Sheila y Julie habían sido miembros de la hermandad femenina Ji Gamma. Como conservaba el coche alquilado la noche anterior para ir a Livingston, Katy y yo decidimos emprender un viaje de dos horas rumbo a la Universidad de Haverton en Connecticut a ver qué averiguábamos.
A primera hora de la mañana llamé a la secretaría para verificar unos datos y me dijeron que la directora de la hermandad en aquel entonces era Rose Baker, quien hacía tres años que estaba retirada y vivía en una casa del campus enfrente de la residencia. Ella sería el objetivo principal de nuestra investigación.
Aparcamos delante del edificio de Ji Gamma, que yo recordaba de mis poco frecuentes visitas durante mis años de estudiante en Amherst. Se notaba de inmediato que era una residencia femenina por el falso atrio de columnata grecorromana blanco y con cornisas de un suave fruncido que le confería un toque femenino. A mí me recordaba una tarta de bodas.
El domicilio de Rose Baker era, por decirlo de algún modo, más modesto. Vivía en una casa iniciada en estilo Cape Cod, cuyas líneas habían perdido la elegancia original. El rojo de antaño había sido reemplazado por una anodina capa de pintura color barro; las celosías de las ventanas parecían arañadas por los gatos, y la ausencia de parte del entablillado le confería el aspecto de haber padecido una seborrea aguda.
En circunstancias normales, yo habría acordado una cita. Es algo que en la televisión nunca se tiene en cuenta, pues cuando se presenta la policía buscando a una persona la encuentra siempre en su casa. Siempre me había parecido poco realista y forzado, aunque en ese momento lo entendía mejor. En primer lugar, la locuaz secretaria me había informado que Rose Baker rara vez salía de casa y que en caso de hacerlo nunca iba muy lejos. En segundo lugar, y sobre todo, porque si llamaba previamente a Rose Baker y ella me preguntaba para qué quería verla, ¿qué iba a decirle? No, era mejor presentarse por las buenas con Katy y ver qué podíamos averiguar. Si no estaba en casa, indagaríamos en el archivo de la biblioteca o iríamos a la residencia femenina. Ignoraba en qué grado estas gestiones podían dar resultado pues avanzábamos a ciegas.
Camino de la casa de Rose Baker no pude evitar un sentimiento de envidia por los estudiantes con mochila que veíamos de paseo. A mí me había encantado la universidad y cuanto representa; me encantaba pasar el rato holgazaneando con los amigos, vivir solo y lavar la ropa pocas veces, comer una pizza a medianoche; me encantaba charlar con los profesores más bohemios y abiertos y me encantaba debatir sobre temas trascendentes y crudas realidades que jamás traspasaban los límites del campus.
Al pisar la esterilla con su alegre saludo de bienvenida oí a través de la puerta el sonido de una canción conocida. Hice una mueca de sorpresa y escuché con atención; el sonido llegaba amortiguado pero parecía Elton John, y concretamente la canción Candle in the Wind, del conocido LP doble «Goodbye Yellow Brick Road».
Llamé a la puerta.
—Un momento —dijo una voz cantarina de mujer.
Segundos después se abría la puerta. Rose Baker tendría más de setenta años y me sorprendió verla vestida para ir a un funeral. Todo su atuendo, desde el sombrero de ala ancha con velo hasta los discretos zapatos, era de color negro. Parecía haberse pintado los labios con un espray. Su boca formaba una «O» perfecta; sus ojos eran dos platillos rojos, como si su rostro se hubiera quedado congelado después de un susto.
—¿La señora Baker? —pregunté.
Ella levantó el velo.
—Sí.
—Me llamo Will Klein; le presento a Katy Miller.
Los ojos platillo se volvieron hacia Katy escrutándola.
—¿Llegamos en mal momento? —inquirí.
—En absoluto —contestó ella, sorprendida por la pregunta.
—Quisiéramos hablar con usted, si no tiene inconveniente —añadí.
—Katy Miller —repitió ella sin dejar de mirarla.
—Sí, señora —dije yo.
—La hermana de Julie.
Katy lo reafirmó asintiendo con la cabeza. Rose Baker abrió del todo la puerta.
—Pasen, por favor.
La seguimos al cuarto de estar, donde los dos nos quedamos de una pieza al ver la decoración.
Era la princesa Diana.
Estaba por todas partes. El cuarto estaba forrado, cubierto de cachivaches de lady Di. Había fotografías, naturalmente, pero además juegos de té, placas conmemorativas, cojines bordados, lámparas, estatuillas, libros, dedales, vasos de chupito (¡vaya respeto!), un cepillo de dientes (¡nada menos!), una lamparilla de noche, gafas de sol, juegos de sal y pimienta, y qué sé yo. En ese momento me di cuenta de que la canción que sonaba no era la original de Elton John y Bernie Taupin, sino una versión más reciente en memoria de la difunta princesa cuya letra daba el adiós a nuestra «Rosa de Inglaterra» y que, según yo había leído no sé dónde, era el disco más vendido en todo el mundo, y por algo debía ser aunque a mí me traía sin cuidado.
—¿Recuerdan cómo murió la princesa Diana? —dijo Rose Baker.
Katy y yo nos miramos y asentimos con la cabeza.
—¿Recuerdan la aflicción popular?
Nos miró y volvimos a asentir con la cabeza.
—Para la mayoría de la gente, el dolor y la aflicción no fueron más que una moda pasajera, un par de días o quizás un par de semanas, pero luego —chasqueó los dedos como un prestidigitador, abriendo sus enormes ojos más que nunca— nada. Como si no hubiera existido.
Nos miró como quien espera un asentimiento incondicional y yo hice cuanto pude por no dejar escapar una mueca.
—Pero hay muchos que pensamos que Diana, princesa de Gales, fue un verdadero ángel que este mundo quizá no merecía, y nosotros no la olvidaremos. Conservamos su recuerdo imperecedero.
Se enjugó una lágrima mientras yo reprimía una réplica sarcástica.
—Siéntense, por favor —dijo—. ¿Les apetece un té?
Los dos lo rehusamos cortésmente.
—¿Unas galletas?
Sacó una bandeja con galletas con el perfil de… lady Di. La corona resaltada con azúcar glas. También rehusamos, pues no nos veíamos con ánimo de mordisquear a la difunta y, sin más, fui al grano.
—Señora Baker, ¿recuerda a Julie, la hermana de Katy? —pregunté.
—Sí, claro —respondió dejando la bandeja de galletas en la mesita—. Recuerdo a todas las chicas. Mi esposo Frank, que daba clases de literatura inglesa, murió en 1969. No tuvimos hijos y todos mis familiares han muerto. Así que la residencia y las alumnas fueron mi vida durante veintiséis años.
—Comprendo —dije.
—Y Julie… Cuando estoy en la cama a oscuras por la noche, su cara es la que más me viene a la memoria. No porque fuese distinta, que lo era, sino por lo que le sucedió, claro.
—¿Porque murió asesinada, quiere decir?
Era una pregunta tonta pero yo no tenía experiencia y deseaba que ella continuara hablando.
—Sí —contestó Rose Baker cogiendo la mano de Katy—. Fue una tragedia. No sabe cuánto lo siento por usted.
—Gracias —dijo Katy.
Por cruel que parezca, mi mente no dejaba de pensar: tragedia; sí, bueno, pero ¿qué imagen podía tener de Julie —o incluso de su propio marido o de su familia— en aquella grotesca feria de duelo real?
—Señora Baker, ¿recuerda a otra chica de la residencia llamada Sheila Rogers? —pregunté.
Hizo una mueca y respondió escuetamente:
—La recuerdo.
A juzgar por su reacción era evidente que ignoraba que la habían asesinado, y opté por no decirlo de momento; estaba claro que tenía algún problema con Sheila y yo quería saber cuál. Necesitábamos que hablara constantemente y sí le decía ahora que Sheila había muerto, a lo mejor edulcoraba su opinión con otra respuesta. Antes de que le preguntase, ella alzó una mano.
—¿Puedo preguntarle una cosa? —dijo.
—Naturalmente.
—¿Por qué me hacen tantas preguntas sobre algo que sucedió hace tanto tiempo? —dijo mirando a Katy.
—Porque quiero saber la verdad —replicó Katy.
—¿La verdad sobre qué?
—Mi hermana cambió durante su estancia aquí.
Rose Baker cerró los ojos.
—Mejor sería que no lo supiera.
—Quiero saberlo —insistió Katy con voz casi de desesperación—. Por favor; tenemos que saberlo.
Rose Baker permaneció otro instante con los ojos cerrados y asintió con la cabeza antes de abrirlos y juntar las manos en el regazo dispuesta a hablar.
—¿Qué edad tiene? —preguntó.
—Dieciocho años.
—Más o menos la edad de Julie cuando vino aquí —comentó Rose Baker— y se parece a ella.
—Eso me dicen.
—Tómelo como un cumplido porque Julie era muy guapa. En muchos aspectos me recuerda a la princesa Diana. Las dos eran preciosas y con algo especial…, casi divino —dijo sonriendo, y añadió levantando un dedo—: Ah, y las dos tenían un defecto porque eran muy tozudas. Julie era buena persona, amable y lista como el hambre, y muy buena estudiante.
—Sin embargo —dije—, abandonó los estudios.
—Sí.
—¿Por qué?
Ella se volvió hacia mí.
—Lady Di procuró ser firme, pero nadie puede nada contra el destino. Es imprevisible.
—No la entiendo —dijo Katy.
Un reloj lady Di dio la hora en un tono hueco reminiscente del Big Ben y Rose Baker permaneció en silencio hasta que cesaron las campanadas.
—La gente cambia con la universidad. Uno está por primera vez lejos de casa y vive por su cuenta… —Cayó como en una ensoñación y pensé que tendría que darle un codazo para hacerla seguir—. No, no me explico bien: el comportamiento de Julie al principio era modélico pero después comenzó a retraerse de todo el mundo. Dejó de acudir a algunas clases, rompió con el novio de su ciudad. No es nada raro, porque casi todas las chicas lo hacen el primer año; pero en su caso sucedió más tarde, en el penúltimo curso, creo, y yo pensaba que lo quería de verdad.
Yo tragué saliva, pero no dije nada.
—Me preguntaron antes por Sheila Rogers —añadió.
—Sí —dijo Katy.
—Ella fue una mala influencia para Julie.
—¿Por qué?
—Aquel año, cuando llegó Sheila… —dijo Rose Baker llevándose un dedo a la mejilla y ladeando la cabeza como si se le hubiera ocurrido otra idea—. Bueno, quizá fuese el destino, como en el caso de la circunstancia de los paparazzi que obligaron a acelerar a la limusina de Diana; o ese horrendo chofer, Henri Paul. ¿Saben que el nivel de alcohol en su sangre era el triple del nivel legal?
—¿Sheila y Julie se hicieron amigas? —pregunté.
—Sí.
—Compartían habitación, ¿verdad?
—Durante un tiempo —contestó con los ojos húmedos—. No piensen que soy melodramática, pero Sheila Rogers aportó algo malvado a la residencia. Tendría que haberla expulsado, ahora me doy cuenta, pero no tenía pruebas de su maldad.
—¿Qué es lo que hizo?
La mujer volvió a negar con la cabeza.
Yo pensé un instante en aquel penúltimo curso en que Julie fue a verme a Amherst cuando, por otra parte, se había negado a que yo fuese a verla a Haverton y comprendí que resultaba extraño. Reviví la última vez que estuvimos juntos, cuando ella insistió en ir a una pensión tranquila de Mystic en vez de quedarnos en la universidad, lo que en aquel entonces me pareció romántico. Ahora lo veía muy distinto.
Tres semanas después me llamó y rompió conmigo. Al mirar atrás, recordé que durante nuestro último encuentro había estado amodorrada y extraña. Pasamos una sola noche en Mystic y mientras hacíamos el amor la noté ausente; ella lo achacó a los estudios, que había estado empollando; yo me lo creí porque, ahora que lo pienso, quería creérmelo.
Sí, atando cabos lo veo claramente: Sheila había llegado a la universidad recién liberada de Louis Castman, de las drogas y de la calle, una vida que cuesta mucho dejar atrás, y seguramente vendría irremisiblemente contagiada de la maldad que todo lo corrompe cuando Julie iba a empezar el penúltimo curso, la época en que comenzó a actuar de un modo extraño.
Tenía lógica.
—¿Sheila Rogers se graduó? —pregunté cambiando de rumbo.
—No, también ella dejó los estudios.
—¿El mismo año que Julie?
—No estoy segura de que llegaran a darse oficialmente de baja. Julie dejó de asistir a clase hacia final de curso. Se pasaba las mañanas en la cama y cuando yo la reprendí se marchó —añadió con voz trémula.
—¿Adónde se marchó?
—A un apartamento fuera de la universidad. Con Sheila.
—¿Y cuándo abandonó exactamente Sheila Rogers los estudios?
Rose Baker fingió reflexionar al respecto, y digo «fingió» porque era evidente que lo sabía de sobra y que todo era puro teatro.
—Creo que Sheila se fue después de la muerte de Julie.
—¿Mucho después? —pregunté.
—Yo no recuerdo haberla visto después del asesinato —respondió con la vista baja.
Miré a Katy. También ella miraba al suelo. Rose Baker se llevó la mano temblorosa a la boca.
—¿Sabe adónde fue Sheila? —pregunté.
—No. Se marchó, y era lo único que a mí me importaba.
Ya no nos miraba y me pareció inquietante.
—Señora Baker.
Ella siguió sin alzar la vista.
—Señora Baker, ¿qué más sucedió?
—¿A qué han venido? —preguntó.
—Ya se lo hemos dicho; queremos saber…
—Sí, pero ¿por qué ahora precisamente?
Katy y yo nos miramos y ella asintió con la cabeza. Me volví hacia la mujer y contesté:
—Ayer encontraron muerta a Sheila Rogers. Asesinada.
Pensé que no me había oído porque no apartaba los ojos de un retrato de lady Di entronizado sobre un cojín de terciopelo, una reproducción grotesca y horripilante de la princesa con dientes azules y cutis de un extraño color bronce. Viendo a la mujer mirar aquella imagen se me ocurrió pensar que allí no había ningún retrato de su esposo, de su familia o de las chicas de la residencia, y me dije si, del mismo modo que yo trataba de indagar sobre aquellas muertes persiguiendo sombras por ahuyentar mi dolor, no le sucedía a Rose Baker algo por el estilo.
—Señora Baker.
—¿La estrangularon como a las otras?
—No —respondí, y de pronto me volví hacia Katy. Ella también lo había oído—. ¿Las otras, ha dicho usted?
—Sí.
—¿Quiénes?
—A Julie la estrangularon —dijo.
—Así es.
Hundió los hombros y las arrugas de su rostro se acentuaron. Nuestra presencia había desatado los demonios que ella guardaba en cajas o que quizá mantenía enterrados bajo aquella parafernalia de lady Di.
—No saben lo de Laura Emerson, ¿verdad?
Katy y yo nos miramos de nuevo.
—No —dije.
Rose Baker volvió a divagar con la mirada por las paredes del cuarto.
—¿De verdad que no quieren un té?
—Por favor, señora Baker, ¿quién es Laura Emerson?
Se puso en pie, se acercó a la repisa de la chimenea y acarició delicadamente un busto de lady Di.
—Otra alumna de la residencia, estudiante del curso anterior a Julie.
—¿Qué le sucedió? —pregunté.
Rose Baker descubrió una mota en el busto de cerámica y la eliminó con la uña.
—Ocho meses antes que a Julie encontraron muerta a Laura cerca de su casa en Dakota del Norte. Estrangulada también.
Sentí como si unas manos heladas me tirasen de los pies hacia abajo. Katy, pálida como la cera, me miró encogiéndose de hombros para indicarme que ella no sabía nada.
—¿Descubrieron al asesino? —pregunté.
—No —contestó la mujer—. Nunca.
Traté de filtrar aquel nuevo dato en la historia para ver si aclaraba algo.
—Señora Baker, ¿no la interrogó la policía después del asesinato de Julie?
—La policía no —contestó.
—¿Quién?
—Dos agentes del FBI.
—¿Recuerda sus nombres?
—No.
—¿Le hicieron preguntas sobre Laura Emerson?
—No, pero yo les di datos.
—¿De qué?
—Les recordé que habían estrangulado a otra chica de la misma residencia.
—¿Y cómo reaccionaron?
—Me dijeron que no hablara de eso con nadie porque podía comprometer la investigación.
«Demasiado deprisa», pensé. Todo se me venía encima de un modo tan vertiginoso que no lograba atar cabos. Tres mujeres jóvenes muertas, las tres de la misma residencia universitaria. Aquello era un patrón, en mi modesta experiencia. Por consiguiente, el asesinato de Julie no era un acto aislado de violencia casual como nos había hecho creer a todos el FBI.
Y lo peor era que el FBI lo sabía y nos había mentido todos aquellos años.
La pregunta era por qué.