Hotel Niza, Pasto, 28 de febrero de 1953
Querido Allen:
Estoy en camino de regreso a Bogotá sin haber logrado nada. He sido estafado por brujos (el más incurable borracho, haragán y mentiroso de la aldea es invariablemente el «médico»), encarcelado, embromado por el vivillo local (yo creía que me estaba conquistando el culo de un ingenuo provincianito, pero el chico se había acostado ya con seis petroleros norteamericanos, un botánico suizo, un etnógrafo holandés, un padre capuchino conocido en el lugar como «La madre superiora», un trotskista boliviano fugitivo, y lo habían cojido en conjunto la Comisión del Cacao y el Punto Cuarto). Finalmente caí en cama con paludismo. Contaré los sucesos más o menos cronológicamente.
Tomé el ómnibus para Macoa, que es la capital del Putumayo y punto final de la ruta. De allí en adelante se viaja en mula o en canoa. Esas ciudades que son punto final de las rutas son siempre, por alguna razón, horrorosas. Si alguien contara con equiparse allí descubriría que en las tiendas no hay nada de lo necesario. Ni siquiera citronela, y nadie en estas ciudades al extremo de las rutas sabe nada sobre la selva.
Llegué a Macoa por la noche, tarde, y me tomé una horrorosa bebida no alcohólica colombiana bajo los ojos dubitativos de un policía nacional que no se resolvía a interrogarme o no. Por fin se levantó y se marchó, y yo me fui a la cama. La noche era fresca, más o menos como en Puyo, otra horrorosa ciudad al extremo del camino.
Cuando desperté al día siguiente, empecé a sentir la depresión ya en la cama. Miré por la ventana. Calles empedradas, de tierra, edificios de un solo piso, en su mayoría tiendas. Nada fuera de lo corriente, pero en toda mi experiencia de viajero, y por cierto que he conocido lugares terribles, no ha habido lugar alguno que me deprimiera como Macoa. Y no sé exactamente por qué.
Macoa tiene unos dos mil habitantes y sesenta policías nacionales. Uno de éstos recorre durante todo el día las cuatro calles de la ciudad en una motocicleta. Se lo oye desde cualquier punto del pueblo. Las radios de todas las cantinas producen con sus altoparlantes un ruido discordante (en Macoa no hay máquinas automáticas en las que se pueda oír lo que uno quiera). La policía tiene una banda que sale a dar vueltas tocando tres o cuatro veces al día, desde la mañana temprano. No he visto nunca signos de desorden en este pueblo que se encuentra completamente fuera de la zona de guerra. Pero hay en Macoa una atmósfera de tensión permanente sin solución, con los agentes de represión listos para reducir disturbios que no se producen. Macoa es el Fin del Camino. Una inercia final con un policía que da vueltas y vueltas en su motocicleta por toda la eternidad.
Fui a Puerto Limón que está a unas treinta millas de Macoa. A esa ciudad se puede llegar por camión. Allí localicé a un indio inteligente y diez minutos después tenía una planta de yagé. Pero el indio no quería prepararlo pues esto es monopolio del «médico» o brujo.
Este viejo borracho y sinvergüenza estaba entonando una letanía sobre un hombre evidentemente atacado de paludismo. (Quizá estuviera desalojando el espíritu maligno del cuerpo de su paciente y enviándolo al del gringo. Lo cierto es que exactamente dos semanas después yo caí enfermo de paludismo). El brujo me dijo que tenía que estar algo ebrio para hacer sus brujerías y curar a la gente. El alto costo de las bebidas alcohólicas estaba causando penurias a los enfermos; él sólo estaba cobrando dos vasos para una breve animación. Le regalé medio litro de aguardiente y accedió a prepararme el yagé por un litro. Efectivamente, preparó un medio litro de infusión en agua fría después de apropiarse indebidamente de la mitad de la planta, de modo que no sentí ningún efecto.
Esa noche tuve un sueño muy vívido en colores de la selva verde y la roja puesta del sol que había visto a la tarde. Una ciudad que era una mezcla, que me era familiar, pero que no podía localizar. En parte era Nueva York, en parte México y en parte Lima, ciudad ésta que para ese entonces no había visto. Yo estaba en una esquina junto a una calle ancha con coches que iban y venían y calle abajo, a lo lejos, había un gran parque abierto. No sé si esos sueños tenían alguna relación con el yagé. Pero hay que decir que se supone que cuando se toma yagé se ve una ciudad.
Pasé un día en la selva con un guía indio para recoger yoka, una trepadora que los indios utilizan para evitar el hambre y el cansancio durante los largos viajes por la selva. En realidad, algunos de ellos la emplean porque son demasiado haraganes para comer.
La selva del Alto Amazonas tiene menos características desagradables que los bosques del Oeste Medio en el verano. Las moscas de la arena y los mosquitos de la selva son las únicas molestias destacadas y uno puede librarse de ellas con repelentes para insectos. En esa ocasión yo no tenía ninguno. En el Putumayo no atrapé niguas ni garrapatas. Los árboles son tremendos, algunos de sesenta metros de altura. Cuando caminé bajo esos árboles sentí un silencio especial, como un zumbido sordo y vibrante. Atravesamos a pie claros arroyos (¿quién inventó el cuento de que no se puede beber el agua de la selva? ¿Por qué no?).
La yoka crece en las tierras altas y pusimos cuatro horas para llegar allí. El indio cortó una planta de yoka y con el machete picó un puñado de la corteza interna. Sumergió esa corteza en un poco de agua fría, exprimió el agua de la corteza y me sirvió la infusión en una taza hecha con una hoja de palma. Era algo amarga pero no desagradable. Al cabo de diez minutos empecé a sentir un hormigueo en las manos y una linda animación, algo así como con la benzedrina pero no tan fuerte. Caminé las cuatro horas de regreso por el camino de la selva sin detenerme y hubiera podido recorrer una distancia doble.
Después de una semana en Puerto Limón seguí a Puerto Umbría en camión y de allí a Puerto Assis en canoa. Esas canoas son de unos diez metros de largo y llevan un motor fuera de borda. Constituyen el medio normal de comunicación en el Putumayo. Los motores están descompuestos la mitad del tiempo debido a que las gentes los desarman y dejan de lado las piezas que a su juicio no son esenciales. Además economizan en la grasa y los motores se queman.
Llegué a Puerto Assis a las diez de la noche y tan pronto dejé la canoa un policía federal quiso ver mis documentos. Registran más los documentos en las zonas tranquilas como Putumayo que en Villavicencio, que está sobre el borde de la zona de guerra. En el Putumayo no se está cinco minutos sin que suene un silbato para que uno se detenga y le fiscalicen los papeles. Tienen miedo de que les lleguen trastornos del exterior bajo la forma de un extranjero, Dios sabe por qué.
Al día siguiente, el gobernador, que tenía el aspecto de una raza degenerada de mono, descubrió un error en mi tarjeta de turista. El cónsul de Panamá había puesto 52 en vez de 53 en la fecha. Traté de explicarle que eso era un error, como lo ponían en evidencia las fechas de mis pasajes de avión, pasaporte, facturas, pero el hombre era idiota de nacimiento. No creo que todavía haya entendido. De modo que el policía echó un vistazo a mi equipaje, sin descubrir el arma, pero resolvió retener los medicamentos, con arma y todo. El inspector de sanidad hizo su parte proponiendo que se revisaran los medicamentos.
«Por Dios», pensaba yo, «vete a inspeccionar una letrina».
Fui informado de que me hallaba bajo arresto municipal, pendiente de la decisión de Macoa. De modo que me quedé varado en Puerto Assis sin otra cosa que hacer fuera de estar sentado por ahí y emborracharme todas las noches. Había proyectado hacer un viaje en canoa hasta el Río Guaymes, para entrar en contacto con los indios kofan, conocidos artistas del yagé, pero el gobernador no quiso permitirme que saliera de Puerto Assis.
Puerto Assis es una típica población del Río Putumayo. Una calle de tierra a lo largo del río, unas cuantas tiendas, una cantina, una misión donde los padres capuchinos llevan la vida de Riley y un hotel llamado el Putumayo, donde me había alojado.
El hotel estaba regenteado por una patrona con aspecto de puta. El marido era un hombre de unos cuarenta años, fuerte y vigoroso, pero en sus ojos se veía que era un vencido. Tenía siete hijas mujeres, y con solo verlo a él se podía saber que nunca tendría un hijo varón. Por lo menos, no con esa mujer. Toda esa cría llena de risitas no hacía sino metérseme en el cuarto (no había puerta, nada más que una delgada cortina) y observarme mientras me vestía, me afeitaba y me limpiaba los dientes. Era una desgracia. Y fui víctima de unos robos idiotas: un catéter de mi equipo sanitario, una férula, comprimidos de vitamina B.
En el pueblo había un muchacho que una vez había servido de guía a un naturalista norteamericano. El muchacho era el especialista local en Místers. En toda América del Sur se encuentra alguna de esas pestes. Pueden decir «Hello Joe» u «O.K». o «Fucky fucky». Muchos se niegan a hablar español, con lo que la conversación queda reducida al lenguaje de los signos.
Estaba yo sentado sobre una vieja canoa dada vuelta que hace las veces de banco en el paseo principal de Puerto Assis. Vino el muchacho, se sentó a mi lado a hablar del Míster que coleccionaba animales. Coleccionaba arañas, escorpiones y serpientes. Yo estaba medio dormido por esa letanía cuando oí: «Y a su regreso quería llevarme con él a los Estados Unidos» y desperté. Oh, Dios, pensé, la vieja historia.
El muchacho me sonrió luciendo unos vacíos entre los dientes delanteros. Se corrió en el banco, acercándoseme. Sentí que se me apretaba el estómago.
«Tengo una canoa buena», dijo, «¿por qué no quiere que lo lleve al Guaymes? Conozco a todos los indios de allá arriba».
Tenía el aire de ser el guía más ineficaz del Alto Amazonas, pero dije: «Sí».
Esa noche vi al muchacho frente a la cantina. Me echó los brazos sobre los hombros y dijo: «Venga, tome algo, Míster», mientras deslizaba una mano por mi espalda hasta el trasero.
Entramos y nos emborrachamos bajo la mirada aburrida y llena de experiencia del cantinero e hicimos un paseo por el camino en la selva. Nos sentamos a la luz de la luna, al costado del camino, y él dejó caer su codo en mi ingle y dijo: «Míster», y lo que oí después fue: «¿Cuánto me va a dar?».
Quería treinta dólares, evidentemente calculando que él era una mercadería escasa en el Alto Amazonas. Le rebajé hasta diez, pero yo estaba discutiendo el precio en condiciones crecientemente desventajosas. De algún modo se las arregló para sacarme veinte dólares y los calzoncillos (cuando me dijo que me quitara del todo los calzoncillos pensé, caramba, que tipo apasionado; pero no era más que una maniobra para birlármelos).
Después de cinco días en Puerto Assis, estaba evidentemente en camino de convertirme en ciudadano como el perdido del pueblo. Entre tanto Macoa despachaba periódicamente telegramas sepulcrales: «El caso del extranjero de Ohio será resuelto». Y finalmente «El extranjero de Ohio debe ser devuelto a Macoa».
Así, pues volví río arriba con el policía (técnicamente yo estaba bajo arresto). Bajé en Puerto Umbría con escalofríos y fiebre. Como llegué a Macoa el domingo, el Comandante no estaba, de modo que quien lo reemplazaba me hizo encerrar en un cubículo de madera en el que ni siquiera había un balde donde mear. Junto conmigo metieron todo mi equipaje sin revisarlo. Podía haber llevado una ametralladora oculta en el equipaje. Un toque típicamente sudamericano. Tomé un poco de aralén y me acosté tiritando bajo la manta. El hombre de la celda vecina estaba encerrado porque le faltaba algún documento. Nunca entendí los pormenores de su caso. Al día siguiente, el Comandante apareció y fui citado a su despacho. Me estrechó la mano amablemente, revisó mis documentos y escuchó mis explicaciones.
«Evidentemente, un error», dijo. «Este hombre está libre». Qué placer dar con un hombre inteligente en tales circunstancias.
Regresé al hotel, me metí en cama y llamé a un médico. Éste me tomó la temperatura y dijo «¡Caramba!» y me dio una inyección de quinina y un extracto de hígado para contrarrestar mi anemia secundaria. Continué con el aralén. Para la cefalalgia palúdica tomé algunos comprimidos de codeína, de modo que durante más de tres días me lo pasé medio dormido.
Pienso ir a Bogotá, hacer arreglar la tarjeta de turismo y volver luego aquí. El viajar en Colombia es difícil aun con las credenciales más serias. Jamás he visto una policía con tal don de ubicuidad y tan molesta. Uno tiene que presentarse a la policía dondequiera que vaya. Una estupidez imperdonable. Si yo fuera un liberal activo, ¿qué podría hacer en Puerto Assis como no fuera apoderarme del lugar revólver en mano?
Tuyo
Williams