45

Philip McGuane sirvió el coñac.

Habían retirado el cadáver del joven abogado Cromwell, pero Joshua Ford aún estaba tirado en el suelo como un guiñapo, vivo y consciente, pero inmóvil.

McGuane tendió una copa al Espectro y se sentaron los dos. McGuane dio un buen trago mientras El Espectro sonriente calentó la copa entre sus manos.

—¿Qué? —preguntó McGuane.

—Es un buen coñac.

—Sí.

El Espectro miró el licor.

—Estaba recordando cuando íbamos al bosque detrás de Riker Hill a beber la cerveza más barata que lográbamos encontrar. ¿Te acuerdas, Philip?

—Schlitz y Old Milwaukee —dijo McGuane.

—Eso es.

—Ken tenía un amigo en aquella tienda. Cuando le despachaba nunca le pedía el carnet.

—Buenos tiempos —añadió El Espectro.

—Estos son mejores —dijo McGuane alzando su copa.

—¿Tú crees? —preguntó El Espectro dando un sorbo y tragándolo con los ojos cerrados—. ¿Sabes eso que dicen de que toda elección que haces divide el mundo en dos universos distintos?

—Lo sé.

—Muchas veces me pregunto si hay otros mundos en que nos transformamos o si, por el contrario, estamos irremediablemente destinados a vivir en este.

—No me estarás tomando el pelo, John, ¿verdad?

—Ni mucho menos —respondió El Espectro—. Es que hay momentos de franqueza en que no puedo por menos de preguntarme si tenía que ser así.

—A ti te gusta hacer daño, John.

—Es cierto.

—Siempre has disfrutado con ello.

El Espectro reflexionó un instante.

—No, no siempre. Aunque, por supuesto, la clave reside en el porqué.

—¿El porqué de que te guste hacer daño a la gente?

—No sólo hacerles daño. Me gusta que sufran cuando los mato. Elegí la estrangulación porque es una muerte horrorosa. No hay una bala rápida. Ni una puñalada mortal. Los estrangulados mueren lentamente hasta dar la última bocanada angustiosa por falta de oxígeno. Es un proceso que se sigue de cerca, mirando cómo se debaten por la falta de aire.

—Caramba, caramba, John —dijo McGuane dejando la copa—. Tu conversación en las fiestas debe de ser de lo más divertido.

—Ya lo creo, Philip —replicó sonriente El Espectro, antes de volver a ponerse serio—. Pero ¿por qué me da eso placer? ¿Qué sucede conmigo, con mi criterio moral, para que sea cuando le corte la respiración a la gente cuando me sienta más vivo?

—No irás a echarle la culpa a tu padre, ¿verdad, John?

—No, eso sería muy fácil —respondió El Espectro dejando la copa y mirando a McGuane—. ¿Tú me habrías matado, Philip? Si no me hubiese cargado yo a esos dos del cementerio, ¿me habrías matado?

McGuane optó por decir la verdad.

—No lo sé. Probablemente.

—Y eres mi mejor amigo —comentó El Espectro.

—Y tú probablemente el mío.

—Qué tremendos éramos, ¿verdad, Philip?

McGuane no contestó.

—Yo tenía cuatro años cuando conocí a Ken —prosiguió El Espectro—. En el vecindario, a todos los chicos les decían que no se acercaran a nuestra casa porque los Asselta eran mala gente; eso les decían. Bueno, a ti no tengo que explicártelo.

—Efectivamente —asintió McGuane.

—Pero a Ken le atraía venir, le encantaba explorar en mi casa. Recuerdo el día que encontramos la pistola de mi viejo; tendríamos seis años. Me acuerdo de cómo la sopesamos hipnotizados por sentir el poder del arma. La cogíamos para meter miedo a Richard Werner… Tú no lo conociste, creo, porque se marchó cuando hacía tercer grado. Un día lo secuestramos, lo atamos y lo hicimos llorar y mearse en los pantalones.

—Y a ti te encantó.

—Tal vez —respondió El Espectro asintiendo despacio con la cabeza.

—Voy a preguntarte una cosa —dijo McGuane.

—Adelante.

—Si tu padre tenía una pistola, ¿por qué en el caso de Daniel Skinner usaste un cuchillo de cocina?

—No quiero hablar de eso —replicó El Espectro sacudiendo la cabeza.

—Nunca has hablado de ello.

—Exacto.

—¿Por qué?

—Mi padre descubrió que jugábamos con la pistola y me pegó una buena paliza —respondió El Espectro eludiendo la respuesta directa.

—Lo hacía con frecuencia.

—Sí.

—¿Intentaste alguna vez vengarte? —inquirió McGuane.

—¿De mi padre? No. Yo, más que odio, le tenía lástima. Fue incapaz de evitar que mi madre nos abandonara. Siempre esperó que volviera. Se preparaba para eso. Se sentaba a beber solo en el sofá y hablaba y reía como si ella estuviera a su lado, y después rompía en sollozos. Ella lo hizo un desgraciado. Yo he hecho daño a gente, Philip, y he visto hombres que me suplicaban que los matase. Pero creo que nunca he visto nada más deprimente como mi padre llorando la ausencia de mi madre.

Joshua Ford, junto a la puerta, lanzó un estertor, pero ellos siguieron indiferentes.

—¿Dónde está ahora tu padre? —preguntó McGuane.

—En Cheyenne, Wyoming. Dejó de beber, encontró una buena mujer y se ha convertido en un fanático religioso. Cambió el alcohol por Dios, una adicción como cualquier otra.

—¿Hablas con él alguna vez?

—No —respondió El Espectro sin levantar la voz.

Siguieron bebiendo en silencio.

—¿Y tú, Philip? Tú no eras pobre ni tus padres te pegaban.

—Eran padres como los demás —dijo McGuane.

—Sé que tu tío era de la mafia y que te metió en el negocio, pero podías haber seguido un buen camino. ¿Por qué no lo hiciste?

McGuane se rio entre dientes.

—¿Qué sucede?

—Me parece que somos más distintos de lo que creía.

—¿Ah, sí?

—Tú te lamentas —dijo McGuane—. Tú, que matas recreándote y lo haces bien. Pero te consideras malo. —Se levantó bruscamente—. Dios mío.

—¿Y qué?

—Que eres más peligroso de lo que pensaba, John.

—¿Por qué?

—Tú no has vuelto a por Ken. Has vuelto a por esa niña —añadió McGuane bajando la voz—, ¿a que sí?

El Espectro sorbió un trago largo. No contestó.

—Se trata de esas opciones y esos universos distintos de que hablabas —prosiguió McGuane—, porque crees que si Ken hubiese muerto aquella noche todo habría cambiado.

—Sí, claro que sería un universo distinto —replicó El Espectro.

—Pero no mejor, quizás. Y ahora ¿qué? —añadió McGuane.

—Necesitamos que Will colabore. Es el único que puede atraer a Ken.

—No nos ayudará.

El Espectro arrugó la nariz.

—Precisamente tú sabes mejor que nadie que sí lo hará.

—¿Por su padre? —inquirió McGuane.

—No.

—¿Su hermana?

—No, vive muy lejos —respondió El Espectro.

—Pero tú tienes una idea.

—Piensa —añadió El Espectro.

McGuane reflexionó y al adivinarlo una sonrisa iluminó su rostro.

—Katy Miller —dijo.