que si advertía algún movimiento se quedaría clavado en la escalera esperando, incapaz de moverse.

«¿Esperando qué?».

Continuó corriendo escalera abajo detrás de los ruidosos bandazos de Dan, y luego por el minúsculo descansillo de la primera planta hasta el siguiente tramo de peldaños. El mundo temblaba en los ojos completamente abiertos de Kyle en busca de luminosidad, de claridad, esperando volver a convertirse en un lugar visible y seguro. Dan jadeaba delante de él, sumando su angustia a la que ya sentía Kyle.

Se oyó un portazo detrás de ambos, arriba. Quizá en el ático. E medio de la vorágine de sus jadeos, de los pasos trepidantes y de los latidos de sus corazones, Kyle también oyó un ruido de arañazos frenéticos, como los producidos por las pezuñas de un perro intentando, levantarse sobre el parqué. De pronto estaba demasiado asustado para volver a echar un vistazo atrás, no fuera a ser que esta vez sí viera algo moviéndose.

Una ráfaga de aire procedente de arriba barrió de repente la escalera que bordeaban como unos niños aterrorizados; era como un prolongado silbido que precedió lo que a Kyle le pareció el gruñido de un cerdo.

—¡Oh, joder! ¡Oh, joder! —farfulló Dan, que resbaló y estrelló su hombro robusto contra la pared de la escalera.

Kyle lo rebasó por el interior y recorrió el último tramo de escalones de tres en tres, sin aminorar el paso hasta que alcanzó la puerta principal de la casa. Dan se apretó contra la espalda de su amigo.

—¡Ábrela! —espetó con un estridente gruñido nasal provocado por el pánico.

—¡Es lo que intento!

En las manos de Kyle, el manojo de llaves bailoteaba y repicaba brillaba con un fulgor plateado, como un pez minúsculo atrapado en la red de un pescador. Incrustó, apretó y descartó una, dos y tres llaves que no encajaron en la cerradura antes de dejar caer todo el manojo Y pensó que se iba a poner a llorar de rabia, miedo y frustración.

A su espalda, el silencio regresó a la casa.

Engulleron el aire nocturno con las manos apoyadas en las rodillas. Encorvados el uno al lado del otro en la acera opuesta a donde estaba la casa oscura y silenciosa, cuya puerta se había cerrado tras ellos en su huida. Por los ruidos que hacía, parecía que Dan estuviera sufriendo un ataque al corazón. «Tienes que dejar los kebabs, grandullón», pensó Kyle en una demostración del tipo de pensamientos absurdos que acuden a una mente aún en estado de shock a causa del miedo.

Apoyó una mano en el jamón que Dan tenía por hombro y se puso derecho. La camiseta de Dan estaba empapada de sudor y olía a carne de ternera achicharrada sobre una gualdrapa. Kyle se limpió la mano en la pernera de sus Levi’s.

—¿Puedes creerte esta mierda?

Dan no podía hablar.

—Tío. O sea, ¡por Dios! —siguió Kyle y levantó las dos manos al aire suplicando una respuesta a la noche.

Dan se irguió como un anciano levantándose de una silla de ruedas.

—¿Viste algo? —preguntó.

Kyle reflexionó en profundidad su respuesta y repasó rápidamente el revoltijo de imágenes sueltas que pudo recordar.

—No, pero ¿oíste aquel ruido?

—¿Cuál?

Kyle oyó su risita nerviosa antes de ser consciente de que estaba riendo.

—Lo que ha pasado ahí dentro es para flipar. —Dan estaba lívido y tenía el bigote negro veteado de canas sobre el labio superior poblado de cuentas de sudor—. ¿Qué era?

Kyle meneó la cabeza y se encogió de hombros.

—Oí pasos. Y unos ruidos… unos ruidos como de zoológico.

El semblante angustiado de Dan se descompuso con una leve sonrisa.

—¿De zoológico?

—Pájaros. Animales… Ya sabes, como si hubiera un zoo y llegaran sus sonidos desde lejos. ¿Entiendes?

La frente sudada de Dan se arrugó en un gesto de desconcierto.

—Oí una voz.

—No.

—Como un gemido —continuó Dan—. Como de alguien intentando cantar. Creo. Tarareando. Y luego lo que me pareció un perro. Y algo como una flauta.

—¿Una flauta? ¿Un silbido?

—Tal vez. No sé. —Dan hizo una pausa y se llevó las manos a la boca—. ¡Oh, mierda!

—¿Qué? ¿Qué? —El segundo «qué» de Kyle sonó una octava más alta.

—¡Las cámaras, tío! ¡Las putas cámaras se han quedado dentro!

Kyle se echó a reír, más por el alivio que sentía que por lo absurdo de la situación.

—Si piensas que voy a volver ahí dentro sin un sacerdote, te equivocas.

—El bautizo. Tengo que estar a las nueve de la mañana. Se lo prometí a Jared. Mierda.

Durante el silencio que siguió y que apenas duró un par de segundos a pesar de que les parecieron minutos, Kyle mantuvo la mirada clavada en la casa.

—Aún no puedo creerlo —dijo meneando la cabeza—. Hay una parte importante de mí que ahora mismo está preguntándose seriamente si éste no habrá sido el primer encuentro, el primero, te lo prometo, la primera experiencia con… con lo que fuera aquello… de mi vida.

Dan se esforzó por sonreír.

—A lo mejor ha sido una rata, o una paloma atrapada en la casa. O un perro. O una corriente de aire. Las casa viejas tienen acústicas raras. Además, no hemos visto nada. Simplemente nos hemos asustado.

Kyle se volvió a Dan estirando los brazos con las manos abiertas.

—Entonces ve tú a buscar tus cámaras.