27

Katy y yo estábamos en la calle cuando llegó Cuadrados. Ella se inclinó y me besó en la mejilla. Cuadrados enarcó una ceja mirándome, pero yo fruncí el ceño.

—Pensé que ibas a quedarte a dormir en el sofá —dije a Katy.

Katy había estado abstraída desde la llegada del cestillo.

—Volveré mañana —contestó.

—¿No vas a contarme qué sucede?

—Tengo que hacer algunas averiguaciones —respondió hundiendo las manos en los bolsillos y encogiéndose de hombros.

—¿Sobre qué?

Negó con la cabeza y no insistí. Me dirigió una sonrisita mientras se alejaba y subí a la furgoneta.

—¿Esta quién es? —preguntó Cuadrados.

Se lo expliqué en el camino hacia la periferia. Llevábamos docenas de bocadillos y mantas. Cuadrados los repartía a los chicos. Los bocadillos y las mantas funcionaban para romper el hielo, como el truco de la desaparecida Angie; pero, aunque no diese resultado, al menos los menesterosos tenían algo que comer y con qué abrigarse. Había visto a Cuadrados hacer maravillas con aquel género. En la primera ocasión siempre había alguno que rehusaba la ayuda, que incluso se mostraba hostil, pero Cuadrados no se enfadaba y volvía a pasar noche tras noche porque estaba convencido de que la clave era la insistencia, hacerlos ver que estábamos a su disposición en cualquier momento y que no se les abandonaba en ninguna circunstancia.

Al cabo de unas cuantas noches, aquel chico o chica reacio aceptaba el bocadillo, otro día cogía la manta y a continuación aguardaba ya al paso de la furgoneta.

Estiré el brazo y cogí un sándwich del montón.

—¿Te toca trabajar esta noche otra vez?

Agachó la cabeza y me miró por encima de las gafas de sol.

—Qué va, es que tengo mucha hambre —respondió con sorna.

—Cuadrados —dije al cabo de un rato—, ¿cuánto tiempo piensas seguir esquivando a Wanda?

Cambió de emisora y sonó You’re so Vain de Carly Simón, que él acompañó cantando.

—¿Recuerdas esta canción? —preguntó.

Asentí con la cabeza.

—¿Era verdad el rumor de que era una alusión a Warren Beatty?

—No lo sé —contesté.

—Quiero preguntarte una cosa, Will —dijo al cabo de un rato sin apartar la vista de la calle. Aguardé—. ¿Te sorprendió mucho saber que Sheila tenía una hija?

—Mucho.

—¿Y te sorprendería mucho saber que yo tuve un hijo?

Lo miré.

—Tú no entiendes la situación, Will.

—Me gustaría entenderla.

—Cada cosa a su tiempo.

Aquella noche, el tráfico era increíblemente escaso. Se apagó la voz de Carly Simón y Bob Dylan pidió a su chica que tuviera un poco de paciencia hasta que su amor creciera. Era una súplica tan desesperada… Me encanta esa canción.

Entramos en la autopista norte del río Harlem y, al pasar por delante de un grupo de chicos guarecidos debajo de un puente, Cuadrados paró la furgoneta.

—Trabajo a la vista —dijo.

—¿Te ayudo?

Él negó con la cabeza.

—No tardaré mucho.

—¿Vas a darles bocadillos?

Cuadrados reflexionó.

—No. Tengo algo mejor.

—¿Qué?

—Tarjetas de teléfono —dijo tendiéndome una—. TeleReach nos ha donado más de mil, los críos se las rifan.

Así era: en cuanto las vieron se le echaron encima como moscas. Confiad en Cuadrados. Miré aquellos rostros sucios tratando de ver individuos diferenciados con deseos, sueños y esperanzas. Los críos no aguantan mucho en la calle, y no me refiero a los riesgos físicos, que suelen superar, sino a su alma, la conciencia de sí mismos, que es lo que se destruye y, cuando la destrucción alcanza cierto límite, su suerte está echada.

Sheila se había salvado antes de llegar a ese límite.

Y entonces la habían asesinado.

Deseché ese pensamiento. En aquel momento no tenía tiempo para pensar en ello. Debía centrarme en la tarea que había emprendido con dedicación, seguir actuando. La actividad mantiene a raya el dolor, te estimula, te desentumece.

Hacerlo por ella, por sensiblero que suene.

Cuadrados volvió al cabo de unos minutos.

—Vamos allá —dijo.

—No me has dicho dónde.

—A la esquina de la Calle 128 con la Segunda Avenida, donde he quedado con Raquel.

—¿Para ver qué?

—Una posible pista —respondió sonriendo.

Salimos de la autopista y pasamos por delante de una serie de casas en construcción. Dos manzanas antes de llegar atisbé a Raquel, lo que no tiene mérito dada su estatura y su vestimenta, una combinación explosiva. Cuadrados frenó a su lado y frunció el ceño.

—¿Qué pasa? —preguntó Raquel.

—¿Zapatos rosa con un vestido verde?

—Son coral y turquesa —replicó Raquel— y hacen juego con el bolso magenta.

Cuadrados se encogió de hombros y aparcó frente a un escaparate en el que había un letrero descolorido que decía FARMACIA GOLDBERG. Nada más bajar de la furgoneta, Raquel me arropó en un abrazo. Apestaba a Aqua Velva y no pude por menos de pensar que, efectivamente, algo tenía del hombre Aqua Velva.

—Lo siento muchísimo —dijo.

—Gracias.

Cuando me soltó respiré con alivio. Estaba llorando. Las lágrimas le corrían el maquillaje diluyendo la máscara y sedimentando el color en su barba desigual, de forma que su cara parecía una vela derretida.

—Abe y Sadie os están esperando —dijo.

Cuadrados asintió con la cabeza, abrió la puerta de la farmacia y entramos uno detrás del otro; al cruzar el umbral sonó un ding-dong y noté un olor que me trajo al recuerdo un ambientador en forma de cerezo colgado del retrovisor de un coche. Había estanterías hasta el techo llenas a rebosar de vendas, desodorantes, champús y medicamentos para la tos, todo revuelto.

De la trastienda salió un viejo con gafas de media luna que colgaban de una cadenita, con camisa blanca y chaleco de lana; su pelo blanco era tan largo y frondoso que parecía la peluca empolvada de los jueces ingleses, y sus pobladas cejas le daban aspecto de búho.

—¡Hombre, el señor Cuadrados!

Se dieron un abrazo y el anciano le propinó varias palmadas en la espalda.

—Tienes buen aspecto —dijo el hombre.

—Tú también, Abe.

—Sadie —gritó—. Sadie, está aquí el señor Cuadrados.

—¿Quién?

—El del yoga con un tatuaje.

—¿En la frente?

—Ése.

Yo meneé la cabeza y me incliné hacia Cuadrados.

—¿Es que hay alguien que no conozcas?

—Encantador que es uno —replicó él encogiéndose de hombros.

Sadie, una anciana tan bajita que difícilmente alcanzaría a ver dos metros de altura aunque fuera Raquel en aquellos taconazos, salió de detrás del mostrador.

—Estás muy delgado —dijo mirando a Cuadrados con el ceño fruncido.

—Déjalo en paz —dijo Abe.

—Calla, calla. ¿Comes como es debido?

—Claro que sí —contestó Cuadrados.

—Estás en los huesos; en los huesos.

—Sadie, ¿quieres dejarlo en paz?

—Tú calla —replicó ella con voz de misterio—. Tengo kugel, ¿quieres un plato?

—Quizá después. Gracias —respondió Cuadrados.

—Lo pondré a calentar.

—Muy bien, gracias. Os presento a mi amigo Will Klein —dijo Cuadrados volviéndose hacia mí.

Los dos viejos me miraron entristecidos.

—¿Es el novio?

—Sí.

—No sé —añadió Abe.

—Puedes hablar con toda confianza —insistió Cuadrados.

—Sí, puede que sí, puede que no. Lo nuestro es como secreto de confesión; tú lo sabes. Y ella insistió mucho en que no dijésemos nada en ninguna circunstancia.

—Lo sé.

—¿Qué bien haremos si hablamos?

—Me hago cargo.

—Si hablamos pueden matarnos.

—No se enterará nadie. Os doy mi palabra.

Los dos viejos cruzaron una mirada.

—Sabemos que Raquel —dijo el hombre— es buen chico. O chica, no sé; a veces me hago un lío.

—Necesitamos vuestra ayuda —añadió Cuadrados acercándose a la pareja.

Sadie cogió la mano de su esposo en un gesto tan íntimo que me dieron ganas de apartar la mirada.

—Era una chica tan guapa, Abe…

—Y muy simpática —añadió él suspirando y mirándome.

En ese momento sonó otra vez el ding-dong al abrirse la puerta y entró un negro desaliñado.

—Vengo de parte de Tyrone —dijo.

—Ven, yo te atiendo —dijo Sadie acercándose a él.

Abe no dejaba de mirarme, y yo, que no entendía nada, me volví hacia Cuadrados.

Cuadrados se quitó las gafas de sol.

—Por favor, Abe —dijo—, es importante.

—De acuerdo —dijo Abe levantando una mano—. De acuerdo; no pongáis esa cara. Pasad, por favor —añadió con un gesto.

Levantó la trampilla del mostrador y pasamos a la trastienda dejando atrás las pastillas, los frascos, las bolsas de recetas, los morteros y los mazos, y él abrió una puerta que daba paso al sótano y encendió la luz.

—Aquí es donde se cuece todo —comentó.

No se veía bien, pero había un ordenador, una impresora y una cámara digital. Era todo. Miré al viejo y a Cuadrados.

—¿Quiere alguien decirme de qué estamos hablando?

—Nuestro negocio es muy sencillo —dijo Abe—. No conservamos archivos ni nada, así que si la policía se incauta del ordenador no importa porque no averiguarán nada. Los archivos los tengo aquí —añadió señalando su frente—. Aunque algunos últimamente se van perdiendo, ¿no es cierto, Cuadrados?

Cuadrados le sonrió.

—¿Sigue sin entender nada? —dijo Abe al ver mi cara de sorpresa.

—Sigo sin entender nada.

—Se trata de documentos de identidad falsos —dijo él.

—Ah.

—Pero no de los que utilizan los menores de edad para beber.

—No, claro.

—¿Sabe algo sobre el tema? —preguntó bajando la voz.

—No mucho.

—Yo me refiero a los que se necesitan para desaparecer, para huir y comenzar una nueva vida. ¿Alguien tiene problemas? Paf, yo lo hago desaparecer. Como un prestidigitador. Cuando uno necesita irse, irse de verdad, no acude a una agencia de viajes; viene aquí.

—Entiendo —dije—. ¿Y utilizan mucho sus —no sabía qué palabra emplear— servicios?

—Se sorprendería usted. Bueno, generalmente, no es que sean situaciones tan extraordinarias; suele tratarse de personas en libertad condicional o bajo fianza, o gente a quien busca la policía. Ayudamos también a toda clase de inmigrantes ilegales que quieren quedarse en el país; nosotros los convertimos en ciudadanos estadounidenses —explicó sonriéndome—. Pero de vez en cuando se presenta algún caso más interesante.

—Como el de Sheila —dije.

—Exacto. ¿Quiere que le explique cómo lo hacemos?

Sin darme tiempo a contestar, el viejo prosiguió:

—Esto no es como en la tele. En la tele complican mucho las cosas, ¿no es cierto? Buscan algún niño fallecido y consiguen el certificado de nacimiento o algo parecido y lo someten a una serie de falsificaciones complicadas.

—¿No es el modo de hacerlo?

—No, no se hace así —replicó sentándose delante del ordenador y poniéndose a teclear—. En primer lugar, hay un modo más rápido. Aparte de que con Internet y la red y todas esas cosas los fallecidos han fallecido y punto, pues al morir cancelan su número de la seguridad social. Si no fuera así, se podría utilizar el número de la seguridad social de los viejos que mueren, ¿no? O de gente que muere sin llegar a la vejez. ¿Me comprende?

—Creo que sí —dije—. Entonces, ¿cómo elabora usted una falsa identidad?

—Es que no elaboro ninguna falsa identidad —replicó él—. Yo trabajo con identidades auténticas.

—No lo sigo.

—¿No me habías dicho que trabajaba en las calles? —preguntó el viejo a Cuadrados con el ceño fruncido.

—Hace mucho tiempo —contestó él.

—Bueno, en fin; vamos a ver —añadió Abe Goldberg volviéndose hacia mí—. ¿Se ha fijado en ese que ha entrado después de ustedes?

—Sí.

—Tiene aspecto de parado, ¿verdad? Probablemente es una persona sin hogar.

—No lo sé.

—No se haga el políticamente correcto conmigo. Tiene pinta de vagabundo, ¿no es cierto?

—Sí.

—Pero es un individuo, ¿entiende? Tiene nombre, madre, nació en este país y tiene —añadió sonriendo y con gesto teatral— un número de la seguridad social. Puede que incluso tenga carnet de conducir, aunque quizá caducado. Es igual. Mientras tenga número de la seguridad social, existe. Tiene una identidad. ¿Me entiende?

—Lo entiendo.

—Bien, pongamos que necesita algún dinero. A mí me tiene sin cuidado para qué. Él necesita dinero mientras que de la identidad puede prescindir. Como vive en la calle, ¿para qué le sirve? No tiene cuenta de crédito ni es propietario de tierras. Bien, con el ordenador buscamos su nombre —añadió, dando una palmadita a la máquina—, comprobamos si existe algún mandamiento judicial grave contra él y si no, en la mayoría de los casos no lo hay, le compramos el carnet de la seguridad social. Si, por ejemplo, se llama John Smith y si, por ejemplo, usted, Will, tiene necesidad de alojarse en hoteles o lo que sea con un nombre falso…

Comprendí adónde quería llegar.

—Me vende el número de la seguridad social y me convierto en John Smith.

—Premio —exclamó el viejo chasqueando los dedos.

—Pero ¿y si no nos parecemos físicamente?

—En el carnet de la seguridad social no figura la descripción física. Una vez en su poder puede dirigirse a un organismo oficial para hacer cualquier trámite. Para casos urgentes, dispongo de un programa con el que le puedo confeccionar un carnet de conducir de Ohio, por ejemplo, pero eso al final acaban por descubrirlo, mientras que la falsa identidad no.

—Supongamos que a ese John Smith lo detienen y le exigen que se identifique.

—Puede dar ese número. Hasta cinco personas a la vez pueden usarlo. ¿Quién va a enterarse? Es sencillo, ¿no?

—Sencillo —asentí—. Así que, ¿Sheila acudió a usted?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Hará dos o tres días. Como le he dicho, no era uno de nuestros clientes habituales, sino una chica muy simpática. Y muy bonita.

—¿Le dijo adónde pensaba ir?

Abe sonrió y me tocó en el brazo.

—¿Cree que se trata de un negocio donde se hagan muchas preguntas? Los clientes no se explayan precisamente y yo tampoco quiero saber nada. Nosotros no decimos una palabra. Sadie y yo tenemos un prestigio y, como le dije arriba, si te vas de la lengua te buscas la muerte. ¿Comprende?

—Sí.

—De hecho, cuando Raquel vino a hacer un sondeo no dijimos ni mu. Nuestro negocio es la discreción misma. Pese a que a Raquel le tenemos cariño, no dijimos nada. Cremallera.

—¿Y por qué cambiaron de parecer?

Abe me miró con expresión ofendida y se volvió hacia Cuadrados, luego me volvió a mirar.

—¿Es que cree que somos animales y no tenemos sentimientos?

—No pretendía…

—Por lo del asesinato —añadió—. Al enterarnos de lo que le sucedió a la pobre chica, tan guapa… No hay derecho. Pero ¿qué puedo hacer? —exclamó levantando las manos—. No puedo ir a la policía, ¿comprende? Pero sí confío en Raquel y en el señor Cuadrados, porque son buenas personas que trabajan en la noche repartiendo esperanza. Igual que Sadie y yo, ¿entiende?

Se abrió la puerta del sótano y apareció Sadie.

—He cerrado —dijo.

—Muy bien.

—Bueno, ¿qué? —preguntó ella.

—Estaba diciéndole que estamos dispuestos a informarlo.

—Bien.

Sadie Goldberg comenzó a descender la escalera despacio y Abe volvió hacia mí sus ojos de búho para decir:

—El señor Cuadrados nos ha explicado que hay una niña de por medio.

—Su hija —contesté—. Tendrá unos doce años.

Sadie chasqueó la lengua.

—Y no saben dónde está —dijo.

—Exacto.

Abe meneó la cabeza y Sadie se arrimó a él como si fuesen una sola persona. Se me ocurrió pensar cuánto llevarían casados, si tendrían hijos, de dónde eran y cómo habrían recalado en aquel barrio para meterse en aquel negocio.

—¿Quiere que le diga una cosa? —me interpeló Sadie.

Asentí con la cabeza.

—Su Sheila tenía algo especial —dijo alzando levemente los puños—. Tenía como un aura. Y no es porque fuera guapa, que lo era, sino algo más. Y que haya muerto… nos ha afectado. Cuando vino aquí la vimos tan asustada… Quién sabe si la identidad que le facilitamos no le sirvió y le buscamos la muerte.

—Por eso queremos ayudarlo —dijo Abe escribiendo en un trozo de papel que me tendió—. Aquí está el nombre que le dimos con el número de seguridad social: Donna White. No sé si le valdrá a usted para algo.

—¿Y quién es la auténtica Donna White?

—Una mujer sin techo adicta al crack.

Miré el trocito de papel.

Sadie se me acercó y me puso la mano en la mejilla.

—Parece usted un buen hombre —dijo.

Yo la miré.

—Encuentre a esa niña —añadió.

Yo asentí varias veces con la cabeza y le prometí que la encontraría.