7. El «squire» Hunt

Abigail, la esposa del squire Hunt, aceptó rápida y afablemente la invitación de Alice. Mi esposa me mostró la esquela que le había entregado a Rodney Stephan. Decía en ella Abigail:

Mi queridísima Alice:

Siempre has ocupado un lugar muy especial en mi corazón. Por eso, ahora que has hecho lo que yo nunca fui capaz de hacer, confío que reanudaremos una amistad que en otro tiempo fue infinitamente agradable. En tal seguridad aceptamos tu invitación y nos haremos presentes en tu casa a la hora indicada.

Tu humilde servidora,

Abigail Hunt.

Abigail Hunt, parienta lejana de su esposo, era una mujer instruida y graciosa, y, como éste, se hallaba emparentada con los Cromwell y los Hancock de Boston. El padre de Hunt se había establecido en el Ridge cuando lo nombraron juez de paz, pero su dinero provenía de la considerable participación de su familia en las cordelerías de Boston. Además de hacer construir la mejor casa del vecindario, envió a su hijo al Harvard College. De acuerdo con su idiosincrasia era natural que no se casara con una muchacha del Ridge, sino con una joven de Boston. Aunque el movimiento nivelador abarcaba todo el territorio de Connecticut —en algunos sectores con feroz fanatismo—, no he conocido personas más respetuosas del poder y la riqueza que los pobladores de esta región. Pese a que las magistraturas de Abraham Hunt y de su padre les habían sido otorgadas por la Corona, nadie protestó cuando permanecieron en sus cargos bajo el nuevo gobierno. Por el contrario, apenas instalado éste, Hunt organizó la milicia local y al frente de un regimiento intervino en la campaña de Jersey y Pennsylvania, hasta que enfermó gravemente de ictericia. Durante casi seis meses estuvo al borde de la muerte. Sin embargo, su dolencia hepática, tal vez relacionada con su gota, no lo amilanó en absoluto, ni atenuó cierta violencia salvaje que siempre bullía en su interior.

La víspera de su visita a nuestra casa se dirigió a caballo a la granja de Heather con el propósito aparente, y quizás auténtico, de hablar nuevamente con Jacob, ya que en ningún momento dio a entender que sospechara de Raymond Heather. Sally, al verlo desde lejos, corrió hacia el granero, donde encontró al mercenario aseando aquella dependencia con el mismo esmero con que una buena ama de casa limpia su cocina. Los dos jóvenes treparon a la parte superior del granero y se ocultaron en el rincón más oscuro, bajo el heno. Según me enteré mucho más tarde por boca de la muchacha, aquello fue, simplemente, un juego o un pretexto para estar juntos, ya que no creían que Hunt fuera a hurgar en ese sitio.

Pero lo cierto es que sus cuerpos se unieron y la respiración de ambos se confundió en un solo jadeo, porque su juego se sustentaba en una tremenda realidad. Creo que en aquel momento él tuvo plena conciencia de su virilidad y ella de su feminidad y que los dos percibieron crudamente el terrible precio de la madurez: la certeza de que el hombre es mortal y de que cada instante de su vida está condicionado por su mortalidad. El hecho de que Sally se sintiera un día impulsada a relatarme tal experiencia, constituyó una prueba de la punzante hondura de aquel episodio vital para ambos. A pesar de que Hans Pohl había vivido siempre en campamentos y barracones era tan virgen como ella. Por eso en esa ocasión se oprimieron, temerosos y excitados, ante un mundo que, de pronto, se les revelaba como algo a la vez alegre y pavoroso. Durante un momento fascinante, sólo posible en el primer amor, habían penetrado y comprendido la esencia de las cosas.

El squire Hunt ni siquiera miró hacia el granero. Luego de apearse ante la cocina llamó a su puerta y fue recibido por Sarah, cuya sofocación no le impidió saludarlo muy tranquilamente.

—Muy buenos días, squire Hunt, ¿qué lo trae por aquí?

El aire de disgusto del visitante alarmó a Sarah. (Más tarde le expliqué que así reaccionaban todas las personas del Ridge en las casas de los cuáqueros, que siempre provocaban un sentimiento de cólera y culpa en sus visitantes, pero jamás una impresión favorable).

Raymond echó a correr hacia la casa, con Jacob pegado a sus talones. Cuando llegaron al edificio habían quedado sin aliento. Toda la familia rodeó a Hunt, quien se excusó por su abrupta visita y aclaró que sólo deseaba conversar con Jacob. No creo que le asombrara la conducta de los Heather, muy similar a la de un grupo de ciervos sobrecogidos de asombro y terror, ya que sin duda esperaría cualquier cosa de aquellas personas que se llamaban entre sí «amigos».

—¿Sobre qué desea conversar con Jacob? —le preguntó Raymond, advirtiendo, de pronto, que nunca le había enseñado a mentir, ni a disimular nada, a su hijo.

—Sobre el mercenario —respondió Hunt.

—Tome asiento, squire Hunt —le dijo Sarah con tono simple y sonriente—. Quisiera ofrecerle un poco de cerveza o un vaso de vino… pero ya sabe usted que no bebemos esas cosas. Sólo tengo agua caliente en el hogar y un resto del café de esta mañana. Sin duda una pobre bebida… pero ¿desea que le sirva?

El squire hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—No, muchas gracias, señora Heather. Sólo quiero decirle una palabra a Jacob. Eh, muchacho —le dijo a Jacob—, cuando espiaste a los mercenarios, ¿no te fijaste en el del tambor?

Jacob asintió con la cabeza.

—¿Era un hombre, o un chico?

—Un hombre —contestó Jacob sencillamente.

—¿De qué edad?

—De dieciséis a diecisiete años.

—Entonces era un chico.

—Cuando yo tenga dieciséis o diecisiete años seré un hombre —respondió Jacob tranquilamente— y haré cosas de hombre.

—Por Dios, no lo dudo —exclamó Hunt—. Me gusta este chico. Es muy listo, Heather… ¿Era alto, Jacob?

—Como un hombre —respondió Jacob.

—Bueno, supongo que no lograré sacarte más detalles —concluyó Hunt.

Entonces Raymond comprendió que no debía haber dudado de su hijo.

Palabra más, palabra menos, eso es lo que nos contó Hunt mientras comíamos.

Su larga práctica matrimonial junto al squire había convertido a Abigail Hunt en una mujer siempre dispuesta a disculparse. Era, en esencia, una «reparadora de caminos», una bonita versión femenina —de cabellos y ojos negros— de esos peones que en la primavera reparan los estragos causados por el invierno en las carreteras, es decir, amortiguaba los deterioros producidos por su esposo, al cual, por otra parte, adoraba. Alice la tenía por una persona bien educada y estúpida, pero yo discrepaba en tal sentido con ella. A pesar de convivir con un hombre como Abraham Hunt, se las ingeniaba para mantenerse cordial y encantadora. Ella, mi esposa y varias otras mujeres velaban por la vigencia de ciertas normas sociales en la remota y pobre región del Ridge, ardiente en el verano y gélida en sus largos inviernos. Ello en sí mismo exigía talento y paciencia.

Alice había invitado también a John Dorset, el ministro congregacional, y a su esposa Ziporah, porque Dorset era un individuo vivaz e imaginativo, capaz de llenar cualquier hueco con su conversación. Ziporah, en cambio, era una pálida rubia que desde hacía treinta y seis años soportaba la cruz de un nombre imposible y desde hacía diecinueve años compartía la pobreza de un ministro del Ridge. Todo ello pareció combinarse para sumirla en un casi absoluto y permanente mutismo, sólo quebrado por ciertas frases ocasionales, como por ejemplo: «Muchas gracias», «Muy gentil» o otras por el estilo. Dorset, que sentía una cordial curiosidad respecto del «papismo» (así llamaba él al catolicismo), no era fanático, ni arrogante. Si me consideraba un espécimen en tal sentido, ello se debía más a su investidura que a su verdadera naturaleza. Era Dorset un hombre alto y bien parecido que, como su esposa, aspiraba a una vida refinada y a una cierta erudición, sin contar con los medios financieros para concretar ambas cosas. El mejor traje de su esposa era un vestido de tela de lino, en tanto Alice y Abigail lucían, con inconsciente crueldad, prendas de seda. Cualquiera fuese la opinión que en el Ridge tuvieran acerca de mi religión, me consideraban, sin fundamento, el arbitro supremo de la elegancia. Por consiguiente, mi mera presencia agobiaba de responsabilidad al puñado de vecinos obsesionados por algún tipo de refinamiento.

Durante cierto lapso hablamos de frivolidades, dirigidos por Alice, que actuaba tan cautelosamente como si caminara sobre trozos de vidrio. De repente Hunt nos relató su visita a los Heather. Entonces pasaron a primer plano aquellos extraños individuos que, refugiados en el Ridge como en un santuario —quizá porque en ese sector de Connecticut la tierra era muy barata—, se llamaban a sí mismos cuáqueros. Habían comenzado a establecerse hacía más de cincuenta años en nuestros pedregosos valles y highlands donde ahora vivían, por lo menos, veinte familias, que contaban con su propia meetinghouse[7]. Sobrios, industriosos y decentes, soportaron varios años de guerra con tranquila resignación, aceptando la cólera de los demás y el clima hostil que los rodeaba, con paciencia y sin rencor, actitud que con frecuencia resultó más molesta e intolerable para sus verdugos que cualquier tipo de resistencia o iracundia.

El pastor Dorset le respondió a Hunt que, al fin y al cabo, eran personas temerosas de Dios que, aunque renuentes a ayudarnos, ciertamente molestaban a los británicos.

Hunt se hallaba de muy buen humor y suelto por primera vez desde hacía mucho tiempo. Servimos seis costillas saladas de buey, bien sazonadas y asadas, pero yo me abstuve de fomentar sus remordimientos, evitando la menor alusión a su gota. Comió, además, tres porciones de pudding hecho al baño María, regando todo con una botella de buen vino portugués. Se hallaba, por lo tanto, inclinado a la ecuanimidad. De ahí que aceptara el punto de vista de Dorset, aunque haciendo la salvedad de que en la gran batalla del Ridge los cuáqueros habían asistido en sus casas a los heridos ingleses.

—También cuidaron a los nuestros —le recordó su esposa.

—La guerra y la caridad rara vez van de la mano —dijo él y, dirigiéndose al pastor—: Sin duda usted, John, disentirá conmigo…, pero es que cada cual razona según su actividad, ¿no le parece? Usted piensa como un predicador y yo como un soldado.

—La guerra sin caridad es una cosa horrenda —le replicó Dorset—. Si dejamos de ser cristianos en el campo de batalla, ¡que Dios nos asista! ¿Coincide usted conmigo, doctor Feversham? —me preguntó.

—Sí… con algunas reservas.

—Quisiera conocerlas.

—Nunca advertí signos de cristianismo en un campo de batalla.

—¿Ni siquiera en el área de su profesión?

—Precisamente en tal área resulta ello más evidente. El cirujano que actúa en el frente se halla en una muy peculiar situación: el hecho de reparar los daños provocados por la metralla, las balas de mosquete y las bayonetas no estimula la fe de nadie.

—Nada me aburre tanto como los temas militares —dijo Alice—. Sea como fuere, Abraham, ¿admite que los Heather son personas agradables?

—Por supuesto que sí. ¡Pero que me cuelguen si comprendo a la gente que no tiene dignidad!

—¿Piensa usted que los Heather no tienen dignidad?

—Toda persona incapaz de pelear por sus ideas me parece indigna y despreciable.

—De modo que para usted la humildad no es una virtud —le dijo Dorset.

—¡En absoluto! La palabra humildad suena muy bien… Pero, si los británicos invaden mi país, incendian mi casa, matan mi ganado y estragan mis sembrados, ¿les ofreceré mi otra mejilla…? Si así procediera me degradaría ante mí mismo.

Al plantearse esta cuestión no pude contenerme y apunté que los cuáqueros parecían vivir de esa manera sin degradarse. Alice me miró, porque yo le había prometido que no discutiría con Hunt.

—¿Le parece? Por mi parte pienso que viven cómodos y en paz porque otros luchan por ellos. ¿Qué hubiera sido de los cuáqueros si nosotros hubiésemos inclinado nuestras cabezas como ellos?

—Su argumento me parece muy simplista —le dijo Dorset.

—Soy un hombre simple y sencillo.

—Ojalá fuera tan simple y sencillo cuando discute conmigo en casa —intervino Abigail Hunt—. Allá sus ideas son tan complicadas que apenas las comprendo.

—Eso es propio de todos los maridos —convino mi esposa.

—Y usted… ¿por qué no se hace cuáquero, ya que concuerda tanto con ellos? —me preguntó Dorset. La falta de sarcasmo en su voz me dio a entender que, para él, incluso la Sociedad de los Amigos era preferible al Papa.

—Yo no he dicho que concuerdo con ellos. En realidad, discrepo con los cuáqueros. Simplemente expresé que su forma de vida es interesante… y, a menudo, admirable.

—Pero ¿cómo puede usted admirar una cosa con la cual discrepa?

—Creo que, como el squire Hunt, no tengo la voluntad, ni el coraje indispensable para ofrecer la otra mejilla.

—¡Coraje…! —resopló el squire Hunt—. En mi opinión eso no requiere mucho coraje.

—Ah… Quién sabe… —intervino Dorset, para suavizar las cosas.

—Doctor Feversham —me dijo Abigail con voz dulce—, ¿cree usted que ha habido una causa más justa que la nuestra?

—Cuando me identifiqué con ella pensé en la justicia… —le respondí, en tanto Alice clavaba sus ojos en los míos. De manera que asentí con la cabeza y me atuve a mi posición de anfitrión.

—Oh, no… No. No permitiré que se escape tan fácilmente por la tangente, doctor Feversham. Tú lo intimidas, Alice —le dijo a mi esposa—. Admite que lo intimidas. No lo niegues.

—Nadie intimida a Evan —dijo Alice con un tono tranquilo y suave, pero cortante como un cuchillo, que pasó inadvertido para todos—. Aunque da la impresión de someterse, nadie lo intimida.

—Entonces deberá responder a mi pregunta —dijo Abigail, con el aplomo y la llaneza que yo sólo he visto en las mujeres de la clase alta de Boston—. Le he preguntado, Evan Feversham, si ha habido una causa más justa que la nuestra.

—No sé —le respondí.

—Se repliega usted… de vergüenza —exclamó Abigail.

—No, de ninguna manera. Le aseguro que no lo sé. Tal vez la causa de Cromwell fue tan justa (si no más) que la nuestra. Pero, por ser yo católico, no debe usted esperar que enfoque la cuestión desde ese ángulo. Le diré, mi querida Abigail: cuando las naciones luchan entre sí, cada una de ellas considera que su causa es muy justa y que Dios está de su parte.

—Mi querido doctor —dijo Dorset—, tal cinismo es indigno de usted.

—No soy cínico —le respondí, súbitamente hastiado de aquella estúpida discusión—. Ojalá lo fuera, ya que el cinismo resulta, en cierta medida, un tanto cómodo.

—Escuche, Feversham —me dijo Hunt—. ¿Por qué, sustentando esas ideas, se adhirió a nosotros?

—No creo haber dicho nada que me identifique con el otro bando.

—Tal vez no se identifica con ninguno de los dos —dijo Dorset.

Hice un movimiento negativo con la cabeza.

—No… Permítame que le responda, squire. Me adherí a su bando por varios obvios motivos que, según pensé, eran evidentes para ustedes. Primero: estoy casado con una mujer norteamericana a la que amo profundamente. Segundo: vivo aquí y los enfermos y heridos que atiendo habitan en este suelo. Tercero: pienso que los británicos se comportaron de una manera estúpida y abominable con nosotros, y cuarto: tanto yo como mis allegados no fuimos bien tratados por los ingleses, a causa de nuestro catolicismo. No sé si tales razones son de mucho peso, pero le aseguro que la neutralidad no está en mi naturaleza, y que no me atrae en absoluto.

—Sin embargo, sus amigos cuáqueros son neutrales, doctor.

—Puede que sí, puede que no…

—¿En qué quedamos? ¿Son ambas cosas a la vez? —insistió Dorset.

—Es posible que se consideren partidarios de toda la Humanidad.

Cuando nuestros huéspedes se retiraron me senté frente a los rescoldos de nuestra lumbre primaveral. Alice, de pie tras un sillón de respaldo alado, me miró fijamente, con expresión burlona y tolerante. Entonces me excusé por haberla defraudado, o sea, por mis rudas expresiones, por mi afán de discutir, por mi actitud irrespetuosa hacia un ministro del Evangelio y en fin, por haberme comportado como mal anfitrión.

—Pienso que obraste con maravillosa circunspección.

—Oh, no.

—Abraham Hunt es muy glotón, eructa, no tiene ingenio y carece por completo del sentido del humor.

—Yo creía que en otro tiempo lo habías amado.

—¿Quién te dijo tal cosa? —me preguntó ella.

—Abigail.

—Abigail es una gata estúpida.

—Creo que te amo —le dije.

—Lo demuestras muy tibiamente. Además, eres vengativo.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Sabiendo que sufre de gota dejaste que se hartara de rosbif.

—No soy su guardián, sino su médico.

—Esta noche sufrirá…

—No a causa de la gota. A decir verdad, no conocemos exactamente el origen de la gota. Por mi parte, no creo que el rosbif la produzca. En Inglaterra los que se hartan de comida contraen la gota y quienes son suficientemente ricos para comer demasiado, tienen bastante dinero para comprar rosbif… Pero, debes admitir que se abstuvo de mencionar al mercenario.

—Lo mencionó —dijo Alice con cierta pesadumbre.

—¿Cuándo?

—Al montar en su ridículo carruaje, luego de besarme y despedirse de mí, me dijo que te comunicara que, tan cierto como que el Papa está en Roma, será el ajusticiamiento del mercenario en la horca.

—¿Eso dijo? ¡Qué infame!

—Lo subestimas, Evan. No es tan estúpido.

—Entonces, ¿para qué crees que fue a la granja de los Heather?

—Pienso que fue porque sospechaba que el alemán estaba oculto allí.

A la mañana siguiente llovió. Cuando llueve, quienes posponen sus dolencias para arar o sembrar, acuden a mi consultorio. Ese día tuve que extraer una enorme astilla del brazo de un joven. A continuación atendí a un paciente atacado de salpullido primaveral. Acto seguido curé un ojo infectado y, por último, pasaron a mi consultorio otros seis enfermos cuyas miserias no recuerdo.

Sólo después del almuerzo pude ordenarle a Rodney Stephan que ensillara mi caballo.

La lluvia había cesado y los árboles lucían su nuevo y brillante follaje. La hierba de la pradera, alta y erguida, espléndida como si Dios hubiese resuelto hacer de aquel lugar su Jardín del Edén.

Ya he dicho que el Ridge posee el suelo más pobre y, quizás, el peor clima de Nueva Inglaterra. No obstante, aquel día, como en muchas otras ocasiones, me pareció el lugar más bello del mundo, con sus maravillosas formaciones rocosas, sus enhiestos acantilados, sus innúmeros valles diminutos, sus fríos lagos y sus brillantes y bulliciosos cursos de agua. En una sola milla de cualquiera de sus estrechos, sinuosos y miserables caminos, era posible contemplar una infinita variedad de matices topográficos: ya un profundo pantano, ya un alto acantilado, ora una montaña de enormes piedras como amontonadas al azar por un pueril gigante que, después de jugar con ellas, las hubiese arrojado donde ahora se encontraban y, sobre todo, las praderas, las verdes y magníficas praderas que uno tendía a olvidar que ya existían cuando los tesoneros puritanos arrancaron de ellas un millón de piedras para erigir aquella muralla de muchas millas de longitud, signo distintivo del Ridge y monumento superior a algunas asombrosas obras de la antigüedad. Si hubiera sido capaz de explicarle a Abraham Hunt lo que yo sentía al contemplar el Ridge en primavera, tal vez habría él comprendido por qué un individuo como yo se había reunido a su andrajoso ejército, para defender este suelo.

Pero, lo cierto es que en este instante no pensaba yo en Abraham Hunt, ni siquiera en el mercenario o los Heather, a cuya casa me dirigía, sino, más bien, en mi esposa y en el sorprendente milagro de opuestas facetas que a veces se produce entre un hombre y una mujer.

Antes de llegar a la granja de los Heather me topé con Jacob, quien regresaba del templo donde los cuáqueros enseñan a sus propios hijos. Su redondo sombrero de alas planas, posado en la parte posterior de su roja cabellera y su sombría vestimenta, nada tenían que ver con la alegre canción que tarareaba, sin dejar de saltar en un pie, de brincar o de correr.

—¿Me lleva, doctor Feversham? —gritó.

Agachándome lo levanté y coloqué a mis espaldas y experimenté un gran placer cuando se aferró a mi cintura.

—¡Oh, qué lindo y maravilloso caballo! —dijo—. Usted monta los mejores caballos del país, doctor Feversham. Mi papá dice que los caballos que marcan el paso son muy ostentosos y que Dios hizo a los caballos para que corran de la manera como Él quiere que corran.

—Creo que tiene razón.

—Entonces usted se burla de Dios.

—Para mi desgracia… Soy un pecador, Jacob. Te aconsejo que hagas lo que digo, pero no lo que hago.

—No comprendo…

—Algún día comprenderás.

Ya en la granja, Jacob llevó a abrevar a mi caballo. La pequeña Annie estaba cuidando a su hermanita Joanna, con la cual jugaba sobre la hierba todavía húmeda. Raymond, Sally y el mercenario no daban señales de vida. Cuando entré en la casa y vi a Sarah preparando la cena, pensé en el destino de aquella gente que trabaja desde el alba hasta la puesta del sol. Como si leyera mis pensamientos, Sarah volvió hacia mí un rostro tan desolado que todo mi cuerpo se puso en tensión.

—¿Qué ha ocurrido?

Ella meneó, desalentada, la cabeza.

—¿El muchacho…?

—¿No puedo estar triste, Evan?

—Usted no es una persona triste.

—Todos los seres humanos son tristes.

—Conmigo no tiene por qué simular —le dije—. Soy su amigo.

—A veces preferiría que no viniera usted más a esta casa, Evan. Siempre me perturba… y si ya estoy perturbada antes de su llegada, su presencia me perturba aún más.

Asentí con la cabeza.

—No, no —dijo ella—. He sido muy ruda con usted… Retribuyo sus bondades con insolencias.

—Si dejara de ser una santa todo el tiempo y se enojase una vez, siquiera, como un ser humano, es probable que nos entendiéramos mejor. ¿Estuvo aquí el squire?

—Sí… Siéntese. Le serviré un refresco.

—No quiero nada, Sarah. No he venido a beber refresco. Estoy aquí porque ya es hora de que procedamos con sentido común. Además, usted y yo debemos hablar, de una vez, francamente. Es necesario que deje usted de pensar que los cuáqueros viven aislados en un mundo de bestias.

—Entonces, ¿dónde vivimos?

—Me importa un bledo ese problema, ¡maldita sea! Sólo sé que habitan en el Ridge y que al mundo hay que aceptarlo como es, en el Ridge y fuera del Ridge.

—A veces pienso que en ninguna parte blasfema usted tanto como en mi casa.

—Lo siento. Es mi manera de hablar. No puedo cambiar de lenguaje bajo su techo.

—Se encoleriza usted y me humilla. Se ensaña conmigo porque soy desdichada.

Estaba a punto de llorar. Nunca la había visto tan sumisa. Iba a tomarla de un brazo para consolarla, cuando, de pronto, la sentí, cálida y temblorosa, contra mi pecho. Era la primera vez que ocurría tal Cosa. Pero ello sólo duró un momento. No llegamos a abrazarnos, ni hubo reacción alguna posterior. Fue el pasajero contacto de dos seres humanos. Ella pareció recobrarse en seguida, ya que, apartándose de mí y, sonriendo, me sirvió una taza de esa vil mezcla de granos quemados y borra vieja que en el Ridge pasa por café.

—Debo ponerme a cocinar —me dijo, volviendo a sus quehaceres—. De lo contrario, esta noche no habrá cena. Si desea ver a Raymond, lo encontrará en el campo. Está allí arando con el muchacho. Sally fue a llevarles un refresco.

—No deseo hablar con Raymond, sino con usted. Ese chico debe irse ahora mismo. No puede permanecer un minuto más aquí.

—¿Qué le ha hecho ese muchacho, Evan?

—Quiero llevarlo a Saugatuck. Desde allí viajará por sí mismo, como pueda, hasta Nueva York. Ya hemos hecho por él cuanto podíamos hacer.

—Este asunto no es de su incumbencia, Evan. Raymond y yo resolveremos al respecto.

—¿Sabe usted lo que ocurre entre él y su hija?

—¿Algo malo? —preguntó ella.

—No la entiendo a usted —dije—. Alúmbrame, Dios mío, para que pueda comprenderla.

—Usted me comprende muy bien, Evan.

—¿Qué ocurrió al llegar aquí el squire?

Entonces ella me puso al tanto de todo.

—¿Dónde estaba el mercenario?

—Oculto, con Sally, en la parte superior del granero.

—¿Qué es Sally, para usted: una niña o una mujer?

—Una mujer, Evan.

—¿Me permite que saque de aquí al mercenario?

Ella no me respondió de inmediato. Luego de sentarse ante la mesa, comenzó a cortar varios viejos nabos, duros como piedras, según lo demostraban las contracciones de los músculos de sus recios antebrazos. Súbitamente levantó la cabeza y me miró. Sus ojos grises sugerían que nada en el mundo podría alterar su calma.

—Los cuáqueros no tenemos templos, Evan —me dijo suavemente—. Nos reunimos en nuestra meetinghouse, que no es más sacra que cualquier casa corriente. Para mí, esta casa es un templo… Si no he logrado hacer de ella un lugar digno de Dios… bueno, entonces he malogrado mi vida.

Moví la cabeza, desesperanzado.

—Más aún: si no sirve de refugio a nadie… Dios me asista… ¿para qué he de vivir en ella?

—No sé qué decirle —le respondí casi brutalmente—. No la entiendo en absoluto, ¡maldita sea!

Y acto seguido partí.