No me desmayé, pero estuve a punto.
Todo me daba vueltas y tuve una especie de cortocircuito visual que me hizo perder el equilibrio y por poco caigo encima de Sheila Rogers, una mujer a quien no había visto en mi vida y a quien tan bien conocía. Una mano me sostuvo por el brazo. Era Cuadrados; vi que estaba muy serio y pálido y, al cruzarse nuestras miradas, él asintió casi imperceptiblemente con la cabeza.
No había sido mi imaginación ni un espejismo. Él también lo había visto.
Nos quedamos hasta el final. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Sentado en aquel banco, mudo, era incapaz de apartar mis ojos del cadáver de la desconocida; estaba conmocionado y temblaba, pero a nadie le extrañaba. Al fin y al cabo, era un funeral.
Después de dar sepultura a Sheila Rogers, su madre nos invitó a ir a su casa, pero nosotros nos disculpamos diciendo que perderíamos el avión. Subimos al coche de alquiler, Cuadrados lo puso en marcha y hasta que no estuvimos lejos no lo paró para que yo diera rienda suelta a mi emoción.
—A ver si pensamos lo mismo —dijo Cuadrados.
Yo asentí con la cabeza, ya casi sobrepuesto. De nuevo tenía que reprimirme, esta vez la posible euforia. No me centré en la nueva perspectiva que abría el hecho. Sólo en pequeños detalles. En minucias. Fijé la atención en un solo árbol porque era imposible ver todo el bosque.
—Todo cuanto hemos averiguado sobre Sheila —dijo Cuadrados—, su huida, los años que estuvo haciendo la calle, lo de las drogas, la habitación que compartía con tu exnovia, sus huellas dactilares en casa de tu hermano…, todo eso…
—Es aplicable a la desconocida que acaban de enterrar —añadí.
—Por consiguiente, la Sheila que conocemos, quien creíamos que era Sheila…
—No hizo ninguna de esas cosas y no era la persona que creíamos.
—Un buen montaje —dijo Cuadrados reflexivo.
—Desde luego —añadí casi sonriente.
En el avión, Cuadrados dijo:
—Si nuestra Sheila no ha muerto, es que está viva.
Lo miré.
—Oye, hay gente que paga una pasta por tener acceso a mi sabiduría —añadió.
—Y pensar que a mí me sale gratis.
—¿Qué hacemos ahora?
—Donna White —contesté cruzando los brazos.
—¿El nombre falso que le procuraron los Goldberg?
—Exacto. ¿La agencia sólo hizo una verificación en ciertas líneas aéreas?
Cuadrados asintió con la cabeza.
—Según la hipótesis de que había volado hacia el oeste.
—¿Puedes decir a la agencia que amplíe la investigación?
—Claro.
Nos sirvieron el «tentempié». Mi cerebro no cesaba de funcionar. Aquel vuelo me estaba viniendo muy bien porque me daba tiempo para pensar. Desgraciadamente, a la par, me hacía volver a la realidad y considerar las repercusiones. Dejé a un lado aquel pensamiento. No quería nubarrones que enturbiaran mis razonamientos, al menos de momento, que sabía tan poco. Bueno, no era tan poco.
—Ahora se explican muchas cosas —dije.
—¿Por ejemplo?
—Tanto secretismo y que no quisiera hacerse fotos, que tuviera tan pocas pertenencias, que no quisiera hablar de su pasado.
Cuadrados asintió con la cabeza.
—En cierta ocasión, Sheila —me detuve porque seguramente no era ese su nombre— se fue de la lengua y me dijo que se había criado en una granja, cuando en realidad el padre de la verdadera Sheila Rogers trabaja en una fábrica de cerraduras para garajes. Aparte de que se resistía a llamar a sus padres porque…, bueno, sencillamente, porque no eran sus padres. Yo pensé que los detestaba porque la habían maltratado.
—Podría tratarse fácilmente de una usurpación de personalidad.
—Exacto.
—Luego, la verdadera Sheila Rogers —continuó Cuadrados alzando la vista—, la que acaban de enterrar, ¿era la que estaba con tu hermano?
—Eso parece.
—Y por eso había huellas dactilares suyas en el escenario del crimen.
—Exacto.
—¿Y tu Sheila?
Me encogí de hombros.
—Bien —añadió Cuadrados—. Supongamos que la que estaba con Ken en Nuevo México, la que vieron los vecinos, era la Sheila muerta.
—Sí.
—Y tenían una niña —agregó.
Silencio.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —preguntó él mirándome.
Asentí con la cabeza.
—Que la niña era Carly y que Ken debe de ser el padre.
—Sí.
Me recliné en el asiento y cerré los ojos. Cuadrados abrió su bocadillo, miró de qué era y lanzó una maldición.
—Will.
—¿Qué?
—¿Se te ocurre alguna idea sobre quién puede ser la mujer que amabas?
—Ninguna —respondí con los ojos cerrados.