35

Pistillo se ofreció a llevar a Katy a casa. Ella rehusó y dijo que volvía conmigo, lo que al federal no le gustó, pero ¿qué iba a hacer?

Volvimos al apartamento callados todo el camino y una vez dentro saqué mi impresionante colección de menús de servicio a domicilio; Katy encargó comida china y yo bajé al portal a recoger las cajas blancas que pusimos en la mesa. Yo me senté en mi silla habitual y ella en la de Sheila. Me vinieron al recuerdo las cenas a base de menús chinos con Sheila: ella con el pelo recogido, recién salida de la ducha y oliendo bien, en aquel albornoz de rizo, enseñando las pecas del pecho…

Son los detalles chocantes los que más se recuerdan.

Volví a sentir que la pena me invadía otra vez como un oleaje y advertí que me hacía más daño si me quedaba inmóvil, un daño profundo. La pena agota y si no estás prevenido llegas a despreocuparte.

Me serví arroz frito que regué con un chorro de salsa de langosta.

—¿Seguro que quieres quedarte esta noche?

Katy asintió con la cabeza.

—Te dejaré mi cama —dije.

—Prefiero dormir en el sofá.

—¿Seguro?

—Seguro.

Continuamos haciendo como que comíamos.

—Yo no maté a Julie —dije.

—Lo sé.

Continuamos simulando dar algún bocado.

—¿Por qué estabas allí aquella noche? —preguntó ella al fin.

—¿No te has creído que daba un paseo? —repliqué sonriendo.

—No.

Dejé los palillos con prevención, como si fueran a romperse, pensando en cómo explicarlo, allí en mi apartamento, cara a cara con la hermana de la mujer a quien había querido, que ocupaba la silla de la mujer con quien quería casarme. Las dos asesinadas, las dos relacionadas conmigo. Levanté la vista y dije:

—Creo que quizá fue porque no se me había pasado el enamoramiento de Julie.

—¿Querías verla?

—Sí.

—¿Y?

—Toqué el timbre pero no abrió nadie —dije.

Katy se quedó pensativa mirando su plato.

—Lo raro es la hora en que fuiste —comentó despreocupadamente.

Cogí los palillos.

—Will.

Seguí cabizbajo.

—¿Sabías que tu hermano estaba allí?

Removí la comida del plato y ella alzó la cabeza para mirarme. Oí cómo el vecino abría y cerraba la puerta, sonó un claxon en la calle y alguien dio voces en un idioma que me pareció ruso.

—Lo sabías —añadió ella—. Sabías que Ken estaba en casa con mi hermana.

—Yo no la maté.

—¿Qué sucedió, Will?

Crucé los brazos y me recliné en la silla con los ojos cerrados y la cabeza hacia atrás. No quería recordar aquello, pero ¿qué podía hacer? Katy exigía saberlo y tenía derecho a ello.

—Fue un fin de semana muy extraño —dije—. Hacía ya un año que había roto con Julie y no habíamos vuelto a vernos desde entonces. Yo hice varios intentos y me acerqué varias veces durante las vacaciones escolares, pero nunca la encontraba.

—Llevaba mucho tiempo sin venir a casa —dijo Katy.

Asentí.

—Igual que Ken. Por eso digo que fue tan extraño. De repente coincidíamos los tres en Livingston; no sé cuánto tiempo hacía que no sucedía. Además, Ken actuaba de un modo raro; no dejaba de mirar por la ventana y no salía de casa. Estaba implicado en algo; no sé en qué. Bien, él me preguntó si seguía enamorado de Julie y yo le dije que no, que era cosa del pasado.

—Le mentiste.

—Fue como si… —intenté buscar una manera de explicárselo—. Mi hermano era como un dios para mí. Era fuerte y valiente y… —Meneé la cabeza. No lo estaba explicando bien y volví a intentarlo—. Cuando yo tenía dieciséis años, mis padres nos llevaron a España, a la Costa del Sol. Aquello era una fiesta; para los veraneantes europeos era como la fiesta de primavera en Florida. Ken y yo íbamos a una discoteca cerca del hotel y una noche, a los cuatro días de estar allí, un tipo me dio un empujón en la pista; yo me lo quedé mirando, él se echó a reír y seguí bailando. Pero luego se acercó otro y me empujó otra vez y, como yo tampoco hice caso, vino el primero y me tiró al suelo. —Callé de pronto, parpadeando, como tratando de recordarlo claramente—. ¿Sabes lo que hice?

Katy negó con la cabeza.

—Llamar a gritos a Ken. No me levanté de un salto para darle un empujón al tío, sino que llamé a gritos a mi hermano mayor y salí corriendo.

—Tuviste miedo.

—Yo siempre tenía miedo —dije.

—Es lo normal.

Yo no lo creía así.

—¿Y Ken acudió? —preguntó Katy.

—Claro.

—¿Y qué?

—Empezaron a pelearse, pero eran una pandilla de escandinavos y a Ken lo zurraron de lo lindo.

—¿Y tú?

—Yo no di un solo puñetazo. Me aparté a un lado intentando razonar con ellos para que no le pegaran. —Volví a enrojecer de vergüenza. Cuánta razón tenía mi hermano, tan acostumbrado a las peleas: si te pegan, el dolor dura lo que dura, pero la vergüenza del cobarde no desaparece jamás—. Ken salió de aquella refriega con un brazo roto, el brazo derecho, y él, que era un jugador de tenis de categoría nacional —en Stanford se habían interesado por él—, a partir de entonces ya no jugó igual y al final no pudo ir a la universidad.

—Tú no tienes la culpa.

Qué equivocada estaba.

—Lo que quiero decirte es que Ken siempre me defendía. Bueno, entre nosotros nos peleábamos, como todos los hermanos, porque él siempre se burlaba de mí; pero fuera de esas ocasiones estaba dispuesto a partirse el pecho por mí si hacía falta. Y yo nunca tuve valor para hacer lo mismo.

Katy se llevó la mano a la barbilla.

—¿Qué sucede? —pregunté.

—Nada; que es extraño.

—¿El qué?

—Que tu hermano fuese tan poco sensible y se acostara con Julie.

—No lo hizo a propósito. Él me preguntó si habíamos terminado y yo le dije que sí.

—Le diste luz verde —comentó ella.

—Sí.

—Y al final fuiste detrás de él.

—Tú no lo entiendes —dije.

—Sí lo entiendo —replicó ella—. Todos hacemos cosas así.