Hotel Niza, Pasto, 30 de enero
Querido Al:
Tomé el ómnibus hasta Cali porque el autoferro estaba completo durante unos cuantos días. Los policías revisaron el ómnibus varias veces y a todos los que estaban dentro. Yo llevaba un revólver metido bajo los medicamentos, pero en esas paradas sólo me revisaron a mí. Es evidente que quienquiera que llevase armas eludiría esas paradas o pondría las armas donde esos descuidados policías no las buscaran. Todo cuanto consiguen con el sistema actual es molestar a los ciudadanos. No he conocido nunca a nadie en Colombia que hable bien de la Policía Nacional.
La Policía Nacional es la Guardia del Palacio del Partido Conservador (el ejército cuenta con un buen porcentaje de liberales y no merece completa confianza). Querido, la P.N., es el cuerpo de jóvenes más unánimemente horroroso sobre el que jamás haya puesto los ojos. Son algo así como el resultado final de las radiaciones atómicas. En Colombia hay millares de esos extraños y rústicos jóvenes; sólo he visto a uno que pudiera considerarse elegible y ése tenía el aire de sentirse incómodo en su puesto.
Si algo bueno puede decirse de los Conservadores no lo he oído. Son una impopular minoría de repelentes soretes.
El camino cruza las montañas y baja luego a la curiosa región intermedia de Tolima, en el límite de la zona de combate. Árboles, llanuras, ríos y más y más Policía Nacional. La población cuenta con algunos de los individuos mejor parecidos y algunos de los más feos que haya visto. La mayoría de ellos parecen no saber nada mejor que hacer que contemplar el ómnibus y a los pasajeros, y en especial al gringo. Se me quedaban mirando hasta que por fin yo sonreía o saludaba con la mano, para entonces responder con esa sonrisa desdentada y rapaz que recibe el norteamericano en toda América del Sur.
«Hola, Míster, ¿un cigarrillo?».
En un pueblo caluroso y polvoriento donde nos detuvimos a tomar un café vi a un muchacho de delicados rasgos cobrizos, una boca suave, hermosa, y dientes bien separados, con unas encías rojas y brillantes. Sobre la frente le caían unos hermosos cabellos negros. De toda su persona se desprendía una tierna inocencia masculina.
En uno de los puestos aduaneros me encontré con uno de la Policía Nacional que había peleado en Corea. Abriéndose la camisa, me mostró las cicatrices sobre su poco apetecible cuerpo.
«Me gustan ustedes, muchachos», dijo.
Nunca me siento halagado por esa simpatía promiscua hacia los norteamericanos. Es ofensiva para la dignidad personal, y nada bueno puede esperarse de esos simpatizantes de los Estados Unidos.
Al atardecer compré una botella de coñac y me emborraché con el conductor del ómnibus. Me quedé en Armenia y al día siguiente seguí para Cali en el autoferro.
Con una vegetación semitropical de bambúes, bananeros y papayas. Cali es una ciudad relativamente agradable, con un buen clima. Aquí no se siente la tensión. Cali tiene una tasa elevada de crímenes auténticos, no políticos. Hasta violación de cajas de caudales. (En América del Sur son raros los delincuentes en gran escala).
Estuve con algunos antiguos residentes estadounidenses que me dijeron que el país está a la miseria.
«Odian la sola vista de un extranjero, aquí abajo. ¿Sabe por qué? La culpa de todo la tiene el Punto cuarto y esa tontería de la buena vecindad y de la ayuda financiera. Si se le da algo a esta gente, en seguida piensan ¡ajá, es que me necesitan! Y cuánto más se da a esos hijos de puta, peores se ponen».
He oído este tipo de comentarios de viejos residentes en toda América del Sur. No se les ocurre pensar que algo más fundamental que las actividades del Punto cuarto está en juego. Como los partidarios de Pegler en los Estados Unidos, que dicen: «Lo malo está en los sindicatos». Y lo seguirán diciendo mientras escupan sangre atacados por las radiaciones. O en vías de convertirse en crustáceos.
Sigo camino a Popayán por el autoferro. Ésta es una tranquila ciudad universitaria. Algunos me habían dicho que era un lugar lleno de intelectuales pero yo no he visto ninguno. Una curiosa hostilidad negativista domina en la ciudad. Mientras caminaba por la plaza mayor un hombre me llevó por delante sin pedir disculpa, la cara impávida, catatónico.
Estaba en un bar, tomando un café, cuando un hombre joven con arcaico rostro judeoasirio, se me acercó y me soltó una larga tirada acerca de cuánta era su simpatía por los extranjeros y cuanto sería su placer en invitarme con una copa o por lo menos con un café. Mientras decía todo esto, resultaba evidente que ni le gustaban los extranjeros ni tenía la intención de convidarme con un trago. Pagué mi café y me fui.
En otro café estaban jugando a algo parecido al «bingo». Entró un hombre lanzando unos curiosos ladridos de imbécil hostilidad. Nadie levantó la mirada del juego.
Frente a la oficina de correos había afiches del Partido Conservador. Uno de ellos decía: «Campesinos, el ejército lucha por vuestro bienestar. El crimen degrada al hombre y luego su conciencia le impide vivir. El trabajo lo eleva hacia Dios. Cooperad con la policía y los militares. Ellos sólo necesitan vuestras informaciones». (El subrayado es mío).
Es vuestro deber abandonar la guerrilla, trabajar, saber cuál es vuestro lugar y escuchar al cura. ¡Qué mentiras tan viejas! Como si trataran de vender el Puente de Brooklyn. No son muchos los que caen. La mayoría de los colombianos son liberales.
Los agentes de la Policía Nacional andan con la cabeza baja por los rincones, incómodos y molestos, a la espera de poder disparar contra alguien o hacer cualquier cosa antes que estarse allí bajo las miradas hostiles. Tienen un gran camión celular gris que da vueltas y vueltas por toda la ciudad, sin nadie adentro.
Salí caminando de la ciudad, por un camino polvoriento. Tierras onduladas de hierba verde, vacas, ovejas y pequeñas granjas. En el camino encontré una vaca terriblemente enferma, cubierta de polvo. Al costado del camino un altar con el frente de vidrio. Los terribles rosados, azules y amarillos del arte religioso.
Vi una película corta sobre un cura de Bogotá que dirige un horno de ladrillos y fabrica casas para los trabajadores. El corto muestra al cura acariciando los ladrillos y dando palmaditas en el hombro a los obreros y en general repitiendo la misma mentirosa representación católica. Un tipo flaco con ojos delirantes de neurótico. Al final pronuncia un discurso cuya moraleja es: Dondequiera que uno encuentra progreso social o buen trabajo o cualquier cosa buena, allí se encontrará a la Iglesia.
Su discurso no tenía nada que ver con lo que realmente estaba diciendo. Era imposible no percibir la hostilidad neurótica de sus ojos, el miedo y el odio a la vida. Allí sentado, con su uniforme negro, se revelaba claramente como el abogado de la muerte. Un hombre de negocios sin la motivación de la codicia, una cancerosa actividad estéril y mortal. Fanatismo sin fuego, o una energía que exuda un mohoso olor a podredumbre espiritual. Parecía enfermo y sucio —aunque supongo que en realidad estaba limpio— con un vago aspecto de dientes amarillos, ropa interior sucia y trastornos hepáticos psicosomáticos. Me pregunto cuál podrá ser su vida sexual.
Otro corto mostraba una reunión del Partido Conservador. Todos parecían congelados, como una costra helada sobre el país. La audiencia guardaba un completo silencio. Ni un solo murmullo de aprobación o de disentimiento. Nada. Propaganda desnuda que moría en un silencio mortal.
Al día siguiente tomé un ómnibus para Pasto. La entrada a esa ciudad fue como un golpe en el estómago, un impacto físico de depresión y horror. Altas montañas todo alrededor. Aire enrarecido. Los habitantes que espiaban desde chozas techadas con paja, los ojos enrojecidos por el humo. El hotel estaba dirigido por un suizo y era excelente. Anduve caminando por la ciudad. Gente fea de aspecto piojoso. Cuanto más alto llegaba uno, más feos eran los ciudadanos. Ésta es una zona de leprosos. (En Colombia, la lepra prevalece en la alta montaña, la tuberculosis en la costa). Parecía que de cada dos individuos, uno tenía labio leporino, una pierna más corta que la otra o un ojo ciego ulcerado.
Entré en una cantina y tomé aguardiente y puse música de las sierras en la máquina automática. Hay algo arcaico en esa música que resulta extrañamente familiar, muy antiguo y muy triste. Indudablemente no tiene origen español, ni tampoco es oriental. Música de los pastores tocada en un instrumento de bambú parecido a una flauta de Pan, preclásico, etrusco quizá. Una música similar he oído en las montañas de Albania, donde subsisten elementos raciales pre-griegos, ilirios. Esa música traía una nostalgia filogenética, ¿de la Atlántida?
Detrás del mostrador del bar vi trabajando a alguien que al principio me pareció un muchacho atrayente, de unos catorce años (el lugar estaba medio a oscuras debido a una falla en la electricidad). Cuando me acerqué al mostrador para observarlo de más cerca, vi que la cara era vieja y que el cuerpo estaba hinchado de agua y algo fofo, como un melón podrido.
En la mesa próxima estaba sentado un indio que buscaba algo en sus bolsillos, los dedos adormecidos por el alcohol. Le llevó varios minutos sacar unos billetes arrugados —lo que mi abuela, prohibicionista furiosa, solía llamar «plata sucia»—, nuestras miradas se cruzaron y ensayó una torcida sonrisa. «¿Qué otra cosa puedo hacer?».
En un rincón un indio joven toqueteaba a una puta, una mujer horrible con una cara de maldad bestial y el vestido rosado pálido de la profesión. Por fin la mujer se zafó y salió. El indio la miró alejarse en silencio sin enojarse. Se había marchado y no había nada más que hacer. Se acercó al borracho, lo ayudó a ponerse de pie y juntos se fueron a pasos desiguales con la dulce y triste resignación del indio serrano.
Schindler me había dado una carta de presentación para un alemán que tiene una bodega en Pasto. Lo encontré en un cuarto lleno de libros, con dos estufas eléctricas. La primera calefacción que he visto en Colombia. Tenía la cara delgada y sufrida, la nariz marcada y una boca que se curvaba hacia abajo, una boca de opio. Estaba muy enfermo. El corazón mal, los riñones mal, presión alta.
«Y solía ser un roble», dijo quejosamente. «Lo que tengo que hacer es ir a la Clínica Mayo. Aquí un médico me dio una inyección de yodo que me alteró todo el metabolismo. Si como cualquier cosa con sal los pies se me hinchan así».
Sí, conocía bien el Putumayo. Le pregunté por el yagé.
«Sí, he enviado muestras a Berlín. Las examinaron y según el informe su efecto es igual al del hachís …hay un insecto en el Putumayo, no recuerdo como lo llaman, como un saltamontes grande, un afrodisíaco poderoso, si se posa sobre uno y no se consigue una mujer en seguida, uno muere. Los he visto correr escapando del contacto con ese bicho… Por algún lado tengo uno en alcohol… no, ahora recuerdo que se perdió cuando me mudé aquí después de la guerra… Otra cosa acerca de la cual estuve tratando de conseguir datos… una enredadera que hace caer todos los dientes si se la mastica».
«Ideal para gastarles una broma a los amigos», dije.
La criada trajo una bandeja con el té, pumpernickel y manteca dulce.
«Odio este lugar, pero ¿qué puede hacer uno? Tengo negocio aquí. Mi mujer. Estoy clavado».
Saldré de aquí en los próximos días para Macoa y el Putumayo. No escribiré desde allí porque más allá de Pasto el servicio de correos es muy inseguro, ya que depende sobre todo de los conductores de ómnibus y de los camioneros. Son más las cartas que se pierden que las que llegan. Esas gentes no tienen idea siquiera de lo que es la responsabilidad.
Tuyo
Willy Lee