57

Sucedieron muchas cosas en los cinco días siguientes.

Después de escaparnos, Katy y yo avisamos a la policía. Los acompañamos al bosque en que estuvimos secuestrados. No había nadie y la caseta estaba vacía. Descubrieron restos de sangre cerca del sitio en que yo clavé el vidrio al chófer, pero no había huellas dactilares ni fibras. Ninguna pista; desde luego, yo no lo esperaba. Pero tampoco sabía si importaba.

Todo estaba a punto de acabar.

Philip McGuane fue detenido por los asesinatos de un agente secreto federal llamado Raymond Cromwell y de un famoso abogado llamado Joshua Ford. En esa ocasión le negaron la libertad condicional. Cuando me entrevisté con Pistillo vi en su mirada el brillo de quien ha escalado su Everest personal, o ha alcanzado el ansiado Grial, como quiera expresarse.

—Se viene abajo —dijo con exagerado regocijo—. Tenemos a McGuane en la cárcel acusado de homicidio y todo el montaje se cae a pedazos.

Le pregunté cómo habían logrado detenerlo y Pistillo, por una vez, se explayó con ganas.

—McGuane presentó como coartada la cinta falsa del sistema de vigilancia en la que aparece nuestro agente saliendo de sus oficinas y, para ser sincero, lo cierto es que estaba perfectamente trucada. No es difícil hacerlo mediante tecnología digital, según me explicaron en el laboratorio.

—¿Y, entonces?

Pistillo sonrió.

—Recibimos otra cinta por correo. Con sello de Livingston, Nueva Jersey, figúrese. La cinta auténtica. En ella se ve cómo arrastran el cadáver hasta el ascensor privado dos tipos. Ya están detenidos y colaboran con la justicia. La cinta iba acompañada de una nota indicándonos dónde habían enterrado los cadáveres y, de propina, el paquete incluía también las cintas y las pruebas que su hermano recopiló durante años.

Aquello no me lo explicaba, y no se me ocurría nada.

—¿Saben quién lo envió?

—No —respondió Pistillo con aparente despreocupación.

—¿Y qué sucede con John Asselta?

—Hay cursada contra él orden internacional de busca y captura.

—Siempre la ha habido.

—¿Qué otra cosa podemos hacer? —replicó encogiéndose de hombros.

—Él mató a Julie Miller.

—Por orden de otros. El Espectro era un simple sicario.

Era parco consuelo, pensé.

—No cree que vayan a detenerlo, ¿verdad?

—Escuche, Will, me encantaría echar el guante a El Espectro pero le seré franco. No va a ser fácil. Asselta ya ha salido del país; nos han llegado informes al respecto. Encontrará trabajo con algún déspota que lo proteja, pero en definitiva, y esto es muy importante, El Espectro no es más que un instrumento, y lo que yo quiero son los tipos que mueven los hilos.

Yo no estaba de acuerdo pero no quise discutir. Le pregunté qué consecuencias traería todo aquello para Ken y él se lo pensó antes de contestar.

—Usted y Katy Miller no nos lo han contado todo, ¿no es cierto?

Me rebullí en el asiento. Habíamos denunciado el rapto con todo detalle pero decidimos omitir la comunicación con Ken que guardábamos como un secreto entre los dos.

—Sí —respondí.

Pistillo me miró a los ojos y volvió a encogerse de hombros.

—La verdad, Will, es que no sé si Ken sigue siéndonos necesario. Pero ahora ya no corre peligro. Sé que no ha tenido contacto con él —añadió inclinándose sobre la mesa y advertí por su mirada que no se lo creía— pero, si de algún modo habla con él, dígale que no siga escondiéndose. Ya no lo amenaza ningún peligro y, además, podría servirnos de testigo de cargo.

Ya digo que fueron cinco días agitados.

Aparte de mi entrevista con Pistillo, pasé todo el tiempo con Nora. No hablamos mucho de su pasado. Su rostro acusaba todavía preocupación porque sentía profundo temor de su exmarido, lo que a mí me enfurecía, por supuesto. Había que arreglar aquel asunto del señor Cray Spring de Cramden, Missouri. Aún no sabía cómo, pero no iba a consentir que Nora viviera aterrorizada toda su vida. Eso sí que no.

Ella me contó cosas de mi hermano y me dijo que tenía dinero en Suiza y que iba de un lado para otro persiguiendo una paz que lo rehuía. Me habló también de Sheila Rogers, el pajarillo herido de quien yo sabía tantas cosas, tan allegada a él y a su hija. Pero sobre todo Nora me habló de mi sobrina Carly y, cuando lo hacía, se le iluminaba el rostro. A Carly le gustaba correr cuesta abajo con los ojos cerrados, le encantaba leer y dar volteretas y tenía una risa contagiosa. Al principio se había mostrado retraída y tímida con ella, pues sus padres, por razones obvias, no dejaban que hiciera muchas amistades, pero Nora había sabido ganársela con paciencia. Le había costado muchísimo tener que abandonar a la niña (fue la palabra que ella empleó, aunque me pareció excesiva) privándola de la única amiga que tenía.

Katy Miller no volvió a entrometerse. Se marchó, no quiso decirme dónde y yo no insistí en preguntárselo, pero llamaba todos los días. Ahora sabía la verdad, aunque creo que, en definitiva, de poco le había servido. Con El Espectro en libertad, el asunto no había terminado y los dos mirábamos por encima del hombro de vez en cuando más de lo debido.

Vivíamos atemorizados.

Pero para mí la historia tocaba a su fin. Lo único que me faltaba, quizá más que nunca, era ver a mi hermano. Pensaba en todos aquellos años que había pasado solo yendo de un lado para otro. Me decía que no era vida para Ken, una persona sin dobleces. No era la clase de persona que puede vivir en la sombra.

Quería volver a ver a mi hermano para recordar los viejos tiempos: ir con él a un partido, jugar al tenis, ver en la tele películas antiguas por la noche; sí, todo eso, naturalmente; pero ahora había otros dos motivos.

He mencionado que Katy había mantenido en secreto el contacto que habíamos tenido con Ken, lo que me permitió conservar abierta la línea de comunicación con él. Finalmente cambiamos de grupo de noticias. Le dije que no temiera la muerte con la esperanza de que captara el sentido, y así fue. El mensaje era también un recuerdo de los viejos tiempos, porque No temas a la Muerte era la canción de Blue Oyster Cult Don’t Fear the Reaper, la preferida de Ken. Encontramos una página informativa sobre el antiguo grupo en la que no había muchas casillas de diálogo, pero nosotros conseguíamos intercambiar mensajes instantáneos.

Ken seguía tomando precauciones pero también deseaba poner punto final al asunto. Yo al menos tenía a mi padre y a Melissa y había vivido al lado de mi madre los últimos once años y, pese a que echaba mucho de menos a mi hermano, creo que él nos echaba en falta mucho más.

De cualquier forma, tardamos en prepararlo, pero al fin acordamos vernos.

Cuando yo tenía doce años y Ken catorce, fuimos a un campamento de verano en Marshfield, Massachusetts, llamado Camp Millstone. En la publicidad se decía que estaba «En el cabo Cod», lo que, de haber sido cierto, habría significado que el cabo ocupaba la mitad del estado. Las cabañas de aquel campamento tenían nombres de universidades: Ken estaba en Yale y yo en Duke. Pasamos un verano estupendo jugando al baloncesto y al softball, a guerras de azules contra grises. Comíamos comida basura, bebíamos aquel zumo inmundo que llamábamos «zumo de chinches» y los instructores eran una mezcla de jovialidad y sadismo. Sabiendo lo que ahora sé, no se me ocurriría enviar a un hijo mío a un campamento pero, extrañamente, a mí me encantaba.

¿Tiene sentido?

Hace cuatro años llevé a Cuadrados a ver aquel campamento cuando estaba a punto de cerrar y él adquirió el terreno para convertirlo en un retiro para yoga a gran escala. Construyó una granja en el terreno del campo de fútbol. Había un único camino de acceso por el que se veía perfectamente quién llegaba.

Convinimos en que era el sitio ideal para encontrarnos.

Melissa llegó en avión desde Seattle. Nos dejamos llevar por la paranoia y la hicimos aterrizar en Filadelfia. Mi padre y yo nos encontramos con ella en el área de descanso Vince Lombardi de la autopista de Nueva Jersey, y desde allí seguimos los tres en coche. Nadie más, aparte de Nora, Katy y Cuadrados, estaba al corriente de la reunión. Ellos acudirían cada uno por separado para reunirse con nosotros al día siguiente, deseosos también de que todo acabara.

Pero aquella noche, la primera noche, sería exclusivamente familiar.

Me puse al volante, mi padre se acomodó en el asiento del copiloto y Melissa en el de atrás. Hablamos poco. La tensión nos lo impedía, y a mí creo que más que a nadie. Había aprendido a no dar nada por cierto. Hasta que no viera a Ken con mis propios ojos, lo abrazara y lo oyera hablar, no acabaría de creerme que estaba vivo.

Pensé en Sheila y en Nora. Pensé en El Espectro y en el delegado de clase Philip McGuane y lo que había sido de él. Debería haberme sorprendido, pero no era así del todo. Nos «impresiona» enterarnos de actos de violencia en zonas residenciales de la periferia urbana, en entornos de céspedes bien cuidados con casas de dos plantas, ligas de rugby con su hinchada de madres, lecciones de piano, su plaza con ayuntamiento, juzgados y comisaría, sus reuniones de padres y profesores, elementos que actúan como una especie de exorcismo del mal, pero si El Espectro y McGuane se hubieran criado a quince kilómetros de Livingston —la distancia que nos separaba de Newark— nadie se habría «asombrado» ni habría «deplorado» su destino.

Puse un compacto de Bruce Springsteen del concierto del verano de 2000 en Madison Square Garden, pero a duras penas logró distraernos. La Autopista 95 estaba otra vez en obras, como de costumbre, y fue un viaje interminable de cinco horas. Llegamos por fin a la granja rojiza con su silo ficticio. No había ningún coche. Era de esperar. Se suponía que nosotros éramos los primeros. Después llegaría Ken.

Melissa se bajó la primera. El golpetazo de la portezuela al cerrar resonó en el campo. Cuando salí evoqué con todo detalle el antiguo campo de rugby, en donde ahora el garaje ocupaba el lugar de una de las porterías y el camino de entrada cortaba el emplazamiento del banquillo. Miré a mi padre y él desvió la mirada.

Por un instante permanecimos allí quietos hasta que yo rompí el encanto abriendo la marcha hacia la granja. Mi padre y Melissa me siguieron unos pasos más atrás. Todos pensábamos en mi madre. Debería haber estado allí. Debería haber tenido la oportunidad de ver por última vez a su hijo. Sabíamos que esa oportunidad habría hecho revivir la sonrisa de Sunny. Nora la había reconfortado al darle la fotografía. Un detalle por el que yo nunca le estaría lo bastante agradecido.

Sabía que Ken acudiría solo. Carly estaba en algún lugar seguro. Yo no sabía dónde. Rara vez mencionábamos a la niña en las comunicaciones. Ken arriesgaba mucho viniendo a la cita, pero era comprensible que no quisiera exponer a su hija a ningún peligro.

Aguardamos dando vueltas despacio por la casa; no tenía ganas de beber nada. En un rincón de la sala había una rueca. El tictac del viejo reloj de pared sonaba con fuerza incongruente. Mi padre se sentó al fin y Melissa se me acercó, me miró con su gesto de hermana mayor y murmuró:

—¿Por qué será que parece que esta pesadilla no vaya a acabar de una vez por todas?

No quise considerar siquiera su comentario.

Cinco minutos después oímos el motor de un coche.

Nos acercamos rápido a la ventana. Aparté el visillo y miré afuera. Ya había oscurecido y apenas podía ver. El coche era un Honda Accord gris, absolutamente común. El corazón me dio un vuelco. Deseaba echar a correr, pero me quedé donde estaba.

El coche se detuvo. Durante unos segundos, puntuados por el maldito reloj de pared, no sucedió nada. Luego se abrió la puerta del conductor y yo sujeté con tal fuerza el visillo que casi lo arranco. Vi un pie que pisaba el suelo y un hombre que bajaba del Honda.

Era Ken.

Me sonrió con aquella sonrisa suya de confianza y despreocupación y no pude más. Era lo que necesitaba. Lancé un grito de alegría y corrí hacia la puerta. La abrí y vi que Ken llegaba a la carrera hacia mí. Cruzó el umbral y se me echó encima como blocando en un partido de rugby y los años se esfumaron en un soplo mientras rodábamos por la alfombra, yo lanzando risitas como si tuviera siete años y él riendo también.

El resto lo vi como en un éxtasis borroso, entre lágrimas. Papá lo abrazó y después Melissa. Ahora lo veo como en ráfagas confusas: Ken abrazando a mi padre; papá cogiéndolo del cuello y besándolo en la frente suavemente, con los ojos cerrados y lágrimas en las mejillas; Ken levantando a Melissa en el aire y dándole vueltas; Melissa llorando y propinándole palmadas como para asegurarse de que era real.

Once años.

No sé cuánto tiempo estuvimos así, abrazándonos en un delirio maravilloso y confuso. Por fin nos calmamos y nos sentamos en el sofá. Ken se puso a mi lado y de vez en cuando me hacía una llave en el cuello y me daba capones; nunca pensé que sentiría semejante delicia al recibir un golpe en la cabeza.

—Te has enfrentado a El Espectro y has sobrevivido —dijo Ken con mi cabeza bajo su axila—. Me parece que ya no necesitas que yo te defienda.

—Sí que lo necesito —repliqué suplicante zafándome de él.

Se hizo de noche y salimos a dar un paseo. La brisa nocturna era muy agradable. Ken y yo encabezamos la marcha seguidos por mi padre y Melissa unos diez metros más atrás, como si hubieran imaginado que era lo que nosotros deseábamos. Ken me pasó el brazo por los hombros. Recordé aquel año en que fuimos al campamento y cuando en un partido cometí una falta que hizo perder al equipo y mis compañeros comenzaron a pincharme; fue una cosa normal en un campamento juvenil. Aquel día, Ken me llevó a dar un paseo y también me pasó el brazo por los hombros.

Volví a sentir el mismo bienestar.

Ken empezó a contarme su historia. A grandes rasgos coincidía con lo que yo había averiguado: había delinquido y a continuación llegó a un acuerdo con los federales pero McGuane y Asselta lo descubrieron.

Soslayó la pregunta de por qué había vuelto a casa aquella noche y, sobre todo, por qué había ido a casa a ver a Julie, pero yo estaba harto de engaños. Así que le pregunté llanamente:

—¿Por qué regresasteis Julie y tú?

Ken sacó un paquete de cigarrillos.

—¿Ahora fumas? —comenté.

—Sí, pero voy a dejarlo —dijo mirándome—. Julie y yo pensamos que era un buen sitio para vernos.

Recordé lo que había dicho Katy: Julie, igual que Ken, hacía más de un año que no iba por Livingston. Aguardé a que continuase, pero él siguió mirándome sin encender el cigarrillo.

—Perdóname —dijo.

—No pasa nada.

—Sé que seguías enamorado de ella, Will, pero yo en aquella época me drogaba y era un desastre. O quizá no fuese eso, sino tal vez simple egoísmo; no lo sé.

—No tiene importancia —dije; y la verdad es que lo sentía así—, pero lo que no acabo de entender es qué tenía Julie que ver en la historia.

—Ella me ayudaba.

—¿De qué manera?

Ken encendió el cigarrillo y vi sus facciones: unos rasgos ahora cincelados y curtidos que lo hacían aún más atractivo. Conservaba aquellos ojos de hielo.

—Ella y Sheila tenían un apartamento cerca de Haverton y eran amigas. —Se detuvo y meneó la cabeza—. Mira, Julie se enganchó en la droga por mi culpa; cuando Sheila fue a Haverton, yo se la presenté; ella se introdujo en el ambiente y comenzó a trabajar para McGuane.

—¿Vendiendo droga? —pregunté.

Él asintió con la cabeza.

—Pero cuando me atraparon los federales y acepté volver, necesitaba un amigo, un cómplice que me ayudara a destruir a McGuane. Al principio nos aterraba el plan, pero comprendimos que era una salida, la manera de redimirnos, de salir de todo aquello, ¿me explico?

—Creo que sí.

—Bien, a mí me tenían muy vigilado pero a Julie no, porque no había razón para que sospecharan de ella. Julie me ayudó a sacar a escondidas documentación comprometedora que pensábamos entregar al FBI para acabar de una vez.

—Lo que no entiendo —dije— es por qué la guardabais vosotros. ¿Por qué no la entregabais a los federales a medida que la obteníais?

—¿Has hablado con Pistillo? —preguntó Ken sonriente.

Asentí con la cabeza.

—Tienes que comprender una cosa, Will. No es que yo diga que todos los policías sean corruptos ni mucho menos, pero los hay que sí. Uno de ellos le dio el soplo a McGuane de que estaba en Nuevo México. Pero además los hay, como Pistillo, jodidamente ambiciosos. Necesitaba tener algo para negociar. No podía arriesgarme por las buenas, y tenía que lograr un acuerdo según mis propios términos.

Pensé que tenía su lógica.

—Y fue cuando El Espectro descubrió dónde estabas.

—Sí.

—¿Cómo?

Llegamos hasta un poste de la valla. Ken apoyó el pie mientras yo miraba hacia atrás para comprobar que mi padre y Melissa se mantenían a distancia.

—No lo sé, Will. Debió de ser porque advirtieron que Julie y yo estábamos asustados. Vete a saber. En cualquier caso, ya habíamos recopilado casi toda la información y pensé que podíamos volver libres a casa. Estábamos en el sótano, en aquel sofá, y comenzamos a besarnos… —añadió, volviendo a desviar la mirada.

—¿Y qué?

—De pronto sentí que una cuerda me oprimía el cuello —respondió dando una larga calada—. Yo estaba encima de ella y El Espectro había entrado en el sótano sin que lo viéramos. Noté que me faltaba el aire. Me estaba estrangulando. Apretó fuerte. Pensé que me cortaría la garganta. No recuerdo bien qué sucedió después; creo que Julie lo golpeó, yo logré soltarme y mientras él le pegaba en la cara yo retrocedí. A continuación, sacó una pistola, disparó y me alcanzó en el hombro —dijo cerrando los ojos—. Y yo eché a correr. Qué vergüenza. Eché a correr…

La noche nos envolvía, se oía el canto suave de los grillos y Ken siguió fumando. Sabía lo que estaba pensando: «Eché a correr y él la mató».

—No es culpa tuya —dije—. Tenía una pistola.

—Sí, claro —asintió no muy convencido—. Te puedes imaginar lo que sucedió después. Volví corriendo con Sheila, cogimos a Carly y, como tenía dinero guardado de cuando trabajaba con McGuane, huimos figurándonos que él y Asselta nos perseguirían. Unos días después, cuando aparecí en los periódicos como sospechoso del asesinato de Julie, comprendí que no sólo huía de McGuane sino de todo el mundo.

Le pregunté lo que desde el principio me quemaba los labios.

—¿Por qué no me dijiste lo de Carly?

Volvió bruscamente la cabeza como si le hubiera dado un puñetazo.

—¿Ken?

No me miró a la cara.

—¿Podemos dejar eso a un lado de momento, Will?

—Me gustaría saberlo, Ken.

—No es ningún secreto —añadió con una voz extraña, confidencial, aunque había algo ambiguo en ella—. Yo me encontraba en peligro; los federales me habían capturado poco antes de nacer la niña y tuve miedo por ella; por eso no le hablé a nadie de su existencia. A nadie. A ella y la madre las veía a menudo pero yo vivía solo; Carly estaba con su madre y con Julie porque no me interesaba que la relacionasen conmigo de ningún modo. ¿Lo entiendes?

—Sí, claro —dije, aguardando a que continuara el relato.

Él sonrió.

—¿Qué sucede? —pregunté.

—Me estaba acordando del campamento —respondió.

Yo sonreí también.

—Lo pasé muy bien aquí —añadió.

—Yo también —dije—. ¿Ken?

—¿Qué?

—¿Cómo has logrado vivir tanto tiempo escondido?

—Gracias a Carly —respondió riéndose entre dientes.

—¿Carly te ayudó a ello?

—El hecho de no decírselo a nadie, creo que me salvó la vida.

—¿Cómo?

—Lo que buscaban era un fugitivo, es decir, un hombre solo o quizás acompañado de una mujer, pero no a un matrimonio con una hija y capaz de viajar de un sitio a otro sin despertar sospechas.

De nuevo, eso tenía sentido.

—El FBI tuvo suerte; me descuidé o no sé… A veces pienso que quizá deseaba que me cogieran. Porque vivir así, siempre con miedo, sin poder echar raíces, te reconcome, Will. Yo te echaba mucho de menos; a ti más que a nadie. Tal vez bajé la guardia. O realmente quería que todo terminara.

—¿Y te extraditaron?

—Sí.

—Y llegaste a un nuevo acuerdo.

—Al principio creí que iban a imputarme irremediablemente el asesinato de Julie. Pero cuando me encontré con Pistillo me di cuenta de que aún quería desesperadamente a McGuane. El homicidio de Julie casi era secundario, aparte de que él sabía que no la había matado yo. Así que… —añadió encogiéndose de hombros.

A continuación me contó lo de Nuevo México y que a los federales no les había revelado la existencia de Carly y Sheila para protegerlas.

—Yo no quería que se reunieran conmigo tan pronto —dijo en tono más tranquilo—, pero Sheila no me hizo caso.

Me habló también del día en que él y Carly estaban fuera de la casa cuando llegaron los dos matones y que al volver los encontró torturando a su amada, cómo los mató, reemprendió la huida y desde el mismo teléfono público llamó a Nora a mi apartamento: eso explicaba la segunda llamada interceptada por el FBI.

—Sabía que la buscarían porque había huellas de Sheila por toda la casa, y si no la localizaba el FBI lo haría McGuane. Así que le dije que se escondiera hasta que todo hubiese acabado.

Después, dos días más tarde, logró encontrar en Las Vegas un médico discreto que hizo cuanto pudo por ella, pero era demasiado tarde. Sheila Rogers, su compañera durante once años, murió al día siguiente. Carly dormía en el asiento trasero del coche cuando su madre exhaló su último suspiro. Ken, sin saber qué hacer, y pensando en cierto modo en presionar a Nora, dejó el cadáver de su amante en la cuneta de una carretera y siguió huyendo.

Melissa y mi padre estaban acercándose y guardamos silencio.

—¿Y después? —pregunté en voz baja.

—Dejé a Carly en casa de una amiga de Sheila; en realidad, una prima suya. Sabía que allí no corría peligro, y yo volví a la costa Este.

Justo en el momento en que salía de sus labios la afirmación de su regreso a la costa Este, todo tomó un giro adverso inesperado.

¿Ha tenido uno de esos momentos? Uno está escuchando algo con atención y todo se esclarece merced a una lógica, cuando inesperadamente percibe algo, nimio, irrelevante, que casi no merece Consideración, pero empiezas a darte cuenta con creciente temor de que nada concuerda.

—Enterramos a mamá el martes —dije.

—¿Cómo?

—Que enterramos a mamá el martes —repetí.

—Ah, sí —dijo Ken.

—Tú, ese día, estabas en Las Vegas, ¿verdad?

Él reflexionó un instante.

—Exacto.

Yo le di vueltas en la cabeza.

—¿Qué sucede? —preguntó Ken.

—Hay algo que no entiendo —dije.

—¿Qué?

—La tarde del entierro —me detuve y aguardé a que me mirara a la cara— estuviste en el otro cementerio con Katy Miller.

Un brillo cruzó su rostro.

—Pero ¿qué dices?

—Katy te vio en el cementerio. Estabas bajo un árbol cerca de la tumba de Julie. Le dijiste que eras inocente y que habías regresado para desenmascarar al asesino. ¿Cómo puede ser si te encontrabas en el otro extremo del país?

Mi hermano no respondió. Permanecimos los dos quietos y yo sentí que algo dentro de mí comenzaba a desmoronarse antes de oír aquella voz que hizo que mi universo se tambalease:

—Era mentira.

Nos volvimos y vimos a Katy Miller salir de detrás de un árbol. La miré sin decir nada. Se acercó.

Tenía una pistola en la mano.

Apuntaba al pecho de Ken. Me quedé boquiabierto. Oí a Melissa contener un grito y a mi padre gritar: «¡No!», pero como si todo sucediera a la distancia de un año luz. Katy me miró a la cara, sondeándome, tratando de decirme algo que yo no podía entender.

Negué con la cabeza.

—Yo sólo tenía seis años —empezó a decir— por lo que fácilmente me habrían rechazado como testigo. En definitiva, ¿qué podía saber yo, una niñita? Aquella noche vi a tu hermano. Pero también vi a John Asselta. La policía podía haber alegado que quizá confundía a uno con otro. ¿Con qué criterio puede diferenciar una niña de seis años los jadeos de pasión de los estertores? Para una criatura de seis años son uno y lo mismo, ¿no es cierto? Era fácil para Pistillo y sus agentes desvirtuar lo que yo dijera. Ellos querían a McGuane y para ellos mi hermana no era más que una yonqui de periferia urbana.

—Pero ¿qué dices? —exclamé.

—Yo estaba allí aquella noche —prosiguió volviendo la mirada hacia Ken—. Me escondí detrás del viejo baúl militar de mi padre como siempre, y lo vi todo —añadió mirándome de nuevo a mí—. No fue John Asselta quien mató a mi hermana, Will; fue tu hermano.

Sentí que mi entereza se desmoronaba pero me resistí negando de nuevo con la cabeza; miré a Melissa y vi que estaba pálida, miré a mi padre y vi que agachaba la cabeza.

—Nos viste haciendo el amor —dijo Ken.

—No —replicó Katy con voz sorprendentemente firme—. Tú la mataste, Ken. La estrangulaste porque querías imputárselo a El Espectro…, igual que estrangulaste a Laura Emerson porque amenazó con denunciar la venta de droga en Haverton.

Di un paso adelante, pero Katy se volvió hacia mí. Me detuve.

—Cuando en Nuevo México Ken logró salvarse de los sicarios de McGuane, recibí una llamada de Asselta —siguió diciendo como si lo hubiese ensayado con tiempo, y pensé que, efectivamente, así era—. Me dijo que habían extraditado a tu hermano desde Suecia. Yo al principio no lo creí y le dije que, si era cierto, cómo no lo publicaban los periódicos. Me explicó que el FBI simplemente quería a Ken de cebo para que los llevara hasta McGuane. Después de todos estos años, el asesino de Julie iba a quedar impune. No podía aceptarlo después de todo lo que habían sufrido mis padres. Asselta lo sabía, supongo, y por eso me llamó.

Yo seguía negando con la cabeza, pero ella prosiguió.

—Mi tarea consistía en estar a tu lado, porque suponíamos que si Ken decidía ponerse en contacto con alguien lo haría contigo antes que con otra persona, y yo me inventé la historia de que lo había visto en el cementerio para que tú no desconfiaras.

—Pero… sufriste una agresión en mi apartamento —dije con un hilo de voz.

—Sí —asintió ella.

—Incluso pronunciaste el nombre de Asselta.

—Reflexiona, Will —replicó ella con gran aplomo.

—¿Sobre qué tengo que reflexionar? —dije.

—¿Por qué te esposaron a la cama?

—Porque quería enredarme en una trampa igual que hizo…

Ahora era ella quien negaba con la cabeza apuntando a Ken con la pistola.

—Fue él quien te esposó porque no quería hacerte daño —dijo mirándolo.

Abrí la boca pero no me salieron las palabras.

—Necesitaba tenerme a mí sola. Necesitaba averiguar lo que yo te había dicho y saber qué recordaba yo antes de matarme. Sí, pronuncié el nombre de John, pero no porque pensase que era él el enmascarado, sino pidiendo ayuda. Y tú me salvaste la vida, Will, porque él me hubiera matado.

Dirigí la mirada despacio hacia mi hermano.

—Miente —dijo Ken—. ¿Por qué iba yo a matar a Julie? Ella me estaba ayudando.

—Eso es verdad a medias —replicó Katy—. Efectivamente, Julie vio la detención de Ken como una oportunidad de redención, como te acaba de decir. Sí, Julie estaba dispuesta a colaborar en la captura de McGuane, pero tu hermano llevó las cosas demasiado lejos.

—¿Cómo? —pregunté.

—Ken sabía que debía deshacerse también del Espectro para no dejar cabos sueltos, y la manera de hacerlo fue imputarle la muerte de Laura Emerson. Ken pensó que no habría problema en conseguir para ello la ayuda de Julie, pero se equivocó. ¿Recuerdas que Julie y John eran muy amigos?

Asentí como pude.

—No sé qué vínculo los unía y me da igual el que fuese; creo que ni ellos mismos se lo habrían explicado. Lo cierto es que Julie le tenía cariño; creo que fue la única persona que le dio algún cariño en su vida, y estaba dispuesta a colaborar sin reservas para destruir a McGuane pero no para hacer daño a John Asselta.

No me salían las palabras.

—Eso es mentira —dijo Ken—. Will…

Yo rehuí su mirada.

Katy continuó:

—Cuando Julie descubrió lo que Ken pensaba hacer, llamó a El Espectro para prevenirlo. Ken vino a nuestra casa a recoger las cintas y los documentos. Ella intentó entretenerlo. Hicieron el amor. Ken le pidió las pruebas que guardaban y Julie se negó a dárselas. Él se enfureció y le exigió que dijera dónde las tenía, pero ella se negó y él, al darse cuenta de la situación, la estranguló. El Espectro llegó unos segundos después, disparó contra Ken pero él logró escapar. Pienso que su primera reacción habría sido ir tras él, pero al ver a Julie muerta en el suelo perdió la cabeza. Se arrodilló a su lado, la acunó en sus brazos y profirió el lamento más desgarrador que he oído en mi vida. Fue como si algo se quebrara dentro de él para siempre.

Katy se acercó más a mí y me miró desafiante.

—Ken no huyó porque tuviera miedo de McGuane o por temor a caer en una trampa —añadió—. Huyó porque había matado a Julie.

Yo continuaba hundiéndome inexorablemente en un pozo sin fondo.

—Pero El Espectro —dije— nos secuestró…

—Fue un montaje —respondió ella—. Nos dejó escapar. Lo que no estaba previsto era que tú fueses a tener tantos arrestos. Acudió con chófer simplemente para dar mayor realidad a la situación, pero no imaginábamos que tú fueses a herirlo tan gravemente.

—¿Y todo eso por qué?

—Porque El Espectro sabía la verdad.

—¿Qué verdad?

Volvió a hacer un gesto en dirección a Ken.

—Que tu hermano no iba a aparecer para salvarte la vida, que no iba a correr ese riesgo. Que sólo aceptaría verse contigo en una situación como esta —añadió acompañando sus palabras de un gesto con la mano libre.

Yo negué otra vez con la cabeza.

—Aquella noche dejamos a un hombre de vigilancia en el patio. Por si acaso. No acudió nadie.

Retrocedí anonadado. Miré a Melissa y a mi padre, y comprendí que todo era cierto. Cada palabra que había dicho. Era cierto.

Ken había matado a Julie.

—Yo no quería hacerte daño —añadió Katy—, pero mis padres deseaban poner fin a todo esto. El FBI lo había puesto en libertad y era lo único que podía hacer. No podía dejar que se escapara después de lo que le había hecho a mi hermana.

Mi padre habló por primera vez.

—Bien, ¿y qué vas a hacer, Katy? ¿Vas a disparar?

—Sí —respondió ella.

Y en ese momento todo se convirtió otra vez en un infierno.

Mi padre, dispuesto al sacrificio, lanzó un grito y se abalanzó sobre Katy. Ella disparó pero él continuó tambaleante hacia ella hasta arrebatarle el arma al tiempo que se agachaba sujetándose la pierna.

Aquella distracción bastó; cuando alcé la vista vi que Ken había sacado su pistola. Tenía los ojos —aquellos ojos fríos— clavados en Katy. Iba a disparar. No vacilaba. No tenía más que apuntar y apretar el gatillo.

Me arrojé sobre él y logré golpearlo en el brazo cuando a su vez apretaba el gatillo, pero el arma se disparó en el aire mientras yo lo blocaba y caíamos al suelo, esta vez de forma muy distinta a la de antes en la casa, porque sentí un codazo en el estómago que me dejó sin respiración y él se levantó apuntando a Katy.

—¡No! —exclamé.

—Tengo que hacerlo —dijo Ken.

Lo agarré y forcejeamos. Le gritaba a Katy que echara a correr. Ken no tardó en dominarme y, encima de mí, nuestras miradas se cruzaron.

—Ella es el último eslabón —dijo.

—No consentiré que la mates.

Ken me arrimó el tambor del arma a la frente; con su rostro casi pegado al mío, oí gritar a Melissa y le advertí que se apartara, pero vi de reojo que sacaba un móvil y marcaba un número.

—Adelante —dije a Ken—. Aprieta el gatillo.

—¿Crees que no lo haré?

—Eres mi hermano.

—¿Y qué? —replicó mientras yo pensaba otra vez en el mal, en sus múltiples representaciones y en que nunca estamos a salvo de él—. ¿No has oído a Katy? ¿Te das cuenta de lo que soy capaz de hacer y a cuánta gente he hecho mal y engañado?

—A mí no —repliqué.

Se echó a reír con el rostro pegado al mío y el arma sobre mi frente.

—¿Cómo dices?

—Que a mí no —repetí.

Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que resonó en la calma de la noche y me heló la sangre en las venas.

—¿A ti no? —susurró arrimando los labios a mi cara—. A ti te he hecho más daño y te he engañado más que a nadie.

Sus palabras fueron como un mazazo. Lo miré a la cara y vi que estaba en tensión dispuesto a apretar el gatillo. Cerré los ojos y aguardé. Oí disparos y jaleo pero sonaban muy lejos y lo que escuché a continuación, el único sonido que me llegó, fueron los sollozos de Ken. Abrí los ojos. El mundo se había desvanecido. Estábamos los dos solos.

No sé exactamente qué sucedió después. Quizá fuese porque me encontraba boca arriba, inmovilizado, y esta vez era mi hermano quien me dominaba en vez de protegerme, o sería porque cuando bajó la vista y me vio tan vulnerable, la situación dio un nuevo giro por ese azar que siempre me ha salvado la vida. Tal vez fuera eso lo que lo conmocionó. No lo sé. Pero cuando nuestras miradas se cruzaron su expresión comenzó a relajarse gradualmente.

Y en ese momento todo cambió otra vez.

Sentí que ya no me oprimía aunque mantenía el arma sobre mi frente.

—Quiero que me prometas una cosa, Will —dijo.

—¿Qué?

—Sobre Carly.

—Tu hija.

Vi que cerraba los ojos, verdaderamente angustiado.

—Ella quiere mucho a Nora —añadió—. Te pido que la cuides, que te ocupes de ella. Prométemelo.

—Pero y…

—Por favor —insistió suplicante—. Prométemelo, por favor.

—De acuerdo. Te lo prometo.

—Y prométeme que nunca la llevarás a verme.

—¿Cómo?

Ahora lloraba incontinente y las lágrimas le rodaban por las mejillas mojándome la cara.

—Maldita sea, prométeme que nunca le hablarás de mí. Críala como si fuese hija tuya y no dejes que venga a verme a la cárcel. Prométemelo, Will. Prométemelo o disparo.

—Dame la pistola y te lo prometo —dije.

Me miró y me puso el arma en la mano antes de besarme con fuerza. Yo lo rodeé con mis brazos y apreté con fuerza a mi hermano, el asesino. Permanecimos fundidos en un abrazo un largo rato, él llorando sobre mi pecho cómo una criatura, hasta que oímos las sirenas.

—Vete —dije tratando de apartarlo de mí—. Por favor, corre —susurré suplicante.

Pero él no se movió. Esta vez no. Nunca sabré por qué exactamente. Quizá ya estaba harto de huir. Quizá quería apartarse del mal, o simplemente deseaba que lo retuviesen. No lo sé, lo cierto es que se quedó abrazado a mí hasta que llegó la policía y se lo llevaron.