El vuelo a primera hora a Boise se desarrolló sin incidentes. Salimos de La Guardia, un aeropuerto horrible donde los haya. Fui en mi asiento en clase turística detrás de una viejecita que mantuvo el suyo inclinado sobre mis rodillas durante todo el viaje. La contemplación de sus pelos grises y de su cráneo descolorido —tenía prácticamente su cabeza en mi regazo— me ayudó a distraerme durante el vuelo.
Cuadrados iba a mi derecha leyendo un artículo sobre su persona en Yoga Journal y de vez en cuando movía la cabeza asintiendo a alguna afirmación sobre él que hacía el artículo, y farfullaba: «Cierto, ya lo creo, eso es lo que soy», simplemente para incordiarme: para eso es mi mejor amigo.
Logré mantener mi mente en blanco hasta que vi el indicador de BIENVENIDO A MASON, IDAHO. Cuadrados había alquilado un Buick Skylark y nos perdimos dos veces por el camino porque, incluso allí en el quinto pino, como dicen, lo único visible son los habituales y monstruosos hipermercados que imponían en el paisaje su desproporcionada monotonía.
Era una iglesia pequeña y blanca sin nada de particular y, nada más verla, reparé en Edna Rogers, que estaba sola en la puerta fumando un cigarrillo. Cuadrados paró el coche y sentí un nudo en el estómago. Bajé del Buick y pisé aquella seca hierba; Edna Rogers miró hacia nosotros y sin quitarme los ojos de encima exhaló una larga bocanada de humo.
Caminé hacia ella flanqueado por Cuadrados, sintiéndome vacío, ausente. Era el funeral de Sheila, íbamos a enterrarla y la sola idea era como la banda horizontal de interferencia de los antiguos televisores.
Edna Rogers continuó fumando con sus ojos duros sin una lágrima.
—No sabía si darían con el camino —comentó.
—Aquí estoy.
—¿Ha sabido algo de Carly? —inquirió.
—No —mentí en cierto modo—. ¿Y usted?
Negó con la cabeza.
—La policía no indaga como es debido. Dicen que no hay constancia de que Sheila tuviese una hija. Para mí, que ni creen que exista.
A continuación balbució cosas imprecisas pero Cuadrados la interrumpió para dar el pésame al mismo tiempo que se acercaba más gente, en su mayor parte hombres con traje; escuché y comprendí que eran casi todos compañeros de trabajo del padre de Sheila en una fábrica de cerraduras para garajes. Me pareció extraño, pero en aquel momento apenas le di importancia. Estreché varias manos de gente cuyo nombre no recuerdo. El padre de Sheila era alto y bien parecido; me saludó con un fuerte abrazo y se apartó con sus compañeros. Sheila tenía un hermano y una hermana, dos jóvenes hoscos y distantes.
Permanecimos fuera de la iglesia como si temiéramos iniciar la ceremonia y la gente se dividió en grupos. Los más jóvenes lo hicieron con la hermana y el hermano de Sheila; el padre se situó en el centro de un semicírculo de hombres trajeados, todos con una enorme corbata, manos en los bolsillos y cabeza gacha, mientras que las mujeres formaron otro grupo junto a la entrada.
Cuadrados atraía la atención, pero estaba acostumbrado. No se había cambiado los vaqueros polvorientos aunque había añadido una chaqueta azul con corbata gris. Comentó con una sonrisa que, si se hubiera puesto un traje, Sheila no lo habría reconocido.
Finalmente, la gente comenzó a entrar en la iglesia; me sorprendió la concurrencia, pero la verdad es que todos los que habían hecho acto de presencia era por deferencia a sus padres y no por Sheila, que hacía mucho tiempo que no vivía allí. Edna Rogers se acercó a mí y me agarró del brazo, alzó la cabeza decidida y forzó una sonrisa. Yo no sabía qué pensar de aquella mujer.
Entramos al fin en la iglesia, que llenaban los murmullos y comentarios sobre lo «guapa» que estaba Sheila y que «no parecía muerta», una afirmación que a mí me resulta realmente siniestra. No soy religioso, pero si voy a un funeral me inclino a adoptar la actitud habitual entre nosotros los judíos, que damos el adiós a nuestros difuntos y los enterramos cuanto antes en un ataúd cerrado.
No me gustan los ataúdes descubiertos.
No me gustan por razones evidentes. Contemplar un cadáver, un cuerpo que carece de fluidos vitales, que ha perdido su energía, y se expone embalsamado, bien vestido, maquillado, como una figura de cera del museo de madame Tussaud o algo peor, tan real que casi espera uno que respire o que se incorpore de pronto, me resulta espantoso. Pero, por otro lado, ¿qué clase de imagen perdura en los dolientes que ven un cadáver que parece un salmón ahumado? ¿Me apetecía a mí conservar un último recuerdo de aquella Sheila que yacía con los ojos cerrados en una caja bien acolchada y hermética de caoba? ¿Por qué acolchan de esa manera los féretros? Cuando me incorporé al final de la cola del brazo de Edna Rogers para contemplar sus despojos, estos pensamientos abrumadores pesaban insoportablemente sobre mí.
Pero era un formalismo inevitable; la señora Rogers me apretó del brazo quizá más de lo debido y al acercarnos noté que le fallaban las piernas. La sostuve y ella volvió a sonreírme, esta vez con auténtica dulzura.
—Yo la quería —musitó—. Una madre nunca deja de querer a sus hijos.
Asentí con la cabeza sin atreverme a hablar y avanzamos un paso más, como cuando se va a embarcar en avión, y se me antojó que no me habría extrañado oír una voz que anunciara: «Los deudos a partir de la fila veinticinco pueden mirar el cadáver». Qué idea más tonta, me dije; pero dejé vagar mi imaginación por distanciarme de todo aquello.
Cuadrados cerraba la cola, detrás de nosotros. Yo mantenía la vista a un lado, pero a medida que nos aproximábamos me fue venciendo de nuevo la irracional esperanza. Creo que es algo corriente porque me sucedió también en el entierro de mi madre y me vino el pensamiento de que quizá todo fuera un error, una equivocación garrafal y que, al mirar aquel féretro, estaría vacío o no sería Sheila la muerta. Quizá por eso hay quienes prefieren los ataúdes descubiertos, pues dejan ver la irremediable realidad. Yo estaba al lado de mi madre cuando murió y fui testigo de su último suspiro y, sin embargo, aquel mismo día me acerqué al féretro para cerciorarme, por si Dios había cambiado de parecer.
Es un fenómeno que debe darse en mucha gente, pues no aceptar la realidad forma parte del proceso del duelo y uno se aferra a la esperanza. Era lo que a mí me sucedía en aquel momento: imploraba a una entidad en la que no creo, rogando un milagro en virtud del cual, de alguna manera, las huellas dactilares, el FBI, los padres de Sheila y todos aquellos amigos y familiares fueran un tremendo error y Sheila estuviera viva y no hubiera muerto a manos de unos asesinos que la dejaron tirada en una cuneta.
Naturalmente, no sucedió nada de eso.
No exactamente.
Cuando Edna Rogers y yo llegamos junto al féretro, miré sacando fuerzas de flaqueza y fue como si el suelo se hundiera bajo mis pies. Me precipité en un pozo sin fin.
—Qué bien la han arreglado, ¿verdad? —susurró la señora Rogers apretándome el brazo y rompiendo a llorar.
Pero yo estaba en otro sitio, muy lejos de ella. Mirando aquel rostro hasta que la verdad se abrió paso en mi cerebro.
Efectivamente, Sheila Rogers estaba muerta. Sin ningún género de duda.
Pero la mujer que yo amaba, la mujer con quien yo había vivido, a quien había abrazado y con quien quería casarme, no era Sheila Rogers.