José Leal 930, Lima, 8 de julio
Querido Allen:
De vuelta en Lima después de tres días de viaje en ómnibus. Los últimos cinco días en Pucallpa esperando salir, pero estaba atrapado por la lluvia y los caminos impracticables y el avión lleno.
El Teniente de Fragata hizo un «stripteasse» odioso con su uniforme. Todo el mundo gritaba: «Por Dios, no te lo quites». Empezó por tantearle el traste al camarero y a la mañana cada vez que yo pasaba frente a su cuarto corría a la puerta, me mostraba su erección y decía: «Hola, Bill». Hasta los otros peruanos estaban incómodos.
El vendedor de muebles quería dedicarse al negocio de la cocaína, hacerse rico, vivir en Lima y tener un Cadillac bien largo. ¡Dios mío! La gente cree que no hay más que meterse en un negocio sucio para hacerse rico de la noche a la mañana. No comprenden que los negocios, honestos o deshonestos, son el mismo dolor de cabeza de mierda. Y el viejo alemán seguía y seguía con el asunto del tesoro.
Me estaba volviendo loco con su charla tonta y sus estúpidos chistes hispánicos. Me sentía como Ruth en medio del trigo ajeno. Cuando dijeron que la literatura norteamericana era inexistente y la inglesa muy pobre, perdí los estribos y les dije que el lugar de la literatura española era la letrina, colgada de un gancho junto con los catálogos viejos de Montgomery Ward. Estaba temblando de rabia y me di cuenta hasta qué punto el lugar me estaba afectando.
Conocí a un joven dinamarqués y tomé yagé con él. Lo vomitó de inmediato y desde entonces me ha evitado: evidentemente pensó que había tratado de envenenarlo y que únicamente se había salvado gracias a la rápida reacción de su higiénico estómago escandinavo. No he conocido nunca un escandinavo que no fuera tonto de nacimiento.
Un terrible viaje en ómnibus de vuelta a Tingo María donde me emborraché y donde me ayudó a meterme en la cama el más encantador ayudante de camionero.
Pasé dos días en Huanaco. Un basural horrible. Pasé el tiempo dando vueltas y sacando fotos, tratando de conseguir las montañas secas y peladas, el viento en los álamos polvorientos, las plazas con cupidos y estatuas de generales y los indios descansando con el particular abandono sudamericano, mascando coca —el gobierno la vende en establecimiento controlados— sin hacer absolutamente nada. A las cinco tomaba unas copas en un restaurante chino, donde el propietario se escarbaba los dientes y revisaba sus libros.
Qué sensatos son y que poco esperan de la vida. Me pareció que tenía aspecto de opiómano, pero con los chinos nunca se está seguro. Todos tienen básicamente aspecto de opiómanos. Entró un loco al bar y empezó a hacerme un largo cuento incomprensible. Tenía la cifra $ 17.000.000 escrita en la espalda sobre la camisa y se dio vuelta para mostrármela. Luego se puso a hablarle al propietario. El propietario estaba sentado escarbándose los dientes. No demostró ni desprecio, ni diversión ni simpatía. Siguió sentado escarbándose un molar y de vez en cuando sacaba el escarbadiente y le observaba la punta.
Pasé por algunas de las ciudades más altas del mundo. Tiene un aspecto exótico y curioso, mogol o tibetano. Un frío horrible.
Tres veces pidieron a «todos los extranjeros» que bajaran del ómnibus para un control policial: número de pasaporte, edad, profesión. Todo esto pura formalidad. Ni asomo de sospecha o de interrogatorio. ¿Qué harán con esas planillas? Supongo que las utilizarán como papel higiénico.
Lima fría, húmeda y deprimente. Fui al Mercado. Ninguno de los muchachos estaba por ahí. Depresión al ir a un bar que solía gustarme, nadie allí que conozca o quiera conocer, al mostrador lo han trasladado al otro lado sin ninguna razón comprensible, mozos diferentes, nada que tenga ganas de oír en la máquina automática (¿estaré en el mismo bar?), todo el mundo se ha marchado y yo estoy solo en un lugar perdido. Cada noche la gente será más fea y estúpida, los tratos más horribles, los mozos más groseros, la música más chillona, sonando y sonando como una cinta acelerada en un vértigo de pesadilla de desintegración mecánica y de cambios sin sentido.
Sin embargo, vi en el Mercado a uno de los muchachos que conocí antes de salir de Lima. Parecía años más viejo (yo había estado ausente seis semanas). Cuando lo había conocido no quería beber, diciendo con una sonrisa tímida:
«Soy todavía un chico».
Ahora estaba borracho. Una cicatriz debajo del ojo izquierdo. La toqué y pregunté: «¿Cuchillo?».
Dijo «Sí», y sonrió, los ojos vidriosos e inyectados.
Bruscamente desee irme de Lima en ese mismo momento. Esta sensación de urgencia me ha estado siguiendo como mi culo por toda la América del Sur. Tengo que estar en algún otro lugar en un momento determinado (en Guayaquil saqué al cónsul peruano de la casa después de las horas de oficina para tener la visación y marcharme un día antes).
¿Dónde voy con tal prisa? ¿Cita en Talara, Tingo María, Pucallpa, Panamá, Guatemala, México? No lo sé. Bruscamente tengo que marcharme de inmediato.
Cariños
Bill