Hotel Colón, Panamá, 15 de enero de 1953
Querido Allen:
Me quedé aquí para hacerme sacar las almorranas. Calculé que no convenía ir a meterse entre los indios con almorranas.
Bill Gains estuvo aquí y ha agotado la tintura paregórica en toda la República de Panamá, desde Las Palmas hasta David. Antes de Gains, Panamá era una ciudad paregórica. En cualquier farmacia se podían comprar cuatro onzas. Ahora los boticarios no quieren saber nada y la Cámara de Diputados estuvo a punto de dictar una Ley Gains especial, pero él tiró la esponja y regresó a México. Yo estaba dejando el opio y Gains no hacía sino fastidiar con aquello de para qué engañarme, opiómano una vez, opiómano siempre. Que si dejaba el opio me convertiría en un borracho miserable o me volvería loco tomando cocaína.
Una noche me emborraché y compré paregórico y él no hacía sino repetir y repetir: «Yo sabía que volverías al paregórico. Lo sabía. Serás un opiómano toda la vida» y me miraba con una sonrisita de gato. Para él, el opio es una causa.
Fui al hospital enfermo por el opio y pasé cuatro días allí. No me daban sino tres inyecciones de morfina y no podía dormir a causa del dolor, el calor y la falta de opio, y además de eso en el mismo cuarto estaba conmigo un caso de hernia, un panameño, y los amigos venían y se quedaban todo el día y la mitad de la noche — uno de ellos se quedó realmente hasta medianoche.
Recuerdo haber pasado en el corredor al lado de unas norteamericanas con aire de esposas de oficiales. Una decía: «No sé por qué, pero me es imposible comer cosas dulces». «Tiene diabetes, señora», dije. Se volvieron rápidamente y me miraron indignadas.
Después que me dieron de alta en el hospital, pasé por la Embajada. Frente a ella hay un terreno baldío con árboles y maleza donde los muchachos se desvisten para nadar en las aguas sucias de la residencia acuática de una pequeña y venenosa serpiente marina. Olor a excrementos, agua de mar y lujuria de jóvenes machos. No había carta alguna. Hice otro alto en el camino para comprar dos onzas de paregórico. El mismo Panamá de siempre. Putas, putos y rufianes.
«¿Quiere linda chica?».
«¿Baile de señora desnuda?».
«¿Quiere ver como monto a mi hermana?».
No es de extrañar que los alimentos sean tan caros. Nadie quiere quedarse en el campo. Todos quieren venir a la gran ciudad y ser rufianes.
Yo tenía el artículo de una revista que hablaba de una taberna, en las afueras de la ciudad de Panamá, llamada «Blue Goose». «Es éste un local donde todo puede ocurrir. Los vendedores de drogas están al acecho en el baño de hombres con una hipodérmica cargada y lista para clavarla. Hay veces que surgen de alguno de los retretes y se la clavan a uno en el brazo sin esperar a que diga algo. Los homosexuales están en su gloria».
El «Blue Goose» tiene el aspecto de una de esas tabernas de los caminos en la época de la prohibición. Un edificio bajo y largo, venido a menos y cubierto de enredaderas. Se oía croar las ranas en el bosque y en los pantanos que lo rodeaban. Afuera había unos pocos coches y adentro una débil luz azulada. Me acordé de una taberna en las afueras, durante la época de la prohibición, en mi adolescencia, y del sabor del gin en un verano del Medio Oriente. (¡Oh, Dios mío! Y la luna de agosto en un cielo violeta y la pija de Billy Bradshinkel. ¿Cómo puede uno ensuciarse tanto?).
Inmediatamente, dos putas viejas se sentaron a mi mesa sin ser invitadas y pidieron bebidas. La vuelta costaba seis dólares con noventa. La única cosa que acechaba en el baño de hombres era el encargado de los lavatorios, insolente y pedigüeño. Debo añadir que en Panamá, lejos de correr la gran juerga, nunca he conseguido un muchacho. Siempre me pregunto cómo será un chico panameño. Probablemente un castrado. Al decir que todo puede ocurrir, se refieren al local y no a los clientes.
Me encontré por casualidad con mi viejo amigo Jones, el chofer de taxi, y le compré un poco de C, que estaba lindamente falsificada. Casi me ahogué tratando de aspirar lo bastante de esa porquería como para levantarme. Eso es Panamá. No me sorprendería nada que adulterasen a las Putas con esponjas de goma.
Los panameños deben ser los individuos más piojosos del hemisferio —aunque tengo entendido que los venezolanos entran en la competencia— y jamás encontré un grupo de ciudadanos que me deprima tanto como el de los empleados públicos de la Zona del Canal. Es imposible entrar en contacto con un funcionario a nivel de la intuición y la comprensión. Simplemente, carecen de aparato receptor y emiten tanto como una batería muerta. Debe de haber ondas cerebrales de una baja frecuencia especial, propias de los empleados gubernamentales.
Los hombres de las fuerzas armadas no parecen jóvenes. No tienen entusiasmo ni conversación. En realidad rehuyen la compañía de civiles. El único elemento con el cual estoy en contacto en Panamá es el de abajo, y todos son unos vivillos.
Cariños
Bill
P.S. Billy Bradshinkel llegó a fastidiarme tanto que finalmente tuve que matarlo: La primera vez fue en mi Ford A, después del Baile de los Graduados, en primavera. Billy tenía los pantalones bajos, a la altura de los tobillos, y conservaba puesta la camisa del smocking, y todo el asiento del coche estaba lleno de semen. Después me encontró sosteniéndole por el brazo mientras él vomitaba a la luz de los faros del coche, con su aire juvenil y petulante, los rubios cabellos desordenados por el tibio viento de primavera. Luego volvimos al coche, apagamos las luces y yo dije: «Vamos de nuevo».
Y él dijo: «No, no deberíamos».
Y yo dije: «¿Por qué no?», y para ese entonces él estaba ya excitado, de modo que lo hicimos de nuevo, y yo pasé las manos sobre su espalda por debajo de la camisa del smocking y lo apreté contra mí y sentí la larga pelusa de bebé de sus mejillas suaves contra la mía y él se durmió allí y estaba empezando a aclarar cuando volvimos a casa.
Después de ésa, lo hicimos varias veces más en el coche, y una vez que su familia estaba ausente nos quitamos toda la ropa y luego lo estuve mirando dormir como un bebé con la boca entreabierta.
Ese verano Billy tuvo tifoidea y yo iba a verlo todos los días y su madre me servía limonada y una vez su padre me sirvió una botella de cerveza y me convidó con un cigarrillo. Cuando Billy mejoró solíamos ir con el coche al Lago Creve Coeur, alquilábamos un bote y nos íbamos a pescar y nos acostábamos en el fondo del bote, abrazados, sin hacer nada. Un sábado exploramos una vieja cantera y descubrimos una cueva y nos quitamos los pantalones en la mohosa oscuridad.
Recuerdo que la última vez que vi a Billy fue en octubre de ese año. Uno de esos días azules y brillantes que se dan en los Ozarks en otoño. Habíamos salido al campo con el coche para cazar ardillas con mi escopeta del 22, y caminamos por el bosque de otoño sin descubrir nada que cazar y Billy estaba silencioso y hosco; nos sentamos en un tronco y Billy se miraba los zapatos hasta que por fin me dijo que no podría verme de nuevo (observa que te estoy ahorrando las hojas muertas).
«Pero, ¿por qué Billy? ¿Por qué?».
«Si tú no lo sabes yo no puedo explicártelo. Volvamos al coche».
Hicimos el viaje de regreso en silencio y cuando llegamos a su casa, abrió la portezuela y bajó. Durante un segundo me miró como si fuese a decirme algo, luego se volvió bruscamente y avanzó por el sendero de las lajas hacia la casa. Yo me quedé allí sentado un minuto mirando la puerta cerrada. Después, atontado, me fui a casa.
Una vez que el coche estuvo en el garage apoyé la cabeza en el volante, y lloré restregando la mejilla contra los rayos de acero. Por último mi madre gritó desde la ventana de arriba si pasaba algo y por qué no entraba a la casa. Me sequé las lágrimas de la cara, entré y dije que me sentía mal y me fui arriba a la cama. Mi madre me llevó un plato de torrijas a la cama pero yo no podía comer y lloré toda la noche.
Después de eso, llamé varias veces por teléfono a Billy pero él siempre colgaba al oír mi voz. Y le escribí una carta larga que nunca me contestó. Tres meses más tarde cuando leí en el diario que había muerto en un accidente de automóvil, mi madre dijo: «Oh, ése es el hijo de los Bradshinkel. Antes solían ser ustedes muy amigos, ¿verdad?».
Yo respondí: «Sí, madre», sin sentir absolutamente nada. Y me conseguí un barril de whisky falsificado. Otra rutina: Un hombre que fabrica recuerdos a pedido. De la clase que se quiera y con la garantía de que uno creerá que las cosas ocurrieron exactamente así… (A decir verdad, casi acabo de venderme a mí mismo a Billy Bradshinkel). Algunas palabras del Duende del sueño japonés que servirían como moraleja de un cuento: «Apenas un viejo ropavejero que trueca sueños viejos por nuevos». Pero, ¡qué diablos! Pásaselo a Truman Capote. Otro recuerdo pero legítimo. Todos los domingos a la hora del almuerzo mi abuela desenterraba a su hermano, muerto cincuenta años antes cuando al pasar la escopeta a través de una empalizada se hizo volar los pulmones. «Siempre me acuerdo de mi hermano, tan lindo muchacho. Detesto ver a los muchachos con escopetas».
De modo que todos los domingos, al almuerzo, ahí estaba el muchacho tirado junto a la empalizada de madera y la sangre sobre la arcilla roja y helada de Georgia, empapando el rastrojo de invierno.
Y la pobre señora Collins que aguardaba que sus cataratas madurasen para que pudieran operarla. ¡Oh Dios! ¡El almuerzo del domingo en Cincinati!