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Tuve una especie de sueño extraño.

Digo una «especie» de sueño porque no estaba totalmente dormido y flotaba en esa zona entre el sopor y la conciencia en la que a veces notas que caes en un pozo sin fondo y tienes que agarrarte a la cama. Estaba tumbado a oscuras, con los ojos cerrados y las manos detrás de la cabeza.

Ya he dicho cómo nos gustaba a Sheila y a mí bailar; ella incluso consiguió que me inscribiera en un club de baile del centro de la comunidad judía en West Orange, en Nueva Jersey. El club estaba cerca del hospital de mi madre y de nuestra casa en Livingston. Íbamos todos los miércoles a visitar a mi madre y a las seis y media acudíamos a nuestra cita con los compañeros de baile.

Éramos la pareja más joven del club, con gran diferencia, aunque verdaderamente los viejecitos se movían de maravilla. Yo hacía cuanto podía por quedar bien, pero era inútil: aquellos ancianos me acomplejaban, pero no a Sheila; a veces se soltaba de mí en medio de un baile y seguía el ritmo sola. Cerraba los ojos y su cara se iluminaba como si se fundiera con la felicidad absoluta.

Recuerdo en concreto un viejo matrimonio, los Segal, que bailaban juntos desde su participación en un concurso de los años cuarenta; eran una pareja agradable y airosa. El señor Segal llevaba pañuelo blanco al cuello y su esposa vestía de azul con gargantilla de perlas. Resultaban algo mágico en la pista de baile. Se movían como amantes, como si fueran uno. Eran sociables y muy amables con todos, pero cuando sonaba la música ya no estaban para nadie.

Un día de febrero, en una tarde de nieve que fuimos al club pensando que quizás estaría cerrado, apareció el señor Segal solo con su proverbial pañuelo blanco y un traje impecable, pero nada más ver su cara sombría comprendimos. Sheila me apretó la mano y advertí que se le escapaba una lágrima. En cuanto sonó la música, el señor Segal se levantó, salió decidido a la pista y comenzó a bailar solo con los brazos abiertos como si llevara a su esposa al compás de la melodía, acunando y balanceando con tal cariño a aquel fantasma que nadie se atrevió a interrumpirlo.

La semana siguiente, el señor Segal no apareció. Nos dijeron que la señora Segal había perdido definitivamente la batalla contra el cáncer tras aguantar bailando hasta el final. La música empezó a sonar. Buscamos a nuestras parejas y ocupamos la pista. Mientras abrazaba estrechamente, tanto como podía, a Sheila, comprendí que, por triste que fuera la historia de los Segal, era la más hermosa que nunca había oído.

En ese momento comencé a entrar en aquel duermevela extraño, perfectamente consciente desde el principio de que era irreal, y me vi en el club de baile con el señor Segal y gente que no conocía, todos sin pareja; sonó la música y empezamos a bailar solos: miré a mi alrededor y vi a mi padre bailando torpemente en solitario un foxtrot, miré a los otros bailarines y advertí que se balanceaban como si realmente abrazaran a su pareja muerta con los ojos clavados en ella; yo trababa de hacer lo mismo pero no lo conseguía: bailaba en solitario pero sin Sheila.

Como si fuera algo muy distante, oí el timbre del teléfono y la voz hueca del contestador automático turbó mis sueños: «Soy el teniente Daniels, del departamento de policía de Livingston. Quiero hablar con Will Klein».

Como ruido de fondo a la voz del teniente oí más lejana una risa de mujer. Abrí los ojos y se desvaneció el club de baile; cuando cogí el teléfono sonó otra carcajada. Me pareció la risa de Katy Miller.

—Voy a llamar a tus padres —oí que decía el teniente Daniels.

—No, tengo dieciocho años y no puede…

Efectivamente, era Katy.

Descolgué el teléfono.

—Soy Will Klein.

—Hola, Will —contestó el teniente—. Soy Tim Daniels. No sé si recuerdas que fuimos juntos al colegio.

Tim Daniels: trabajaba en la gasolinera Hess; recordé que iba al instituto con un uniforme manchado de aceite y el nombre bordado en el bolsillo. Me imaginé que seguían gustándole los uniformes.

—Claro —contesté aturdido—. ¿Qué tal te va?

—Bien, gracias.

—¿Estás en la policía? —pregunté medio atontado.

—Sí, y seguimos viviendo en Livingston; me casé con Betty Jo Stetson. Tenemos dos hijas.

Intenté recordar a Betty Jo sin conseguirlo.

—Me alegro; enhorabuena.

—Gracias. Oye, Will —añadió con voz grave—, he leído lo de tu madre en el Tribune. Lo siento.

—Te lo agradezco —dije.

Katy Miller volvió a reírse.

—Escucha, te llamo porque… supongo que conoces a Katy Miller.

—Sí.

Se hizo un silencio. Probablemente estaría rememorando que yo había salido con su hermana y su trágico final.

—Ella me ha dicho que te llamase.

—¿Qué sucede?

—La encontré junto a los campos de deporte de Mount Pleasant con una botella de Absolut medio vacía. Está borracha como una cuba. Iba a llamar a sus padres…

—¡Olvídate! —gritó Katy—. ¡Tengo dieciocho años!

—Vale, de acuerdo. Bien, el caso es que ella me dijo que te llamara a ti. Oye, soy consciente de que cuando nosotros éramos jóvenes tampoco éramos perfectos, ¿me entiendes?

—Sí —contesté.

En ese momento, Katy gritó algo y me puse tenso. Esperaba haber oído mal, pero el tono casi burlón con que lo repetía a gritos hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.

—¡Idaho! —gritaba—. ¿A que sí, Will? ¡Idaho!

Apreté con fuerza el receptor. No podía ser.

—¿Qué dice? —pregunté.

—Ni idea. No para de gritar no sé qué sobre Idaho, pero está bastante pasada.

—¡Jodido Idaho! —volvió a gritar Katy—. ¡Idaho y sus patatas! ¿A que sí?

Me quedé sin respiración.

—Mira, Will, ya sé que es tarde, pero ¿no podrías venir a recogerla?

—Voy ahora mismo —dije sobreponiéndome.